Todos los nombres (8 page)

Read Todos los nombres Online

Authors: José Saramago

Entró en casa seguro de que poco después, al restituir la guía telefónica a su lugar, ésta quedaría en el sitio exacto, sin desvió de un solo milímetro, y que el conservador no tendría que ordenar a los subdirectores que investigaran quién la había utilizado, cómo, cuándo y por qué. Hasta el último momento estuvo esperando que ocurriera algo que le impidiese llevarse la guía, un murmullo, un estallido sospechoso, una claridad llegada súbitamente de los fondos mortuorios de la Conservaduría General, pero la paz era absoluta, ni siquiera el minúsculo roer de las mandíbulas de los bóstridos, los insectos comedores de madera, se oía.

Ahora don José, con la manta sobre la espalda, está sentado en su propia mesa, tiene enfrente la guía telefónica, la abre por el principio y se demora recorriendo las instrucciones de uso, los códigos, las tablas de precios, como si ése fuese su objetivo.

Al cabo de unos minutos, un ímpetu repentino, no pensado, le obligó a pasar rápidamente las páginas, hacia delante, hacia atrás, hasta parar en la que corresponde al nombre de la mujer desconocida. O no está, o son sus ojos los que rehúsan ver. No, no está. Debía venir a continuación de este nombre y no viene. Debía estar antes de este nombre y no está. Ya lo decía yo, pensó don José, y no era verdad que lo hubiese dicho alguna vez, son maneras de darse la razón contra el mundo, de desahogar, en este caso, una alegría, cualquier investigador de la policía habría manifestado su contrariedad asestando un puñetazo en la mesa, don José no, don José enarbola la sonrisa irónica de quien, habiendo sido mandado en busca de algo que sabía que no existe, regresa con la frase en los labios, Ya lo decía yo, o ella no tiene teléfono o no quiere su nombre en la guía. Su satisfacción fue tal que, acto seguido, sin perder tiempo pensando en los pros y los contras, buscó el nombre del padre de la mujer desconocida, y ése sí estaba. Ni una fibra de su cuerpo se estremeció. Bien al contrario, decidido ahora a quemar todos los puentes tras sí, arrastrado por un impulso que sólo los auténticos investigadores pueden experimentar, buscó el nombre del hombre de quien la mujer desconocida se había divorciado y también lo encontró. Si tuviese aquí un mapa de la ciudad, ya podría señalar los cinco primeros puntos de paso averiguados, dos en la calle donde la niña del retrato nació, otro en el colegio, ahora éstos, el principio de un diseño como el de todas las vidas, hecho de líneas quebradas, de cruces, de intersecciones, pero nunca de bifurcaciones, porque el espíritu no va a ningún lado sin las piernas del cuerpo, y el cuerpo no sería capaz de moverse si le faltasen las alas del espíritu. Tomó nota de las moradas, después apuntó lo que tendría que comprar, un mapa grande de la ciudad, un cartón grueso del mismo tamaño donde fijarlo, una caja de alfileres de cabeza coloreada, rojos para ser vistos en la distancia, que las vidas son como los cuadros, conviene siempre mirarlos cuatro pasos atrás, incluso si un día llegamos a tocarles la piel, a sentirles el olor, a probarles el gusto. Don José estaba tranquilo, no le perturbaba el hecho de saber dónde vivían los padres y el antiguo marido de la mujer desconocida, éste, curiosamente, bastante cerca de la Conservaduría General, claro que más tarde o más temprano tendría que llamar a su puerta, pero sólo cuando sintiese que llegaba el momento, sólo cuando el momento ordenase, Ahora. Cerró la guía telefónica, la devolvió a la mesa del jefe, al lugar exacto de donde la había retirado, y regresó a casa. En el reloj era hora de cenar, pero las emociones del día debieron de distraerle el estómago, que no daba señales de impaciencia. Se sentó de nuevo, arrebujó su cuerpo en la manta, estiró las puntas para cubrirse las piernas y alcanzó el cuaderno que había comprado en la papelería. Era tiempo de comenzar a tomar notas sobre el avance de la búsqueda, los encuentros, las conversaciones, las reflexiones, los planes y las tácticas de una investigación que se anunciaba compleja. Los pasos de alguien que busca a alguien, piensa, y, verdaderamente, aunque la procesión va por el principio, ya tiene mucho que contar, Si esto fuese una novela, murmuró mientras abría el cuaderno, sólo la conversación con la señora del entresuelo derecha sería un capítulo.

