Read Tormenta de sangre Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Malus les lanzó un torrente de maldiciones a los guardias de las almenas y tiró de las riendas de
Rencor
para detener la carrera de la bestia; de no hacerlo, habría impactado contra las puertas, que no iban a abrirse a tiempo, si es que lo hacían.
El herido nauglir se detuvo torpemente justo delante de las altas puertas. Malus tiró de las riendas e hizo que la bestia girara sobre sí misma, y después pateó el negro hierro con una bota acorazada.
—¡Abrid las puertas, gusanos plebeyos! —rugió.
Entonces, el aire que rodeaba al noble se llenó del colérico zumbido de las avispas hechas por los hombres. Tres saetas de ballesta se estrellaron contra las puertas de hierro de la ciudad, y otras dos impactaron en la espalda de Malus. Una le atravesó la pesada capa y resbaló sobre el espaldar druchii con un áspero sonido metálico, mientras que la otra atravesó la capa, la hombrera izquierda y parte del espaldar sobre el que montaba. Malus sintió un punzante dolor en el hombro y se lanzó instintivamente al suelo para refugiarse entre el cuerpo de
Rencor y
la puerta.
El sonido de los cascos había cesado.
Rencor
volvió la cabeza para encararse con los atacantes y lanzó un siseo débil. Malus se arriesgó a echar una mirada por encima de los cuartos traseros del nauglir. Los bandidos se habían detenido justo en medio del camino, y entonces contemplaban el cuerpo de guardia de la ciudad y discutían las posibilidades con que contaban. El noble sentía que la sangre le manchaba la ropa y le bajaba por la espalda.
—¿Por qué no abren la condenada puerta? —murmuró con ferocidad—. ¿Por qué no disparan a esos perros?
—Están esperando a que la situación se resuelva por sí sola, tal vez —dijo Tz'arkan, levemente divertido—. Los bandidos te matan, ellos matan a los bandidos y les quedan seis cuerpos para saquear.
—Yo no hablaría con tanta presunción, demonio —replicó Darkblade con los dientes apretados. Clavó la punta de la espada en el suelo y manoteó por encima del hombro para intentar arrancarse la saeta de ballesta de la espalda—. Son cinco, y a mí sólo me quedan la espada y el cuchillo. Si me clavan una saeta en un ojo, ¿cómo lograrás escapar de aquel templo maldito?
—No temas por mí, Darkblade —respondió el demonio—. He esperado miles de años en mi prisión, y puedo esperar otros miles, si tengo que hacerlo. Debes preocuparte por las consecuencias para ti: si me fallas, me apoderaré de tu alma por toda la eternidad. Pero eso no tiene por qué suceder. Estos estúpidos son pasto para tu espada, si permites que te dé un poco de fuerza.
Malus apretó los puños. El demonio se había apoderado de él en el templo por una sola razón: para quedar libre de la prisión en la que había sido confinado milenios antes. Darkblade era su agente en el mundo de los mortales, el que buscaría las llaves para neutralizar las protecciones mágicas que retenían a Tz'arkan dentro de la celda de cristal. Y por mucho que el demonio lo amenazara con el tormento eterno, se ofrecía con rapidez a prestarle una parte de su poder cuando las cosas se ponían feas.
Durante el largo viaje de regreso, había habido varias ocasiones en las que Malus se había visto obligado a aceptar los dones de Tz'arkan: reparar desgarrones y huesos rotos de su cuerpo, aliviarle la fiebre, protegerlo de la congelación o conferirle una fuerza y velocidad sobrenaturales en la batalla. Cada vez, cuando se desvanecía la ola de poder sobrenatural, sentía como si la contaminación del demonio se hubiese extendido un poco más por su cuerpo y como si el poder de Tz'arkan sobre él se hubiese reforzado.
«Y, a pesar de todo —pensó Malus—, ¿me atreveré a rechazarlo?»
