Todos los nombres (18 page)

Read Todos los nombres Online

Authors: José Saramago

Podría preguntarse para qué le servirá a don José una cuerda tan larga, de cien metros, si la extensión de la Conservaduría General, a pesar de las sucesivas ampliaciones, todavía no pasa de los ochenta. Es una duda propia de quien imagina que todo en la vida se puede hacer siguiendo cuidadosamente una línea recta, que es siempre posible ir de un lugar a otro por el camino más corto, tal vez algunas personas, en el mundo exterior, juzguen haberlo conseguido, pero aquí, donde los vivos y los muertos comparten el mismo espacio, a veces hay que dar muchas vueltas para encontrar a uno de éstos, hay que rodear montañas de legajos, columnas de procesos, pilas de fichas, macizos de restos antiguos, avanzar por desfiladeros tenebrosos, entre paredes de papel sucio que se tocan allá en lo alto, son metros y metros de cordel los que tendrán que ser extendidos, dejados atrás, como un rastro sinuoso y sutil trazado en el polvo, no hay otra manera de saber por dónde queda que pasar, no hay otra manera de encontrar el camino de regreso. Don José anudó una punta de la cuerda a una pata de la mesa del jefe, no lo hizo por falta de respeto, sino para ganar unos cuantos metros, se ató la otra punta al tobillo y, soltando tras de sí, en el suelo, el rollo que a cada paso se va desliando, avanzó por uno de los corredores centrales del archivo de los vivos. Su plan es comenzar la búsqueda por el espacio del fondo, allí donde deberán estar el expediente y la ficha de la mujer desconocida, aunque, por las razones ya expuestas, sea poco probable que el depósito haya sido efectuado de forma correcta. Como funcionario de otro tiempo, educado según los métodos y las disciplinas de antaño, al carácter estricto de don José le repugnaría pactar con la irresponsabilidad de las nuevas generaciones, comenzando la busca en el lugar donde sólo por una deliberada y escandalosa infracción de las reglas archivísticas básicas un muerto podría haber sido depuesto. Sabe que la mayor dificultad con la que tendrá que luchar es la falta de luz. Quitando la mesa del jefe, sobre la cual continúa brillando tenuemente la lámpara de siempre, la Conservaduría está, toda ella, a oscuras, sumergida en densas tinieblas. Encender otras lámparas a lo largo del edificio, incluso siendo desmayadas como son, sería demasiado arriesgado, un policía cuidadoso al hacer la ronda del barrio, o un buen ciudadano, de esos que se preocupan por la seguridad de la comunidad, podrían advertir a través de las altas ventanas la difusa claridad y darían la alarma inmediatamente. Don José no tendrá por tanto más luz que le valga que el débil círculo luminoso que, al ritmo de los pasos, pero también por el temblor de la mano que sostiene la linterna, oscila ante él.

Es que hay una gran diferencia entre venir al archivo de los muertos durante horas normales de trabajo, con la presencia, detrás, de los colegas que, a pesar de poco solidarios, como se ha visto, siempre acudirían en caso de peligro real o de irresistible crisis nerviosa, sobre todo mandándolo el jefe, Vaya a ver lo que le pasa a aquél, y aventurarse solo, en medio de una gran noche, por estas catacumbas de la humanidad, cercado de nombres, oyendo el susurrar de los papeles, o un murmullo de voces, quién los podrá distinguir.

