Texas (27 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

—¡No quiero que lo hagas! ¡Quiero llevarlo yo misma!

—Ya veo —contestó. Y veía. Muchísimo.

Sabía por qué quería ella mantener la posesión del bolso.

Arrancó el coche. Lo condujo a la salida del aparcamiento y se dirigió velozmente hacia la casa de Zearsdale. Ninguno de los dos hablaba. Red pareció estar a punto de hacerlo un par de veces; él pudo notar las miradas que le lanzaba, oyó el titubeo de la respiración que precede al discurso. Pero no podía ni debía ayudarla, ahora que sabía lo que sabía. Así que ella también se mantuvo en silencio.

Giró hacia la entrada del hogar del magnate del petróleo, sintiéndose interiormente muerto, y profundamente confuso, aunque ya nada le importaba.

¿Por qué iba ella a hacer eso? ¿Qué sentido tenía ir a una fiesta cuando planeaba una cosa como ésa?

Aparcó el coche y la ayudó a salir. Subieron juntos las escalinatas. Red se mantenía un poco alejada de él. Con los labios ligeramente apretados en una sonrisa nerviosa. Con las mejillas de un rojo subido.

El mismo Zearsdale abrió la puerta, como lo había hecho el día de la visita de Mitch. Los condujo a una salita de recepción, charlando amigablemente, y les ofreció unas copas. Red movió negativamente la cabeza, con un ligero fruncimiento de ceño.

—Ahora no, gracias. ¿Somos los primeros?

—¿Primeros? —dijo Zearsdale.

—Sus primeros invitados —explicó Mitch, y él también estaba un poco ceñudo—. No parece que haya nadie más aquí.

Zearsdale dijo, sin darle importancia, que había otros por ahí.

—Es una casa grande, ya sabe. ¿Y usted, qué? ¿Qué bebe?

—No, gracias. Las tomaremos con los otros, si no le importa.

—Será mejor que tome algo —insistió Zearsdale, y entonces, cuando Mitch volvió a declinar la invitación con firmeza, dijo—: Bueno, vamos, entonces. Tengo algunas películas que quiero mostrarles.

De alguna manera, consiguió situarse entre los dos cuando dejaban la habitación. Aún estaban a ambos lados de él cuando entraron en una habitación algo más grande que la primera. Había una pantalla de cine que colgaba desde una plataforma que ocupaba la mitad inferior de la habitación. Cerca de la puerta por la que habían entrado había un proyector de 16 mm.

—Venga, siéntese allí, Corley. ¡Así es, allí! —señaló Zearsdale—. Y usted, señorita, ¿puedo llamarla Red? Siéntese aquí, señorita Red. Los otros ya han visto estas películas, así que… ¡Siéntese, Corley!

—No —dijo Mitch—. No, no me voy a sentar, Zearsdale. Me voy a ir de aquí, y Red se va a venir conmigo, y no trate de retenernos.

La habitación se quedó en silencio. La expresión de Zearsdale se congeló entre la jovialidad y el enfado, por un momento pareció tonto, mientras intentaba adaptarse a la situación. Mitch se maldijo en silencio.

El techo con espejos sobre la mesa de dados… el súbito estruendo desde la habitación superior mientras él y Zearsdale apostaban. Y ahora lo de hoy, la forma en que Zearsdale había lanzado su peso con Gidge Lord. Utilizando la fuerza de todos sus millones para asegurarse de que él, Mitch, asistiría a su «fiesta».

¿Cómo no lo había adivinado, por todo lo más sagrado? ¿Cómo iba a dejar que cayera Red en la trampa?

Red. Miró hacia ella, tan pequeña e indefensa, casi perdida en el gran sillón. La miró, y su irracional enfado, la mortal evidencia de sus intenciones, desapareció. Y nada tuvo importancia aparte de sacarla de allí sin peligro.

Le sonrió, y le habló con gran aplomo.

—No te asustes, cariño. Ahora nos vamos.

Ella le devolvió la sonrisa, tremulosa. Comenzó a levantarse. La fuerte mano de Zearsdale cayó sobre su hombro y la empujó de nuevo hacia el sillón.

