Authors: José Saramago
Cuando el eco de las palabras se desvaneció, don José percibió que se había creado en el desván un gran silencio, como si el silencio que había antes alojase un silencio mayor, serían los bichos de la madera que habían interrumpido su actividad excavadora.
Del techo colgaban telarañas negras de polvo, las propietarias debieron de morir hace mucho tiempo por falta de comida, no hay aquí nada que pueda atraer a una mosca perdida, para colmo con la puerta de abajo cerrada, y las polillas del papel y los lepismas, tal como la carcoma en las vigas, no tenían ningún motivo para cambiar por el mundo exterior las galerías de celulosa donde vivían. Don José se levantó, inútilmente intentó sacudirse el polvo de los pantalones y de la camisa, la cara parecía la de un payaso extravagante, con una gran mancha en un solo lado. Se sentó en la silla, debajo de la lámpara, y comenzó a hablar consigo mismo. Razonemos, dijo, razonemos, si las fichas antiguas están aquí, y todo indica que sí, no es nada probable que las vaya a encontrar reunidas alumno por alumno, o sea, que las fichas de cada alumno están juntas de modo que se pueda seguir de una pasada toda su trayectoria escolar, lo más seguro es que la secretaria, al finalizar cada año lectivo, hiciese un paquete con todas las fichas correspondientes a ese año y las arrumbase aquí, no creo que se molestasen siquiera en guardarlas en cajas, o tal vez sí, ya veremos, espero, si así fue, que al menos escribieran por fuera el año al que corresponden, de una manera u otra será sólo cuestión de tiempo y paciencia. La conclusión no había añadido gran cosa a las premisas, desde el principio de su vida don José sabe que sólo necesita para usar la paciencia, desde el principio espera que a la paciencia no le falte el tiempo. Se levantó y, fiel a la regla de que en todas las operaciones de búsqueda lo mejor es comenzar siempre por una punta y avanzar con método y disciplina, atacó el trabajo por el extremo de una de las filas de estantes, resuelto a no dejar papel sobre papel sin verificar si, entre el de abajo y el de encima, otro papel estuviera escondido. Abrir una caja, desatar un mazo, cada movimiento que hacía levantaba una nube de polvo, hasta tal punto que, para no acabar asfixiado, tuvo que atarse el pañuelo sobre la nariz y la boca, un método preventivo que los escribientes debían seguir cada vez que iban al archivo de los muertos en la Conservaduría General. En pocos minutos se le pusieron las manos negras, el pañuelo perdió lo poco que le quedaba de blancura, don José se convirtió en un minero de carbón a la espera de encontrar en el fondo de la mina el carbono puro de un diamante.
La primera ficha apareció al cabo de media hora. La niña ya no usaba flequillo, pero los ojos, en esta fotografía sacada a los quince años, conservaban el mismo aire de gravedad dolorida. Cuidadosamente, don José la puso encima de la silla y continuó buscando. Trabajaba en una especie de sueño, minucioso, febril, bajo sus dedos se escapaban las polillas espantadas por la luz y, poco a poco, como si removiera los restos de un túmulo, el polvo se le agarraba a la piel tan fino que atravesaba la ropa. Al principio, cuando le aparecía un mazo de fichas iba inmediatamente a la que le interesaba, después comenzó a demorarse en nombres, en imágenes, por nada, sólo porque estaban allí y nadie más volvería a entrar en esta buhardilla, para apartar el polvo que las cubría, centenas, millares de rostros de muchachos y muchachas, mirando de frente al objetivo, el otro lado del mundo, a la espera no sabían de qué. En la Conservaduría General no era así, en la Conservaduría General sólo existían palabras, en la Conservaduría General no se podía ver cómo habían cambiado las caras, cuando lo más importante era precisamente eso, lo que el tiempo hace mudar, y no el nombre que nunca varía. Cuando el estómago de don José hizo señales, estaban sobre la silla siete fichas, dos de ellas con retratos iguales, la madre debió de decirle, Lleva ésta del año pasado, no necesitas ir al fotógrafo, y ella llevó el retrato, con pena de no tener ese año una fotografía nueva.