Don José alcanzó el final de los estantes de los vivos, busca ahora un paso para alcanzar el fondo de la Conservaduría General, en principio, y según como fue proyectada la ocupación del espacio, éste tendría que desarrollarse a lo largo de la bisectriz longitudinal de la planta, aquella que imaginariamente divide el trazado rectangular del edificio en dos partes iguales, pero los desmoronamientos de expedientes, que siempre están sucediendo por más que se empujen las masas de papeles, convertían algo que estaba destinado a ser acceso directo y rápido en una red compleja de caminos y veredas, donde a cada momento surgen los obstáculos y los callejones sin salida. Durante el día, y con todas las luces encendidas, aún es relativamente fácil que el investigador se mantenga en la dirección correcta, basta ir atento, vigilante, tener el cuidado de seguir por los senderos donde se vea menos polvo, que ésa es la señal de que por allí se pasa con frecuencia, hasta hoy, a pesar de algunos sustos y de algunas preocupantes demoras, no se ha dado ni un solo caso de que un funcionario no haya regresado de la expedición. Pero la luz de la linterna de bolsillo no merece confianza, parece que va creando sombras por su propia cuenta, don José, ya que no osa servirse de la linterna del conservador, debía haberse comprado una de esas modernas, potentísimas, que son capaces de iluminar hasta el fin del mundo. Es cierto que el miedo de perderse no lo amilana demasiado, hasta cierto punto la tensión constante de la cuerda atada al tobillo lo tranquiliza, pero, si se pone a dar vueltas por aquí, a andar en círculos, a envolverse en el capullo, acabará por no poder dar un paso más, tendrá que volver para atrás, comenzar de nuevo. Y ya algunas veces lo tuvo que hacer por otro motivo, cuando la cuerda, demasiado fina, se introdujo entre las montañas de papeles y se quedó atascada en las esquinas, y ahí ni para atrás ni para adelante. Por todos estos problemas y enredos, se comprende que el avance tenga que ser lento, que de poco le sirva a don José el conocimiento que tiene de la topografía de los sitios, tanto más que ahora mismo se desmorona una enorme rima de expedientes que obstruían hasta la altura de un hombre lo que tenía todo el aspecto de ser el camino seguro, levantando una densa nube de polvo, en medio de la cual revolotean espantadas las polillas, casi transparentes por el foco de la linterna. Don José detesta estos bichos, que a primera vista se diría que han sido puestos en el mundo de adorno, de la misma manera que detesta los lepismas que también proliferan por aquí, son ellos, todos, los voraces culpables de tantas memorias destruidas, de tanto hijo sin padres, de tanta herencia caída en las ávidas manos del estado debido a falta de habilitación legal, por más que se jure que el documento comprobatorio fue comido, manchado, roído, devorado por la fauna que infesta la Conservaduría General, y que por una simple cuestión de humanidad eso debería ser tenido en cuenta, desgraciadamente no hay quien convenza al procurador de las viudas y de los huérfanos, que debería estar a favor de ellas y de ellos, pero que no está, O el papel aparece o no hay herencia. En cuanto a las ratas, no vale la pena hablar de su capacidad destructora. En todo caso, a pesar de los numerosos estragos que causan, también tienen estos roedores su lado positivo, si ellos no existiesen la Conservaduría General ya habría reventado por las costuras, o tendrían el doble de longitud. A un observador desprevenido podrá sorprender cómo aquí no se multiplican las colonias de ratones hasta la aniquilación total de los archivos, sobre todo considerando la imposibilidad más que patente de una desinfección cien por cien eficaz. La explicación, aunque haya quien alimente algunas dudas sobre su total pertinencia, estaría en la falta de agua o de una suficiente humedad ambiental, estaría en la dieta seca a que los bichos se encuentran sujetos por el medio en que escogieron vivir o donde la mala suerte los trajo, de lo que habría resultado una atrofia notoria de la musculatura genital con consecuencias muy negativas en el ejercicio de la cópula. Contrariando esta tentativa de explicación, hay quien insiste en afirmar que los músculos no tienen nada que ver con el asunto, lo que significa que la polémica continúa abierta.

Entre tanto, cubierto de polvo, con pesados harapos de telas de araña pegados al pelo y a los hombros, don José alcanzó por fin el espacio libre existente entre los últimos papeles archivados y la pared del fondo, separados todavía por unos tres metros y formando un corredor irregular, más estrecho cada día que pasa, que une las dos paredes laterales. La oscuridad, en este lugar, es absoluta. La débil claridad exterior que aún logra atravesar la capa de suciedad que cubre por dentro y por fuera los tragaluces laterales, en particular los últimos de cada lado, que son los más próximos, no consigue llegar hasta aquí debido a la acumulación vertical de los atados de documentos, que casi alcanza el techo. En cuanto a la pared del fondo, toda ella, es inexplicablemente ciega, es decir, no tiene siquiera un simple ojo de buey que ahora venga en ayuda de la escasa luz de la linterna. Nunca nadie pudo entender la tozudez de la corporación de arquitectos que, amparándose en una poco convicente justificación estética, se opuso a modificar el proyecto histórico y autorizar la apertura de ventanas en la pared cuando es necesario desplazarla, a pesar de que un lego en la materia sería capaz de percibir que simplemente se trata de satisfacer una necesidad funcional. Ellos deberían estar aquí ahora, refunfuñó don José, así sabrían lo que cuesta.