—Ella se queda —dijo—. Ambos se van a quedar.

—Zearsdale… —Mitch se adelantó hacia él—. Está usted muy equivocado.

Zearsdale se quedó donde estaba. Red soltó un gritito…, un aviso. Mitch comenzó a darse la vuelta, un puño explotó en la parte de atrás de su cuello y un fuerte golpe en los riñones lanzó fuego por todo su cuerpo. Entonces recibió un tirón desde atrás, y cayó sentado al sillón, con tanta fuerza que sintió crujir su columna.

26

Había tres hombres de pie a su alrededor. Tres jóvenes enjutos, pavoneándose de su rudeza. Con un ligero olor a tiza de billar. Si supieras de alguien que supiera de alguien que conociera a alguien, podrías contratarlos por un par de billetes a cada uno. Pero tendrías que hacerlo rápidamente, ya que el hombre de la guadaña les está dando alcance.

Uno de ellos, al menos uno de los tres, estaba destinado a la celda de la muerte: el tipo de la cabeza pequeña y los ojos juntos era el candidato más probable. ¿El segundo? A ése, lo que le pasara, sería devuelto más de cien veces. Así que, golpéale en la cabeza —de todas formas no la utiliza nunca— y déjale en un callejón oscuro con los sesos desparramados a su alrededor. Y en cuanto al tercero (llamémosle guapito), aquí tenemos con seguridad una víctima del pecado de los cinco dólares, ya que nunca se gastaría cinco dólares en visitar a un doctor. De forma que él también era un proyecto seguro para una lesión cerebral. Acércate un poco más, mira hacia el futuro desde una distancia corta, y observa. Toma nota de los pantalones bajados y de las manchas rojizas de sus calzoncillos. Fíjate en la pistola de dosificación de goma dura, llena de ese viejo remedio. (Vea nuestros anuncios en los váteres de su barrio.) Del empuje hacia abajo del émbolo, el grito estridente, repentinamente ahogado cuando eso llega a su cerebro y lo golpea. Ese objeto de aspecto hepático que se desploma pesadamente hasta el suelo es su lengua. ¡Es que esos chavales siempre tienen que partirse la lengua en dos! Bueno, media lengua es mejor que dos, ¿no? Ja, ja. De todas formas, ¿para qué necesita un tipo la lengua cuando se está ahogando en su propia sangre?

Zearsdale hizo un gesto y los tres se retiraron detrás de Mitch; tensos, dispuestos a saltar al primer gesto. Red se estaba recuperando rápidamente de su miedo, y respondió con una mirada glacial a la sonrisa de disculpa que el magnate le dirigió.

—Le ruego que me perdone si he sido un poco duro hace un momento, miss Red. Esas películas que les iba a enseñar, bueno, pensaba que debían verlas. Pero si a ustedes les parece que…

—Quizá sería preferible que ella no las viera —dijo Mitch—. Son películas de la partida de dados que nuestro anfitrión y yo jugamos la otra noche, Red. Creo que piensa que hubo algo raro en el juego.

—¿Eso piensa? —dijo Red—. ¿Y qué va a hacer al respecto?

Evidentemente, a Zearsdale no le gustó su tono. Pero, con un esfuerzo patente, consiguió sonreírle paternalmente.

—Comprendo sus sentimientos. Este hombre le ha engañado a usted más que a mí. Desde luego, ya sé que no es usted su hermana.

—Así que usted sabe que no soy su hermana —dijo Red—. ¿Y qué?

—Criatura, criatura… —Sacudió la cabeza con gravedad—. Te ha hecho creer que va a casarse contigo, ¿verdad? Ha prometido que se casará contigo. Pero lo que tú no sabes es que ya está casado. Me ha costado mucho trabajo descubrir algo sobre este hombre y…

—¿Por qué?

—¿Por qué? Pues, yo, er…

—¿Por qué? —repitió Red—. ¿Quién le ha pedido que lo hiciera? ¿Qué le importa a usted? ¿Quién se ha creído usted que es, de todas formas?

