Todos los nombres (25 page)

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Authors: José Saramago

Cuando por fin llegó al departamento de los suicidas, con el cielo tamizando las cenizas aún blancas del crepúsculo, pensó que se había equivocado de orientación, o que el mapa estaba mal dibujado. Tenía ante sí una gran extensión campestre, con numerosos árboles, casi un bosque, donde las sepulturas, si no fuese por las poco visibles piedras tumulares, más parecían macizos de vegetación natural. Desde aquí no se podía ver el arroyuelo, pero se sentía el levísimo rumor deslizándose sobre las piedras, y en la atmósfera, que era como cristal verde, flotaba una frescura que no era sólo la de la primera hora del anochecer.

Siendo tan reciente, de tan pocos días, la sepultura de la mujer desconocida tendría que estar forzosamente en el límite exterior del terreno ocupado, la cuestión, ahora, es saber en qué dirección. Don José pensó que lo mejor, para no perderse, sería desviarse hacia la orilla del pequeño curso de agua y seguir después a lo largo del margen hasta encontrar las últimas sepulturas. La sombra de los árboles lo cubrió en seguida, como si la noche hubiese caído de pronto. Yo debería tener miedo, murmuró don José, en medio de este silencio, entre estos túmulos, con estos árboles que me rodean, y a pesar de eso me siento tranquilo como si estuviese en mi casa, sólo me duelen las piernas de haber andado tanto, aquí está el regato, si tuviese miedo podría irme de aquí en este mismo instante, bastaba atravesarlo, sólo me tengo que descalzar y remangar los pantalones, colgarme los zapatos al cuello y atravesar, el agua no me llegará ni a las rodillas, en poco tiempo estaría con gente viva, con esas luces que acaban de encenderse. Media hora después, don José alcanzó el extremo del campo, cuando la luna, casi llena, casi redonda, salía por el horizonte. Allí las tumbas todavía no tenían piedras grabadas con nombres cubriéndolas ni adornos escultóricos, sólo podían ser identificadas por los números blancos pintados en chapas negras clavados a la cabecera, como mariposas atrapadas. La luz de la luna se derramaba poco a poco por el campo, insinuándose despacio por entre los árboles como un fantasma habitual y benévolo. En un claro, don José encontró lo que buscaba. No se sacó del bolsillo el papel que el escribiente del Cementerio le había dado, no hizo ningún esfuerzo para retener el número en la memoria, pero lo supo cuando necesitó de él, y ahora lo tenía delante, iluminado de lleno, como si hubiera sido pintado con tinta fosforescente. Está aquí, dijo.

Don José pasó frío durante la noche. Después de haber preferido aquellas palabras rotundas e inútiles, Está aquí, se quedó sin saber qué más podría hacer. Era cierto que, al cabo de muchos y costosos trabajos, había conseguido, por fin, encontrar a la mujer desconocida, o mejor dicho, el lugar donde yacía, siete palmos contados bajo un suelo que todavía lo sustentaba a él, pero, en sus adentros, pensaba que lo más natural sería sentir miedo, estar asustado con el sitio, con la hora, con el runrunear de los árboles, con la misteriosa luz de la luna y particularmente con el singular cementerio que le rodeaba, una asamblea de suicidas, un ayuntamiento de silencios que de un momento a otro podrá comenzar a gritar, Vinimos antes de acabar nuestro tiempo, nos trajo nuestra propia voluntad, pero lo que percibía en su interior se parecía mucho más a una indecisión, a una duda, como si, creyendo haber llegado al fin de todo, su búsqueda todavía no hubiese terminado, como si haber venido aquí no representase sino otro paso, sin mayor importancia que la casa de la señora mayor del entresuelo derecha, o el colegio, o la farmacia donde hizo preguntas, o el archivo en que, allá en la Conservaduría, se guardan los papeles de los muertos.

