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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Tres ratones ciegos (16 page)

* * *

—¡Salvajes! —dijo Clarice Vane indignada, a su tío, el doctor Haydock—. Algunas personas son completamente salvajes.

Él la miraba con curiosidad.

Era una muchacha alta, morena, bonita, ardiente e impulsiva. Sus grandes ojos castaños brillaban de indignación al decir:

—Todas esas arpías... diciendo... insinuando cosas...

—¿Sobre Harry Laxton?

—Sí, acerca de su aventura con la hija del estanquero.

—¡Oh, eso...! —El doctor encogióse de hombros—. La mayoría de los hombres han tenido aventuras de esta índole.

—Naturalmente. Y todo ha terminado. Así, ¿por qué volver a ello y sacarlo a relucir al cabo de tantos años? Es como los cuervos, que se ceban en los cadáveres.

—Querida, yo creo que ésa es una simple opinión tuya. Tienen todos tan poco de qué hablar, que tienden a sacar a la luz pasados escándalos. Pero siento curiosidad por saber por qué te preocupa tanto.

Clarice Vane mordióse el labio y enrojeció, antes de responder con voz velada.

—¡Parecen... tan felices! Me refiero a los Laxton. Son jóvenes y están enamorados, y la vida les sonríe. Aborrezco pensar que puedan destrozar su felicidad con cuchicheos, indirectas y todas esas bestialidades de que son capaces.

—¡Hum! Comprendo.

—Acabo de hablar con él —continuó Clarice—. ¡Es tan feliz y está tan excitado, ansioso y... emocionado... por haber podido realizar su deseo de reconstruir Kingsdean! Parece un niño. Y ella... bien, supongo que no ha hecho nada malo en toda su vida. Siempre ha tenido de todo. Tú la has visto. ¿Qué opinas de ella?

El doctor nada respondió de momento. Para otras personas, Luisa Laxton podía ser un motivo de envidia. Una niña mimada por la fortuna. A él sólo le trajo la memoria una canción popular que oyera muchos años atrás «Pobre niña rica...»

* * *

—¡Uf! —Era un suspiro de alivio.

Harry volvióse divertido para mirar a su esposa, mientras se alejaban de la fiesta en su automóvil.

—Querido, ¡qué reunión tan espantosa!

Harry echóse a reír.

Sí, bastante. No te importe cariño. Ya sabes, tenía que suceder. Todas esas viejas solteronas me conocen desde que era niño, y se hubieran sentido terriblemente decepcionadas de no haber podido contemplarte bien de cerca.

Luisa hizo una mueca.

—¿Tendremos que tratar a muchas?

¿Qué? ¡Oh, no!, vendrán a verte, tú les devuelves la visita y ya no necesitas preocuparte más. Puedes tener las amistades que gustes, aquí o donde sea.

Luisa preguntó al cabo de un par de minutos:

—¿No hay ningún lugar de diversión por aquí cerca?

—¡Oh, sí! El condado. Aunque es posible que también te parezca algo aburrido. Sólo se interesan por bulbos, perros y caballos. Claro que puedes montar. Eso te distraerá. En Ellington hay un caballo que quiero que veas. Es un animal muy hermoso, perfectamente adiestrado, no tiene el menor vicio y es muy fogoso.

El coche aminoró la marcha para tomar la curva y cruzar la verja de Kingsdean. Harry apretó con fuerza el volante y lanzó un juramento al ver una figura grotesca plantada en medio de la avenida, y que por suerte consiguió esquivar a tiempo. La aparición siguió en el mismo sitio, mostrándole un puño crispado y lanzando maldiciones.

Luisa se asió del brazo de Harry.

—¿Quién es esa... esa horrible vieja?

—Es la vieja Murgatroyd. Ella y su marido eran los guardianes de la antigua casa. Vivieron en ella durante cerca de treinta años.

—¿Por qué te ha amenazado con el puño?

Harry enrojeció.

