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Authors: José Saramago

Todos los nombres (19 page)

Para él, entienda quien pueda el alma humana, el hecho de no ver las paredes de la cárcel, las próximas y las distantes, era lo mismo que si no estuvieran, era como si el espacio se hubiese ensanchado, libre, hasta el infinito, como si las piedras no fuesen más que el mineral inerte de que están hechas, como si el agua fuese simplemente la razón del barro, como si la sangre corriese sólo dentro de sus venas y no fuera de ellas. Ahora no es una pesadilla de la infancia lo que asusta a don José, lo que le paraliza de miedo es otra vez el pensamiento de que podrá quedarse muerto en este canto, como cuando, hace tanto tiempo, imaginó que se podría caer de otra escalera, muerto aquí sin papeles en medio de los papeles de los muertos, aplastado por la tiniebla, por la avalancha que no tardará en precipitarse desde lo alto, y que mañana lo descubrirían, Don José faltó al servicio, dónde estará, Ha de aparecer, y cuando un colega venga a trasladar otros expedientes y otras fichas, allí lo encontrará, expuesto a la luz de una linterna mejor que ésta que tan mal le sirvió cuando más necesitaba de ella.

Pasaron los minutos que tenían que pasar para que don José, poco a poco, comenzase a percibir dentro de sí una voz que decía, Hombre, hasta ahora, quitando el miedo, no te ha sucedido nada malo, estás ahí sentado, intacto, es cierto que la linterna se te ha apagado, pero tú para qué necesitas una linterna, tienes la cuerda atada al tobillo, presa por la otra punta a la pata de la mesa del jefe, estás seguro, igual que un nascituro ligado por el cordón umbilical al útero de la madre, no es que el jefe sea tu madre ni tu padre, pero en fin, las relaciones entre las personas, aquí, son complicadas, lo que debes pensar es que las pesadillas de la infancia nunca se realizan, mucho menos se realizan los sueños, aquello de la piedra era realmente horrible, pero es indudable que tiene una explicación científica, como cuando soñabas que volabas sobre los huertos, subiendo, bajando, flotando con los brazos abiertos, acuérdate, era una señal de que estabas creciendo, la piedra también tuvo su función, si hay que vivir la experiencia del terror entonces que sea pronto mejor que tarde, además de eso tienes la obligación de saber que estos muertos no son en serio, es una exageración macabra llamar a esto su archivo, si los papeles que tienes en la mano son los de la mujer desconocida, son papeles y no huesos, son papeles y no carne putrefacta, ése fue el prodigio obrado por tu Conservaduría General, transformar en meros papeles la vida y la muerte, es cierto que quisiste encontrar a esa mujer pero no llegaste a tiempo, ni siquiera eso fuiste capaz de conseguir, o quizá querías y no querías, dudabas entre el deseo y el temor como le suceda a tanta gente, bastaba con que hubieses ido a hacienda, no faltó quien te lo aconsejase, se acabó, lo mejor es dejarla estar, ya no hay más tiempo para ella y el fin del tuyo está por llegar.

Rozando la inestable pared por los expedientes, con mucho cuidado para que no se le venga encima, don José, lentamente, se levanta. La voz que le hiciera aquel discurso le decía ahora cosas como éstas, Hombre, no tengas miedo, la oscuridad en que estás metido aquí no es mayor que la que existe dentro de tu cuerpo, son dos oscuridades separadas por una piel, apuesto que nunca habías pensado en ello, transportas todo el tiempo de un lado para otro una oscuridad, y eso no te asusta, hace un instante poco faltó para que te pusieses a dar gritos sólo porque imaginaste unos peligros, sólo porque te acordaste de la pesadilla de cuando eras pequeño, querido amigo, tienes que aprender a vivir con la oscuridad de fuera como aprendiste a vivir con la oscuridad de dentro, ahora levántate de una vez, por favor, guarda la linterna en el bolsillo, que no te sirve de nada, guarda los papeles, ya que insistes en llevártelos, entre la chaqueta y la camisa, o entre la camisa y la piel que es más seguro, agarra la cuerda con firmeza, enróllala a medida que vayas avanzando para que no se te enrede en los pies, y ahora hala, no seas cobarde, que es lo peor de todo. Rozando levemente todavía la pared de pared con el hombro don José aventuró dos pasos tímidos.