La impresión fue tan fuerte que llegó al extremo de murmurar, como si pretendiese convencerse a sí mismo, Está muerta, ya no puedo hacer nada más, contra la muerte no se puede hacer nada. Durante largas horas había caminado a través del Cementerio General, pasó por tiempos, épocas y dinastías, por reinos, imperios y repúblicas, por guerras y epidemias, por infinitas muertes cotidianas, comenzando en el primer dolor de la humanidad y acabando en esta mujer que se suicidó hace tan pocos días, de manera que don José tiene la obligación de saber que contra la muerte no se puede hacer nada. En un camino hecho de tantos muertos, ninguno de ellos se levantó cuando lo oyó pasar, ninguno de ellos le rogó que le ayudase a reunir el polvo esparcido de la carne con los huesos descoyuntados, ninguno le pidió, Ven a soplarme en los ojos el hálito de la vida, ellos saben bien que contra la muerte no se puede hacer nada, lo saben ellos, todos lo sabemos, mas siendo así, de dónde viene esta angustia que atenaza la garganta de don José, de dónde esta inquietud del espíritu, como si cobardemente hubiese abandonado un trabajo a la mitad y ahora no supiese cómo volver a retomarlo con dignidad. En el otro lado del regato, no muy lejos, se ven algunas casas con las ventanas iluminadas, los focos mortecinos de las farolas públicas del suburbio, una ráfaga fugitiva de automóvil que transita por la carretera. Y al frente, apenas a unos treinta pasos, como tenía que suceder más lejos o más cerca, un pequeño puente que liga los dos márgenes del riachuelo, por tanto don José no tendrá que quitarse los zapatos y arremangarse los pantalones cuando quiera alcanzar la orilla. En circunstancias normales ya lo habría hecho, sobre todo teniendo en cuenta que no lo conocemos como persona de extremo coraje, que es el que necesitará para permanecer impasible en un cementerio por la noche, con un muerto bajo los pies y con una luna capaz de hacer caminar las sombras. Las circunstancias, sin embargo, son éstas y no otras, aquí no se trata de corajes o cobardías, aquí se trata de la muerte y la vida, por eso don José, aun sabiendo que tendrá miedo muchas veces esta noche, aun sabiendo que le aterrorizarán los suspiros del viento, que de madrugada el frío que baja del cielo se juntará al frío que sube de la tierra, don José se sentará bajo un árbol, acogiéndose al abrigo de la cavidad providencial de un tronco. Se alza el cuello de la chaqueta, se encoge todo lo que puede para guardar el calor del cuerpo, cruza los brazos resguardando las manos debajo de los sobacos y se dispone a esperar el día.

Siente el estómago pidiéndole comida, pero no le importa, nunca nadie ha muerto por haber prolongado el intervalo entre dos refecciones, salvo cuando la segunda tardó tanto en ser servida que no llegó a tiempo de servir. Don José quiere saber si realmente está todo terminado, o si por el contrario, todavía falta alguna cosa que se le hubiese olvidado, o mucho más importante, algo en que no haya pensado nunca y que sea, por fin, lo esencial de esta extraña aventura que el azar le ha deparado. Había buscado a la mujer desconocida por todas partes y acabó encontrándola aquí, debajo de aquel montículo de tierra que las hierbas salvajes no tardarán en tapar, si antes no viene el marmolista aplanándolo para sentar la lápida de mármol con la habitual inscripción de fechas, la primera y la última, y el nombre, aunque puede suceder que la familia sea de las que prefieren para sus difuntos un simple marco rectangular en cuyo interior después se sembrará un césped decorativo, solución que ofrece la doble ventaja de ser menos cara y de servir de casa a los insectos de la superficie. La mujer está, pues, allí, se cerraron para ella todos los caminos del mundo, anduvo lo que tenía que andar, paró donde quiso, punto final, sin embargo don José no consigue liberarse de una idea fija, la de que nadie más, a no ser él, podrá mover la última pieza que quedó en el tablero, la pieza definitiva, aquella que, desplazada en la dirección correcta, dará sentido real al juego, bajo pena, si no se hace, de dejarlo empatado para la eternidad.

No sabe qué mágico lance será ése, si decidió pasar la noche aquí no es porque albergue esperanzas de que el silencio le confíe al oído el secreto ni que la luz de la luna amablemente se lo dibuje entre las sombras de los árboles, está apenas como alguien que, habiendo subido a una montaña para divisar desde allí los paisajes, se resiste a regresar al valle mientras no sienta que en sus ojos deslumbrados ya no quepan más amplitudes.