Las rimas de papeles dispuestas a un lado y a otro del paso central tienen alturas diferentes, la ficha y el expediente de la mujer desconocida podrán estar en cualquiera de ellas, en todo caso con mayores probabilidades de ser encontrados en una de las rimas más bajas, si la ley del mínimo esfuerzo fuera preferida por el escribiente encargado del depósito. Desgraciadamente no faltan en esta nuestra desorientada humanidad espíritus tan retorcidos que no sería de extrañar que al funcionario que archivó el expediente y la ficha de la mujer desconocida, si es que efectivamente los trajo aquí, se le ocurriese la idea maliciosa, sólo por gratuita ojeriza, de apoyar precisamente en la rima de papeles más alta la enorme escalera de mano usada en este servicio y colocarlos encima, en el tope de todo, así son las cosas de este mundo.

Con método, sin precipitaciones, hasta pareciendo recordar los gestos y los movimientos de la noche que pasó en la buhardilla del colegio, cuando la mujer desconocida probablemente aún estaba viva, don José comenzó la búsqueda. Había por aquí mucho menos polvo cubriendo los papeles, lo que es fácil de comprender si se tiene en cuenta que no pasa ni un solo día sin que sean traídos expedientes y fichas de personas fallecidas, lo que, en lenguaje imaginativo, pero de un mal gusto evidente, sería lo mismo que decir que en el fondo de la Conservaduría general del Registro Civil los muertos están siempre limpios. Sólo allá en lo alto, donde los papeles, como ya ha sido dicho, casi alcanzan el techo, el polvo cribado por el tiempo se va tranquilamente asentado sobre el polvo que el tiempo cribó, hasta el punto de que es necesario desempolvar, sacudir con fuerza las carpetas de los expedientes que se encuentran arriba, si queremos saber de quiénes se tratan. De no descubrir en los niveles inferiores lo que busca, don José tendrá que sacrificarse nuevamente a subir una escalera de mano, pero esta vez no necesitará estar encaramado más que un minuto, no tendrá tiempo de marearse, de un vistazo el foco de la linterna le mostrará si algún expediente ha sido colocado allí en los últimos días. Situándose el fallecimiento de la mujer desconocida, con alta probabilidad, en un lapso de tiempo asaz corto, correspondiente, día más, día menos, según cree don José, a uno de los periodos en que estuvo ausente del trabajo, primero la semana de la gripe, después las brevísimas vacaciones, la verificación de los documentos en cada una de las pilas puede ser efectuada con bastante rapidez, y aunque la muerte de la mujer hubiese ocurrido antes, inmediatamente después del día memorable en que la ficha fue a parar a las manos de don José, incluso así el tiempo transcurrido no es tanto que los documentos se encuentren ahora archivados debajo de un número excesivo de otros expedientes. Este reiterado examen de las situaciones que vienen surgiendo, estas continuas reflexiones, estas ponderaciones minuciosas sobre lo claro y lo oscuro, sobre lo directo y lo laberíntico, sobre lo limpio y lo sucio, pasan, todas ellas, tal cual se relata, en la cabeza de don José. El tiempo empleado en explicarlas o, hablando con más rigor, en reproducirlas, aparentemente exagerado, es la consecuencia inevitable, no sólo de la complejidad, tanto de fondo como de forma, de los factores mencionados, sino también de la naturaleza muy especial de los circuitos mentales de nuestro escribiente. Que va a pasar ahora por una dura prueba. Paso a paso, avanzando a lo largo del estrecho corredor formado, como se dijo, por las rimas de documentos y por la pared del fondo, don José se ha aproximado a una de las paredes laterales. En principio, abstractamente, a nadie se le ocurriría considerar estrecho un corredor como éste, con su confortable anchura de