Read Tormenta de sangre Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
—La Madre Oscura nos sonríe esta noche, hermano —dijo una de las figuras, cuya voz grave resonó detrás de una máscara en forma de demonio burlón—. Un momento más, y nuestro señor se habría encolerizado de verdad. En cambio, el templo ha levantado la presa para nosotros y la ha envuelto en plata para placer del vaulkhar.
La máscara de demonio descendió hasta quedar a pocos centímetros de la cara de Malus, que vio los negros ojos del druchii detrás de los agujeros de plata y oyó su respiración sibilante a través de las ranuras abiertas entre los colmillos de demonio. Después, la oscuridad comenzó a cerrarse en torno al campo visual de Malus, alzándose como una marea negra, y el noble no supo nada más.
Le parecía estar luchando sobre un furioso mar de sangre, bajo un cielo arremolinado y tronante, y del que llovían huesos y cenizas.
Daba traspiés y se movía a bandazos por el retorcido paisaje, y una hueste de fantasmas coléricos lo arañaban y le farfullaban a cada paso.
Tendían hacia él sus manos deformes y bramaban en idiomas de fuego, con ojos que no eran más que globos de luz nacarada. Una arrugada bruja elfa le saltó sobre la espalda para clavarle las uñas rotas en el pecho y desgarrarle un lado de la cara con los dientes mellados. Una gigantesca criatura reptante formada por ondulantes músculos desnudos se arrastró por el suelo y lo atacó con zarcillos de carne correosa y borde dentado. Lo rodeó una manada de mastines hambrientos, de cuyas fauces abiertas caían hilos de veneno verde.
Él le rugía con furia a la tormenta y acometía a los fantasmas con la espada, pero sus cuerpos se dividían como gelatina a cada golpe y volvían a unirse.
El torbellino se disolvió en un destello de luz pálida. En la luz tomaron cuerpo unas nubes negras que adoptaron la forma de caras. Una mujer se inclinó sobre él y le abrió un párpado.
—Las heridas están cicatrizando, temido señor. —Los labios de la mujer se movían, pero la voz no concordaba del todo con esos movimientos.
Un hombre lo contemplaba desde una distancia imposible, con rostro cruel y frío.
—Entonces, más
hushalta
—dijo el hombre, con aspereza—. Estoy cansado de esperar.
Unos dedos fríos le abrieron los labios y le echaron en la garganta un fluido espeso que sabía a cobre quemado. Se atragantó y sufrió un espasmo, pero unas manos fuertes lo inmovilizaron.
La luz se amorteció, y las caras se retiraron al interior de una niebla que se enrojecía. El rojo se transformó en negro, y en la oscuridad habló una voz que le era familiar.
—Estúpido —dijo Tz'arkan.
Yacía sobre un lecho de cuerpos que se contorsionaban. Unas manos pálidas lo alzaban, lo acariciaban y lo atraían hacia un voraz abrazo. Había labios que se apretaban contra su piel, lo saboreaban, lo adoraban. No corría aire; la atmósfera estaba viciada, perfumada de incienso y vibraba a causa de los gemidos y suspiros de un centenar de voces embelesadas.
En torno a él se alzaban rostros, obsesionantes sirenas con expresión voraz en los ojos carentes de profundidad. Tendían las manos hacia él y las pasaban por su pecho desnudo, donde cada delicada yema de dedo dejaba una senda de calor sobre la piel.
Una sirena se le subió lánguidamente encima, y el oscuro cabello pareció flotar alrededor del rostro de huesos finos. Se estiró sobre él como un gato, con los largos dedos extendidos hacia su cara. En los rojos labios se dibujó una sonrisa sensual cuando posó las largas uñas sobre las mejillas de él y se las clavó en la piel.
La sangre le corrió, fría y aguada, por los costados de la cara. Ella clavó las uñas aún más profundamente, cogió puñados de carne y tiró de ellos hacia abajo, como si desollara una liebre.