El árbol al que don José se acogió es un olivo antiguo, cuyos frutos sigue recogiendo la gente de extrarradio a pesar de que el olivar se haya convertido en cementerio. Con la mucha edad, el tronco se ha ido abriendo de un lado, de arriba abajo, como una cuna que hubiese sido puesta de pie para que ocupe menos espacio, y es ahí donde don José dormita de vez en cuando, es ahí donde despierta bruscamente asustado por un golpe de viento que le abofetea la cara, o si el silencio y la inmovilidad del aire se hacen tan profundos que el espíritu en duermevela comienza a soñar con los gritos de un mundo que resbala hacia la nada. A cierta altura, como quien decide limpiarse la mancha de una mora con otra, don José resolvió servirse de la fantasía para recrear mentalmente todos los horrores clásicos del lugar donde se encontraba, las procesiones de almas en pena envueltas en sábanas blancas, las danzas macabras de esqueletos restallándoles los huesos al compás, la figura ominosa de la muerte rasando el suelo con una guadaña ensangrentada para que los muertos se resignen a seguir muertos, mas, porque nada de esto sucedía en realidad, porque era sólo obra de la imaginación, don José, poco a poco, fue cayendo en una enorme paz interior, sólo perturbada a veces por las carreras irresponsables de los fuegos fatuos, capaces de poner al borde de un ataque de nervios a cualquier persona, por muy fuerte de ánimo que sea o conocedora de los principios elementales de la química orgánica. Y es que el timorato don José está demostrando aquí un valor que los muchos desconciertos y aflicciones que le vimos pasar antes no permitían esperar de su parte, lo que viene a probar, una vez más, que es en las ocasiones de mayor apuro cuando el espíritu da la auténtica medida de su grandeza.