Las tinieblas se abrieron como un agua negra, cerrándose tras él, otro paso, otro más, cinco metros de cuerda ya han sido levantados del suelo y enrollados, a don José le vendría bien poder disponer de una tercera mano que fuese palpando el aire por delante, pero el remedio simple, bastará que suba a la altura de la cara las dos manos que tiene, una que irá enrollando, otra que irá siendo enrollada, es el principio de la devanadora.

Don José casi está saliendo del corredor, unos pasos más y estará a salvo de un nuevo asalto de la piedra de la pesadilla, la cuerda ahora se resiste un poco pero es buena señal, significa que está presa, junto al suelo en la esquina del paso que lleva al archivo de los vivos. Durante todo el camino hasta llegar, extrañamente, como si alguien los estuviese lanzando desde arriba, fueron cayendo papeles y papeles sobre la cabeza de don José, despacio, uno, otro, como una despedida. Y cuando, por fin, llegó a la mesa del jefe, cuando, antes incluso de desatar la cuerda, se sacó de debajo de la camisa el expediente que recogiera del suelo, cuando lo abrió y vio que era el de la mujer desconocida, su conmoción fue tan fuerte que no le dejó oír el ruido de la puerta de la Conservaduría, como si alguien acabase de salir.

Que el tiempo psicológico no corresponde al tiempo matemático lo había aprendido don José de la misma manera que adquirió en su vida algunos otros conocimientos de diferente utilidad, en primer lugar, naturalmente, gracias a sus propias vivencias, que no es él persona, a pesar de que nunca haya pasado de escribiente, de andar por este mundo sólo viendo andar a los otros, sino también por el influjo formativo de unos cuantos libros y revistas de divulgación científica dignos de confianza, o de fe, según el sentimiento de la ocasión, e incluso, digámoslo, de una u otra ficción de género introspectivo popular, donde, con diferentes métodos y añadidos de imaginación, igualmente se abordaba el asunto. En ninguna de las ocasiones anteriores, sin embargo, había experimentado la impresión real, objetiva, tan física como una súbita contracción muscular, de la efectiva imposibilidad de medir ese tiempo que podríamos llamar del alma, como en el momento en que, ya en casa, mirando una vez más la ficha del fallecimiento de la mujer desconocida, quiso, vagamente, situarla en el tiempo transcurrido desde que iniciara la búsqueda. A la pregunta, Qué estaba usted haciendo ese día, podría dar él una respuesta prácticamente inmediata, le bastaría consultar el calendario, pensar sólo como don José, el funcionario de la Conservaduría que estuvo ausente del trabajo por enfermedad, Ese día me encontraba en cama, con gripe, no fui al trabajo, diría él, pero si a continuación le preguntasen, Relaciónelo ahora con su actividad de investigador y dígame cuándo fue eso, entonces ya tendrá que consultar el cuaderno de apuntes que guardaba bajo el colchón, Fue dos días después de mi asalto al colegio, respondería. De hecho, tomando como buena la fecha de óbito inscrita en la ficha que lleva su nombre, la mujer desconocida había muerto dos días después del deplorable episodio que transformó en delincuente al hasta ahí honesto don José, pero estas confirmaciones cruzadas, la del escribiente por la del investigador, y la del investigador por la del escribiente, en apariencia más que suficientes para hacer coincidir el tiempo psicológico de uno con el tiempo matemático del otro, no los aliviaban, a éste y a aquel, de una impresión de vertiginosa desorientación. Don José no se encuentra en los últimos peldaños de una escalera altísima, mirando hacia abajo y observando cómo éstos se van tornando cada vez más estrechos hasta reducirse a un punto al tocar el suelo, pero es como si su cuerpo, en lugar de reconocerse uno y entero en la sucesión de los instantes, se encontrase repartido a lo largo de la duración de estos últimos días, de la duración psicológica o subjetiva, no de la matemática o real, y con ella se contrajera y dilatara. Soy definitivamente absurdo, se reprendía don José, el día ya tenía veinticuatro horas cuando se decidió que las tuviera, la hora tiene y siempre tuvo sesenta minutos, los sesenta segundos del minuto vienen desde la eternidad, si un reloj comienza a retrasarse o a adelantarse no es por defecto del tiempo, sino de la máquina, por tanto yo debo tener la cuerda averiada. La idea lo hizo sonreír blandamente, No siendo el desajuste por lo que sé, en la máquina del tiempo real, sino en la mecánica psicológica que lo mide, lo que tendría que hacer es procurarme un psicólogo que me reparase la ruedecilla. Sonrió otra vez, después se puso serio, El caso tiene una fácil solución, es más, ha quedado solucionado por naturaleza, la mujer está muerta, no se puede hacer otra cosa, guardaré el expediente y la ficha si me quiero quedar con un recuerdo palpable de esta aventura, para la Conservaduría General será como si la persona no hubiese llegado a nacer, probablemente nadie necesitará estos papeles, también puedo dejarlos en cualquier parte del archivo de los muertos, a la entrada, junto con los más antiguos, aquí o allí da lo mismo, la historia es igual para todos, nació, murió, a quien va a interesarle ahora quién haya sido, los padres, si la querían, la llorarán durante un tiempo, después llorarán menos, después dejarán de llorar, es lo acostumbrado, al hombre del que se divorció tanto le dará, es cierto que ella podría tener actualmente una relación sentimental, vivir con alguien, o estar a punto de casarse otra vez, pero eso sería la historia de un futuro que ya no podrá ser vivido, no hay nadie en el mundo a quien le interese el extraño caso de la mujer desconocida. Tenía delante el expediente y la ficha, tenía también las trece fichas de la escuela, el mismo nombre repetido trece veces, doce imágenes diferentes de la misma cara, una de ellas repetida, mas todas ellas muertas en el pasado, ya muertas antes de haber muerto la mujer en que después convertirán, las viejas fotografías engañan mucho, nos dan la ilusión de que estamos vivos en ellas, y no es cierto, la persona a quien estamos mirando ya no existe, y ella, si pudiese vernos, no se reconocería en nosotros, Quién será este que me está mirando con cara de pena, diría. Entonces, de pronto, don José se acordó de que había otro retrato, el que la señora del entresuelo derecha le había dado. Sin esperarlo, acababa de encontrar la respuesta a la pregunta de a quién podría interesar el extraño caso de la mujer desconocida.

