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Authors: José Saramago

Todos los nombres (11 page)

A pesar de eso, podía flexionar las articulaciones lo suficiente para caminar, se calzó los pantalones y se sintió otro hombre, aunque no tanto que lo hiciera olvidar el malestar generalizado de su pobre cuerpo. Tiene que haber por aquí alguna cosa contra este enfriamiento y este dolor de cabeza, pensó, y poco después, habiendo encontrado lo que necesitaba, ya estaba con dos comprimidos en el estómago.

No necesitó tomar precauciones para no ser visto desde fuera, ya que la ventana de la enfermería, como sería de esperar, tenía también los cristales opacos, pero a partir de ahora debería ser cauteloso en todos sus movimientos, nada de distracciones, evitar despegarse del fondo de las aulas, moverse a gatas en el caso de tener que acercarse a una ventana, comportarse, en fin, como si nunca hubiese hecho otra cosa en la vida que asaltar casas. Un ardor súbito en el estómago le recordó el error que había cometido al tomar los comprimidos sin la compañía de un poco de comida, aunque fuese una simple galleta, Muy bien, y dónde hay galletas aquí, se preguntó, percibiendo que tenía ahora un nuevo problema para resolver, el problema de la comida, tanto más que no podría salir del edificio antes de que fuera de noche, Y noche cerrada, precisó.

Aunque, como sabemos, se trata de persona fácil de contentar en cuestiones de alimentación, con algo tendría que adormecer el apetito hasta regresar a casa, si bien don José respondió a la necesidad con estas palabras estoicas, Un día no son días, no se muere por pasar unas horas sin comer.

Salió de la enfermería, y pese a que la secretaría, donde tendría que hacer sus pesquisas, estaba en el segundo piso, decidió, por mera curiosidad, dar una vuelta por las instalaciones de la planta baja. Encontró en seguida el gimnasio, con sus vestuarios, sus espalderas y otros aparatos, la barra, el plinto, las anillas, el potro, el trampolín, las colchonetas, en las escuelas de su tiempo no se veían estos perfeccionamientos atléticos, ni los habría deseado para sí, como había sido entonces y hoy continuaba, lo que generalmente se llama un enclenque.

El ardor del estómago se acentuaba, le subió a la boca una ola ácida que le picó la garganta, si al menos sirviese para aliviarle el dolor de cabeza, Y el enfriamiento, probablemente tengo fiebre, pensó en el momento en que abría una puerta más. Era, bendito sea el espíritu de curiosidad, el refectorio. Entonces al pensamiento de don José le crecieron alas, se precipitó velocísimo tras la comida, Si hay refectorio, hay cocina, si hay cocina, no necesito seguir pensando, la cocina estaba allí, con sus fuegos sus cazos y sartenes, sus platos y vasos, sus armarios y su enorme frigorífico. Hacia él se dirigió, la abrió de par en par, los alimentos aparecieron iluminados por un resplandor, una vez más sea alabado el dios de los curiosos, y también el de los asaltantes, en algunos casos no menos merecedor. Un cuarto de hora después, don José era definitivamente otro hombre, recompuesto de cuerpo y alma, con la ropa casi seca, las rodillas curadas, el estómago trabajándole con algo más alimenticio y consistente que dos amargos comprimidos contra el enfriamiento. Para la hora del almuerzo volvería a esta cocina, a este humanitario frigorífico, ahora se trataba de investigar en los ficheros de la secretaría, avanzar un paso más, ya sabría si largo, si corto, en la averiguación de las circunstancias de la vida de la desconocida mujer que hace treinta años, cuando era apenas una niña de ojos serios y flequillo rozándole las cejas, se sentara en aquel banco para comer su merienda de pan con membrillo, tal vez triste por culpa del borrón que dejó caer en la copia, tal vez feliz porque la madrina le había prometido una muñeca.

El rótulo del cajón era explícito, Alumnos por Orden Alfabético, otros cajones presentaban diferentes letreros, Alumnos de Primero, Alumnos de Segundo, Alumnos de Tercero y así sucesivamente hasta el último año de escolaridad. El espíritu profesional de don José apreció con agrado el sistema de archivo, organizado de modo que facilitase el acceso a las fichas de los alumnos por dos vías convergentes y complementarias, una general, la otra particular. Un cajón aparte contenía las fichas de los profesores, según se podía leer en el rótulo que exhibía, Profesores. Al verlo se pusieron en movimiento, inmediatamente, en el espíritu de don José, los engranajes de su eficaz mecanismo deductivo, Si, como es lógicamente presumible, pensó, los profesores que están en el cajón son los que prestan actualmente servicio, entonces las fichas de los estudiantes, por simple coherencia archivística, se referirán a la población escolar actual, además, cualquier persona vería que las fichas de los alumnos de treinta años electivos, esto haciendo las cuentas por lo bajo, nunca podrían caber en esta media docena de cajones, por muy fina que fuese la cartulina empleada. Sin ninguna esperanza, apenas para sosegar la conciencia, don José abrió el cajón donde, de acuerdo con el orden alfabético, debería encontrarse la ficha de la mujer desconocida. No estaba.