casi tres metros, pero si esta dimensión se piensa en relación con la largura del corredor, el cual, se repite una vez más, va de pared lateral a pared lateral, entonces tendremos que preguntarnos cómo es posible que don José, al que sabemos propenso a serias perturbaciones de índole psicológica, como es el caso de los vértigos y de los insomnios, no haya sufrido hasta ahora, en este cerrado y sofocante espacio, un violento ataque claustrofóbico. La explicación quizá se encuentre, precisamente, en el hecho de que la oscuridad no le deja percatarse de los límites de ese espacio, que tanto pueden estar aquí como allá, teniendo visible, frente a él, la familiar y tranquilizadora masa de papeles. Don José nunca estuvo aquí tanto tiempo, lo normal es llegar, colocar los documentos de una vida terminada y luego volver a la seguridad de la mesa de trabajo, y si es cierto que, en esta ocasión, desde que entró en el archivo de los muertos, no puede sustraerse a una impresión inquietante, como de una presencia que lo rodea, lo atribuye a ese difuso temor de lo oculto e ignoto a que tienen humanísimo derecho hasta las más valerosas de las personas. Miedo, lo que se llama miedo, don José no lo tuvo hasta el momento en que llegó al final del corredor y se encontró con la pared. Se agachó para examinar unos papeles caídos en el suelo, que bien podían ser los de la mujer desconocida, tirados a boleo por el funcionario indiferente, y, de pronto, antes incluso de tener tiempo para examinarlos, dejó de ser don José escribiente de la Conservaduría General del Registro Civil, dejó de tener cincuenta años, ahora es un pequeño José que comienza a ir a la escuela, es el niño que no quería dormirse porque todas las noches tenía una pesadilla, obsesivamente la misma, este canto de pared, este muro cerrado, esta prisión, y más allá, en el otro extremo del corredor, oculta por la tiniebla, nada más que una pequeña y simple piedra, una pequeña piedra que crecía lentamente, que él no podía ver ahora con sus ojos, pero que la memoria de los sueños soñados le decía que estaba allí, una piedra que engordaba y se movía como si estuviese viva, una piedra que rebosaba por los lados y por arriba, que subía por las paredes y que avanzaba hacia él arrastrándose, enrollada sobre sí misma, como si no fuese piedra sino barro, como si no fuese barro sino sangre espesa. El niño salía de la pesadilla gritando cuando la masa inmunda le tocaba los pies, cuando el garrote de la angustia estaba a punto de estrangularlo, pero don José, pobre de él, no puede despertar de un sueño que ya no es suyo. Encogido contra la pared como un perro asustado, apunta con la mano trémula el foco de la linterna hacia la otra punta del corredor, sin embargo la luz no va tan lejos, se queda a medio camino, más o menos donde se encuentra el paso al archivo de los vivos. Piensa que si diera una carrera rápida podría escapar de la piedra que avanza, pero el miedo le dice, Ten cuidado, cómo sabes tú que no está parada allí, esperándote, vas a caer en la boca del lobo. En el sueño, el avance de la piedra iba acompañado por una música extraña que parecía nacida del aire, pero aquí el silencio es absoluto, total, tan espeso que engulle la respiración de don José, de la misma manera que la tiniebla engulle la luz de la linterna. Que la engulló por completo ahora mismo. Fue como si la oscuridad, bruscamente, hubiese avanzado para pegarse como una ventosa en la cara de don José. La pesadilla del niño, sin embargo, había terminado.

Other books

Matter of Choice by R.M. Alexander
Shana's Guardian by Sue Lyndon
The Fields by Kevin Maher
The Curse of That Night by Rochak Bhatnagar
No Ordinary Romance by Smith, Stephanie Jean
Her Bucking Bronc by Beth Williamson
Uptown Girl by Olivia Goldsmith