De repente, el sonido de los cascos retronó en el aire, y Malus oyó que
Rencor
lanzaba un siseo de advertencia.
—De acuerdo —aceptó el noble con ira contenida—. Préstame tu fuerza por última vez, demonio.
—Por última vez —respondió el demonio, burlón—. Por supuesto.
El poder lo acometió como una corriente de negra agua gélida y corrió por su cuerpo, de modo que cada músculo se hinchó hasta tensar por completo sus mortales confines. La cabeza de Malus se lanzó hacia atrás, y de la boca abierta salió un gruñido inarticulado. Sentía que las venas de la cara y el cuello ondulaban como serpientes y latían de corrupción. Cuando se le aclaró la visión, tenía los sentidos aguzados y el mundo se movía con gran lentitud. El sonido de los caballos que galopaban hacia él era como el lento y decidido batir de un tambor del templo.
Los bandidos iban lanzados a toda velocidad, con la esperanza de matar rápidamente a la presa y huir antes de que los guardias de las murallas cambiaran de opinión. Malus oyó que dos de los jinetes se desviaban hacia la derecha, en dirección a la cabeza de
Rencor
, mientras que los otros tres daban un amplio rodeo en torno a la cola del gélido. Sonriendo como un lobo, Malus se lanzó hacia el trío de la izquierda.
Una vez más, el noble se maravilló de la velocidad que desarrollaba, ya que sus pasos eran tan rápidos y ligeros que no parecían tocar siquiera la tierra. Cayó sobre los bandidos antes de que se dieran cuenta, pues tenían la atención fija en
Rencor y
su mortífera cola. El primer caballo olfateó a Malus y lanzó un relincho terrible, con los ojos en blanco de pánico; sin duda, había percibido al demonio que el elfo llevaba dentro. Sacudió la cabeza e intentó retroceder, y Malus saltó hacia él y cortó las riendas con una torsión de muñeca. El animal se alzó de manos, y el jinete cayó de espaldas sobre el camino. Antes de que pudiera recuperarse, Malus clavó la espada en el cuello del bandido, de manera que una fuente de sangre rojo brillante regó la nieve removida.
Una saeta de ballesta zumbó perezosamente junto a su cabeza. Malus se volvió a tiempo de ver que el segundo bandido le lanzaba a la cara la ballesta descargada. Desvió el arma a un lado con la espada y se arrojó hacia adelante, saboreando el horror de los ojos del bandido, que inútilmente intentaba desenvainar la espada. La hoja del arma de Malus pasó a velocidad cegadora y le cercenó la pierna derecha a la altura de la rodilla. El druchii y el caballo chillaron con igual fuerza, y el bandido cayó bajo los cascos del animal cuando éste brincó para escapar del demoníaco rostro de Malus.
El noble oyó otro relincho y vio que el tercer bandido tiraba salvajemente de las riendas y taconeaba al caballo, que espumajeaba, para que retrocediera al galope por el camino. Los bandidos restantes azotaron los flancos de las monturas para reunirse con él.
Se encontraban a unos diez metros de la puerta cuando entraron en acción los lanzadores de virotes de lo alto de las murallas. Las cuerdas metálicas restallaron y cantaron, y los proyectiles, de un metro de largo, surcaron el claro aire para atravesar a hombres y caballos. Cuando los cuerpos se desplomaron sobre el nevado suelo, Malus cayó de rodillas, con el estómago revuelto, mientras el poder del demonio lo abandonaba. Vomitó negra bilis sobre el camino cubierto de ceniza, y oyó ruido de cadenas cuando los guardias comenzaron a accionar los cabrestantes para abrir las grandes puertas.
Una pequeña chispa de algo similar al pánico destelló en el cerebro de Malus. «Contrólate —pensó con ferocidad mientras intentaba superar la náusea—. Haz retroceder al demonio. Oculta su rastro...»