—Cree que es Dios —dijo Mitch—. Así me lo dijo él mismo.

Zearsdale se ruborizó con enfado. Les dijo que harían mejor en callarse, y Red le dijo que se callara él primero.

—¡Lo estoy diciendo en serio, caray! Sé que Mitch está casado pero también sé que ha empezado a tramitar el divorcio, y tan pronto como se divorcie se casará conmigo. ¡Ah, sí, ya lo sé, cariño! —Le lanzó una deslumbrante sonrisa—. Cuando lo descubrí estaba lo suficientemente enfadada como para matarte. He ido al aeropuerto esta noche jurando que te mataría. Pero tu avión se retrasó y yo empecé a preocuparme y a asustarme por ti, y…, y…

Se volvió hacia Zearsdale, con los ojos brillantes de lágrimas.

—¡No hace falta que me diga nada sobre Mitch! Cuando nos conocimos, él mismo no sabía que estaba casado. Cuando lo descubrió, no pudo decírmelo, porque me hubiera herido y me amaba y quería protegerme, y…, y… No importa. N-no importa. ¡No es asunto suyo, grandísimo bufón!

Rompió a llorar y sorbió las lágrimas. Mitch tragó saliva y resistió el incontenible impulso de estrecharla entre sus brazos. Todo estaba en su lugar, ahora sabía por qué había estado tan tensa y difícil con él, por qué había querido estar rodeada de gente antes de encararse con él a solas. La crisis en su relación le había abierto una nueva y madura perspectiva, y había necesitado tiempo para adaptarse a las profundidades inesperadas que había encontrado dentro de sí misma. También, sin duda, había querido disponer de…

—Me parece que estaba equivocado sobre usted —dijo Zearsdale mirándola ceñudo—. No me parece mejor que Corley.

—¡Oh, cállese! ¡Haga el favor de callarse! —dijo Red.

—Sí, igual que Corley —asintió Zearsdale ferozmente—. Así que tendrá que sufrir como él…, ¡pero ya, Corley! ¡No se burle cuando estoy hablando!

—Necesito fuego. —Mitch mostró un cigarrillo—. Dígale a uno de sus apóstoles que me dé fuego.

Zearsdale hizo un breve movimiento, y uno de los rufianes le dio fuego.

Mitch le agarró por la muñeca, le dio un empujón hacia adelante y se aprovechó del impulso para hacerlo caer hacia atrás, al mismo tiempo propinó una patada sobre la silla mientras se lanzaba a sus pies.

El chico al que había lanzado y otro cayeron enmarañados. El tercero se acercó balanceándose. Mitch se zambulló entre sus brazos enclenques, y levantó la cabeza con rapidez. Se oyó un crujido y la barbilla del tipo casi alcanzó la nariz; cayó al suelo amontonado. Pero ahora los otros dos se habían recuperado y estaban preparándose con los ojos inyectados en sangre. Mitch saltó directamente entre ellos con los brazos abiertos.

Los brazos se situaron alrededor de sus cuellos. Se cerraron. Se contrajeron. Sus cabezas chocaron y los dos hombres se tambalearon atontados, después cayeron súbitamente sentados cuando les dio un buen par de patadas en las espinillas.

—¡Mitch! Toma, cariño… —Red le estaba tendiendo una pequeña pistola, la pistola con la que había pensado que iba a dispararle.

Mitch la cogió, y apuntó fríamente hacia Zearsdale.

—De acuerdo —dijo con rapidez—. Usted piensa que yo hice trampas. No hay condiciones, ni peros, ni preguntas sobre ello; yo le estafé, así que usted trae aquí a esos anormales para hacernos pasar a Red y a mí un mal rato. Ahora quiero saber por qué cree que le timé.

El petrolero estaba mirando a los tres matones apaleados. Se volvió a Mitch, con una curiosa expresión en sus profundos ojos.

—¿Dónde aprendió a luchar así, Corley? Creía que yo era la única persona que sabía hacerlo.

—En los vestuarios de los hoteles. Era botones.

—Eso es muy interesante. Apuesto a que era un buen botones.