Cerca de la madrugada, ya medio curado de espantos, reconfortado por el calor suave del árbol que lo abrazaba, don José entró en el sueño con notable tranquilidad, mientras el mundo a su entorno, lentamente, iba surgiendo de las sombras malévolas de la noche y de las claridades ambiguas de la luna que se despedía. Cuando don José abrió los ojos, el día clareaba. Estaba aterido, el amigable abrazo vegetal no debió de ser más que otro sueño engañoso, a no ser que el árbol, considerando cumplido el deber de hospitalidad a que todos los olivos, por propia naturaleza, están obligados, lo hubiera soltado de sí antes de tiempo y abandonado sin recursos a la frialdad de la finísima neblina que flotaba, a ras de suelo, sobre el cementerio. Don José se levantó con dificultad, sintiendo que le crujían todas las articulaciones del cuerpo, y avanzó torpemente buscando el sol, al mismo tiempo que sacudía los brazos con fuerza para calentarse. Al lado de la sepultura de la mujer desconocida, mordisqueando la hierba húmeda, había una oveja blanca. Alrededor, aquí y allí, otras ovejas pastaban. Y un hombre mayor, con un cayado en la mano, venía hacia don José. Lo acompañaba un perro vulgar, ni grande ni pequeño, que no daba señales de hostilidad, aunque tenía todo el aire de estar esperando una orden del dueño para manifestarse. El hombre paró al otro lado de la tumba con la actitud inquisitiva de quien, sin pedir una explicación, cree que se la deben, y don José dijo, Buenos días, a lo que el otro respondió, Buenos días, Bonita mañana, No está mal, Me dormí, dijo después don José, Ah se durmió, repitió el hombre en tono de duda, Vine aquí para ver la tumba de una persona amiga, me senté a descansar debajo de aquel olivo y me dormí, Pasó aquí la noche, Sí, Es la primera vez que encuentro a alguien a estas horas, cuando traigo las ovejas a pastar, Durante el resto del día, no, preguntó don José, Parecería mal, sería una falta de respeto, las ovejas metiéndose por medio de los entierros o dejando cagarrutas cuando las personas que vienen a recordar a sus seres queridos andan por ahí rezando y llorando, aparte de eso, los guías no quieren que se les incomode cuando están cavando las fosas, por eso no tengo otro remedio que traerles unos quesos alguna que otra vez para que no se quejen al curador, Siendo el Cementerio General, por todos lados, un campo abierto, cualquier persona puede entrar, y quien dice personas, dice bichos, me sorprende no haber visto ni un perro o un gato desde el edificio de la administración hasta aquí, Perros y gatos vagabundos no faltan, Pues yo no encontré ninguno, Anduvo todos esos kilómetros a pie, Sí, Podía haber venido en el autobús de línea, o en taxi, o en su automóvil, si lo tiene, No sabía cuál era la sepultura, por eso tuve que informarme primero en la administración, y después, como el día estaba hermoso, decidí venir andando, Es raro que no le hayan mandado que dé la vuelta, como hacen siempre, Les pedí que me dejasen pasar, y ellos me autorizaron, Es arqueólogo, No, Historiador, Tampoco, Crítico de arte, Ni pensarlo, Investigador heráldico, Por favor, Entonces no entiendo por qué quiso hacer toda esa caminata, ni cómo consiguió dormir en medio de las sepulturas, acostumbrado estoy yo al paisaje y no me quedaría ni un minuto después de la puesta de sol, Ya ve, me senté y me quedé dormido, Es usted un hombre de valor, Tampoco soy hombre de valor, Descubrió a la persona que buscaba, Es esa que está ahí, a sus pies, Es hombre o mujer, Es mujer, Todavía no tiene nombre, supongo que la familia estará tratando lo de la lápida, he observado que las familias de los suicidas, más que las otras, descuidan esa obligación elemental, quizá tengan remordimientos, deben de pensar que son culpables, Es posible, Si no nos conocemos de ninguna parte, por qué responde a todas las preguntas que le hago, lo más natural sería que me dijese que no tengo por qué meterme en su vida, Es ésta mi manera de ser, siempre respondo cuando me preguntan, Es subalterno, subordinado, dependiente, camarero, mozo de recados, Soy escribiente de la Conservaduría General del Registro Civil, Entonces vino aposta para saber la verdad sobre el terreno de los suicidas, pero antes de que se la cuente, tendrá que jurarme solemnemente que nunca desvelará el secreto a nadie, Lo juro por lo más sagrado que tengo en la vida, Y qué es para usted, ya puestos, lo más sagrado de su vida, No sé, Todo, O nada, Tiene que reconocer que va a ser un juramento un tanto vago, No veo otro que valga más, Hombre, jure por su honra, antes era el juramento más seguro, Pues sí, juraré por mi honra, pero mire que el jefe de la Conservaduría se hartaría de reír si oyese a uno de sus escribientes jurando por la honra, Entre pastor de ovejas y escribiente es un juramento suficientemente serio, un juramento que no da ganas de reír, por lo tanto nos quedaremos con él, Cuál es la verdad del terreno de los suicidas, preguntó don José, Que en este lugar no todo es lo que parece, Es un cementerio, es el Cementerio General, Es un laberinto, Los laberintos pueden verse desde fuera, No todos, éste pertenece a los invisibles, No comprendo, Por ejemplo, la persona que está aquí, dijo el pastor tocando con la punta del cayado el montículo de tierra, no es quien usted cree. De repente, el suelo osciló bajo los pies de don José, la última pieza del tablero, su última certeza, la mujer desconocida finalmente encontrada, acababa de desaparecer, Quiere decir que ese número está equivocado, preguntó temblando, Un número es un número, un número nunca engaña, respondió el pastor, si levantasen de aquí éste y lo colocaron en otro sitio, aunque fuese en el fin del mundo, seguiría siendo el número que es, No le entiendo, Ya va a entenderme, Por favor, mi cabeza está confusa, Ninguno de los cuerpos que están aquí enterrados corresponde a los nombres que se leen en las placas de mármol, No me lo creo, Se lo digo yo, Y los números, están todos cambiados, Por qué, Porque alguien los muda antes de que traigan y coloquen las piedras con los nombres, Quién hace eso, Yo, Pero eso es un crimen, protestó indignado don José, No hay ninguna ley que lo diga, Voy a denunciarlo ahora mismo a la administración del Cementerio, Acuérdese de que ha