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Authors: José Saramago

Todos los nombres (7 page)

La mujer lo miró como si lo estuviera estudiando, después preguntó, Desde cuando anda con esta investigación, Propiamente hablando, comencé hoy, pero el conservador se va a enfadar mucho cuando aparezca con las manos vacías, es una persona muy impaciente, Sería una gran injusticia para con un funcionario que, por lo visto, no tiene reparo en trabajar los sábados, No tenía nada particular que hacer, era una manera de adelantar el servicio, Pues no adelantó gran cosa, no señor, Tendré que pensar, Pida consejo a su jefe, para eso es jefe, No lo conoce, él no admite que le hagan preguntas, da las órdenes y basta, Y ahora, Ya se lo he dicho, tengo que pensar, Entonces piense, De verdad usted no sabe nada, adónde fueron cuando salieron de aquí, la carta que recibió traería la dirección de quien la enviaba, debía traerla, sí, pero esa carta ya no existe, No respondió, No, Por qué, Entre matar y dejar morir, preferí matar, hablo en sentido figurado, claro, Estoy en un callejón sin salida, Tal vez no, Qué quiere decir, Déme un papel y algo que escriba. Con las manos temblándole, don José le pasó un lápiz, Puede escribir aquí mismo, en el reverso de la ficha, es una copia. La mujer se puso las gafas y escribió rápidamente algunas palabras, Ahí tiene, pero mire que no es su dirección, es sólo el nombre de la calle donde estaba la escuela a la que acudía mi ahijada cuando se mudaron, tal vez por ahí consiga llegar a donde quiere, si es que la escuela sigue estando allí. El espíritu de don José se encontró dividido entre la gratitud personal por el favor y la contrariedad oficial porque se hubiera demorado tanto. Despachó la gratitud diciendo, Gracias, sin más, y, aunque en un tono moderado, dejó que la contrariedad se manifestase, No puedo comprender por qué ha tardado tanto tiempo en darme la dirección de la escuela, sabiendo que cualquier información, por insignificante que parezca, puede ser de vital importancia para mí, No sea exagerado, A pesar de todo, le estoy muy agradecido y lo digo tanto en mi nombre como en nombre de la Conservaduría General del Registro Civil que represento, pero insisto en que me explique por qué se ha demorado tanto en darme esta dirección, La razón es muy simple, no tengo nadie con quien hablar. Don José miró a la mujer, ella estaba mirándolo a él, no vale la pena gastar palabras explicando la expresión que tenían en los ojos uno y otro, sólo importa lo que él fue capaz de decir al cabo de un silencio, Yo tampoco. Entonces la mujer se levantó del sillón, buscó en un cajón del mueble que estaba tras ella y sacó lo que parecía un álbum, Son fotografías, pensó don José con alborozo.

La mujer abrió el libro, lo hojeó, en pocos segundos encontró lo que quería, la fotografía no estaba pegada, se mantenía apenas por cuatro pequeños encajes de cartulina adheridos a la página, Aquí tiene, llévesela, dijo, es la única que conservo de ella, y ahora espero que no me pregunte si también tengo fotografías de los padres, No lo preguntaré. Don José alargó la mano vacilante, recibió el retrato en blanco y negro de una niña de ocho o nueve años, una carita que debía ser pálida, unos ojos serios debajo de un flequillo que rozaba las cejas, la boca quiso sonreír pero no pudo, se quedó así. Corazón sensible, don José sintió que sus propios ojos se arrasaban de lágrimas, No parece un funcionario de esa Conservaduría, dijo la mujer, Es la única cosa que soy, dijo él, Quiere una taza de café, Vendría bien.

