Authors: José Saramago
Entró pues don José y avanzó directamente al mostrador, lanzando al pasar una mirada fría a los guías sentados, con quienes no simpatizaba porque su existencia desequilibraba numéricamente la relación de personal a favor del Cementerio. Siendo conocido de la casa, no necesitaría presentar el carné que lo identificaba como funcionario del Registro Civil, y, en cuanto a la famosa credencial, ni siquiera se le había pasado por la cabeza traerla, porque hasta el más inexperto de los escribientes, de un golpe de vista, sería capaz de percatarse de que era falsa desde la primera a la última línea. De los ocho funcionarios que se alineaban tras el mostrador, don José escogió uno de los que mejor le caían, un hombre algo mayor que él, con el aire ausente de quien ya no espera otra vida. Tal como a los otros, cualquiera que fuese el día, siempre lo habían encontrado allí. Al principio llegó a pensar que los funcionarios del cementerio no disfrutaban de descanso semanal ni de vacaciones, que trabajaban todos los días del año, hasta que alguien le dijo que no era así, que había grupos de eventuales contratados para trabajar los domingos, ya no estamos en el tiempo de la esclavitud, don José.
Parece inútil decir que el deseo de los funcionarios del Cementerio General, desde hace mucho tiempo, es que los eventuales se encarguen también de las tardes de sábado, pero, por alegadas razones de presupuesto y partida económica, la reivindicación no ha sido aún satisfecha, no sirviéndole de nada al personal del Cementerio la invocación del ejemplo de la Conservaduría del Registro Civil, que los sábados sólo trabaja por la mañana, por cuanto, según el sibilino despacho superior que negó el requerimiento, Los vivos pueden esperar, los muertos no. De todos modos, era insólito que un funcionario de la Conservaduría apareciese por allí de servicio precisamente en una tarde de sábado, cuando se suponía que estuviera disfrutando del ocio semanal con la familia, paseando por el campo u ocupado en ajustes domésticos que se guardan para cuando haya tiempo, o apenas vagueando, o, todavía, preguntándose para qué sirve el descanso cuando no sabemos qué hacer con él. Con el fin de evitar inoportunas extrañezas, que fácilmente se tornarían embarazosas, don José tuvo el cuidado de adelantarse a la curiosidad del interlocutor, dando la justificación que ya traía preparada, es un caso excepcional, de urgencia, mi subdirector necesita esta información el lunes a primera hora, por eso me pidió que viniese hoy al Cementerio General, en mis horas libres, Ah, bien, dígame de qué se trata, Es muy simple, sólo queríamos saber cuándo fue enterrada esta mujer.
El hombre tomó la ficha que don José le presentaba, copió en un papel el nombre y la fecha de fallecimiento y fue a consultar con el oficial respectivo. Don José no entendió lo que decían, aquí, tal como en la Conservaduría, sólo se puede hablar en voz baja, en este caso hay que contar también con la distancia, pero vio que afirmaba con la cabeza y, por el movimiento de los labios, no tuvo dudas de que decía, Puede informar. El hombre buscó en el fichero que se encontraba debajo del mostrador, donde estaban archivadas las fichas de los fallecidos en los últimos cincuenta años, los otros llenan las altas estanterías que se prolongan hacia el interior del edificio, abrió uno de los cajones, encontró la ficha de la mujer, copió en el papel la fecha necesaria y volvió donde se hallaba don José, Aquí tiene, dijo, y añadió, como si creyese que la información podía ser útil, Está en los suicidas. Don José sintió una contracción súbita en la boca del estómago, que es, más o menos, el lugar donde, según un artículo que leyera tiempos atrás en una revista de divulgación científica, existe una especie de estrella de nervios con muchas puntas, un enlace irradiante al que llaman plexo solar, sin embargo consiguió disimular la sorpresa con un fingimiento automático de indiferencia, la causa de la muerte constaría forzosamente en el certificado de defunción perdido, que él nunca ha visto, pero que, como funcionario de la Conservaduría, y más viniendo al Cementerio en misión oficial, no podía mostrar que desconocía. Con todo cuidado dobló el papel y lo guardó en la cartera, dio las gracias al informador, no olvidándose de añadir, entre oficiales del mismo oficio, manera simple de decir, pues no pasaban ambos de escribientes, que quedaba a su disposición para todo lo que necesitase de la Conservaduría y estuviese a su alcance. Cuando ya había dado dos pasos en dirección a la puerta se volvió, Se me ha ocurrido ahora una idea, aprovechar un rato de la tarde para dar un paseo por el Cementerio, si me autorizasen a entrar por aquí, evitaría dar un rodeo, Espere que voy a preguntar, dijo el escribiente. Comunicó la petición al oficial con quien antes había hablado, pero éste, en lugar de responder, se levantó y se dirigió al subcurador de su sección.