—Ella..., bueno, está dolida porque he echado abajo la casa. Claro que recibió una indemnización. Su marido murió hace dos años y desde entonces la pobre mujer está algo trastornada.

—¿Está..., está en la miseria?

Las ideas de Luisa eran vagas y en cierto modo melodramáticas. Los ricos siempre evitan enfrentarse con la realidad.

—¡Cielo santo, Luisa, qué ocurrencia! Yo le otorgué una pensión, naturalmente, y buena. Le busque nuevo alojamiento y demás.

—¿Entonces por qué obra así? —preguntó Luisa, extrañada,

Harry habla fruncido el entrecejo.

—¡Oh!, ¿cómo voy a saberlo? ¡Locuras! Adoraba aquella casa.

—Pero era una ruina, ¿verdad?

—Claro que si..., se estaba cayendo..., el tejado se hundía..., era peligroso. De todas maneras supongo que significaba algo para ella. ¡Había vivido tanto tiempo aquí...! ¡Oh, no lo sé! Creo que debe estar loca.

—Creo... que nos ha maldecido —dijo Luisa inquieta—. Oh, Harry, ojalá no lo hubiera hecho.

A Luisa le parecía que su nueva casa estaba envenenada por la figura malévola de aquella vieja loca. Cuando salía en su automóvil, montaba a caballo, paseaba con los perros, siempre encontraba a aquella mujer esperándola. Encorvada, con un astroso sombrero sobre sus greñas grises, y murmurando su letanía de imprecaciones.

Luisa habla llegado a creer que Harry tenía razón..., que la vieja estaba loca. Sin embargo, aquel estado de cosas la contrariaba. La señora Murgatroyd nunca iba a la casa, ni amenazaba concretamente. El recurrir a la policía hubiera sido inútil, y Harry Laxton era contrario a emplear ese medio, ya que, según él, aquello habría de despertar las simpatías del pueblo hacia la vieja. Tomó aquel asunto con mucha más tranquilidad que Luisa.

—No te preocupes, cariño. Ya se cansará de estas tonterías. Probablemente sólo quiere poner a prueba nuestra paciencia.

—No, Harry. Nos... ¡nos odia! Me doy cuenta. Y nos maldice.

—No es una bruja, querida, aunque lo parezca. No te tortures por una cosa así.

Luisa guardaba silencio. Ahora que se había disipado el ajetreo de la instalación, sentíase muy sola, y como en un lugar perdido... Ella estaba acostumbrada a vivir en Londres y la Riviera, y no conocía ni gustaba de la vida en el campo. Ignoraba todo lo referente a jardinería, excepto el capítulo final: «El arreglo de las flores.» No le gustaban los perros, y la molestaban sus vecinos. Cuando más disfrutaba era montando a caballo, algunas veces con Harry, y otras, sola, si él estaba ocupado por la finca. Galopaba por los bosques y prados, disfrutando de aquel bello paisaje y del hermoso caballo que Harry le había comprado. Incluso
Príncipe Hall
, que era un corcel castaño muy sensible, acostumbraba a encabritarse y relinchar cuando pasaba con su ama ante la figura siniestra de la vieja encorvada.

Un día Luisa se armó de valor. Había salido de paseo, y al pasar ante la señora Murgatroyd, hizo como que no la veía, pero de pronto dando media vuelta fue derecha hacia ella y le preguntó casi sin aliento:

—¿Qué le ocurre? ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que quiere?

La anciana parpadeó. Tenía un rostro agitanado y moreno, con mechones de cabellos grises, como alambres, y ojos legañosos y de mirar inquieto. Luisa se preguntó si bebería.

Habló con voz plañidera y no obstante amenazadora.

—¿Pregunta qué es lo que quiero? ¡Vaya! Pues lo que me han arrebatado. ¿Quién me arrojó de Kingsdean House? Yo viví en ella durante cerca de cuarenta años. Fue una mala jugada sacarme de allí y eso les traerá mala suerte a usted y a él.