Hablaron poco mientras bebían el café y mordisqueaban una galleta, apenas algunas palabras sobre la rapidez con que el malvado tiempo pasa, Pasa, y ni nos damos cuenta, hace poco todavía era mañana y ya la noche está ahí, en realidad se notaba que la tarde iba llegando al fin, pero tal vez estuviesen hablando de la vida, de sus vidas, o de la vida en general, es lo que sucede cuando asistimos a una conversación y no estamos atentos, siempre lo más importante se nos escapa. Acabó el café, las palabras habían acabado, don José se levantó y dijo, Tengo que retirarme, agradeció el retrato, la dirección de la escuela, la mujer dijo, Si alguna vez pasa por esta zona, después lo acompañó a la puerta, él extendió la mano, volvió a decir, Muchas gracias, como un caballero de otra época la acercó a sus labios, entonces la mujer sonrió maliciosamente y dijo, Tal vez no fuese mala idea buscar en la guía telefónica.

El golpe fue tan duro que don José, pisando ya la calle con sus desorientados pies, tardó en percibir que una lluvia fina, casi diáfana, de esas que mojan en sentido vertical y en sentido horizontal, además de en todos los oblicuos, le estaba cayendo encima. Quizá no fuese mala idea mirar en la guía, dijo malvadamente la vieja en la despedida, y cada una de estas palabras, en sí mismas inocentes, incapaces de ofender a la más susceptible de las criaturas, se había transformado en un instante en insulto agresivo, en atestado de insufrible estupidez, como si durante la conversación tan rica en sentimientos a partir de cierta altura, ella lo hubiese estado observando fríamente, para concluir que el desmañado funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, enviado a la búsqueda de lo que estaba lejos y oculto, era incapaz de ver lo que se encontraba delante de los ojos y al alcance de la mano. Sin sombrero ni paraguas, don José recibía la llovizna directamente en la cara, arremolinada y confusa como los desagradables pensamientos que iban y venían dentro de su cabeza, todos ellos, en seguida comenzó a notarlo, alrededor de un cierto punto central, apenas discernible, que poco a poco se tornaba más nítido. Era verdad que no se le había ocurrido algo tan simple y cotidiano como consultar la guía telefónica, que es lo habitual cuando se quiere conocer el número o la dirección de la persona a cuyo nombre está el teléfono. Su primera acción, si pretendía averiguar el paradero de la mujer desconocida, debía haber sido ésa, en menos de un minuto sabría dónde encontrarla, después, con el pretexto de esclarecer las imaginarias dudas de la inscripción en el Registro Civil, podría concertar con ella un encuentro fuera de la Conservaduría, alegando que deseaba ahorrarle el pago de una tasa, por ejemplo, y luego, arriesgando todo en un gesto temerario, en ese momento o días más tarde, cuando ya tuvieran confianza, pedirle, Cuénteme su vida. No había procedido así y, aunque fuese bastante ignorante en artes de psicología y arcanos del inconsciente, comenzaba ahora, con apreciable aproximación, a comprender por qué. Imaginemos un cazador, iba diciéndose así mismo, imaginemos un cazador que hubiese preparado cuidadosamente su equipo, la escopeta, la cartuchera, el morral de la merienda, la cantimplora del agua, la bolsa de red para recoger las piezas, las botas camperas, imaginémoslo saliendo con los perros, decidido, lleno de ánimo, preparado para una larga jornada como es propio de las aventuras cinegéticas y, al doblar la esquina más próxima, todavía al lado de casa, le sale al encuentro una bandada de perdices dispuestas a dejarse matar, que levantan el vuelo pero no se van de allí por más tiros que las abatan, con regalo y sorpresa de los perros, que nunca en su vida habían visto caer el maná del cielo en tales cantidades. Cuál sería, para el cazador, el interés de una caza hasta el punto fácil, con las perdices ofreciéndose, por decirlo así, ante los cañones, se preguntó don José, y dio la respuesta que a cualquiera le pareciera obvia, Ninguno. Lo mismo me pasa a mí, añadió, debe de haber en mi cabeza, y seguramente en la cabeza de todo el mundo, un pensamiento autóctono que piensa por su propia cuenta, que decide sin la participación del otro pensamiento, ese que conocemos desde que nos conocemos y al que tratamos de tú, ese que se deja guiar para llevarnos a donde creemos que conscientemente queremos ir, aunque, a fin de cuentas, puede que esté siendo conducido por otro camino, en otra dirección, y no para la esquina más próxima, donde una bandada de perdices nos espera sin que lo sepan, pero sabiéndolo nosotros, en fin, que lo que da verdadero sentido al encuentro es la búsqueda y que es preciso andar mucho para alcanzar lo que está cerca. La claridad del pensamiento, fuese éste o aquél, el especial o el de costumbre, verdaderamente después de haber llegado no importa tanto cómo se llegó, fue tan cegadora, que don José paró aturdido en medio de la acera, envuelto por la llovizna brumosa y por la luz de una farola del alumbrado público que se encendió en aquel momento por casualidad. Entonces, desde el fondo de un alma contrita y agradecida, se arrepintió de los malos e inmerecidos pensamientos, ésos, sí, muy conscientes, que había lanzado sobre la longeva y benévola señora del entresuelo derecha, cuando lo cierto es que le debía, no sólo la dirección de la escuela y el retrato, sino también la más perfecta y acabada explicación de un proceder que aparentemente no la tenía. Y como ella había dejado en el aire aquella invitación para que volviera a visitarla, Si alguna vez pasa por esta zona, fueron las palabras, suficientemente claras como para dispensar el resto de la frase, se prometió a sí mismo que volvería a llamar a su puerta un día de éstos, tanto para dar cuenta del avance de las pesquisas como para sorprenderla con la revelación del motivo auténtico de su negativa a consultar la guía de teléfonos.