A pesar de que la distancia era mayor, don José entendió por el gesto de la cabeza y por el movimiento de los labios que iba a ser autorizado para servirse de la puerta interior.
El escribiente no volvió en seguida al mostrador, abrió primero un armario de donde retiró un gran cartón que después colocó debajo de la tapa de una máquina que tenía unas lucecitas de colores. Presionó un botón, se oyó el ruido de un mecanismo, se encendieron otras luces y luego salió una hoja de papel más pequeña por una abertura lateral. El escribiente volvió a guardar el cartón en el armario y por fin regresó al mostrador, Es mejor que se lleve un mapa, ya hemos tenido casos de personas que se pierden, después es una enorme complicación encontrarlas, los guías tienen que andar buscándolas con los coches y por esa causa se entorpece el servicio, se juntan los funerales ahí fuera a la espera, Las personas entran en pánico fácilmente, bastaría que siguiesen siempre en línea recta en una misma dirección, a alguna parte llegarían, en el archivo de los muertos de la Conservaduría General sí que es difícil, no hay líneas rectas, En teoría tiene razón, pero las líneas rectas de aquí son como las de los laberintos de corredores, están constantemente interrumpiéndose, cambiando de sentido, se da la vuelta a una sepultura y de pronto dejamos de saber dónde estamos, En la Conservaduría solemos usar el hilo de Ariadna, nunca falla, Hubo también una época en que nosotros lo utilizamos, pero duró poco tiempo, el hilo apareció cortado en varias ocasiones y nunca se llegó a saber quién había sido el autor de la tropelía ni la razón que tuvo para cometerla, Los muertos no fueron, seguro, Quién sabe, Esas personas que se perdieron eran gente sin iniciativa, podrían haberse guiado por el sol, Alguna lo habrá hecho, lo malo es que ese día el cielo estuviera cubierto, En la Conservaduría no tenemos de aquellas máquinas, Pues le digo que dan mucho apaño al servicio. La conversación no podía proseguir por más tiempo, el oficial ya había mirado dos veces, y la segunda con el ceño fruncido, fue don José quien lo observó en voz baja, Su oficial ya nos ha echado dos miradas, no quiero que tenga problemas por mi causa, Le indico sólo el lugar donde la mujer está enterrada, repare en el extremo de este ramal, la línea ondulada que se ve aquí es un riachuelo que todavía va sirviendo de frontera, la sepultura se encuentra en este recodo, la identificará por el número, Y por el nombre, Sí, si, ya lo tiene, pero son los números lo que cuentan, los nombres no cabrían en el mapa, sería necesario uno del mismo tamaño del mundo, Escala uno por uno, Sí, escala uno por uno, e incluso así habría superposiciones, Está actualizado, Lo actualizamos todos los días, Y ya puestos, dígame qué le induce a imaginar que pretendo ver la sepultura de esta mujer, Nada, tal vez porque yo habría hecho lo mismo si estuviera en su lugar, Por qué, para tener la certeza, de que está muerta, No, la certeza de que estuvo viva. El oficial miró por tercera vez, hizo el movimiento de quien se va a levantar, pero no llegó a terminarlo, don José se despidió precipitadamente del escribiente, Gracias, gracias, dijo, a la vez que inclinaba ligeramente la cabeza en dirección al curador, entidad a quien las reverencias debían ir siempre encomendadas, como cuando se da gracias al cielo, aunque esté cubierto, con la importante diferencia de que en aquel caso la cabeza no se baja, se levanta.