En Naggaroth no había nada que se considerara pecado, salvo la debilidad. El Rey Brujo exigía la fidelidad de conquistadores y esclavistas: cualquier otro era una presa. Malus sabía muy bien que si su gente descubría el poder que Tz'arkan tenía sobre él, lo asesinaría sin pensárselo. No importaba que los dones del demonio lo convirtieran en el igual de diez druchii; el hecho de que hubiese caído en la trampa de Tz'arkan y que éste lo hubiese convertido en su esclavo lo hacía inadecuado para vivir.
Durante los largos meses pasados en los Desiertos del Caos, Malus se había esforzado por dominar los elocuentes signos de influencia demoníaca que evidenciaban la mutación de su delgado cuerpo. Mediante un extremo esfuerzo de voluntad, enlenteció los veloces latidos del corazón y logró que las negras venas de la cara y el rostro desaparecieran. La piel, por entonces de un blanco azulado gredoso, se suavizó hasta alcanzar un uniforme tono de alabastro. Cuando los primeros guardias aparecieron a la carga, Malus se limpió la bilis de los labios y se obligó a levantarse sin mostrar el más leve signo del agotamiento que sentía.
Los acorazados guardias de la ciudad salieron por la puerta con los largos cuchillos destellantes en la mano.
Rencor
alzó la cabeza del cadáver de uno de los caballos de los bandidos y les dirigió un rugido de advertencia a los intrusos; el cuadrado hocico estaba embadurnado de sangre y trozos de carne. Los guerreros hicieron caso omiso tanto de Malus como de la montura y, por turno, se pusieron a inspeccionar a cada uno de los bandidos; les cortaron la garganta con rápidos y expertos tajos, y luego registraron los cadáveres en busca de objetos de valor. El noble regresó junto a
Rencor
, pero mantuvo una prudente distancia hasta que el nauglir se hubo hartado de carne de caballo.
—Dos muertos y los demás puestos en fuga en el tiempo que se necesita para decirlo —comentó una voz desde las sombras de la puerta de la ciudad—. Una proeza de lo más impresionante, temido señor. Te ha sentado bien el tiempo pasado en los Desiertos, si se me permite ser tan atrevido como para decirlo.
Malus se volvió al oír la voz, con una mano cerrada en torno a la empuñadura de la espada. Un capitán de la guardia avanzó hasta la luz; iba ataviado con una buena armadura, y junto a la cadera le colgaba una espada con filigrana de plata. En los oscuros ojos del capitán había una mirada perversa, que a Malus no le gustó ni pizca. El hombre tenía algo que le resultaba familiar.
—Osadas palabras para proceder de un capitán pusilánime —siseó Malus—, que se ha ocultado detrás de las murallas de piedras mientras yo luchaba en solitario. Cuando el vaulkhar se entere de esto, tu vida y la de tus hijos quedarán sentenciadas.
Malus esperaba que el capitán se acobardara ante esas palabras, pero, en cambio, sonrió débilmente y sus oscuros ojos brillaron con cruel alegría. El noble resistió el impulso de clavar el cuchillo en los burlones ojos del guardia al recordar con quién estaba hablando. Era el mismo capitán al que había sobornado para escapar de la ciudad meses antes. En el entretanto, habían aparecido unas cuantas cicatrices más en su cara, pero a juzgar por la armadura nueva, estaba claro que había dado un buen uso al regalo de Malus.
El capitán salió de debajo de la arcada de la puerta y se acercó al noble.
—Por supuesto, eres libre de presentarle la queja a tu padre, el vaulkhar —dijo con calma—, pero no creo que vaya a ser una reunión agradable, temido señor. De hecho, podría ser fatal.
Malus estudió al capitán con los ojos entrecerrados.
—¿Y cómo sabes tú algo semejante?
—Porque la guardia de la ciudad tiene una orden, expedida por tu padre y por el propio drachau, que dice que Malus, hijo de Lurhan, debe ser arrestado en cuanto se le vea y entregado en la torre del vaulkhar. —El capitán sonrió—. ¿Acaso tu padre siempre trata a sus hijos como a criminales, temido señor?