Antes de bajar a la cocina, don José entró en el cuarto de baño del director para lavarse las manos, se quedó asombrado cuando se vio en el espejo, no imaginaba que pudiera tener la cara en aquel estado, sucísima, surcada de regueros de sudor, No parezco yo, pensó, y probablemente nunca lo había sido tanto. Cuando acabó de comer, subió a la buhardilla tan aprisa como las rodillas le permitieron, se le ocurrió que si faltase la luz, posibilidad a tener en cuenta con estas lluvias, no podría terminar la búsqueda.
Suponiendo que no hubiese repetido ningún curso, sólo le restaba encontrar cinco fichas, y si se quedase a oscuras, su esfuerzo, en parte, se habría perdido, ya que no podría volver a entrar en la escuela. Absorto en el trabajo se olvidó del dolor de cabeza, del enfriamiento, y ahora notaba que estaba peor. Volvió a bajar para tomar otros dos comprimidos, subió sacando fuerzas de flaqueza, y retomó el trabajo. La tarde se aproximaba a su fin cuando encontró la última ficha. Apagó la luz de la buhardilla, cerró la puerta y, como un sonámbulo, se enfundó la chaqueta y la gabardina, limpió lo mejor que pudo las señales de su paso y se sentó a esperar la noche.
A la mañana siguiente, apenas la Conservaduría General había comenzado su actividad, ya sentados los funcionarios en sus lugares, don José entreabrió la puerta de comunicación e hizo pst pst para llamar la atención del colega escribiente que se encontraba más cerca. El hombre giró la cabeza y vio una cara congestionada, de ojos parpadeantes, Qué desea, preguntó en voz baja para no perturbar el quehacer, pero dejando asomar en las palabras un tono de recriminación irónica, como si el escándalo de la falta sólo viniese a dar la razón a quien el retraso ya había escandalizado, Estoy enfermo, dijo don José, no puedo ir a trabajar. El colega se levantó contrariado, dio tres pasos en dirección al oficial de su sección, y lo informó, Disculpe, señor, ahí está don José diciendo que se encuentra enfermo. A su vez, el oficial se levantó, dio cuatro pasos en dirección al subdirector respectivo y lo informó, Disculpe, señor, ahí está el escribiente don José diciendo que se encuentra enfermo. Antes de dar los cinco pasos que lo separaban de la mesa del conservador, el subdirector se acercó a averiguar la naturaleza de la enfermedad, Qué le aqueja, preguntó, estoy constipado, respondió don José, Un constipado nunca ha sido motivo para faltar al trabajo, Tengo fiebre, Cómo sabe que tiene fiebre, Usé el termómetro, Algunas décimas por encima de lo normal, No señor, estoy con treinta y nueve, Un simple resfriado nunca sube tanto, Entonces puedo tener gripe, O una neumonía, No sea agorero, Estoy sólo admitiendo una posibilidad, no agoro, Disculpe, era una manera de hablar, Y cómo ha llegado a ese estado, Creo que ha sido la lluvia que me cayó encima, Las imprudencias se pagan, Tiene razón, Enfermedades contraídas por causas ajenas al servicio no deberían considerarse, de hecho no estaba de servicio, Voy a ponerlo en conocimiento del jefe, Sí señor, No cierre la puerta, puede ser que le quiera dar algunas instrucciones, Sí señor. El conservador no dio instrucciones, se limitó a mirar por encima de las cabezas inclinadas de los funcionarios y a hacer un gesto con la mano, un gesto breve, como si despreciase el asunto por insignificante o como si retrasase para más tarde la atención que pretendía darle, a aquella distancia don José no sería capaz de distinguir la diferencia, suponiendo que sus ojos llorosos e inflamados consiguiesen darle alcance. De todos modos, se supone que amedrentado por la mirada, don José, sin darse cuenta de lo que hacía, abrió un poco más la puerta, mostrándose de cuerpo entero a la Conservaduría General, con una bata vieja sobre el pijama, los pies enfundados en unas zapatillas, el aire marchito de quien padece un brutal constipado, o una gripe maligna, o una bronconeumonía de las mortales, nunca se sabe, han sido tantas las veces en la vida que una pequeña brisa acabó en huracán devastador. El subdirector volvió para decirle que hoy o mañana sería visitado por el médico oficial, pero a continuación, oh maravilla, pronunció unas palabras que ningún funcionario inferior de la Conservaduría General, él u otro cualquiera, tuvo la felicidad de escuchar alguna vez, El jefe le desea que se mejore, y el propio subdirector no parecía creerse lo que estaba diciendo. Estupefacto, don José todavía tuvo entereza suficiente para mirar en dirección al conservador, con el fin de agradecerle el inesperado voto, pero él tenía la cabeza baja, como si estuviese aplicado en el trabajo aunque, conociendo nosotros las costumbres laborales de esta Conservaduría General, es más que dudoso. Despacio, don José cerró la puerta y, temblando de emoción y de fiebre, se metió en la cama.