La parte más antigua del Cementerio General, la que se ensanchaba unas cuantas decenas de metros por la parte trasera del edificio administrativo, era la que los arqueólogos preferían para sus investigaciones. Las vetustas piedras, algunas tan gastadas por el tiempo que sólo se conseguía distinguir en ellas unas rayas medio desvanecidas que tanto podrían ser restos de letras como el resultado de desvíos de un escoplo torpe, continuaban siendo objeto de intensos debates y polémicas en las que, perdida definitivamente, en la mayor parte de los casos, la esperanza de saber quién había sido puesto bajo ellas, apenas se discutía, como una cuestión vital, la datación probable de los túmulos. Diferencias tan insignificantes como unos míseros cien años para atrás o para delante eran motivo de larguísimas controversias, tanto públicas como académicas, de las que resultaban, casi siempre, no sólo violentas rupturas de relaciones personales, sino algunas mortales enemistades. Las cosas, si es posible, iban a peor cuando los historiadores y los críticos de arte aparecían metiendo la cuchara en el asunto, pues si era relativamente fácil, todavía, poner de acuerdo al cuerpo de arqueólogos sobre un concepto amplio de antigüedad aceptable para todos, dejando las fechas para después, ya la cuestión de lo bello y de lo verdadero situaba a los hombres y a las mujeres de la estética y de la historia tirando cada uno para su lado, no siendo nada raro ver a un crítico mudar súbitamente de opinión sólo porque la mudanza de opinión de otro crítico hiciera coincidir las dos. A lo largo de los siglos, la inefable paz del Cementerio General, con sus alas de vegetación espontánea, sus flores, sus trepadoras, sus densos macizos, sus festones y guirnaldas, sus ortigas y sus cardos, los poderosos árboles cuyas raíces muchas veces desenterraban las piedras tumulares y hacían subir hasta la luz del sol unos sorprendidos huesos, había sido objetivo y testigo de feroces guerras de palabras y de uno u otro paso a vías expeditivas. Siempre que incidentes de esta naturaleza sucedían, el curador comenzaba ordenando a los guías disponibles que acudiesen a separar a los ilustrados díscolos, dándose el caso, cuando alguna situación de imperiosa necesidad lo exigió, de presentarse en persona y figura para recordar irónicamente a los peleadores que no valía la pena despeinarse por tan poco en vida, puesto que, tarde o temprano, allí se reunirían todos calvos.
Del mismo modo que el jefe de la Conservaduría del Registro Civil, el curador del Cementerio General cultiva con brillantez el sarcasmo, quedando así confirmada la presunción de que este trazo de carácter sea considerado indispensable para acceder a sus altas y respectivas funciones, a la par, obviamente, de los competentes conocimientos prácticos y teóricos de técnica archivística. En alguna cosa, no obstante, historiadores, críticos de arte y arqueólogos reconocen estar en consonancia, el hecho evidente de que el Cementerio General es un catálogo perfecto, un muestrario, un resumen de todos los estilos, sobre todo de arquitectura, escultura y decoración, y por tanto un inventario de todos los modos de ver, estar y habitar existentes hasta hoy, desde el primer dibujo elemental de un perfil de cuerpo humano, después abierto y excavado con el pico en la piedra viva, hasta el acero cromado, los paneles reflectores, las fibras sintéticas y las vidrieras de espejo usadas de forma disparatada en la actualidad de la que se ha venido hablando.
