Todos los nombres (22 page)

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Authors: José Saramago

Sin embargo, pronto percibieron que los tiros no iban por ahí. Mientras uno de los subdirectores ordenaba que todos, oficiales y escribientes, se volvieran hacia el conservador, el otro rodeaba el mostrador y cerraba la puerta de entrada, fijando antes en el lado de fuera un letrero que decía Cerrado temporalmente por necesidades del servicio. Qué será, qué no será, se preguntaban los funcionarios, incluidos los subdirectores, que sabían tanto como los otros, o un poco más, porque el jefe sólo les comunicó que iba a hablar. La primera palabra por él dicha fue Siéntense. La orden pasó de los subdirectores a los oficiales, de los oficiales a los escribientes, hubo el inevitable ruido producido por el cambio de posición de las sillas, colocadas de espaldas a las respectivas mesas, pero todo esto se hizo con rapidez, en menos de un minuto el silencio de la Conservaduría General era absoluto. No se oía una mosca, aunque se sabe que las hay, algunas posadas en lugares seguros, otras agonizando en las inmundas telarañas del techo. El conservador se levantó lentamente, con la misma lentitud paseó los ojos por los funcionarios, uno a uno, como si los viese por primera vez, o como si estuviera intentando reconocerlos después de una larga ausencia, extrañamente su expresión ya no era sombría, o lo era en otro sentido, como si lo atormentase un dolor moral. Después habló, Señores, en mi condición de jefe de esta Conservaduría General del Registro Civil, heredero último de un linaje de conservadores cuya actividad fue históricamente iniciada con el depósito del más vetusto de los documentos custotiados en nuestros archivos, haciendo también uso legítimo de las competencias que me fueron consignadas y siguiendo el ejemplo de mis predecesores, he cumplido y he hecho cumplir con el mayor de los escrúpulos las leyes escritas que regulan el funcionamiento de los servicios, sin ignorar la tradición, antes al contrario teniéndola invariablemente presente en cada momento. Soy consciente de la mudanza de los tiempos, de la necesidad de una continua actualización de medios y de maneras en la vida social, pero comprendo, como siempre tuvieron a bien entender quienes antes de mí ejercieron el gobierno de esta Conservaduría, que la preservación del espíritu, de un espíritu que llamaré de continuidad y de identidad orgánica, debe prevalecer sobre cualquier otra consideración posible, so pena, si así no nos condujéramos, de asistir al derrumbamiento del edificio moral que, en cuanto que primeros y postreros depositarios de la vida y de la muerte, seguimos representando aquí.

No dejará de haber quien proteste por no encontrarse en esta Conservaduría General ni una sola máquina de escribir, para no hablar de la ausencia de cualesquiera otros aparatos más modernos, porque los armarios y las estanterías sigan siendo de madera natural, porque los funcionarios hayan de mojar sus plumas en tinteros y usar el papel secante, habrá quien nos considere ridículamente detenidos en la historia, quien reclame de la autoridad la rápida incorporación de tecnologías avanzadas en nuestros servicios, mas si es verdad que las leyes y los reglamentos son susceptibles de ser alterados y sustituidos en cada momento, no puede suceder del mismo modo con la tradición, que es, como tal, tanto en su conjunto como en su esencia, inmutable. Nadie podrá regresar al pasado para hacer mudanza de una tradición que nació en el tiempo y que por el tiempo fue alimentada y sostenida.

Nadie podrá decirnos que cuando existe no ha existido, nadie osará desear, como si de un niño se tratase, que lo que ha acontecido no hubiera acontecido. Y si lo hicieran, estarían dilapidando su propio tiempo. Éstos son los fundamentos de nuestra razón y de nuestra fuerza, éste es el muro tras el cual nos ha sido posible defender, hasta el día de hoy, ora nuestra identidad, ora nuestra autonomía. Así deberemos continuar. Y así continuaríamos si nuevas reflexiones no nos indicaran la necesidad de nuevos caminos.

