Authors: José Saramago
La mujer abrió mucho los ojos, levantó las manos del regazo y se las llevó a la boca, Qué, Su ahijada, digo que su ahijada falleció, Cómo lo sabe, preguntó la mujer sin reflexionar, Para eso está la Conservaduría, dijo don José, y encogió levemente los hombros como añadiendo, La culpa no es mía, Cuándo murió, Traigo aquí la ficha, si quiere verla. La mujer extendió la mano, se aproximó el cartón a los ojos, después lo apartó mientras murmuraba, Mis gafas, pero no las buscó, sabía que no le iban a servir de nada, incluso queriendo no sería capaz de leer lo que allí estaba escrito, las lágrimas convertían las palabras en un borrón. Don José dijo, Lo siento mucho. La mujer salió de la sala, se demoró unos breves instantes, cuando regresó venía enjugándose los ojos con un pañuelo. Se sentó, se sirvió té de nuevo, después preguntó, Vino sólo para informarme del fallecimiento de mi ahijada, Sí, Fue una gran atención de su parte, Pensé, simplemente, que era mi obligación, Por qué, Porque me sentía en deuda con usted, Por qué, Por la manera simpática de recibirme y atenderme, por ayudarme, por responder a mis preguntas, Ahora que el trabajo que le encargaron llegó al final por la fuerza de las cosas, ya no tendrá que cansarse más buscando a mi pobre ahijada, De hecho, no, A lo mejor ya le han dado la orden en la Conservaduría General para comenzar la búsqueda de otra persona, No, no, casos como éste son raros, Es lo que tiene de bueno la muerte, con ella se acaba todo, No siempre es así, en seguida comienzan las guerras entre los herederos, la ferocidad de las particiones, el impuesto de sucesión que es necesario pagar, Me refería a la persona que muere, En cuánto a ésa, sí, tiene razón, se acaba todo, Es curioso, nunca llegó a explicarme por qué motivo la Conservaduría General quería localizar a mi ahijada, las razones de un interés tan grande, Como acaba de decir la muerte resuelve todos los problemas, Entonces había un problema, Sí, Cuál, No vale la pena hablar de eso, el asunto ha dejado de tener importancia, Qué asunto, Le pido que no insista, es confidencial, cortó don José desesperado. La mujer posó secamente la taza en el plato y dijo, mirando de frente al visitante, Hemos estado aquí, usted y yo, el otro día y hoy, y uno desde el principio siempre diciendo la verdad, otro desde el principio siempre mintiendo, No mentí, ni estoy mintiendo, Reconozca que en todo momento le he hablado claro, franca y abiertamente, que nunca se le pudo pasar por la cabeza que hubiese una sola mentira en mis palabras, Lo reconozco, lo reconozco, Entonces, si hay en esta sala un mentiroso, y estoy segura de que lo hay, no seré yo, No soy mentiroso, Creo que no lo es por naturaleza, pero venía mintiendo cuando entró aquí por primera vez y desde entonces ha mentido siempre, Usted no puede comprenderlo, Comprendo lo suficiente para no creer que la Conservaduría lo haya mandado alguna vez a buscar a mi ahijada, Está equivocada, le aseguro que me mandó, Entonces, si no tiene nada más que decirme, si su última palabra es ésa, salga de mi casa ahora mismo, ya, ya, las dos últimas palabras fueron casi gritadas, y la mujer, después de decirlas, comenzó a llorar. Don José se levantó, dio un paso hacia la puerta, después volvió a sentarse, Perdóneme, dijo, no llore, voy a contarle todo.
