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Authors: José Saramago

Después se volvió de espaldas, hizo una señal a los subdirectores para recomenzar el trabajo. Ahora se notaba en su cara una cierta placidez, un aire de extraño sosiego, como si también él hubiese llegado al final de una jornada. Nadie vendrá a comentar con don José estas impresiones, en primer lugar para que no se le llene la cabeza con más fantasías, en segundo lugar porque la orden es clara, Ninguna palabra que no esté directamente relacionada con el servicio.

Se entra en el cementerio por un edificio antiguo cuyo frontispicio es hermano gemelo de la fachada de la Conservaduría General del Registro Civil. Presenta los mismos tres escalones de piedra negra, la misma vieja puerta en el centro, las mismas cinco ventanas alargadas encima. Si no fuese por el gran portón de dos hojas contiguo a la delantera, la única diferencia visible sería la placa sobre la puerta de entrada, también con letras de esmalte, que dice Cementerio General. El portón está cerrado desde hace muchos años, cuando se hizo evidente que el acceso por allí se había vuelto impracticable, que dejara de satisfacer cabalmente el fin a que había sido destinado, esto es, dar paso cómodo no sólo a los difuntos y a sus acompañantes, sino también a las visitas que aquéllos viniesen a tener después. Del mismo modo que todos los cementerios de este o de cualquier otro mundo, comenzó siendo una cosita minúscula, una parcela breve de terreno en la periferia de lo que todavía era un embrión de ciudad, orientado hacia el aire libre de las campiñas, pero después, con el paso de los tiempos, como infelizmente tenía que ser, fue creciendo, creciendo, creciendo, hasta convertirse en la necrópolis inmensa que es hoy. Al principio estaba todo tapiado y, durante generaciones, cada vez que la apertura de dentro comenzaba a perjudicar tanto el alojamiento ordenado de los muertos como la circulación práctica de los vivos, se hacía lo mismo que en la Conservaduría General, se echaban abajo los muros y se levantaban un poco más atrás.

Un día, va ya de camino de cuatro siglos que esto aconteció, el entonces curador del cementerio tuvo la idea de abrirlo por todos los lados, excepto por la parte que daba a la calle, alegando que ésta era la única manera de reanimar la relación sentimental entre los de dentro y los de fuera, muy disminuida por entonces, como cualquier persona podría verificar si reparase en el abandono en que se encontraban las sepulturas, principalmente las más antiguas. Creía él que los muros, aunque sirviendo de forma positiva a la higiene y el decoro, acababan teniendo el efecto perverso de dar alas al olvido, lo que por otra parte no debería causar sorpresa a nadie, diciendo como decía la sabiduría popular, desde que el mundo es mundo, que el corazón no siente lo que los ojos no ven. Tenemos muchas razones para pensar que fueran sólo de raíz interna los motivos que llevaron al jefe de la Conservaduría a tomar la decisión de unificar, contra la tradición y la rutina, los archivos de los muertos y de los vivos, reintegrando de esta manera, en el área documental específica abarcada en sus atribuciones, la sociedad humana. Por eso nos es más difícil comprender por qué no fue aplicada luego la lección precursora de un humilde y primitivo curador de cementerio, de pocas luces, sin duda, como era natural en el oficio y propio de su tiempo, pero de revolucionarias intuiciones, y que para colmo, lo registramos con tristezas, no tiene en su sepultura, señalando el hecho a las generaciones venideras, una lápida digna. Por el contrario, desde hace cuatro siglos andan cayendo anatemas, insultos, calumnias y vejámenes sobre la memoria del infeliz innovador, considerado como el responsable histórico de la situación presente de la necrópolis, a la que llaman desastrosa y caótica, sobre todo porque el Cementerio General no sólo continúa sin tener muros alrededor sino que además es imposible que los vuelva a tener alguna vez. Expliquémonos mejor.

Quedó dicho arriba que el cementerio creció, no, claro está, por obra y gracia de una virtud reproductora intrínseca suya, como fuera, permítaseme el macabro ejemplo, que los muertos imprudentemente hubieran generado muertos, sino porque la ciudad fue aumentando en población y por tanto también en superficie. Cuando todavía el Cementerio General estaba rodeado de muros, ocurrió, más de una vez, en épocas sucesivas, aquello que después, en lenguaje burocrático municipal, se denominaría brotes de expansión demográfica urbana. Poco a poco, los extensos campos de detrás del Cementerio comenzaron a ser poblados, surgieron pequeñas aglomeraciones, aldeas, caseríos, segundas residencias, que a su vez fueron creciendo aquí y allí, tocándose unas a otras, pero dejando aún entre medias amplios espacios vacíos, que eran campos de cultivo, o bosques, o pastos, o matorrales. Por ahí fue avanzando el Cementerio General cuando derribaron los muros.