Hasta aquí no había surgido ninguna novedad del discurso del jefe, si bien es cierto que ésta era la primera vez que se oía en la Conservaduría General algo parecido a una declaración solemne de principios. La mentalidad uniforme de los funcionarios se formaba sobre todo en la práctica del servicio, regulada en los primeros tiempos con rigor y precisión, mas, en las últimas generaciones, tal vez por fatiga histórica de la institución, se permitieron las graves y continuadas negligencias que conocemos, censurables incluso a la luz de los más benevolentes juicios. Tocados en su embotada conciencia, pensaron los funcionarios que éste sería el tema central de la inesperada disertación, pero no tardaron en desengañarse. Es más, si hubiesen atendido mejor a la expresión fisonómica del conservador, habrían comprendido en seguida que su objetivo no era de carácter disciplinario, no apuntaba a una represión general, en ese caso sus palabras sonarían como golpes secos y todo su rostro se cubriría de desdeñosa indiferencia. Sin embargo no se registraban estas señales en la actitud del jefe, apenas una disposición semejante a la de quien, habituado a vencer siempre, se encuentra, por primera vez en la vida, ante una fuerza mayor que la suya. Y unos pocos, en particular los subdirectores y algún oficial, que creyeron deducir de la última frase proferida el anuncio de la introducción inmediata de modernizaciones que eran moneda corriente fuera de los muros de la Conservaduría General, tampoco tardaron en reconocer, desconcertados, que se habían equivocado. El conservador seguía hablando, Nadie se llame a engaño, sin embargo, creyendo que las reflexiones que estoy exponiendo nos conducirían simplemente a abrir nuestras puertas a los inventos modernos, no sería menester reflexionar para eso, bastaría con hacer llamar a un técnico especializado en tales materias y en un periodo de veinticuatro horas tendríamos la casa a rebosar de máquinas de toda condición. Por mucho que me duela declararlo y por escandaloso que a ustedes les resulte, lo que mis reflexiones pretenden poner en cuestión, quién me lo iba a decir a mí, afecta a uno de los aspectos fundamentales de la tradición de la Conservaduría General, esto es, la distribución espacial de los vivos y de los muertos, su obligada separación, no sólo en archivos distintos sino también en diferentes áreas del edificio. Se oyó un levísimo susurro, como si el pensamiento común de los asombrados funcionarios se hubiese hecho audible, otra cosa no podría ser, ya que ninguno de ellos había osado pronunciar palabra. Me hago cargo de que esto les perturbe, prosiguió el conservador, porque yo mismo, al pensarlo, me he sentido como si fuera responsable de una herejía, peor aún, me he sentido culpable de una ofensa a la memoria de todos aquellos que, antes de mí, ocuparon esta posición de mando, y también de cuantos trabajaron en lugares ahora ocupados por ustedes, pero el empuje incontenible de la evidencia me ha obligado a enfrentarme al peso de la tradición, de una tradición que, durante toda mi vida, había considerado inamovible. Llegar a esta conciencia de los hechos no es obra del azar ni obedece a una revelación instantánea. En dos ocasiones desde que soy jefe de la Conservaduría, he sido objeto de avisos premonitorios, a los que, en aquellos momentos, no atribuí especial relevancia, salvo por haber reaccionado ante ellos de un modo que no tengo reparos en catalogar como primario, pero que, hoy lo comprendo, preparaban el camino para que, con espíritu abierto acogiese un tercero y reciente aviso, del cual, por razones que a mi entender debo mantener secretas, evitaré hacer comentarios en esta ocasión. El primer caso, del que todos ustedes sin duda guardan memoria, tuvo lugar cuando uno de mis subdirectores, presente entre nosotros, propuso que la organización del archivo de los muertos se hiciese al contrario, es decir, más alejados los antiguos, más próximos los recientes.

Debido a la suma de trabajo que implicaría una mudanza tal, y teniendo en cuenta la escasez de funcionarios que padecíamos, la sugerencia se mostraba irrealizable del todo, y así se lo hice saber al proponedor, aunque en términos que me gustaría olvidar, y sobre todo que él los pudiese olvidar.