—Pero tiene usted una casita muy bonita y...

La vieja le interrumpió alzando los brazos, y gritó:

—¿Y eso a mí qué me importa? Es mi casa lo que quiero, y mi chimenea junto a la que me he sentado durante tantos años. Y en cuanto a usted y él, le digo que no encontrarán felicidad en la nueva casa. ¡La tristeza negra pesará sobre ustedes! Tristeza, muerte y mi maldición. ¡Ojalá se coman los gusanos su hermoso rostro!

Luisa puso su caballo al galope mientras pensaba:

«¡Tengo que mancharme de aquí! ¡Debemos vender la casa, y salir de aquí!»

Y en aquel momento la solución le pareció muy fácil, mas la incomprensión de Harry la desconcertó por completo al oírle decir:

—¿Marcharnos? ¿Vender la casa... por las amenazas de una vieja loca? Debes haber perdido el juicio.

—No, no lo he perdido..., pero ella…, ella me asusta. Sé que va a ocurrir algo.

Harry Laxton repuso, ceñudo:

—Deja a la señora Murgatroyd en mis manos. ¡Yo la arreglaré!

Una buena amistad se había ido desarrollando entre Clarice Vane y la joven señora Laxton. Las dos muchachas eran aproximadamente de la misma edad, aunque muy distintas en sus gustos y maneras de ser. En compañía de Clarice, Luisa conseguía tranquilizarse. Clarice era tan competente, parecía tan segura de si misma, que Luisa le contó lo de la señora Murgatroyd y sus amenazas, pero su amiga pareció considerar aquel asunto como más molesto que otras cosas.

—Es una tontería —le dijo—. Aunque, la verdad, debe resultar muy enojoso para ti.

—¿Sabes, Clarice? Algunas veces me siento verdaderamente asustada, y mi corazón late a una velocidad terrible.

—¡Ah, tonta!, no debes consentir que te deprima una cosa así. Pronto se cansará esa vieja y os dejará en paz.

Luisa guardó silencio durante unos minutos y Clarice le preguntó:

—¿Qué te ocurre?

Luisa tardó en contestar, y su respuesta fue como un desahogo.

—¡Aborrezco este lugar! ¡Odio el vivir aquí! Los bosques y la casa, el horrible silencio que reina por las noches y el extraño grito de las lechuzas. Oh, y la gente y todo.

—La gente. ¿Qué gente?

—La gente del pueblo. Esas solteronas chismosas que todo lo fiscalizan.

—¿Qué es lo que han estado diciendo? —quiso saber Clarice.

—No lo sé. Nada de particular. Pero tienen una mentalidad mezquina. Cuando se habla con ellas se comprende que no hay que confiar en nadie..., en nadie en absoluto.

—Olvídalas —dijo Clarice apresuradamente—. No tienen otra cosa que hacer sino chismorrear. Y todo o casi todo lo que dicen lo inventan.

—Ojalá no hubiera venido nunca a este sitio. Pero a Harry le gusta tanto... —su voz se dulcificó haciendo que Clarice pensara: «¡Cómo le adora!»

—Debo marcharme ya —dijo de repente.

—Haré que te acompañen en el coche. Vuelve pronto.

Luisa sintióse consolada con la visita de su amiga. Harry se mostró satisfecho al encontrarla más contenta y desde entonces la animó para que invitara a Clarice más a menudo.

Un día le dijo:

—Tengo buenas noticias para ti, querida.

—Oh, ¿de qué se trata?

—Me he librado de la Murgatroyd. Tiene un hijo en América y lo he arreglado todo para que vaya a reunirse con él. Le pagaré el pasaje.

—¡Oh, Harry, cuánto me alegro! Creo que, después de todo, es muy posible que llegue a gustarme Kingsdean.

—¿Que llegue a gustarte? ¡Pero si es el lugar más maravilloso del mundo!