Tomó la pluma para comenzar, pero a mitad del gesto, sus ojos encontraron el papel donde anotó las direcciones, le rondaba algo en lo que no había pensado antes, la contingencia, más que probable, de que la mujer desconocida, después de divorciarse, se fuera a vivir con los padres, la contingencia, igualmente posible, de que fuese el marido quien hubiera dejado la casa, manteniéndose el teléfono a su nombre. De ser éste el caso, y considerando que la calle en cuestión se encontraba en las proximidades de la Conservaduría General, quién sabe si la mujer del autobús no sería ella.

El diálogo interior dio muestras de querer recomenzar, Era, No era, Era, No era, pero don José hizo oídos sordos esta vez, e, inclinándose sobre el papel, comenzó a escribir las primeras palabras, así, Entré en el edificio, subí hasta el segundo piso y escuché ante la puerta de la casa donde la mujer desconocida nació, entonces oí el llanto de un niño de pecho, pensé que podía ser el hijo, y al mismo tiempo un arrullo de mujer, Será ella, después supe que no.

Al contrario de lo que casi siempre se piensa, cuando se ven las cosas desde fuera, no suele ser fácil la vida en las entidades oficiales, menos aún en esta Conservaduría General del Registro Civil, donde, desde tiempos que no podremos llamar inmemoriales porque de todo y de todos se halla registro en ella, por obra del esfuerzo persistente de una línea ininterrumpida de grandes conservadores, se concentraron en grado sumo todas las excelencias y pequeñeces del oficio público, aquellas que hacen del funcionario un ser aparte, usufructuario y al mismo tiempo dependiente del espacio físico y mental delimitado por el alcance de su plumín. En términos simples, y con vista a una más exacta comprensión de los hechos generales abstractamente considerados en este preámbulo, lo que don José tiene es un problema por resolver. Sabiendo cuán costoso le resultó arrancar a las reluctancias reglamentarias de la jerarquía aquella media hora de baja en el trabajo, gracias a la cual evitó ser sorprendido en flagrante por el marido de la joven señora del segundo piso izquierda, podemos imaginar las aflicciones que está pasando ahora, noche y día, intentando encontrar una justificación útil que le permita solicitar, no una hora, sino dos, no dos, sino tres, que probablemente serán las que necesite para llevar a cabo, con provecho suficiente, la visita a la escuela y la indispensable investigación en sus archivos. Los efectos de esta inquietud constante, obsesiva, se manifestaron pronto en errores en el trabajo, en faltas de atención, en súbitas somnolencias diurnas debidas a los insomnios nocturnos, en resumen, don José hasta aquí apreciado por sus varios superiores como un funcionario competente, metódico y dedicado, comenzó a ser objeto de avisos severos, de amonestaciones, de llamadas al orden, que sólo sirven para confundirlo aún más, sin contar que, por el camino que va, puede tener como certísima una respuesta negativa si alguna vez llega a requerir la ansiada dispensa. La situación alcanzó tales extremos que, después de haber sido analizada, sin resultado, sucesivamente por oficiales y subdirectores, no quedó otro remedio que elevarla a la consideración del conservador, quien, en los primeros momentos, no conseguía comprender lo que pasaba, de puro absurdo. Que un funcionario hubiese descuidado hasta ese punto sus obligaciones era algo que imposibilitaba cualquier benevolente inclinación que aún pudiese existir para una decisión exculpatoria, era algo que ofendía seriamente las tradiciones operativas de la Conservaduría General, algo que sólo una enfermedad muy grave podría justificar. Conducido el delicuente a su presencia, fue esto mismo lo que el conservador preguntó a don José, Está enfermo, Creo que no, señor, Si no está enfermo, cómo explica entonces el mal trabajo que está realizando en los últimos días, No sé, señor, tal vez sea porque estoy durmiendo mal, En ese caso, está enfermo, Sólo duermo mal, Si duerme mal, es porque está enfermo, una persona saludable duerme siempre bien, a no ser que tenga algún peso en la conciencia, una falta censurable, de aquellas que la conciencia no perdona, la conciencia es muy importante, Sí señor, Si sus errores en el servicio están causados por el insomnio y si el insomnio está causado por acusaciones de la conciencia, entonces es preciso descubrir la falta cometida, No he cometido ninguna falta, señor, Imposible, la única persona que aquí no comete faltas soy yo, y ahora qué pasa, por qué mira la guía de teléfonos, Me he distraído, señor, Mala señal, sabe que siempre debe mirarme cuando le hablo, está en el reglamento disciplinario, yo soy el único que tiene derecho a desviar los ojos, Sí señor, Cuál es su falta, No sé señor, en ese caso todavía es más grave, las faltas olvidadas son las peores, He sido cumplidor de mis deberes, Las informaciones de que dispongo a su respecto eran satisfactorias, pero eso, precisamente, sólo sirve para demostrar que su mala conducta profesional de estos días no es consecuencia de una falta olvidada, sino de una falta reciente, de una falta de ahora, La conciencia no me acusa, Las conciencias callan más de lo que debían, por eso crearon las leyes, Sí señor, tengo que tomar una decisión, Sí señor, Y ya la he tomado, Sí señor, Le aplico un día de suspensión, Y la suspensión, señor, es sólo de salario o también de servicio, preguntó don José viendo encenderse un vislumbre de esperanza, De salario, de salario, no se puede perjudicar al servicio más de lo que ya lo ha sido, además, no hace mucho tiempo que le di media hora libre, no me vaya a decir que esperaba que su mal comportamiento fuese premiado con un día entero, No señor, Deseo, por su bien, que le sirva de enmienda, que vuelva rápidamente a ser el funcionario correcto que era antes, por el interés de esta Conservaduría General, Sí señor, Nada más, regrese a su lugar.