Cuando acabé de hablar, me preguntó, Y ahora qué piensa hacer, Nada, dije yo, Piensa volver a sus colecciones de personas famosas, No lo sé, quizá, en alguna cosa tendré que ocupar mi tiempo, me callé un poco pensando y respondí, No, no creo, Por qué, Fijándose bien, la vida de esta gente es siempre igual, nunca varía, aparecen, hablan, se exhiben, le sonríen a los fotógrafos, están constantemente llegando o partiendo, Como cualquiera de nosotros, Yo no, Usted y yo, y todos, también nos exhibimos por ahí, también hablamos, también salimos de casa y regresamos, a veces hasta sonreímos, la diferencia es que nadie nos hace caso, No podríamos ser todos famosos, Para alegría suya, imagine su colección del tamaño de la Conservaduría General, tendría que ser mucho mayor, a la Conservaduría sólo le interesa saber cuándo nacemos, cuándo morimos y poco más, Si nos casamos, nos divorciamos, si enviudamos, si nos volvemos a casar, a la Conservaduría le es indiferente si en medio de todo eso somos felices e infelices, La felicidad o la infelicidad son como las personas famosas, tanto vienen como van, lo peor de la Conservaduría es que no quiere saber quiénes somos, para ella no pasamos de un papel con unos cuantos nombres y unas cuantas fechas, Como la ficha de mi ahijada, O como la suya, o la mía, Qué hubiera hecho de haberla encontrado, No sé, tal vez le hablase, tal vez no, nunca lo he pensado, Y pensó que, en ese momento, cuando al fin la tuviera enfrente, sabría tanto de ella como el día en que decidió buscarla, o sea, nada, que si pretendiese saber quién era ella realmente tendría que comenzar a buscarla otra vez, y que a partir de ahí podría ser mucho más difícil si, al contrario de las personas famosas, que les gusta exhibirse, ella no quisiera ser encontrada, Así es, Pero, estando muerta, podrá seguir buscándola, a ella no le importará ya, No la entiendo, Hasta ahora, a pesar de tantos esfuerzos, sólo ha conseguido averiguar que asistió a un colegio, por cierto, el mismo que yo le indiqué, Tengo fotografías, Las fotografías también son papeles, Podemos dividirlas, Y creeríamos que la estábamos dividiendo a ella, una parte para usted, una parte para mí, No se puede hacer nada más, esto fue lo que le dije en ese momento, creyendo que cerraba el asunto, pero ella me preguntó, Por qué no habla con los padres, con el antiguo marido, Para qué, Para saber alguna cosa más sobre ella, cómo vivía, qué hacía, El marido no querría esa conversación, las aguas pasadas no mueven molinos, Pero los padres, ciertamente, sí, los padres nunca se niegan a hablar de los hijos, incluso estando muertos, es lo que he observado, Si no fui antes, tampoco iré ahora, antes al menos podría decirles que iba enviado por la Conservaduría General, De qué murió mi ahijada, No lo sé, Cómo es posible, el motivo del fallecimiento tiene que estar registrado en su Conservaduría, En las fichas sólo apuntamos la fecha del óbito, no la causa, Pero existe con seguridad una declaración, los médicos están obligados por ley a certificar la defunción, no se limitan a escribir Está muerta cuando ella murió, En los papeles que encontré en los archivos de los muertos no constaba el certificado de defunción, Por qué, No sé, debió de caerse por el camino cuando archivaron el expediente, o se me cayó a mí, está perdido, sería lo mismo que buscar una aguja en un pajar, usted no se puede imaginar lo que es aquello, Por lo que me ha contado, lo imagino, No se lo puede imaginar, es imposible, sólo estando allí, Siendo así, tiene una buena razón para hablar con los padres, dígales que el certificado de defunción se extravió lamentablemente en la Conservaduría, que tiene que reconstituir el expediente si no el jefe lo penaliza, muéstrese humilde y preocupado, pregunte quién fue el médico que la atendió, donde murió, de qué enfermedad, si fue en casa o en el hospital, pregunte todo, aún tendrá consigo la credencial, supongo, Sí, pero es falsa, no se olvide, A mí me engañó, igual les engañará a ellos, si no hay vidas sin