Tras ser arrancada, la brillante masa de carne, músculos y tendones dejó a la vista el interior del cuello y de la parte superior del pecho.
El se retorcía en la presa de las sirenas, pero ellas lo sujetaban con fuerza. Entonces, también las otras lo desgarraban y le arrancaban trozos de piel ensangrentada. Sintió que le quitaban toda la carne del brazo izquierdo como si fuera una manga empapada, y cuando lo apartó vio que el brazo estaba recorrido por músculos y envuelto en un pellejo negro verdoso que parecía hecho de guijarros. De pronto, los guijarros se abrieron en centenares de diminutas bocas que lamieron los regueros de sangre que corrían desde la muñeca al codo...
Algo se arrastraba por sus pies. Malus abrió los ojos y vio que los pies se deslizaban por un liso pavimento de piedra. Dos druchii lo sujetaban por los brazos y lo llevaban sin esfuerzo por un pasillo iluminado por luces brujas.
Tuvo que luchar para alzar la cabeza y recorrer el entorno con la mirada. Tenía la boca como cuero seco. «La
hushalta
», recordó. Habían estado dándole
hushalta
durante días. Tenía la piel tensa y ligeramente calenturienta, pero entera. «Es asombroso que todavía tenga la mente intacta», pensó, confuso.
—Eso aún está por verse —resonó una voz débil dentro de su cabeza.
Un viento frío le acarició la cara y le agitó los lacios cabellos. Oyó un leve tintineo de cadenas; cristalinos tonos puros que le helaron la sangre. Entonces, las fuertes manos que lo sujetaban lo soltaron, y Malus cayó de rodillas sobre las baldosas de pizarra de una gran sala circular. Había globos de luz bruja que brillaban desde ornamentados tederos por todo el perímetro de la sala, e iluminaban bajorrelieves tallados en las paredes de piedra y que representaban una serie de famosas masacres de las largas guerras libradas contra los elfos de Ulthuan. En el centro de la sala, pendía del techo un montón de cadenas rematadas por crueles garfios. Los eslabones metálicos tintineaban suavemente en el aire frío.
Sintió que los ojos de otros se posaban sobre él. El noble se estremeció al inspirar, y se irguió para devolver las miradas de reptil de los druchii que lo esperaban.
Lurhan Espada Cruel, vaulkhar de Hag Graef, con el torso desnudo, se encontraba de pie delante de su hijo, con la poderosa musculatura marcada por docenas de cicatrices debidas al servicio al Rey Brujo. Tenía el pelo negro apartado de la cara, cosa que realzaba sus ardientes ojos y prominente nariz aquilina. La imponente presencia del señor de la guerra colmaba la estancia y eclipsaba a todos los demás presentes en ella.
Dos hombres de aspecto quebrantado se encontraban de pie a la sombra de Lurhan, con los ojos brillantes de odio. Uno era alto, casi tan imponente como el propio vaulkhar, aunque el brazo derecho del druchii estaba oculto bajo capas de ropones negros. Urial poseía las mismas facciones afiladas y coléricas de su padre, pero tenía el rostro flaco, y la pálida piel era de un enfermizo tono azulado. Su espeso cabello era casi completamente blanco desde los años pasados en el templo de Khaine, y sus ojos tenían el color del latón fundido.
El segundo druchii estaba encorvado y tembloroso, con los ojos hundidos como negros pozos en la cara exangüe surcada por una red de finas cicatrices. Una rala barba negra le ocultaba el estrecho mentón, y llevaba la cabeza afeitada salvo por la larga coleta de corsario. El desgraciado vestía un kheitan de aspecto provinciano, de cuero rojo labrado con el sello de un pico de montaña. Fuerlan, rehén de la corte del drachau, miró a Malus con una expresión en la que se combinaban el miedo y la cólera.