No había recibido sólo aquella lluvia que le cayó encima mientras, resbalando del alpende, forcejeaba por entrar en el colegio. Cuando, llegada la noche, salió finalmente por la ventana y alcanzó la calle, no podía imaginar, pobre de él, lo que le esperaba. Las más penosas circunstancias de la escalada, pero sobre todo el polvo acumulado en los archivos de la buhardilla, lo habían dejado, desde la cabeza hasta los pies, en un estado de suciedad imposible de describir, con la cara y el pelo empastados de negro, las manos como cepillos renegridos, esto sin hablar de la ropa, la gabardina impregnada de manteca y hecha un harapo, los pantalones que parecía haber servido para la limpieza de una chimenea con siglos de hollín, cualquier vagabundo, incluso viviendo en la más extrema de las penurias, habría salido con más dignidad a la calle.
Cuando don José, dos manzanas más allá de la escuela, a esas alturas había dejado de llover, paró un taxi para regresar a casa, aconteció lo que tenía que acontecer, el conductor, viendo aquella figura negra surgida de repente de las entrañas de la noche, se asustó y aceleró, y ésta no fue la única vez, tres taxis a los que don José hizo después señal desaparecieron a la vuelta de la esquina como si los persiguiese el diablo. Se resignó don José a volver a casa andando, ni en un autobús se atrevía ahora a entrar, paciencia, será una fatiga más a unir a esta que apenas lo deja arrastrar los pies, pero lo peor fue que de ahí a poco la lluvia recomenzó y no paró durante todo el interminable camino, calles, plazas, avenidas, por una ciudad que era como si estuviera desierta, y aquel hombre solo, chorreando, sin que ni siquiera un paraguas que lo proteja de la lluvia más recia, se comprende por qué, nadie va con un paraguas a un asalto, es como en la guerra, podría resguardarse en el vano de una puerta y esperar una pausa del cielo, pero no vale la pena, más mojado de lo que ya está no es posible. Cuando don José llegó a casa, la única parte aceptablemente seca de su ropa era un bolsillo de la chaqueta, el interior del lado izquierdo, donde había metido las fichas escolares de la niña desconocida, vino todo el tiempo con la mano derecha sobre ellas, defendiéndolas de la lluvia, quien así lo viese pensaría, sobre todo con la cara de sufrimiento que llevaba, que tenía algo malo en el corazón. Tiritando, se desnudó del todo, preguntándose confusamente cómo iría a resolver el problema de la limpieza de aquella ropa amontonada en el suelo, no estaba provisto de trajes, zapatos, calcetines y camisas hasta el punto de poder enviar al tinte, de una sola vez, como si fuese persona de posibles, un conjunto completo, seguro que le faltará alguna de estas piezas cuando mañana tenga que vestirse con lo que le resta. Resolvió dejar la preocupación para después, ahora se trata de quitarse esta porquería del cuerpo, lo malo es que el calentador funciona defectuosamente, el agua tanto salía hirviendo como fría de congelarse, con sólo pensarlo se estremeció entero, después, como quien desea convencerse a sí mismo, murmuró, tal vez me haga bien al constipado, un chorro caliente, un chorro frío, eso dicen.