Luisa se estremeció ligeramente. No podía librarse tan fácilmente de su temor supersticioso.

Si las damas de Saint Mary Mead habían esperado disfrutar el placer de informar a la novia sobre el pasado de su marido, vieron frustradas sus esperanzas a causa de la rápida intervención de Harry Laxton.

La señorita Harmon y Clarice Vane se hallaban en la tienda del señor Edge, la una comprando bolas de naftalina y la otra un paquete de bicarbonato, cuando entraron Harry Laxton y su esposa.

Tras saludar a las dos mujeres, Harry dirigióse al mostrador para pedir un cepillo de dientes. De pronto se interrumpió a media frase exclamando calurosamente:

—¡Vaya, vaya, miren quién está aquí! Yo diría que es Bella.

La señora Edge, que acababa de salir de la trastienda para atender a la clientela, le sonrió alegremente mostrando su blanca dentadura. Había sido una joven morena muy hermosa, y aún resultaba una mujer atractiva, a pesar de haber engordado. Sus grandes ojos castaños estaban llenos de expresión al responder:

—Sí; soy Bella, señor Harry, y estoy muy contenta de volver a verle, después de tantos años.

Harry volvióse a su mujer.

—Bella es una antigua pasión mía, Luisa —le dijo—. Estuve locamente enamorado de ella mucho tiempo, ¿no es cierto, Bella?

—Eso es lo que usted decía —repuso la señora Edge.

Luisa, riendo, exclamó:

—Mi esposo se siente muy feliz al volver a ver a todas sus viejas amistades.

—¡Ah! —continuó la señora Edge—, no nos hemos olvidado del señor Harry. Parece un cuento de hadas el que se haya casado y construido una nueva casa sobre las ruinas de Kingsdean House.

—Tiene usted muy buen aspecto y está muy guapa —dijo Harry, haciendo reír a la señora Edge quien preguntó cómo deseaba el cepillo de dientes.

Clarice, viendo la mirada contrariada de la señorita Harmon, díjose para sus adentros:

«¡Bien hecho, Harry! Has descargado sus escopetas.»

El doctor Haydock decía a su sobrina con rudeza:

—¿Qué son esas tonterías que circulan acerca de la vieja Murgatroyd... que si amenaza con el puño... que si maldice al nuevo régimen...?

—No son tonterías. Es bien cierto. Y esto molesta bastante a Luisa.

—Dile que no necesita tomarlo así. Cuando los Murgatroyd eran los guardianes de Kingsdean House no cesaban de quejarse ni un minuto. Y sólo se quedaron allí porque Murgatroyd bebía y no era capaz de encontrar otro empleo.

—Se lo diré —replicó Clarice—, pero me parece que no va a creerte. Esa vieja está loca de rabia.

—No lo comprendo. Quería mucho a Harry cuando éste era pequeño.

—¡Oh, bueno! —repuso Clarice—. Pronto nos libraremos de ella. Harry le paga el pasaje para América.

Tres días más tarde, Luisa cayó del caballo que montaba y murió.

Dos hombres que repartían el pan con un carretón fueron los testigos del accidente. Vieron a Luisa cruzar la verja, y a la vieja que aguardaba fuera amenazarla con el puño y gritando. El caballo se encabritó, y luego lanzóse al galope desenfrenado por el camino, arrojando a la amazona por encima de las orejas.

Uno de los panaderos quedó junto a la figura inanimada sin saber qué hacer, mientras su compañero se dirigía a la casa en busca de auxilio.

Harry Laxton salió a todo correr, con el rostro descompuesto. La colocaron en el carretón para llevarla hasta la casa, donde murió sin recobrar el conocimiento y antes de que llegara el médico.

(Fin del manuscrito del doctor Haydock.)

Cuando al día siguiente llegó el doctor Haydock, notó con satisfacción que las mejillas de la señorita Marple tenían un tinte rosado, hallándola decididamente mucho más animada.

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