Detrás de Lurhan y sus acompañantes, un trío de esclavos trabajaba con el conjunto de las cadenas plateadas que pendían del centro del techo de la sala. Grandes garfios afilados colgaban de las cadenas a diferentes alturas. En las proximidades había pequeñas mesas sobre las que descansaban juegos de brillantes instrumentos colocados sobre paños de seda.
Los dos guardias retrocedieron hasta las sombras de la puerta, y dejaron a Malus en el suelo. El noble devolvió la mirada a Lurhan y ejecutó una ostentosa reverencia.
—Bien hallado, padre y vaulkhar —jadeó—. Es un honor ser invitado a tu torre, por fin. Aunque, considerando la compañía que has escogido, tal vez no sea el privilegio que yo pensaba que era.
Lurhan lanzó un siseo colérico.
—¡Patán insolente! No supongas que puedes hablarme como a un igual. ¡Has sido una mancha en el honor de esta casa desde el momento en que naciste! ¡Ojalá hubiera podido entregarte al caldero cuando no eras más que un bebé!
Junto al vaulkhar, Urial se puso levemente rígido, pero su fría expresión no delató ni uno solo de sus pensamientos. A diferencia de Malus, él sí que había sido arrojado al caldero del Señor del Asesinato para ofrecer su cuerpo deforme como sacrificio... y había emergido de él intacto, como uno de los elegidos de Khaine.
—¿Hablarte como a un igual, temido Lurhan? Creo que eres tú quien está haciendo suposiciones —dijo Malus con lentitud, intentando no farfullar.
El sonido de las palabras le reverberaba en el cuerpo como si hablara bajo el agua; sin duda, era un efecto secundario de las drogas reconstituyentes.
—Nunca podríamos ser iguales. Jamás podría siquiera ascender hasta el nivel del resto de tus bastardos. Tú mismo te ocupaste de que así fuera. Me diste apenas el sustento suficiente para sobrevivir, lo justo para cumplir con tus obligaciones para con mi madre, y luego me abandonaste para que languideciera.
—No estás aquí para hablar, bastardo, sino para sufrir —dijo el vaulkhar—. No te bastó con endeudarte con un puñado de nobles insignificantes, una deuda que me vi obligado a pagar cuando tú no pudiste hacerlo; no, también manchaste el honor del propio drachau al ponerle las manos encima a su rehén y hacer peligrar la tregua con Naggor.
—La tregua de unas hostilidades que iniciaste tú —contestó Malus—. El Rey Brujo te ordenó que invadieras Naggor y apartaras a Eldire de su hermano, pero fuiste tú quien reclamó privilegios de conquistador y la trajo al Hag, en lugar de enviarla a Ñaggarond. —Malus se irguió, oscilante, y clavó en su padre una mirada de puro odio—. ¿Te ha servido bien ella, padre? ¿Te ha mostrado el futuro y te ha conducido por el sendero de la gloria? ¿O acaso descubriste, demasiado tarde, que ella comparte sólo lo que quiere, y sólo cuando conviene a sus arcanos planes? Pero ¿eres lo bastante osado como para enfadarla aun ahora, cuando el drachau ha ordenado mi muerte? —Le dedicó una sonrisa lobuna—. ¿Te atreves a tentar su ira con mi muerte?
Lurhan hizo un gesto, y los esclavos druchii se le acercaron; podía oírse el roce de los hábitos, que descansaban sobre los pies descalzos.