Entró en el cubículo que le servía de cuarto de baño, se miró en el espejo y comprendió el susto de los taxistas, en su lugar habría hecho igual, huir de este fantasma de órbitas hundidas y boca de la que escurre por las comisuras una especie de baba negra. El calentador no se portó mal esta vez, le lanzó dos zurriagazos fríos al principio, el resto fue reconfortantemente tibio, una rápida escaldadura de vez en cuando hasta ayudó a disolver la suciedad. Al salir del baño, don José se sentía reanimado, como nuevo, pero en cuanto se metió en la cama le volvieron los temblores, en ese momento abrió el cajón de la mesilla donde guardaba el termómetro, poco después decía, Treinta y nueve, si mañana sigo así, no podré ir a trabajar. Sea por efecto de la fiebre o de la fatiga, o de ambas, este pensamiento no le inquietó, no le pareció extraña la irregular idea de faltar al servicio, en este momento don José no parecía ser don José, o eran dos los don José que se encontraban tumbados en la cama, con la manta subida hasta la nariz, un don José que perdiera el sentido de las responsabilidades, otro don José para quien esto se había vuelto totalmente indiferente. Con la luz encendida, estuvo amodorrado durante unos minutos y luego despertó sobresaltado al soñar que abandonaba las fichas encima de la silla de la buhardilla, que deliberadamente las abandonaba, como si en toda su aventura no hubiese habido otra meta que buscarlas y encontrarlas. Y también soñó que alguien entraba en la buhardilla después de que él hubiese salido, que veía el montoncito de las trece fichas y preguntaba, Qué misterio es éste. Medio atontado, se levantó y fue a buscarlas, las había puesto sobre la mesa cuando vació los bolsillos de la chaqueta, y volvió a la cama.
Las fichas estaban sucias de huellas negras, algunas hasta mostraban con absoluta nitidez sus impresiones digitales, tendría que limpiarlas mañana para evitar cualquier intento de identificación, Qué estupidez, pensó, todo lo que tocamos se queda con las impresiones digitales, limpio éstas y dejo otras, la diferencia es que unas son visibles y otras no. Cerró los ojos y poco después volvió a entrar en estado de somnolencia, la mano, que apenas retenía las fichas, se aflojó sobre la colcha, algunas cayeron al suelo, allí estaban los retratos de una joven en diferentes edades, de niña a adolescente, abusivamente traídos hasta aquí, nadie tiene el derecho de apropiarse de retratos que no le pertenecen salvo si le son ofrecidos, llevar el retrato de una persona en el bolsillo es como llevar un poco de su alma. El sueño de don José, pero de éste no despertó, era ahora otro, se veía a sí mismo limpiando las impresiones digitales que había dejado en la escuela, las había por todas partes, en la ventana por donde entrara, en la enfermería, en secretaría, en el despacho del director, en el refectorio, en la cocina, en el archivo, de las de la buhardilla creyó que no valí la pena preocuparse, allí nadie entraría para después preguntar, Qué misterio es éste, lo malo es que las manos que limpiaban el rastro visible iban dejando tras ellas un rastro invisible, si el director del colegio denuncia el asalto a la policía y se abre una investigación en serio, don José irá a la cárcel, tan cierto como dos y dos son cuatro, hay que imaginarse el descrédito y la vergüenza que para siempre mancharán la reputación de la Conservaduría General del Registro Civil. A media noche don José se despertó ardiendo en fiebre, parecía que deliraba, y decía, No robé nada, no robé nada, y era verdad que, hablando propiamente, nada había robado, por más que el director busque e indague, por más verificaciones, recuentos y cotejos que se realicen, en inventario detallado, describiendo un ítem tras otro, la conclusión acabará siendo la misma, Robo, lo que se puede llamar robo, no hubo, sin duda la encargada de la cocina aparecerá diciendo que falta comida en el frigorífico, pero, suponiendo que ése haya sido el único delito cometido, robar para comer, según la opinión más o menos generalizada, no es robo, en eso hasta el director está de acuerdo, la policía es la que cultiva por principio una opinión diferente, aunque ahora no le queda otro remedio que irse fuera refunfuñando, Ahí hay un misterio, nadie asalta una casa sólo para desayunar. En todo caso, con la declaración formal del director, puesto por escrito, de que nada de valor o sin él faltaba en la escuela, los agentes decidieron no levantar las impresiones digitales, como mandaba la rutina, Ya tenemos trabajo de sobra, dijo el que mandaba el grupo investigador. No obstante estas palabras tranquilizadoras, don José no consiguió dormir durante el resto de la noche, con miedo a que el sueño se repitiese y la policía volviese con las lupas y los polvillos.