Don José no esperó al sábado. Al día siguiente, cerrada la Conservaduría General, fue a la lavandería para recoger la ropa que había mandado limpiar. Oyó distraído a la concienzuda empleada, que le decía, Fíjese bien en este trabajo de zurcido, fíjese, pase los dedos por encima y dígame si nota alguna diferencia, es como si no hubiese ocurrido nada, así suelen hablar las personas que se contentan con las apariencias. Don José pagó, se puso el paquete debajo del brazo y se fue a casa a mudarse de ropa. Iba a visitar a la señora del entresuelo derecha y quería estar limpio y presentable, aprovechar no sólo el trabajo perfecto de la zurcidora, realmente merecedor de alabanzas, sino también la raya rigurosa de los pantalones, el reluciente planchado de la camisa, la recuperación milagrosa de la corbata.

Se disponía a salir cuando un morboso pensamiento le pasó por la cabeza, que es, hasta donde se sabe, el único órgano pensante al servicio del cuerpo.

Y si la señora del entresuelo derecha también ha muerto, verdaderamente no parecía vender salud, además, para morir basta estar vivo, y con esa edad, se imaginó tocando el timbre, una vez, otra vez, y al cabo de mucha insistencia oír abrirse la puerta del entresuelo izquierda y aparecer una mujer diciendo, enfadada con el ruido, No se canse, no hay nadie, Está fuera, Está muerta, Muerta, Exactamente, Y cuándo ha sido eso, Hace unos quince días, usted quién es, Soy de la Conservaduría General del Registro Civil, Pues no parece que su servicio funcione muy bien, es de la Conservaduría y no sabe que ella ha muerto. Don José se llamó a sí mismo obsesivo pero prefirió resolver el asunto allí mismo, en vez de tener que soportar la mala educación de la mujer del entresuelo izquierda. Entraría en la Conservaduría y en menos de un minuto verificaría en el fichero, a estas horas las dos empleadas de la limpieza ya habrían terminado el trabajo, tampoco necesitan mucho tiempo, se limitan a vaciar los cestos de los papeles, barren y enjuagan ligeramente el suelo hasta los estantes de detrás de la mesa del jefe, es imposible convencerlas, por las buenas o por las malas, de que vayan más allá, tienen miedo, dicen que ni muertas, también éstas son de las que se contentan con las apariencias, qué se le va a hacer.