—No te mataré —dijo el vaulkhar—. Te haré daño. Sufrirás agonías durante días enteros, hasta que me implores que acabe el dolor. Sin embargo, haré todo lo que esté en mi poder para ayudarte a que te aferres a la vida durante cada uno de esos días. Te pondré ungüento en los nervios desnudos y te lavaré las heridas en carne viva, y haré oídos sordos a tus ruegos de misericordia. Si mueres, será porque tú lo desees. Puedes cortarte la lengua de un mordisco y ahogarte en tu propia sangre, o simplemente hacer que tu corazón deje de latir; he visto cómo eso les sucedía a druchii mucho más fuertes que tú. No, yo no te mataré. Esa es una decisión que deberás tomar tú. —Estudió a su hijo con severidad mientras los esclavos lo ponían de pie—. Ningún druchii ha sobrevivido jamás a mis atenciones durante más de cinco días. Creo que tú estarás muerto en tres, y Eldire no podrá culpar a nadie más que a su hijo de débil voluntad.
Los esclavos arrastraron al noble hacia las cadenas. Malus miró al vaulkhar por encima del hombro, con ferocidad.
—Nunca he dejado de decepcionarte, padre —gruñó—. Recuerda mis palabras: volveré a hacerlo, y tú vivirás para lamentarlo.
Lurhan rió entre dientes y fue a inspeccionar sus instrumentos. El noble intentó luchar, pero tenía las extremidades pesadas e inútiles.
«Despiértate, demonio —pensó Malus, con furia—. Ahora no es necesario persuadirme. ¡Préstame tu poder!»
El demonio se desenroscó dentro del pecho del noble.
—Muy bien, tendrás lo que pides —respondió el demonio—. Cuando llegue el momento adecuado.
Obligaron a Malus a arrodillarse otra vez. Unas manos le quitaron los andrajosos ropones que le cubrían la espalda. Uno de los esclavos estudió atentamente las cadenas y cogió un brillante garfio, sin hacer caso del grito de cólera del noble.
No había final para el dolor.
Malus colgaba de las plateadas cadenas, e incluso la leve brisa que él mismo producía al girar lentamente lo atormentaba. Cuando el vaulkhar dejaba los manchados instrumentos, el propio aire bastaba para torturarle los nervios y los músculos desnudos.
Se sentía marchito y endurecido como madera petrificada. Las heridas ya no sangraban. Al principio, podía medir el paso del tiempo por el regular goteo de la sangre sobre las baldosas, pero entonces ya no había procesión de minutos y horas. Sólo había períodos de agonía que daban paso a irregulares ratos de sufrimiento constante. Mientras colgaba de las cadenas y aguardaba el regreso del vaulkhar, sentía que la vida se le escapaba, que se retiraba de él como la marea. Sin embargo, cada vez que su espíritu languidecía, algo oscuro y vital afluía al vacío que crecía dentro y le confería una pequeña cantidad de fuerza. A veces, el demonio le susurraba en un idioma cuyas palabras no comprendía y que, no obstante, se le grababan profundamente en los huesos.
Cada vez que Lurhan acababa con él, los esclavos atendían cuidadosamente el destrozado cuerpo con sofisticados ungüentos y pociones. Le metían por los desgarrados labios una mezcla de vino y
hushalta
a través de un fino tubo metálico. No bastaba para permitirle dormir, pero sí que lo hacía soñar.
La baldosa que estaba debajo de él crujió.
Miró hacia abajo y sintió que los garfios le tiraban dolorosamente de los músculos de los hombros. La pizarra estaba abultándose, volviéndose cóncava; se oyó otro largo crujido, y entonces, con un chasquido seco, la baldosa se hizo añicos y se hundió. Debajo, la oscuridad era absoluta, como el corazón de la mismísima Madre Oscura.
«¡Qué oscuridad! —pensó—. ¡Qué poder! Sácame de este lugar y déjame caer como un rayo sobre aquellos a los que desprecio.»
Algo se movió dentro de la negrura. Pareció cambiar de postura y acomodarse, aunque no tenía ni idea de cómo lo sabía; simplemente sintió el movimiento, como si la negrura antigua presionara contra su piel destrozada.
De la oscuridad ascendió un guantelete enorme con las puntas de los dedos en forma de afiladas garras. Los largos dedos, de una factura casi delicada, se estiraron con gracilidad lenta y malevolente.