Como una riada que comienza inundando las cotas de nivel inferior, serpenteando por los valles, y después, paulatinamente, va subiendo por las laderas, así las sepulturas fueron ganando terreno, muchas veces con grave perjuicio para la agricultura, cuando los propietarios, forzados por el asedio, no tuvieron otro remedio que vender las huertas, y otras veces contorneando pomares, trigales, eras y corrales de ganado, siempre a la vista de las poblaciones, y muchas veces, por así decirlo, puerta con puerta. Observado desde el aire, el Cementerio General parece un árbol tumbado, enorme, con un tronco corto y grueso, constituido por el núcleo original de sepulturas, de donde arrancan cuatro poderosas ramas, contiguas en su nacimiento, pero que después, en bifurcaciones sucesivas, se extienden hasta perderse de vista, formando, según el decir de un poeta inspirado, una frondosa copa en la que la vida y la muerte se confunden, como se confunden en los árboles propiamente dichos, las avecillas y el follaje. Ésta es la causa por la que el portón del Cementerio General ha dejado de servir como paso de las comitivas fúnebres. Se abre sólo de tarde en tarde, cuando un investigador de piedras viejas, después de haber estudiado en el lugar algún monolito funerario de los primeros tiempos, pide autorización para sacar unos moldes, con el consiguiente manejo de materias brutas, como son el yeso, la estopa y los alambres, y en ocasiones complementariamente, fotografías delicadas y precisas, de aquellas que necesitan focos, reflectores, baterías, fotómetros, sombrillas y otros artefactos, que, unos y otros, para no perturbar el servicio administrativo, no se permite que pasen por la pequeña puerta que une por dentro el edificio con el Cementerio.

A pesar de esta exhaustiva acumulación de pormenores, quizá considerados insignificantes, en caso de que, por regresar a las comparaciones botánicas, el bosque impidiera ver los árboles, es bien posible que algún oyente de este relato, de los atentos y vigilantes, de los que no han perdido el sentido de una exigencia normativa heredada de procesos mentales determinados sobre todo por la lógica adquirida de los conocimientos, es bien posible que el tal oyente se declare radicalmente contrario a la existencia y todavía más a la generalización de cementerios tan desgobernados y delirantes como éste, que llega al punto de pasearse, casi hombro con hombro, por lugares que los vivos habían destinado para su exclusivo uso, o sea, las casas, las calles, las plazas, los jardines y otros lugares públicos, los teatros y los cines, los cafés y los restaurantes, los hospitales, los manicomios, las comisarías de policía, los parques infantiles, las zonas deportivas, las de ferias y exposiciones, los aparcamientos, los grandes almacenes, las tiendas pequeñas, las travesías, los callejones, las avenidas. Que, aunque percibiendo como irresistible la necesidad de crecimiento del Cementerio General, en armonía simbiótica con el desarrollo de la ciudad y el aumento de la población, consideran que el espacio destinado al reposo final debería seguir ciñéndose a límites estrictos y obedeciendo a reglas estrictas. Un cuadrilátero vulgar de muros altos, sin adornos ni excrecencias fantasiosas de arquitectura, sería más que suficiente, en vez de esta especie de pulpo desmesurado, realmente más pulpo que árbol, por mucho que duela a las imaginaciones poéticas, extendiendo por ahí fuera sus ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro tentáculos, como si quisiese abarcar el mundo.

Que en los países civilizados el uso correcto, con ventajas certificadas por la experiencia, es que los cuerpos permanezcan bajo tierra unos cuantos años, cinco en general, al final de los cuales, salvo milagro de incorrupción, se retirará lo poco que haya sobrado del trabajo corrosivo de la cal viva y de la digestión de los gusanos, para dar espacio a los nuevos ocupantes. En los países civilizados no existe esta práctica absurda de los lugares a perpetuidad, esta idea de considerar para siempre intocable cualquier sepultura, como si, no habiendo podido ser definitiva la vida, la muerte lo pudiese ser. Las consecuencias están a la vista, este portón condenado, la anarquía de la circulación interna, el rodeo cada vez mayor que los entierros tienen que dar por fuera del Cementerio General antes de llegar a su destino, en un extremo cualquiera de uno de los sesenta y cuatro tentáculos del pulpo, que nunca lograrían alcanzar si no llevasen delante un guía. De la misma manera que la Conservaduría del Registro Civil, aunque la correspondiente información, por deplorable olvido, no fuera dada el momento adecuado, la divisa no escrita de este Cementerio General es Todos los Nombres, aunque deba reconocerse que, en realidad, es a la Conservaduría a la que estas tres palabras le sientan como un guante, por cuanto en ella todos los nombres efectivamente se encuentran, tanto los de los muertos como los de los vivos, mientras que el Cementerio, por su propia naturaleza de último destino y último depósito, tendrá que contentarse siempre con los nombres de los finados. Esta evidencia matemática, sin embargo, no es suficiente para reducir al silencio a los curadores del Cementerio General, que, ante lo que llaman su aparente inferioridad numérica, suelen encoger los hombros y argumentar, Con tiempo y paciencia aquí vendrán todos a parar, la Conservaduría del Registro Civil, bien vistas las cosas, no pasa de un afluente del Cementerio General. Excusado será decir que para la Conservaduría es un insulto llamarla afluente. A pesar de estas rivalidades, de esta emulación profesional, las relaciones entre los funcionarios de la Conservaduría y del Cementerio son claramente amistosas, de respeto mutuo, porque, en el fondo además de la colaboración institucional a que están obligados por la comunidad formal y contigüidad objetiva de sus respectivos estatutos, saben que andan cavando en los dos extremos de la misma viña, esta que se llama vida y está situada entre la nada y la nada.