mentiras, también algún engaño podrá haber en esta muerte, Si usted fuera funcionaria de la Conservaduría General sabría que no es posible engañar a la muerte. Ella debió de creer que no merecía la pena responderme, y en eso tenía razón porque lo que yo dije no iba más allá de una frase efectista, hueca, de esas que parecen profundas y no tiene nada dentro. Estuvimos en silencio unos dos minutos, ella me miraba con cara reprensora, como si le hubiese hecho una promesa solemne y en el último momento le fallara. No sabía dónde meterme, mi voluntad era dar las buenas noches e irme de allí, pero hubiera sido una grosería estúpida, una indelicadeza que la pobre señora no merecía, son actitudes que realmente no forman parte de mi manera de ser, fui criado así, es verdad que no me acuerdo de haber tomado el té cuando era pequeño, pero el resultado acaba siendo el mismo. Cuando pensaba que lo mejor sería aceptar la idea, comenzar una nueva búsqueda en sentido contrario al de la primera, o sea, desde la muerte hacia la vida, ella dijo, No haga caso, son disparates de mi cabeza, cuando llegamos a viejos y nos damos cuenta de que el tiempo se acaba, nos ponemos a imaginar que tenemos en la mano el remedio para todos los males del mundo y nos desesperamos porque no nos prestan atención, Nunca he tenido esas ideas, Ya le tocará la vez, todavía es muy joven, Joven yo, estoy en los cincuenta y dos, Está en la flor de la edad, No juegue conmigo, Sólo a partir de los setenta llegará a sabio, pero entonces de nada le servirá, ni a usted ni a nadie. Como todavía me falta mucho para llegar a esa edad no supe si tenía que estar de acuerdo o no, por eso creí mejor callarme. Ahora ya podía despedirme, dije, No la molesto más, le agradezco su paciencia y su gentileza, y le pido que me disculpe, la causa de todo esto ha sido aquella locura que tuve, un absurdo como nunca se ha visto, usted estaba tranquila en su casa y vine aquí con artimañas, con historias engañosas, se me suben los colores de vergüenza al acordarme de ciertas preguntas que le hice, Al contrario de lo que acaba de decir, yo no estaba tranquila, estaba sola, contarle algunas de las cosas tristes de mi vida ha sido como quitarme un peso de encima, Menos mal que piensa así, Así pienso, y no quería que se fuese sin hacerle una petición, Dígame, haré todo lo que esté en mi mano para satisfacerla, No hay otra persona que lo pueda hacer mejor, lo que tengo que pedirle es simple, que me visite alguna que otra vez, cuando se acuerde y le apetezca, aunque no sea para hablar de mi ahijada, Vendré a visitarla con mucho gusto, Habrá siempre una taza de café o de té esperándolo, Ésa sería ya una buena razón para venir, pero no faltan otras, Muchas gracias, y mire, le vuelvo a decir que no haga caso de aquella idea mía, a fin de cuentas es tan loca como era la suya, Voy a pensarlo. Le besé la mano como la primera vez, pero entonces ocurrió algo que no esperaba, ella mantuvo mi mano agarrada y se la llevó a los labios. Jamás en mi vida una mujer me había hecho esto, lo sentí como un choque en el alma, un estremecimiento del corazón y aún ahora, de madrugada, tantas horas pasadas mientras escribo en el cuaderno los acontecimientos de este día, miro mi mano derecha y la encuentro diferente, aunque no sea capaz de decir en qué consiste la diferencia, debe de ser cosa de dentro, no de fuera. Don José paró de escribir, posó el lápiz, guardó cuidadosamente en el cuaderno las fichas escolares de la mujer desconocida que, finalmente, sí se habían quedado encima de la mesa, y los metió entre el colchón y el somier, hasta el fondo. Después calentó el guiso que sobrara del almuerzo y se sentó a cenar. El silencio era casi absoluto, apenas se notaba el ruido de los pocos coches que aún circulaban en la ciudad. Lo que se oía mejor era un sonido sofocado, que subía y bajaba como un fuelle distante, pero a ése estaba habituado don José, era la Conservaduría respirando. Don José se metió en la cama pero no tenía sueño. Recordaba los sucesos del