Después de haber ido a la ficha de la mujer para recordar el nombre de la señora del entresuelo derecha, su madrina de bautismo, don José entreabrió la puerta con todo cuidado y acechó, como previera, las empleadas de la limpieza ya no estaban, entró, fue rápidamente al fichero y buscó el nombre, Aquí está, dijo, y respiró aliviado. Volvió a casa, acabó de arreglarse y salió. Para utilizar el autobús que le llevaría hasta cerca de la casa de la señora del entresuelo derecha, tenía que ir a la plaza de enfrente de la Conservaduría, la parada estaba allí. A pesar de lo avanzado del atardecer, flotaba aún sobre la ciudad mucha de la luz del día que quedaba en el cielo, antes de veinte minutos, por lo menos, no comenzarían a encenderse las farolas de la iluminación pública. Don José esperaba el autobús con algunas otras personas, lo más probable era que no pudiese ir en el primero que pasase. Efectivamente, así aconteció. Mas un segundo autobús apareció en seguida y éste no venía lleno. Don José entró a tiempo de conseguir lugar al lado de una ventanilla. Miró afuera, notando cómo la difusión de la luz en la atmósfera, por un efecto óptico nada común, iluminaba de un tono rojizo las fachadas de los edificios, como si para cada una de ellas el sol estuviese naciendo en ese instante. Allí estaba la Conservaduría General, con su puerta antiquísima, y los tres escalones de piedra negra que le daban acceso, las cinco ventanas alargadas de la delantera, toda la finca con un aire de ruina inmovilizada en el tiempo, como si la hubiesen momificado en vez de restaurarla cuando la degradación de los materiales lo reclamaba. Alguna dificultad del tráfico impedía al autobús ponerse en marcha. Don José se sentía nervioso, no quería llegar demasiado tarde a casa de la señora del entresuelo derecha. A pesar de la conversación que habían tenido, tan plena, tan franca, a pesar de ciertas confidencias intercambiadas, algunas inesperadas en personas que acababan de conocerse, no quedaron tan íntimos como para llamar a la puerta a horas impropias. Don José miró otra vez la plaza, la luz había mudado, la fachada de la Conservaduría General de pronto se volvió gris, pero de un gris todavía luminoso que parecía vibrar, estremecer, y entonces fue cuando, al mismo tiempo que el autobús finalmente arrancaba, desviándose despacio hacia el carril de circulación, un hombre alto, corpulento, subió los escalones de la Conservaduría, abrió la puerta y entró. El jefe, murmuró don José, qué hará en la Conservaduría a estas horas. Impelido por un súbito e inexplicable pánico, se levantó bruscamente del asiento, hizo un movimiento para salir, provocando un gesto de sorpresa e irritación en el pasajero de al lado, después volvió a sentarse, desconcertado consigo mismo. Sabía que el impulso era correr a casa, como si tuviera que protegerla de un peligro, lo que evidentemente sería un absurdo lógico. Un ladrón, imaginando, ya puestos, otro absurdo, que el jefe lo fuese, no entraría por la puerta de la Conservaduría para llegar a la suya. Pero también rozaba el absurdo que el jefe, después de acabada la jornada, hubiese vuelto a la Conservaduría, donde, como en este relato quedó a su debido tiempo aclarado, no tendría ningún trabajo a la espera, don José pondría las manos en el fuego por eso. Suponer que el jefe de la Conservaduría fuera a hacer horas extraordinarias sería más o menos lo mismo que pretender imaginar un círculo cuadrado. El autobús ya abandonó la plaza, y don José continúa rebuscando los motivos profundos que lo habían impelido a proceder de aquella desorientada manera. Acabó decidiendo que la razón radicaría en el hecho de haberse habituado, desde hace unos cuantos años, a ser el único residente nocturno del conjunto de edificios formado por la Conservaduría General y su casa, si es que ésta era merecedora de que le diesen el nombre de edificio, sin duda adecuado desde un punto de vista lingüístico riguroso, pues edificio es todo cuanto fue edificado, pero obviamente impropio en comparación con esa especie de dignidad arquitectónica que de la palabra parece emanar, sobre todo cuando la pronunciamos. Haber visto entrar al jefe en la Conservaduría lo impresionaba del mismo modo que se impresionaría, pensó, si cuando volviera a casa, lo encontrase sentado en su sillón.

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