Tríada (32 page)

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Authors: Laura Gallego García

Un poco más lejos, los szish se enfrentaban a una muchacha que portaba un extraño báculo luminoso, y a una sombra veloz que saltaba de roca en roca, disparando dardos parecidos a arpones, que lanzaba desde una pequeña ballesta con notable puntería.

Sólo eran dos mujeres, y del chico de la espada de fuego se encargaría Shissen; y, sin embargo, los szish no se confiaron, porque eran seres inteligentes y sabían que alguien que podía sorprenderles de la manera en que aquellos tres lo habían hecho era un rival a tener en cuenta.

La chica del báculo se había parapetado en un lugar en el que sólo podían acercarse a ella de dos en dos, y la hembra yan era prácticamente inalcanzable porque se movía por la parte alta del desfiladero, disparando sus mortíferos dardos desde allí. Los szish pronto aprendieron a mantenerse alejados del báculo, pero no podían hacer nada ante las poderosas centellas que lanzaba contra ellos.

Jack sintió la furia del dragón palpitando en sus sienes, notó que su cuerpo emitía más calor del habitual, y dejó que su fuego se canalizara a través de su espada. El cuerpo ondulante del shek lo rodeaba por todas partes, envolviéndolo, confundiéndolo, pero el muchacho lo mantenía alejado con el filo de Domivat. La serpiente chilló y se lanzó sobre él, como un relámpago letal; Jack descargó una estocada y la obligó a retroceder.

Parecía desconcertada, y Jack entendió de pronto por qué. Notó los esfuerzos del shek por paralizarlo con su poder hipnótico que, por alguna razón, no le afectaba. El chico recordó cómo, no hacía mucho, la fuerza mental de Kirtash lo había mantenido inmóvil como una estatua, atrapado como un insecto en la red de una araña. Entonces sólo la intervención de Victoria lo había salvado de la ira del shek. Pero habían pasado muchas cosas desde aquella noche, Jack había cambiado, se sentía más fuerte y poderoso que nunca. Y ya no volvería a temer a las serpientes, porque sabía que no era inferior a ellas, que estaban en plano de igualdad. Por tanto, ellas no podían infundir en él el terror paralizante que inspiraban a otras víctimas.

Con un grito salvaje, Jack se abalanzó sobre la criatura y consiguió sajar su largo cuerpo ondulante. El shek chilló de dolor y retorció la cola para apagar las llamas. Jack notó que el dragón exigía ser liberado.

—¡Jack! —La voz de Victoria lo trajo de vuelta a la realidad. Percibió que ella y Kimara se habían abierto paso entre los szish y corrían por el desfiladero, hacia el interior de Awinor. Se esforzó por controlarse y echó a correr tras ellas.

No debió darle la espalda al shek. Jack sintió cómo la serpiente se alzaba tras él, oyó su inconfundible siseo y se dio la vuelta para hacerle frente...

...pero algo se interpuso entre ambos, y un rayo luminoso acertó al shek en plena cara. La serpiente siseó, enfurecida, y retrocedió. Clavó su mirada en Victoria, que aún alzaba el báculo en alto, y la observó con cautela, a una prudente distancia.

—No te atrevas a tocarlo —le advirtió la muchacha, muy seria.

Jack pensó que seguirían luchando, y una parte de él se estremeció de alegría. Deseaba con toda su alma matar a aquel shek, dar rienda suelta al odio irracional que aquellas criatura, le inspiraban.

Pero Victoria dio media vuelta y echó a correr, tirando de él y obligándolo a ponerse en marcha.

Y los dos corrieron hacia el corazón de Awinor, dejando atrás a las serpientes.

Shissen los vio marchar. Se pasó la lengua bífida por la cara para lamerse la herida que le había producido la magia del báculo. También tenía lesiones en la cola y en el ala derecha. Nunca nadie la había herido de aquella manera.

—¿Los perseguimos? —preguntó el capitán de los szish.

Shissen paseó la mirada por lo que quedaba de su tropa. Siete hombres-serpiente, dos de ellos heridos.

«No —dijo por fin—. Daremos la alarma y pediremos refuerzos. Han logrado entrar, pero no conseguirán salir vivos de ahí.»

Sus ojos tornasolados relucieron un instante, recordando el fuego de aquella espada detestable. Con un poco de suerte, sus superiores le permitirían volver a enfrentarse a aquel dragón. Quería ser ella quien tuviera el placer de matarlo.

Kimara se acurrucó junto a una roca, temblando.

—Yo no voy a seguir más allá —dijo.

Jack se inclinó junto a ella.

—Pero no puedes quedarte aquí. Es peligroso.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo, Jack. ¿No lo entiendes? Los yan admiramos y respetamos a los dragones como a hermanos mayores, pero también como a seres superiores a nosotros. Awinor era un lugar sagrado, y ahora que es todo lo que queda de los dragones... más aún. Ningún yan se atrevería a profanarlo con su presencia. No me obligues a hacerlo.

Jack asintió, aunque no del todo convencido.

—¿Nos esperarás, pues?

Kimara lo miró con intensidad.