Mitch volvió a sentir que el enfado le surgía. Hacía tres minutos este personaje iba a hacer que le dieran una buena paliza, y ahora quería conversación.

—Vayamos directamente al grano —dijo muy secamente—. Usted piensa que soy un tramposo. Yo digo que gané porque soy bueno, porque voy al juego con una gran ventaja; una ventaja que conseguí a base de entrenamiento y experiencia. Cualquiera que quiera ser influyente tiene que tenerlo. Usted lo tiene, evidentemente. ¿Cuándo fue la última vez que se metió en un negocio sin contar algo mejor que la mera oportunidad de ganar?

—¿Qué? —los ojos de Zearsdale se extraviaron hacia los rufianes otra vez—. Ah, venga, Corley. Usted es un jugador profesional. Usted puede hacer con los dados lo que quiera.

—¿Ah, sí? ¿Puedo hacerlo siempre? Entonces, ¿por qué estuvo a punto de desplumarme la noche en que jugamos?

—Bueno… Pero usted acabó ganando.

—Sí, pero usted me estaba desplumando —insistió Mitch—. Usted me cogió y me llevó hasta el límite, y yo estaba dispuesto a decirle buenas noches y marcharme. Eso es lo que quería hacer, lo que he hecho muchas veces cuando me han desplumado. Pero usted no lo quería así. Usted me forzó a un préstamo para que el juego continuara. ¿Es cierto o no? Usted ganó y no puede culpar a nadie más que a sí mismo de no haber continuado siendo el campeón.

—Pero —Zearsdale se humedeció los labios dubitativo—. Ésa fue puramente la entrada. Usted perdió deliberadamente.

—¡Oh, por todos los diablos! ¡Intentaba ganar por todos los medios, y esas películas deben mostrar que esto es verdad! ¡Por qué iba a regalarle el juego deliberadamente! ¿Para meterle en otro juego? ¿Y cómo sabía que podía hacerlo? ¿Qué probabilidad había? ¿Por qué no iba a hacerlo en el juego que ya tenía?

Esperó con el ceño fruncido. Zearsdale se encogió de hombros.

—Diga lo que diga, estoy en una difícil posición para discutir sobre ello.

—¿Por qué? —Mitch dirigió una mirada a la pistola—. ¿Lo dice por esto? Pues lo arreglaremos ahora mismo. —Se adelantó hacia el petrolero, dejó caer la pistola en su mano y volvió hacia atrás—. Ahora, discútame todo lo que le salga de las narices. ¿O es que quiere que estos anormales se me sienten encima antes de que empiece?

Zearsdale le miró un poco aturdido. Titubeó y después movió la cabeza a los tres.

—Está bien. Ya no les necesito.

—Avanzaron furtivamente hacia la puerta, sin perder de vista a Mitch, y él movió la cabeza perplejo.

—Corley… mister Corley, yo…, yo casi no sé qué decir. Raramente me equivoco con alguien, pero…

—Si no sabe qué decir, quizá sea mejor que no diga nada —repuso Mitch—. Quizá sólo con escucharme pueda aprender algo.

—Quizás —asintió Zearsdale—. ¿Por qué no lo probamos?

—De acuerdo —aprobó Mitch—. Usted me ha preguntado si yo fui un buen botones. La verdad es que no. Era un joven del montón, de los que quieren muchas cosas, pero que no están dispuestos a esforzarse por conseguirlas. Supongo que por eso escogí los dados. Porque parecía una manera fácil de llegar lejos. Continué jugando, pensaba siempre que en algún momento sería fácil destacar en algo. Y cuando descubrí que no había una forma fácil de ser bueno en nada, era demasiado tarde para dejarlo.

Pero ser solamente bueno con los dados no era suficiente, por supuesto. No si querías moverte en los círculos superiores. Tenías que estar bien informado, leído, educado. Tenías que conseguir un punto de vista sobre la vida, una cierta forma de tratar a la gente, esa cosa indefinible llamada clase que nunca se puede imitar. Así que había llevado a cabo todo aquello, y en este proceso, se había convertido en mucho más que el mejor hombre del país con un par de dados.

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