El subdirector aludido se ruborizó de satisfacción, volvió atrás la cara, mostrándose, y de nuevo mirando al superior asintió ligeramente con la cabeza, como si estuviera pensando, Si pusieses más atención a lo que te dicen. El conservador continuó, No me fue dado entonces percibir que, detrás de una idea en apariencia absurda, y que, en efecto, juzgada desde un ángulo operativo, de hecho lo era, latía una intuición de algo absolutamente revolucionario, una intuición involuntaria, inconsciente, sí, mas no por ese motivo menos efectiva. Bien es cierto que tampoco podría esperarse mucho más de la cabeza de un subdirector, pero el conservador que yo soy estaba obligado, tanto por los deberes connaturales del cargo cuanto por razones de experiencia, a comprender de inmediato lo que la futilidad aparente de la idea ocultaba. Esta vez el subdirector no miró hacia atrás, y si se ruborizó de despecho nadie lo notó porque tenía la cabeza baja. El conservador hizo una pausa para suspirar profundamente, y continuó, El segundo caso fue el que concierne a aquel investigador de materias heráldicas que desapareció en el archivo de los muertos y al que sólo una semana después conseguimos descubrir, a punto de expirar, cuando ya habíamos perdido todas las esperanzas de encontrarlo vivo. Tratándose de un episodio de características tan comunes, pues ciertamente no creo que haya nadie que, al menos una vez en la vida, no se haya perdido en el laberinto, me limité a tomar las providencias que se imponían, cursando una orden interna destinada a determinar el uso obligatorio del hilo de Ariadna, designación clásica y, si me permiten ustedes que así me exprese, irónica, de la cuerda que guardo en mi cajón. Que la medida fue acertada lo corrobora el hecho de que, desde entonces, no se haya verificado ningún caso semejante o siquiera parecido. Llegados a este punto, y según esta exposición, cabría preguntarse cuáles fueron las conclusiones que deduje del caso del heraldista perdido, y yo diré, con toda humildad, que si recientemente no hubiesen tenido lugar ciertos hechos y si esos hechos de referencia no hubiesen suscitado en mí ciertas reflexiones, jamás habría llegado a comprender el doble absurdo que representa separar a los muertos de los vivos. Es absurdo, en primer lugar desde el punto de vista archivístico, si se considera que la manera más fácil de encontrar a los muertos será buscándolos donde se encuentran los vivos, puesto que a éstos, por estar vivos, los tenemos permanentemente delante de los ojos, pero, en segundo lugar, representa también un absurdo desde el punto de vista de la memoria, ya que si los muertos no estuvieran en medio de los vivos más tarde o más temprano acabarían por ser olvidados, y después, con perdón por la vulgaridad de la expresión, es un engorro descubrirlos cuando los necesitamos, y ya se sabe que antes o después eso ocurrirá. Para todos los que me escuchan aquí, sin distinción de escalafones ni de circunstancias personales, debe quedar claro que estoy hablando, únicamente, de asuntos concernientes a esta Conservaduría General, y no del mundo exterior, donde, por razones que atañen a la higiene física y a la salud mental de los vivos, se usa enterrar a los muertos. Mas me atrevo a decir que es precisamente esa misma necesidad de higiene física y de sanidad mental la que debe determinar que nosotros, los de la Conservaduría General del Registro Civil, nosotros, los que escribimos y movemos los papeles de la vida y de la muerte, reunamos en un solo archivo, al que simplemente denominaremos histórico, a los muertos y los vivos, haciéndolos inseparables en este lugar, ya que, extramuros, la ley, la costumbre y el miedo no lo consienten. Firmaré, por tanto, una orden donde se especificará, primero, que a partir de la fecha del día de hoy, los muertos permanecerán en el mismo lugar del archivo que ocupaban en vida, segundo, que progresivamente, expediente a expediente, documento a documento, desde los más recientes a los más antiguos, se procederá a la reintegración de los muertos del pasado en el archivo que vendrá a ser el presente de todos. Soy consciente de que el segundo punto necesitará muchas decenas de años para hacerse efectivo, que ni a nosotros ni probablemente a la generación siguiente nos será dado asistir al momento en que los papeles del último muerto, hechos trizas, devorados por las polillas, oscurecidos por el polvo de los siglos, regresen al mundo de donde, por una última e innecesaria violencia, fueron retirados. Así como la muerte definitiva es el fruto último de la voluntad de olvido, así la voluntad de recuerdo podrá perpetuarnos la vida. Argumentarán tal vez, con supuesta argucia, si es que yo esperase opinión, que una perpetuidad como ésta de nada les valdría a los que murieron. Sería un argumento propio de quien no ve más allá de la punta de su nariz. En tal caso, y en el caso, también, de que yo creyera necesario responder, tendría que explicarles que sólo de vida he estado hablando aquí, y no de muerte, y si esto no lo han entendido antes, es porque nunca serán capaces de entender sea lo que sea.

La actitud reverencial con que la parte final del discurso había sido escuchada fue sacudida bruscamente por el sarcasmo de las últimas palabras.

El conservador volvía a ser el jefe que conocían desde siempre, altanero e irónico, implacable en los juicios, riguroso en la disciplina, como a continuación dejó claro, Sólo en su interés, no en el mío, debo aún decirles que el peor error en que incurrirían a lo largo de sus vidas sería considerar una señal de flaqueza personal o de disminución de autoridad oficial el hecho de que les haya hablado con el corazón y con la mente abiertos. Si no me he limitado simplemente a ordenar, sin explicaciones, como sería mi derecho, la reintegración o unificación de los archivos, es sólo porque quiero hacerles comprender las razones profundas de mi decisión. Es sólo porque deseo que el trabajo que les espera sea ejecutado con el espíritu de quien se siente edificando algo y no con el alejamiento burocrático de quien ha sido mandado a juntar papeles con papeles. La disciplina en esta Conservaduría seguirá siendo la que siempre fue, ninguna distracción, ningún devaneo, ninguna palabra que no esté directamente relacionada con el servicio, ninguna entrada fuera de horas, ninguna muestra de desaliño en el comportamiento personal, tanto en los modos como en la apariencia. Don José pensó, Esto va por mí, por no haberme afeitado, pero no se preocupó, probablemente la alusión se quedase en eso, en todo caso bajó la cabeza muy despacio, como un alumno que no ha estudiado la lección y que quiere escapar de ser llamado a la pizarra. Parecía que el discurso había llegado a su fin, pero nadie se movía, tenían que esperar la orden al trabajo, por eso se sobresaltaron todos cuando el conservador llamó en un tono fuerte y seco, Don José. El interpelado se levantó rápidamente, Qué querrá de mí, ya no pensaba que el motivo de la brusca llamada fuese la barba crecida, algo mucho más grave que una simple reprimenda estaba por llegar, era eso lo que la severa expresión del jefe le anunciaba, era eso lo que una angustia terrible comenzaba a gritarle dentro de la cabeza cuando lo vio avanzar en su dirección, detenerse frente a él, don José apenas puede respirar, espera la primera palabra como el condenado a muerte espera la caída de la cuchilla, el tirón de la cuerda o la descarga del pelotón de fusilamiento, entonces el jefe dijo, esa barba.

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