—Te esperaré —le prometió.

Jack sonrió y le oprimió la mano, con cariño.

—No tardaremos. Ten cuidado, ¿vale?

Se reunió con Victoria un poco más allá, y juntos prosiguieron su camino hacia el corazón de Awinor.

El paisaje que los recibió resultaba desolador. El suelo era gris y polvoriento, cubierto aún por las cenizas provocadas por el fuego que quince años atrás había hecho arder aquella tierra por los cuatro costados. El cielo estaba velado por una neblina siniestra que no dejaba ver los soles. De cuando en cuando, alguna ráfaga de viento levantaba remolinos de polvo que se le, enredaban en los tobillos.

Pronto vieron el primer dragón, o lo que quedaba de él, apenas un enorme esqueleto blanquecino semienterrado en la ceniza. La mano de Jack buscó la de Victoria y la oprimió con fuerza. La muchacha tenía el corazón encogido, y miró a su amigo, preocupada.

—¿Estás seguro de que quieres seguir, Jack? —le preguntó con suavidad.

Jack apretó los dientes y asintió, con firmeza.

Caminaron todo el día sobre el polvo gris, entre esqueletos de dragones. Algunos estaban destrozados, señal de que habían caído desde el cielo bajo la mortífera luz de la conjunción. Otros aún tenían las fauces abiertas, en un mudo grito de terror, o de auxilio, o, simplemente, de muerte.

Jack no dijo una palabra durante todo el trayecto. Se limitaba a caminar, como un autómata, pero Victoria vio que tenía los ojos húmedos, y no le soltó la mano en todo aquel tiempo. Era el único consuelo que podía ofrecerle, porque sentía que no había palabras que pudieran calmar la amargura, el desconcierto y la impotencia del muchacho ante aquel espectáculo desolador. Comprendió entonces por qué Christian le había dicho, al despedirse de ella, que Jack la necesitaba más que nunca en aquellos momentos. Y, aunque seguía añorando muchísimo al shek, se alegró de haber ido con Jack, y supo que era allí, en Awinor, donde debía estar.

Se dio cuenta entonces de que Jack caminaba en una dirección determinada. Y era extraño, porque daba la sensación de que el chico no sabía muy bien adónde iba, al menos no de manera consciente. Finalmente, cuando la neblina se había tornado rojiza bajo la luz del último atardecer, Jack se detuvo ante un cerro y lo contempló, con emoción contenida.

—Es aquí —dijo solamente.

Victoria alzó la mirada y vio una cueva que se abría en lo más alto.

Habían visto muchas como aquélla horadando las montañas, nidos de dragones, de los que toda vida había huido tiempo atrás y, sin embargo, Jack no les había prestado atención. Victoria tragó saliva, comprendiendo por qué aquélla era especial, y miró a Jack, inquieta, sorprendida de que su instinto fuera tan certero.

Jack llegó hasta la base del cerro y comenzó a trepar por los riscos. Victoria dudó. Sabía que aquel era un momento muy importante para él y no estaba segura de si debía esperarlo fuera, para dejarle intimidad, o bien acompañarlo y estar a su lado para ofrecerle su apoyo. Por fin optó por seguirle.

Para cuando consiguió alcanzar la entrada de la cueva, Jack ya se internaba por ella. Desenvainó a Domivat para que su fuego iluminase el interior, como tina antorcha. Victoria reprimió un pequeño grito de horror.

Restos de huevos, pequeños esqueletos de dragones en miniatura... aquello era como una versión reducida de lo que habían contemplado fuera, pero peor, mucho peor. Al fin y al cabo, los dragones eran seres poderosos, y ver sus restos inspiraba tristeza y respeto. Pero aquellas criaturas, muertas nada más salir del huevo, no habían llegado a ver la luz de los tres soles. Era espeluznante, y tan injusto que a Victoria se le llenaron los ojos de lágrimas.

Se reunió con Jack al fondo de la caverna. El muchacho se había arrodillado junto a los restos polvorientos de un huevo de dragón, grande y moteado, igual que los demás. Pero para, Jack no era un huevo más.

—¿Es éste? —susurró Victoria, acuclillándose junto a él.

Jack asintió en silencio. Tenía los ojos húmedos y, cuando los cerró, las lágrimas recorrieron sus mejillas. Victoria lo abrazó con todas sus fuerzas.

—Nací de este huevo —dijo Jack, entre entristecido, maravillado y perplejo— Lo sé, estoy tan seguro como si llevara escrito mi nombre en la cáscara.

Victoria lo meció entre sus brazos, acariciándole el pelo con cariño.

—Pero también... nací de una mujer humana —prosiguió Jack, confuso— En un hospital, como tantos otros bebés humanos de nuestro mundo. Es muy... extraño.

Victoria no pudo evitar pensar en ella misma. No había conocido a sus padres humanos; si viajase a Alis Lithban no encontraría tampoco evidencias de su nacimiento como unicornio, nada parecido a las cáscaras de un huevo.

Apartó de su mente aquellos pensamientos. No quería plantearse dudas sobre sus orígenes, era demasiado descorazonador. Decidió centrarse en el presente... y en el futuro, y en ambos veía el rostro de Jack. También el de Christian... pero, en aquellos momentos, era con Jack con quien debía estar.