Los primeros monumentos funerarios estaban constituidos por dólmenes, cistas y estelas, después aparecían, como una gran página extendida, en relieve, los nichos, las aras, los tabernáculos, las duernas de granito, las vasijas de mármol, las lápidas lisas y labradas, las columnas dóricas, jónicas, corintias y compósitas, las cariátides, los frisos, los acantos, los entablamentos y los frontones, las bóvedas falsas, las bóvedas verdaderas, y también los paños de muro montados con tejas sobrepuestas, las fundaciones de murallas ciclópeas, los tragaluces, los rosetones, las gárgolas, los ventanales, los tímpanos, los pináculos, los enlosados, los arbotantes, los pilares, las pilastras, las estatuas yacentes representando hombres de yelmo, espada y armadura; los capiteles con historias y sin historias, las granadas, los lirios, las perpetuas, los campanarios, las cúpulas, las estatuas yacentes representando mujeres de tetas apretadas, las pinturas, los arcos, los fieles perros recostados, los niños enfajados, las portadoras de ofrendas, las plañideras con la cabeza cubierta por un manto, las agujas, las nervaduras, los vitrales, las tribunas, los púlpitos, los balcones, otros tímpanos, otros capiteles, otros arcos, unos ángeles de alas abiertas, unos ángeles de alas caídas, medallones, urnas vacías, o fingiendo llamas de piedra, o dejando salir lánguidamente un crespón, melancolías, lágrimas, hombres majestuosos, mujeres magníficas, niños amorosos cercenados en la flor de la edad, ancianos y ancianas que ya no podían esperar más, cruces enteras y cruces partidas, escaleras, clavos, coronas de espinas, lanzas, triángulos enigmáticos, alguna insólita paloma marmórea, bandas de palomas auténticas volando en círculo sobre el camposanto.
Y silencio. Un silencio sólo interrumpido de cuando en cuando por los pasos de algún ocasional y ansioso amante de la soledad, a quien una repentina tristeza le llega desde las rumorosas cercanías, donde aún se oyen llantos a la vera del túmulo y en él se depositan ramos de flores frescas, todavía húmedas por la savia, atravesando, por decirlo así, el propio corazón del tiempo, estos tres mil años de sepulturas de todas las formas, espíritus y condiciones, unidas por el mismo abandono, por la misma soledad, pues los dolores que de ellas nacieron un día ya son demasiado antiguos para tener herederos. Orientándose por el mapa, sin embargo lamentando algunas veces la falta de una brújula, don José camina en dirección al sector de los suicidas, donde está enterrada la mujer de la ficha, pero su paso es ahora menos rápido, menos decidido, de vez en cuando se detiene contemplando un pormenor escultórico manchado por los líquenes o por el escurrir de la lluvia, unas plañideras calladas en el intervalo de dos gritos, unas declaraciones solemnes, unas plegarias hieráticas, o deletrea con dificultad una inscripción cuya grafía, de paso, lo atrae, se comprende que ya desde la primera línea lleve tanto tiempo descifrándola, es que este funcionario a pesar de haber tenido que examinar algunas veces, allá en la Conservaduría, pergaminos más o menos coetáneos de esos tiempos, no es versado en escrituras antiguas, por eso nunca consiguió pasar de escribiente. En lo alto de un cerro suave, a la sombra de un obelisco que fue antes marco geodésico, don José se pone a mirar alrededor, hasta donde la vista le alcanza y no encuentra más que túmulos subiendo y bajando los accidentes del terreno, ladeando alguna vertiente abrupta, explayándose en las planices, Son millones, murmuró, entonces piensa en la enorme cantidad de espacio que se habría ahorrado si los muertos hubiesen sido enterrados de pie, hombro con hombro, en formación cerrada, como un ejército en posición de firmes, teniendo cada uno, como única señal de su presencia allí, un cubo de piedra colocado en la vertical de la cabeza, en el que se relatarían, en las cinco caras visibles, los hechos principales de la vida del fallecido, cinco cuadrados de piedra como cinco páginas, resumen del libro entero que había