Claro que eso significaría confesarle que la credencial era falsa, que la búsqueda no había sido ordenada por la Conservaduría General, sino idea suya, e, inevitablemente, hablar del resto. El resto era la colección de personas famosas, el miedo a las alturas, los papeles ennegrecidos, las telas de araña, los estantes monótonos de los vivos, el caos de los muertos, el moho, el polvo, el desánimo, y por fin, la ficha que por alguna razón llegó agarrada a las otras, Para que no se olviden de ella, y el nombre, El nombre de la niña que aquí llevo, recordó, y sólo porque remolinos de agua seguían cayendo del cielo, no sacó el retrato del bolsillo para mirarlo. Si alguna vez se decidiese a contar a alguien cómo es la Conservaduría General por dentro, sería a la señora del entresuelo derecha. Es un asunto que el tiempo resolverá, decidió don José. En ese preciso instante el tiempo le trajo el autobús que le llevaría hasta cerca de su casa, con mucha gente mojada dentro, hombres y mujeres de edades y figuras varias, unos jóvenes, otros viejos, unos más acá, otros más allá. La Conservaduría General del Registro Civil los conocía a todos, sabía cómo se llamaban, dónde habían nacido y de quién, les contaba y les descontaba los días uno a uno, aquella mujer, por ejemplo, de ojos cerrados, aquella que lleva la cabeza apoyada en el vidrio de la ventana, debe de tener qué, treinta y cinco, treinta y seis años, fue suficiente para que don José diese alas a la imaginación, y si es ésta la mujer que busco, imposible no se puede decir que sea, la vida está llena de personas desconocidas, pero hay que resignarse, no podemos ir por ahí preguntándole a toda la gente, Cómo se llama, y después sacar la ficha del bolsillo para ver si aquella persona es la que queremos. Dos paradas más tarde salió, después se detuvo en la acera esperando que el autobús siguiese su viaje, seguramente quería cruzar la calle, y, como no llevaba paraguas, don José pudo verle la cara de frente a pesar de las gotillas que se agarraban a los cristales, hubo un momento en que, acaso impaciente porque el autobús tardaba en arrancar, ella levantó la cabeza y las miradas se encontraron. Así se quedaron hasta que el autobús se puso en marcha, continuaron así mientras pudieron verse, don José estirando y volviendo el cuello, la mujer siguiendo desde la calle el movimiento, ella, por ventura, preguntándose, Quién será éste, él respondiéndose, Es ella.