Cerró el cajón, miró alrededor, Tiene que haber otro fichero con las indicaciones de los antiguos alumnos, pensó, es imposible que las destruyan cuando llegan al final de la escolaridad, sería un atentado contra las reglas más elementales de la archivística. Si tal fichero existía, no se encontraba allí, nervioso, y a pesar de adivinar que la búsqueda sería inútil, abrió los armarios y los cajones de la mesa. Nada. La cabeza, como si no hubiese podido soportar la decepción, comenzó a dolerle más. Y ahora, José, se preguntó. Ahora a buscar, respondió. Salió de la secretaría, miró a un lado y a otro del largo pasillo.

Aquí no había clases, por tanto las divisiones de este piso, aparte del despacho del director, deberían tener otras aplicaciones, una de ellas, como vio en seguida, era una sala de profesores, otra servía de almacén de lo que parecía material escolar fuera de uso, y las dos restantes contenían, organizado en cajas en las grandes estanterías, algo que tenía todo el aspecto de ser el archivo histórico de la escuela. Exultó don José pero, ésa es la ventaja de quien tiene experiencia en su oficio o, desde el punto de vista de la esperanza acabada de perder, la penosa desventaja, pocos minutos bastaron para comprobar que tampoco allí se encontraba lo que deseaba, el archivo era meramente de tipo burocrático, estaban las cartas recibidas, estaban los duplicados de las cartas escritas, había estadísticas, mapas de frecuencia, gráficos de aprovechamiento, tomos de legislación.

Rebuscó una vez, dos veces, inútilmente. Desesperado, salió al pasillo, Tanto esfuerzo para nada, dijo, y después, una vez más, obligándose a obedecer a la lógica, Es imposible, las malditas fichas tienen que estar en algún lugar, si esta gente no ha destruido la correspondencia de tantos años, una correspondencia que ya no sirve para nada, menos destruiría las fichas de los alumnos, son documentos importantísimos para las biografías, no me extrañaría nada que por este colegio hubieran pasado algunos de los que tengo en mi colección. En otras circunstancias, quizá don José hubiese pensado que, así como se le ocurriera la idea de enriquecer sus recortes con las copias de las partidas de nacimiento, también sería interesante añadirles la documentación referente al grado y al aprovechamiento escolar. De cualquier modo, nunca pasaría de un sueño de realización imposible. Una cosa era tener los papeles de nacimiento a un palmo de distancia, en la Conservaduría General, otra cosa sería andar por la ciudad asaltando escuelas sólo para saber si fulana tuvo un cinco o un ocho en matemáticas de cuarto y si fulano era tan indisciplinario como se complacía declarando en las entrevistas. Y si para entrar en cada una de las escuelas iba a tener que sufrir tanto como había sufrido en ésta, mejor sería que se quedase en el remanso de su casa, resignado a conocer del mundo apenas aquello que las manos pueden alcanzar sin salir, palabras, imágenes, ilusiones.