jurado, Retiro el juramento, en esta situación no vale, Puede siempre poner la palabra buena sobre la mala palabra, pero ni una ni otra podrán ser retiradas, palabra es palabra, juramento es juramento, La muerte es sagrada, Lo que es sagrado es la vida, señor escribiente, por lo menos así se dice, Pero tiene que haber, en nombre de la decencia, un mínimo de respeto por los muertos, vienen aquí las personas a recordar a sus parientes y amigos, a meditar o a rezar, a poner flores o a llorar delante de un nombre querido, y ya ve, por culpa de la malicia de un pastor de ovejas, el nombre auténtico del enterrado es otro, los restos mortales venerados no son de quien se supone, la muerte así, es una farsa, No creo que haya mayor respeto que llorar por alguien que no se ha conocido, Pero la muerte, Qué, La muerte debe ser respetada, me gustaría que me dijera en qué consiste, en su opinión, el respeto por la muerte, Sobre todo, en no profanarla, La muerte, como tal, no se puede profanar, Sabe muy bien que estoy hablando de los muertos, no de la muerte en sí misma, Dígame dónde encuentra aquí el menor indicio de profanación, Haberles trocado los nombres no es chica profanación, Comprendo que un escribiente de la Conservaduría del Registro Civil tenga esas ideas acerca de los nombres. El pastor se interrumpió, hizo una señal al perro para que fuera a buscar a una oveja descarriada, después continuó, Todavía no le he dicho por qué razón comencé a cambiar las chapas en que están escritos los números de las sepulturas, Dudo que me interese saberlo, Dudo que no le interese, Dígame, Si fuese cierto, como es mi convicción, que las personas se suicidan porque no quieren ser encontradas, éstas de aquí, gracias a lo que usted llamó la malicia del pastor de ovejas, quedarán definitivamente libres de intromisiones, la verdad es que ni yo mismo, aunque lo quisiese, sería capaz de acordarme de los sitios cabales, sólo sé lo que pienso cuando paso ante una de esas lápidas con el nombre completo y las respectivas fechas de nacimiento y muerte, Qué piensa, Que es posible no ver la mentira incluso cuando la tenemos delante de los ojos. Ya hacía mucho tiempo que la neblina había desaparecido, ahora se advertía cómo era de grande el rebaño. El pastor hizo con el cayado un movimiento sobre la cabeza, era una orden al perro para que fuese reuniendo al ganado. Dijo el pastor, Es hora de irme con las ovejas, no sea que comiencen a llegar los guías, ya veo las luces de los coches, pero aquéllos no vienen aquí, Yo me quedo, dijo don José, Realmente está pensando en denunciarme, preguntó el pastor, Soy un hombre de palabra, lo que juré está jurado, Además, seguro que le aconsejarían callarse, Por qué, Imagínese el trabajo que daría desenterrar a todas estas personas, identificarlas, muchas de ellas no son más que polvo entre polvo. Las ovejas ya estaban reunidas, alguna, algo retrasada, saltaba con agilidad sobre las tumbas para huir del perro y juntarse a sus hermanas. El pastor preguntó, era amigo o pariente de la persona que vino a visitar, Ni siquiera la conocía, Y a pesar de eso la buscaba, La buscaba porque no la conocía, Ve cómo yo tenía razón cuando le dije que no hay mayor respeto que llorar a una persona que no se ha conocido, Adiós, Puede ser que todavía nos encontremos alguna vez, No creo, Nunca se sabe, Quién es usted, Soy el pastor de estas ovejas, Nada más, Nada más. Una luz centelleó a lo lejos, Aquél viene hacia aquí, dijo don José, Así parece, dijo el pastor. Con el perro al frente, el rebaño comenzó a moverse en dirección al puente. Antes de desaparecer tras los árboles de la otra orilla, el pastor se volvió e hizo un gesto de despedida. Don José levantó también el brazo. Se veía ahora mejor la luz intermitente del coche de los guías. De vez en cuando desaparecía, escondida por los accidentes del terreno o por las construcciones irregulares del Cementerio, las torres, los obeliscos, las pirámides, después reaparecía más fuerte y más próxima, y venía deprisa, señal evidente de que los acompañantes no eran muchos. La intención de don José, cuando dijo al pastor, Yo me quedo, era permanecer a solas unos minutos más antes de ponerse de nuevo en camino. La única cosa que quería era pensar un poco en sí mismo, encontrar la medida justa de su decepción, aceptarla, poner el espíritu en paz, decir de una vez, Se acabó, pero ahora le había surgido otra idea. Se aproximó a una sepultura y adoptó la actitud de alguien que está meditando profundamente en la irremisible precariedad de la existencia, en la vacuidad de todos los sueños y de todas las esperanzas, en la fragilidad absoluta de las glorias mundanas y divinas. Cavilaba con tanta concentración que no dio muestras de haber reparado en la llegada de los guías y de la media docena de personas, o poco más, que acompañaban al entierro. No se movió durante el tiempo que duró la apertura de la fosa, la bajada del ataúd, el relleno del hueco, la formación del acostumbrado montículo con la tierra sobrante. No se movió cuando uno de los guías clavó en la parte de la cabecera la chapa metálica negra con el número de la sepultura en blanco. No se movió cuando el automóvil de los guías y el coche fúnebre se apartaban, no se movió durante los escasos dos minutos que los acompañantes aún se mantuvieron al pie de la sepultura diciendo palabras inútiles y enjugando alguna lágrima, no se movió cuando los dos automóviles que los trajeron se pusieron en marcha y atravesaron el puente. No se movió hasta que no se quedó solo. Entonces retiró el número que correspondía a la mujer desconocida y lo colocó en la sepultura nueva. Después, el número de ésta fue a ocupar el lugar de otro. El trueque estaba hecho, la verdad se había convertido en mentira. En todo caso, bien podría suceder que el pastor, mañana, encontrando allí una nueva tumba, lleve, sin saberlo, el número falso que en ella se ve a la sepultura de la mujer desconocida, posibilidad irónica en que la mentira, pareciendo repetirse a sí misma, volvería a ser verdad. Las obras de la casualidad son infinitas. Don José se marchó a casa. Por el camino, entró en una pastelería. Tomó un café con leche y una tostada. Ya no aguantaba más el hambre.

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