No era la primera vez que don José aparecía en el Cementerio General.

La necesidad burocrática de realizar algunas verificaciones, el esclarecimiento de discrepancias, la confrontación de datos, la dilucidación de diferencias obligan a trasladarse, con relativa frecuencia, a los funcionarios de la Conservaduría al Cementerio, casi siempre los escribientes, poco los oficiales y nunca, ni necesario sería referirlo, los subdirectores o el conservador. También los escribientes y alguna que otra vez los oficiales del Cementerio General, por motivos semejantes, van a la Conservaduría, también allí lo reciben con la misma cordialidad con que van a acoger aquí a don José. Tal como la fachada, el interior del edificio es una copia fidelísima de la Conservaduría, debiendo en todo caso precisarse que los funcionarios del Cementerio General suelen afirmar que es la Conservaduría del Registro Civil la copia del Cementerio, y además, considerando que le falta el portón, incompleta, a lo que los de la Conservaduría responden que buen portón es ése, que está siempre cerrado. Sea como sea, aquí se encuentra el mismo mostrador largo que atraviesa el enorme salón, las mismas altísimas estanterías, la misma disposición del personal, en triángulo, con los ocho escribientes en la primera línea, los cuatro oficiales a continuación, los dos subcuradores, que así es como se llaman aquí, y no subdirectores, tal como el curador, en el vértice, no es conservador, y sí curador. Sin embargo, el personal burocrático no es todo el personal del Cementerio. Sentados en dos bancos corridos, a un lado y a otro de la puerta de entrada, frente al mostrador, están los guías. Hay quien, crudamente, sigue llamándoles enterradores, como en los primeros tiempos, pero la designación de su categoría profesional, en el boletín oficial de la ciudad, es guía–de–cementerio, lo que, reparando mejor, y al contrario de lo que se podría imaginar no corresponde a un eufemismo bien intencionado que pretendiese disimular la brutalidad dolorosa de una azada excavando un agujero rectangular en la tierra, antes bien es la expresión correcta de una función que no se limita a bajar al muerto a la profundidad, pues lo conduce también por la superficie. Estos hombres, que trabajan en pareja, esperan sentados, en silencio, que vengan los cortejos fúnebres, y después, pertrechados de la respectiva guía de marcha, rellenada por el escribiente a quien le tocó el difunto, se meten en uno de los coches de servicio que esperan en el aparcamiento, aquellos que tienen en la parte de atrás un letrero luminoso que se enciende y se apaga y que dice Sígame, como se usa en los aeropuertos, por lo menos en este punto tiene toda la razón el curador del Cementerio General cuando afirma que están más avanzados en la moderna tecnología que la Conservaduría del Registro Civil, donde la tradición todavía manda escribir con pluma de mojar en el tintero. Realmente, cuando se ve al coche fúnebre y a sus acompañantes siguiendo obedientemente a los guías por las cuidadas calles de la ciudad y por los malos caminos de los arrabales, con la luz dale que dale hasta el sitio donde será la sepultura, Sígame, Sígame, Sígame, es imposible no concordar que las mudanzas del mundo no siempre son para peor. Y, aunque el pormenor no sea de especial importancia para la comprensión global del relato, viene a propósito explicar que una de las características más significativas de la personalidad de estos guías es que creen que el universo está efectivamente regido por un pensamiento superior permanentemente atento a las necesidades humanas, porque si así no fuese, argumentan ellos, los automóviles no habrían sido inventados precisamente en el momento en que comenzaban a ser más necesarios, o sea, cuando el Cementerio General se había vuelto tan extenso que sería un verdadero calvario llevar al difunto al gólgota por medios tradicionales, fuese el palo y la cuerda, fuese la carreta de dos ruedas. Cuando sensatamente se les observa que deberían ser más cuidadosos con las palabras, pues gólgota y calvario son una y la misma cosa, y que no tiene sentido usar términos que anuncian el dolor a propósito del transporte de alguien que ya no tendrá que sufrir más, es seguro y garantizado que nos responderán con malos modos, que cada uno sabe de sí y sólo Dios sabe de todos.

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