Desesperado, con los nervios deshechos, a punto de llorar, don José fue donde le mandaron. Durante los pocos minutos que había durado la difícil conversación con el jefe, el trabajo se había acumulado en su mesa, como si los otros escribientes, sus colegas, aprovechándose de la deteriorada situación disciplinaria en que lo veían, quisieran, por propia cuenta castigarlo también. Además, unas cuantas personas esperaban su turno para ser atendidas. Todas estaban frente a él, y no era por casualidad, o porque pensaran, cuando entraron en la Conservaduría General, que el funcionario ausente quizá fuese más simpático y acogedor que los que estaban a la vista a lo largo del mostrador, sino porque esos mismos indicaron que era allí adonde debían dirigirse.

Como el reglamento interno determinaba que la atención a las personas tenía prioridad absoluta sobre el trabajo de mesa, don José se puso en el mostrador, sabiendo que por detrás le seguirían lloviendo papeles. Estaba perdido. Ahora, después de la airada advertencia del conservador y del subsiguiente castigo, aunque inventase el nacimiento imposible de un hijo o la muerte dudosa de un pariente, podía sacarse de la cabeza cualquier esperanza de que lo autorizasen en un periodo de tiempo inmediato a salir antes o entrar una hora después, media hora, un minuto, aunque fuese. La memoria, en esta casa de archivos, es tenaz, lenta en olvidar, tan lenta que nunca llega a borrar nada por completo. Tenga don José, de aquí a diez años una distracción, por muy insignificante que sea, y verá cómo alguien le recordará en seguida todos los pormenores de estos desafortunados días.

Probablemente a esto se refería el conservador cuando dijo que las peores faltas son aquellas que aparentemente están olvidadas. Para don José, el resto del día fue como un penoso calvario, forzado de trabajos, angustiado de pensamientos. Mientras una parte de su consciencia iba dando explicaciones acertadamente al público, rellenando y sellando documentos, archivando fichas, la otra parte, monótonamente, maldecía la suerte y la casualidad que acabaron transformando en curiosidad morbosa algo que no llegaría siquiera a rozar la imaginación de una persona sensata, equilibrada de cabeza. El jefe tiene razón, pensaba don José, Los intereses de la Conservaduría deben estar por encima de todo, si yo fuera juicioso, normal, ciertamente no me habría puesto, a esta edad, a coleccionar actores, bailarinas, obispos y jugadores de fútbol, es estúpido, es inútil, es ridículo, bonita herencia voy a dejar cuando muera, menos mal que no tengo descendientes, lo malo es que todo esto, quizá, me venga de vivir sin compañía, si tuviese una mujer. Llegado a este punto, el pensamiento se interrumpió, después tomó por otra vía, un camino estrecho, confuso, a cuya entrada se puede ver el retrato de una niña pequeña, a cuyo fin está, si estuviera, la persona real de una mujer hecha, adulta, que tiene ahora treinta y seis años, divorciada, Y para qué la quiero yo, para qué, qué haría yo con ella después de haberla encontrado. El pensamiento se cortó otra vez, desanduvo bruscamente los pasos dados, Y cómo crees que la vas a encontrar, si no te dejan ir a buscarla, le preguntó y él no respondió, en ese momento estaba ocupado informando a la última persona de la fila de que el certificado de defunción que había solicitado estaría listo al día siguiente.