Resuelto a acabar de una vez por todas, don José volvió a entrar en el archivo, Si la lógica todavía reina en este mundo las fichas tienen que estar aquí, dijo. Los estantes de la división primera, caja por caja, montón por montón, fueron pasados a peine fino, forma de expresar que debe de tener su origen en el tiempo en que las personas necesitaban peinarse con el susodicho objeto, también llamado lendrera, porque conseguía retener lo que el peine normal dejaba escapar, pero el intento resultó otra vez baldío, fichas no había. Esto es, las había, sí, metidas sin cuidado en una caja grande, pero sólo de los últimos cinco años. Convencido ahora de que las demás fichas, finalmente, habían sido destruidas, rasgadas, tiradas a la basura, si no quemadas, ya sin esperanza, con la indiferencia de quien se limita a cumplir una obligación inútil, don José entró en la división segunda. Sin embargo, sus ojos, si el verbo no es del todo impropio en esta oración, se apiadaron de él, por más que se intente no se encontrará otra explicación al hecho de ponerle delante, inmediatamente, aquella puerta estrecha entre dos estanterías, como si supiesen, desde el principio, que ella estaba allí. Creyó don José que había llegado al término de sus trabajos, a la coronación de sus esfuerzos, reconózcase, en verdad, que lo contrario sería una inadmisible crueldad del destino, alguna razón tendrá el pueblo para persistir en la afirmación, a pesar de las contrariedades de la vida, de que la mala suerte no siempre está escondida tras la puerta, aquí detrás por lo menos, como en los antiguos cuentos, debe de haber un tesoro, aunque para llegar a él sea necesario combatir al dragón. Éste no tiene las fauces babeantes de furia, no lanza humo y fuego por las narices, no despide rugidos como temblores de tierra, es simplemente una oscuridad quieta a la espera, espesa y silenciosa como el fondo del mar, hay personas con fama de valientes que no tendrían el coraje de pasar de aquí, algunas incluso huirían en seguida, despavoridas, con miedo de que el inmundo bicho les lanzase las garras a la garganta. No siendo persona que se pueda apuntar como ejemplo o modelo de bravura, don José, después de los años de Conservaduría General acumulados, adquirió un conocimiento de noche, sombra, oscuro y tiniebla, que acabó compensando su timidez natural y que ahora le permite, sin excesivo temor, extender el brazo a través del cuerpo del dragón buscando el interruptor eléctrico. Lo encontró, lo accionó, pero no se encendió ninguna luz. Arrastrando los pies para no tropezar, avanzó un poco hasta que se golpeó el tobillo de la pierna derecha en una arista dura. Se agachó para palpar el obstáculo y, al mismo tiempo que percibió que se trataba de un escalón metálico, sintió en el bolsillo el volumen de la linterna, de la que en medio de tantas y tan contrarias emociones, se había olvidado. Tenía delante una escalera de caracol que subía en dirección a una tiniebla aún más espesa que la del umbral de la puerta y que engulló el foco de luz antes de que pudiese mostrar el camino de arriba. La escalera no tiene pasamanos, justamente lo que menos le conviene a alguien que padece tanto de vértigo, en el quinto escalón, si consigue llegar, don José perderá la noción de la altura real a que se encuentra, sentirá que va a caer desamparado, y caerá. No fue así. Don José está siendo ridículo, pero no le importa, sólo él sabe hasta qué punto es absurdo y disparatado lo que está haciendo, nadie lo podrá ver arrastrándose escalera arriba como un lagarto todavía sin espabilar de la hibernación. Agarrado ansiosamente a los escalones, uno tras otro, el cuerpo intentando acompañar la curva helicoidal que parece no acabar nunca, las rodillas otra vez martirizadas. Cuando las manos de don José, por fin, tocaron el suelo liso de la buhardilla, las fuerzas de su cuerpo hacía mucho que habían perdido la batalla contra el espíritu asustado, por eso no pudo levantarse en seguida, se quedó extendido, así, de bruces, la camisa y la cara posadas en el polvo que cubría el suelo, las piernas colgando en las escaleras, por cuántos sufrimientos tienen que pasar las personas que salen de la tranquilidad de sus hogares para meterse en locas aventuras.

Al cabo de unos minutos, todavía echado de bruces, porque no estaba tan falto de sensatez como para cometer la imprudencia de ponerse en pie en medio de la oscuridad, con el riesgo de dar un paso en falso y caer desmadejadamente al abismo de donde viniera, don José, con esfuerzo, torciendo el cuerpo, consiguió sacar otra vez la linterna que había guardado en el bolsillo trasero de los pantalones. La encendió y paseó la luz por el suelo que tenía delante. Había papeles esparcidos, cajas de cartón, algunas reventadas, todo cubierto de polvo.

Unos metros más allá distinguió lo que le parecieron las patas de una silla. Subió ligeramente el foco, de hecho era una silla. Parecía en buen estado, el asiento, el respaldo, y sobre ella, pendiendo del bajo techo, había una bombilla sin pantalla, Como en la Conservaduría General, pensó don José. Dirigió el foco hacia las paredes de alrededor, le aparecieron bultos fugitivos de estantes que daban la vuelta a todo el compartimiento.

No eran altos, ni podían serlo debido a la inclinación del techo, y estaban sobrecargados de cajas y de montones informes de papeles. Dónde estará el interruptor de la luz, se preguntó don José, y la respuesta fue la que esperaba, Está abajo y no funciona, Sólo con esta linterna no creo que consiga encontrar las fichas, además presiento que la pila está en las últimas, Debías haber pensado en eso antes, tal vez hayan colocado aquí otro interruptor, Aunque así fuera, ya vimos que la bombilla está fundida, No lo sabemos, Se habría encendido si no estuviera fundida, La única cosa que sabemos es que accionamos el interruptor y la luz no se encendió, Ahí está, Puede significar otras cosas, Qué, Que abajo no haya bombilla, Entonces sigo teniendo razón, ésta de aquí está fundida, Nada nos dice que no existan dos interruptores y dos lámparas, una en la escalera y otra en la buhardilla, la de abajo está fundida, la de arriba todavía no lo sabemos, Puesto que has sido capaz de deducir eso, descubre el interruptor de ésta. Don José dejó la incómoda posición en que todavía se encontraba y se sentó en el suelo, Voy a salir de aquí con la ropa en un estado miserable, pensó, y apuntó el foco a la pared más próxima a la abertura de la escalera, Si existe, tiene que estar aquí. Lo descubrió en el preciso instante en que se aproximaba a la desalentadora conclusión de que el único interruptor era el de abajo. Al plantar casualmente la mano libre en el suelo para apoyarse mejor, la luz del techo se encendió, el interruptor, de ésos de botón, había sido instalado en el suelo de madera que quedara al alcance inmediato de quien subiese la escalera. La luz amarilla de la lámpara apenas alcanzaba la pared del fondo, en el pavimento no se veían señales de paso. Acordándose de las fichas que había visto en el piso de abajo, don José dijo en voz alta, Hace por lo menos seis años que nadie entra aquí.

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