La audacia del capitán era pasmosa, pero Malus vio que se trataba de un plan cuidadosamente trazado. Aquel hombre era ambicioso por encima de todo.
Malus se acercó más al capitán.
—¿Así que mantuviste las puertas cerradas para hacerme un favor, entonces?
—Por supuesto, temido señor. Si hubiese hecho sonar la alarma y hubiese abierto las puertas, se habría informado al comandante de la guardia, y eso habría hecho necesario tu arresto. —El capitán se volvió a mirar a sus hombres—. En este momento, sólo estoy concediéndoles un descanso a mis guardias, mientras hablo de asuntos privados con un noble al que conozco.
Malus sonrió sin alegría.
—¿De verdad?
El capitán asintió con la cabeza.
—Desde luego. Sé muy bien cuánto ofrecen tu padre y el drachau por tu arresto. Siento curiosidad por saber cuánto ofrecerías tú para evitar ese desafortunado destino.
El noble miró fijamente al capitán y se puso a reír. Fue un sonido áspero y truculento, que hizo que la expresión divertida abandonara el rostro del capitán.
—Según creo recordar, te prometí una recompensa cuando regresara a Hag Graef —dijo Malus—. Permíteme entrar en la ciudad, capitán, y la doblaré.
—¿De verdad? —El capitán estudió cuidadosamente al noble para sopesar los riesgos. Malus vio avaricia en la expresión del hombre—. Recibiré ahora el pago, si te place, temido señor.
—¿Estás seguro de que es prudente con todos estos guardias cerca? También querrán una parte, ¿y en qué lugar quedarías tú, entonces? —El noble se le acercó un paso y le habló susurrando, a modo de conspiración—. ¿Conoces una casa de placer del barrio de los Corsarios llamada La Casa de Latón?
—La conozco —replicó el capitán con cautela.
—En ese caso, tengo que pedirte un favor. Llévale un mensaje a Silar Sangre de Espinas, es uno de mis fieles, y dile que se reúna allí conmigo después de que haya anochecido. Lo encontrarás en mi torre. Acompáñalo esta noche, y me encargaré de que se te recompensen ampliamente todos los esfuerzos.
El capitán ladeó la cabeza con aire suspicaz.
—Mi temido señor es cruel y astuto —dijo—, así que comprenderás que tenga razones para creer que esto sea algún tipo de engaño.
Malus sonrió. Resultaba difícil no admirar un descaro semejante.
—¿Me atreveré a engañarte, capitán? Si lo hiciera, me denunciarías a mi padre y eso no me conviene.
El capitán lo pensó durante un momento para calcular las probabilidades.
—Muy bien —dijo con tranquilidad—. En ese caso, esperaré ansiosamente nuestro encuentro. ¿Qué mensaje debo entregar?
—Di que su señoría ha regresado de los Desiertos —dijo Malus—. Eso será suficiente.
La Casa de Latón era un lupanar que servía a los nobles druchii en uno de los distritos más decadentes de la ciudad. Malus conocía bien a la propietaria, pues había pasado noches enteras en una de las alcobas privadas a las que invitaba a huéspedes de mala reputación y posibles aliados. Era uno de los primeros lugares en que lo buscarían los hombres del vaulkhar si se enteraban de que había regresado a la ciudad, pero estaba seguro de que la señora Nemeira lo conocía lo bastante bien como para no atreverse jamás a traicionarlo. La Casa de Latón era un laberinto de alcobas y corredores estrechos —algunos ocultos tras puertas disimuladas y paneles de la pared—, que ocupaba la mitad de una manzana situada en el límite entre el barrio de los Corsarios y el barrio de los Esclavistas. Incluso había rutas secretas para escapar del edificio, que supuestamente salían fuera de las murallas de la ciudad; Nemeira cobraba un precio adicional por su uso.