Con todo, hay preguntas tenaces que no desisten y ésta lo atacó de nuevo cuando, cansado de cuerpo, exhausto de ánimo, entro por fin en casa. Se había echado sobre la cama como un trapo, quería dormir, olvidar la cara del jefe, el castigo injusto, pero la pregunta se acostó a su lado, deslizándose susurrante, No la puedes buscar, no te dejan, esta vez era imposible fingir que estaba distraído hablando con el público, todavía intentó hacerse el desentendido, dijo que encontraría una manera, y si no la encontraba, desistiría del todo, sin embargo la pregunta insistía, te dejas vencer con facilidad, para eso no merecía la pena que falsificaras una credencial y obligaras a aquella infeliz y simpática señora del entresuelo derecha a contar su pecaminoso pasado, es una falta de respeto entrar en las casas de esa manera, invadiendo la intimidad de las personas. La alusión a la credencial le hizo sentarse en la cama de repente, asustado. La tenía en la chaqueta, anduvo con ella durante todos estos días, imagínese que por una razón u otra se le cae, o que con el aturullamiento de los nervios, le da un síncope, de esos que dejan a una persona sin conocimiento, y un colega cualquiera, sin mala intención, al desabotonarle para que pudiese respirar, ve el sobre blanco con el timbre de la Conservaduría General y dice, Qué es esto, y después un oficial, y después un subdirector, y después el jefe. Don José no quiso ni pensar en lo que vendría a continuación, se levantó de un salto, tomó la chaqueta que estaba colgada en el respaldo de una silla, sacó la credencial y, ansioso, mirando alrededor, se preguntó dónde diablos podría esconderla. Ningún mueble tenía llave, sus escasas pertenencias se encontraban al alcance de cualquier espíritu fisgón que entrara. Entonces reparó en las colecciones alineadas en el armario, allí debía de estar el remedio para la dificultad. Eligió la carpeta del obispo e introdujo el sobre, un obispo no excita la curiosidad por mucha fama de piadoso que tenga, no es un ciclista ni un corredor de fórmula uno. Volvió a la cama aliviado, pero la pregunta se había quedado esperándolo, No has adelantado nada, el problema no es la credencial, lo mismo da que la escondas o que la muestres, no será eso lo que te lleve a la mujer, Ya te he dicho que encontraré una manera, Lo dudo, el jefe te ató bien atado de pies y manos, no te permite que des un paso, Esperaré a que las cosas se calmen, Y luego, No sé, ya se me ocurrirá una idea, Podrías resolver el asunto ahora mismo, Cómo, Telefoneas a los padres, les dices que hablas en nombre de la Conservaduría, les pides que te den la dirección, Eso no lo hago, Mañana vas a casa de la mujer, no soy capaz de imaginar qué conversación será la vuestra, pero al menos te quedarás en paz, Probablemente no le hablaré cuando la tenga delante, Siendo así, por qué la buscas, por qué andas investigándole la vida, También junto papeles sobre el obispo y no estoy interesado en hablar con él algún día, Me parece absurdo, Es absurdo, pero ya era hora de hacer algo absurdo en la vida, Me quieres decir que si llegas a encontrar a la mujer, ella no se enterará de que la estuviste buscando, Es lo más seguro, por qué, No lo sé explicar, De todos modos, ni a la escuela de la niña conseguirás ir, las escuelas como la Conservaduría General, están cerradas los fines de semana, En la Conservaduría puedo entrar siempre que quiera, No se puede decir que sea una proeza realmente extraordinaria, la puerta de tu casa da allí, Se ve que nunca tuviste que ir por ti misma, Voy donde tú vas, asisto a lo que haces, Puedes continuar, Continuaré, pero tú, a la escuela, no entras, Veremos. Don José se levantó, era hora de cenar, si es que merecen tal nombre las ligerísimas colaciones que acostumbra a tomar de noche. Mientras comía, iba pensando, después lavó el plato, el vaso y el cubierto, recogió las migajas que habían caído al mantel, siempre pensando, y, como si el gesto hubiese sido la inevitable conclusión de lo que había pensado, abrió la puerta que daba a la calle. Enfrente, al otro lado de la calzada, había una cabina telefónica, a tiro de piedra, por decirlo así, en veinte pasos alcanzaría la punta del hilo que se llevaría su voz, el mismo hilo le traería una respuesta, y allí, bien en un sentido, bien en otro, se acabarían las búsquedas, podría volver a casa tranquilo, recuperar la confianza del jefe, después, girando en su propio e invisible rastro, el mundo retomaría la órbita de siempre, la calma profunda de quien simplemente espera la hora en que todas las cosas se cumplan, si es que estas palabras, tantas veces dichas y repetidas, tienen algún significado real. Don José no atravesó la calle, se puso la chaqueta y la gabardina y salió.

Other books

Mud and Gold by Shayne Parkinson
Zero Break by Neil Plakcy
Set Free by Anthony Bidulka
Holiday by Rowan McAuley
Expert Witness by Rebecca Forster