día, la irritante sorpresa de ver al jefe entrar en la Conservaduría a la hora inhabitual, la agitada conversación con la señora del entresuelo derecha, de la que había dejado constancia en el cuaderno de notas, fiel en el sentido, no tanto en la forma, lo que se comprende y disculpa ya que la memoria, que es susceptible y no le gusta ser pillada en falta, tiende a rellenar los olvidos con creaciones de realidad propias, obviamente espurias, pero más o menos contiguas a los hechos de cuyo acontecer sólo le quedaba un recuerdo vago, como lo que resta del paso de una sombra. Le parecía a don José que todavía no había llegado a una conclusión lógica de lo que ocurriera, que aún debería tomar una decisión o de lo contrario las últimas palabras que le dijo a la señora del entresuelo, Lo voy a pensar, no serían más que una promesa vana, de aquellas que siempre aparecen en las conversaciones y que nadie espera ver cumplidas. Se desesperaba don José por entrar en el sueño cuando repentinamente le surgió, a saber de qué profundidades, como la punta de un nuevo hilo de Ariadna, la ansiada resolución, El sábado voy al cementerio, dijo en voz alta. La excitación le hizo sentarse bruscamente en la cama, pero la voz tranquila del sentido común acudió aconsejándole, Puesto que decidiste lo que vas a hacer, tiéndete y duerme, no seas niño, no querrás, a estas horas de la noche, ir al cementerio y saltar el muro, es una manera de hablar, claro. Obediente, don José se deslizó entre las sábanas, se tapó hasta la nariz, pero todavía se quedó un minuto con los ojos abiertos pensando, No voy a poder dormir. En el segundo minuto ya dormía.
Se despertó tarde, casi a la hora de abrir la Conservaduría, ni siquiera tuvo tiempo de afeitarse, se vistió atropelladamente y salió de casa en desatinada carrera, impropia de su edad y de su condición. Todos los funcionarios, desde los ocho escribientes hasta los dos subdirectores estaban sentados con los ojos fijos en el reloj de la pared, esperando que el puntero de los minutos se sobrepusiese exactamente al número doce. Don José se dirigió al oficial de su sección, al que debía dar las primeras satisfacciones, y pidió disculpas por el retraso, He dormido mal, se justificó aunque sabía, por experiencia de muchos años, que una explicación como ésta no serviría de nada, Siéntese, fue la respuesta seca que oyó. Cuando, en seguida, el último desliz de la manecilla de los minutos transitó del tiempo de espera al tiempo de trabajo, don José, aturrullado por los cordones de los zapatos, que se olvidara de anudar, aún no había alcanzado su mesa, circunstancia fríamente observada por el oficial que anotó el hecho insólito en la agenda del día. Pasó más de una hora antes de que el conservador llegase. Entró con una expresión concentrada, casi sombría, que hizo que el ánimo de los funcionarios recelase, a primera vista se diría que también él había dormido mal, pero lo cierto es que venía arreglado según su costumbre, afeitado a conciencia, sin una arruga en el traje, ni un pelo fuera de su lugar. Paró un instante junto a la mesa de don José y lo miró con severidad, sin una palabra. Abrumado, don José inició un gesto que parece instintivo en los hombres, el de llevarse la mano a la cara y frotar la barba para ver si está crecida, pero el gesto se interrumpió a mitad de camino, como si de esta manera pudiese disimular lo que para todo el mundo era evidente, el imperdonable desaliño de su figura. La reprimenda, pensaron todos, está al caer. El conservador se dirigió a su mesa, se sentó y llamó a los dos subdirectores. La idea general fue que el asunto se presentaba realmente feo para don José, de no ser así el jefe no habría convocado a sus inmediatos conjuntamente, querría oír sus opiniones sobre la pesada sanción que pretendía aplicar, La paciencia se le agotó, pensaron con alegría los escribientes, últimamente escandalizados por el tratamiento de inmerecido favor del que don José estaba siendo objeto por parte del jefe, ya era hora, sentenciaron in mente.