Esta vez fue ella quien buscó la mano de él para estrecharla con fuerza. Juntos salieron del nido del dragón y descendieron por la falda de la montaña.

Entonces, una ráfaga de viento levantó la neblina a su alrededor, y vieron allí cerca los restos de otro dragón. Habían visto tantos esqueletos ya que a Victoria no le llamó la atención, pero Jack se detuvo en seco y se lo quedó mirando. Entonces soltó la mano de Victoria y echó a correr hacia allí. La muchacha lo siguió, con el corazón encogido.

Lo encontró de rodillas sobre las cenizas, junto al enorme cráneo del dragón, una calavera que exhibía unos poderosos dientes y dos cuernos que se proyectaban hacia atrás desde su frente. Era algo tétrico y amenazador y, sin embargo, Jack lo acariciaba como si fuera lo más hermoso del mundo. Alzó hacia Victoria sus ojos verdes, inundados de lágrimas.

—Es... es mi madre, Victoria.

Ella se llevó una mano a los labios, conmovida.

—Jack... —susurró.

El chico sacudió la cabeza, y sus hombros se convulsionaron en un sollozo.

—He tenido cuatro padres, padres humanos, padres dragones, y los cuatro están muertos. —Miró a Victoria—. Tú sabes de qué estoy hablando, a ti te ha pasado igual. ¿No los echas de menos?

—Nunca los conocí —respondió ella con sencillez—. No sé qué es lo que he perdido.

Jack se levantó, su rostro congestionado con una mueca de rabia y de dolor, y miró a su alrededor. Casi pudo oír los susurros de los espíritus de los dragones que habían poblado aquella tierra, antaño hermosa, ahora un siniestro cementerio. Apretó los puños y lanzó un grito desde el fondo de su ser, un grito henchido de tristeza y de impotencia, un grito que se alzó hacia el cielo neblinoso y que sonó como el lamento de todos los dragones del mundo.

Sintió los latidos de su corazón, lentos, pero que sonaban con tanta fuerza que atronaban en sus oídos como el ritmo de tu) tambor. Sintió que la sangre le hervía y que el fuego se desparramaba desde su corazón, inflamándolo por dentro. Dejó que el dragón se apoderara de su cuerpo y fluyera a través de sus venas, de dentro a fuera, regenerándolo, reviviéndolo. Volvió a gritar, y esta vez fue un rugido de libertad.

Cuando abrió los ojos otra vez, supo que ya no era un ser humano. Su respiración era mucho más pesada, su cuerpo más grande, y algo ardía en su interior como el núcleo de una estrella. Estiró las alas y dejó escapar un curioso sonido, parecido a un gañido. Vio a Victoria próxima a él. Le pareció más pequeña y más lejana, e inclinó la cabeza para verla más de cerca.

La muchacha lo contemplaba, maravillada y emocionada. Jack vio reflejado su rostro de dragón en los grandes ojos castaños de ella. Se sintió un poco avergonzado, sin saber por qué. Pero Victoria alzó la mano y acarició su piel escamosa, una piel que brillaba, incluso bajo aquella luz desvaída, con una suave aureola dorada. Sus dedos rozaron su largo cuello, la membrana de sus alas, sus cuernos, su cresta. Y la voz de ella rebosaba amor y ternura cuando susurró su nombre:

Yandrak...

Lejos, muy lejos de allí, en el norte, un joven luchaba una vez más contra una representación de su enemigo. El odio latía en su interior con más fuerza que nunca y, con un salvaje grito, el muchacho descargó su espada contra el dragón, con todas sus fuerzas.

La imagen del dragón parpadeó un breve instante.

Y entonces, el gólem se partió en mil pedazos.

Christian se quedó contemplándolo, con expresión indescifrable. Haiass palpitaba, ansiosa, sedienta de sangre, sangre de dragón.

—Sí, Haiass —murmuró el shek, sombrío—. Lo sé. Yo también lo he notado.

En sus ojos de hielo brillaba el frío aliento de la muerte.

11
Lo más preciado que puede entregar un unicornio

Kimara no se había movido del lugar donde la habían dejado. Estaba encogida sobre sí misma, al pie de la roca, muy quieta, y eso no era habitual en ella, siempre tan activa y nerviosa. Alzó la cabeza al verlos aparecer entre las brumas.

Se quedó sin aliento. Victoria avanzaba hacia ella, seria y serena. Y junto a ella, caminando en silencio, despacio...

La semiyan se dejó caer de rodillas sobre el polvo, con los ojos llenos de lágrimas. Guando la joven y el dragón llegaron frente a ella, bajó la cabeza, temblando, con reverencia.

—Kimara —dijo el dragón, con una voz profunda y cadenciosa, que sin embargo tenía la suavidad y el cariño de la voz de Jack—, por favor, no hagas eso. Levántate.

Kimara tardó un poco en alzar la cabeza. Pero siguió de rodillas ante él. Lágrimas de emoción surcaban sus mejillas.

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