sido imposible escribir. Casi tocando el horizonte, más allá, más allá, más allá, don José ve unas luces que se van moviendo despacio, como relámpagos amarillos encendiéndose y apagándose a intervalos constantes, son los coches de los guías llamando a la gente que viene detrás, Sígame, Sígame, uno de ellos para de repente, la luz desaparece, quiere decir que ya llegó a su destino. Don José miró la altura del sol, después el reloj, se está haciendo tarde, tendrá que caminar a paso rápido si quiere llegar a la mujer de la ficha antes del crepúsculo. Consultó el mapa, deslizó por él el dedo indicador para reconstruir, aproximadamente, el camino que había recorrido desde el edificio de la administración hasta el sitio en que ahora se encuentra, lo comparó con lo que todavía le faltaba por andar, y estuvo a punto de perder el coraje. En línea recta, según la escala, serán unos cinco kilómetros, pero la línea recta continua, en el Cementerio General, como ya quedó dicho, no es cosa que dure mucho, estos cinco kilómetros a vuelo de pájaro será necesario añadirles dos más, o incluso tres, viajando por la superficie. Don José echó cuentas del tiempo y del vigor que aún le restaba en las piernas, oyó la voz de la prudencia diciéndole que dejase para otro día, con más calma, la visita a la sepultura de la mujer desconocida, toda vez que sabiendo dónde está, cualquier taxi o autobús de línea, podrían llevarlo, rodeando por fuera el Cementerio, hasta las proximidades del lugar, como hacen las familias cuando tienen que ir a llorar a sus seres queridos y a ponerles flores nuevas en los jarrones o a renovarles el agua, sobre todo en el verano. Estaba don José dirimiendo esta perplejidad cuando le vino el recuerdo de su aventura en el colegio, aquella tenebrosa noche de lluvia, aquel empinado flanco de montaña en que se había transformado la cubierta del alpende, y después la búsqueda ansiosa en el interior del edificio, chorreando de los pies a la cabeza, con las rodillas desolladas rozándole dolorosamente en los pantalones y cómo, por obra de tenacidad e inteligencia, consiguiera vencer sus propios miedos y sobreponerse a las mil dificultades que le trabaran el paso, hasta descubrir y finalmente penetrar en la buhardilla misteriosa, enfrentando una oscuridad aún más aterradora que la del archivo de los muertos. Quien a tanto fue capaz de atreverse no tiene ahora derecho a desanimarse ante el esfuerzo de una caminata, por más larga que sea, sobre todo si la está haciendo bajo la luz franca del claro sol, que, como sabemos, es amigo de los héroes. Si las sombras del crepúsculo lo alcanzaran antes de llegar a la sepultura de la mujer desconocida, si la noche viniera cortándole los caminos, diseminando en ellos sus invisibles asombros e impidiéndole seguir adelante, podría esperar el nacimiento del nuevo día tumbado en una de estas piedras musgosas, con un ángel de piedra triste velándole el sueño. O bajo la protección de unos arbotantes como aquéllos de allí, pensó don José, pero después se acordó de que un poco más adelante ya no encontraría arbotantes. Gracias a las generaciones que están por venir y al consiguiente desarrollo de la construcción civil, pronto comenzarán a inventarse maneras menos dispendiosas de sostener una pared en pie, de hecho en un cementerio es donde los resultados del progreso se encuentran más a la vista de los estudiosos o simples curiosos, hay incluso quien afirma que un cementerio así es como una especie de biblioteca donde el lugar de los libros se encontrase ocupado por personas enterradas, en verdad es indiferente, tanto se puede aprender con ellas como con ellos. Don José miró para atrás, desde donde estaba sólo conseguía alcanzar con la vista, por encima de las obras altas de los monumentos fúnebres, el dibujo distante del tejado del edificio administrativo, No imaginaba que hubiese llegado tan lejos, murmuró, y habiendo hecho esta observación, como si, para tomar una decisión sólo esperase oír el sonido de su propia voz, puso otra vez los pies en el camino.