Entre la parada donde don José debía apearse y la Conservaduría General, atención muy loable de los servicios de transportes para con las personas que necesitaban arreglar sus papeles en el Registro Civil, la distancia no era grande. A pesar de eso, don José entró en casa mojado de arriba abajo. Se quitó rápidamente la gabardina, se mudó de pantalones, calcetines y zapatos, se frotó con una toalla el pelo que le chorreaba, y mientras hacía todo esto proseguía en su diálogo interior, Es ella, No es ella, Podía ser, Podía ser, pero no era, Y si era, Lo sabrás cuando encuentres a la de la ficha, Si fuera ella, le diré que ya nos conocíamos, que nos vimos en el autobús, No se acordará, Si no tardo mucho en encontrarla, seguro que se acuerda, Pero tú no quieres encontrarla en poco tiempo, quizá ni en mucho, si realmente lo quisieses habrías buscado el nombre en la guía telefónica, por ahí es por donde se empieza, No se me ocurrió, La guía está ahí dentro, No me apetece entrar ahora en la Conservaduría, Tienes miedo de lo oscuro, No tengo ningún miedo, conozco aquella oscuridad como la palma de mi mano, Di mejor que ni la palma de tu mano conoces, Si es eso lo que piensas, déjame en mi ignorancia, también los pájaros cantan y no saben por qué, Estás lírico, Estoy triste, Con la vida que llevas, es natural, Imagínate que la mujer del autobús fuera de verdad la de la ficha, imagínate que no la vuelvo a encontrar que aquélla era la única ocasión, que el destino estaba allí y lo dejé marchar, Sólo tienes una manera de salvar la situación, Cuál, Hacer lo que te dijo la inquilina del entresuelo derecha, la vieja, Más tiento con la lengua, por favor, Es vieja, Es una señora de edad, Déjate de hipocresías, edad tenemos todos, la cuestión está en saber cuánta, si es poca, se es joven, si es mucha, se es viejo, lo demás es cháchara, Acabemos con esto, Pues acabemos, Voy a mirar la guía, Es lo que te estoy diciendo desde hace media hora. En pijama y zapatilla, envuelto en una manta, don José entró en la Conservaduría. La insólita indumentaria le provocaba un cierto malestar, como si le perdiera el respecto a los venerables archivos, aquella eterna luz amarilla que, como un sol moribundo, flotaba sobre el escritorio del conservador. La guía está allí, en una esquina de la mesa, no estaba permitido consultarla sin permiso, incluso tratándose de una llamada oficial, y ahora don José, como ya hiciera antes, podría sentarse en el sillón, es verdad que lo hizo una sola vez, en un momento sin par que le pareció de triunfo y de gloria, pero ahora no se atrevía, tal vez por lo impropio de la vestimenta, por el temor absurdo de que alguien lo sorprendiese con aquella pinta, y quién podría ser, si nunca un ser vivo, a no ser él, por aquí anduvo fuera de las horas de servicio.

Pensó que sería conveniente llevarse la guía, en casa se sentiría más tranquilo, sin la presencia amenazadora de los altísimos estantes que parecían querer precipitarse desde las sombras del techo, allí donde las arañas tejen y devoran. Se estremeció como si las polvorientas y pegajosas telas le estuviesen cayendo encima y por poco comete la imprudencia de echar mano a la guía sin haber tenido antes la precaución de medir exactamente las distancias que la separaban, por arriba y a los lados, de los bordes de la mesa, y quien dice las distancias dirá también los ángulos, si no se diese la favorable circunstancia de que las inclinaciones geométricas y topográficas del conservador tienden abiertamente a los ángulos rectos y a las paralelas.

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