Tríada (35 page)

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Authors: Laura Gallego García

Dirigió a Alexander una mirada llena de antipatía. El no se inmutó.

Kestra era una joven extraña, solitaria y a veces huraña. Pero también era la mejor piloto de dragones con que contaban los rebeldes. Estaba a cargo de aquel Escupefuego, al que había bautizado como Fagnor, «Centella», y lo quería casi como a una persona.

Sin embargo, había chocado con Alexander prácticamente desde el principio. No sólo había cuestionado que estuviera al mando junto con Denyal, sino que se las había arreglado para demostrar desde el primer momento que, por alguna razón que sólo ella conocía, el líder de la Resistencia no le caía bien. Y la transformación a medias que él había sufrido aquella noche, bajo el plenilunio de Ilea, no había contribuido a mejorar las cosas.

Alexander sentía curiosidad hacia Kestra. Estaba seguro de que no la conocía de nada. Y, no obstante, había algo en ella que le resultaba familiar.

Había preguntado a Denyal al respecto. Pero de los orígenes de Kestra nadie sabía nada. Sólo se sabía que se había unido a los rebeldes varios años atrás, que no tenía familia, y que en sus ojos ardía un odio hacia el imperio de Ashran tan intenso y profundo como su orgullo. No le gustaba hablar de sí misma, pero se rumoreaba que era shiana. Sólo los shianos, cuyo reino había sido totalmente devastado por los sheks, eran capaces de acumular tanto odio hacia ellos.

Alexander tampoco sabía qué edad tenía Kestra. Pero le calculaba poco más de veinte, lo cual significaba que era apenas una niña de no más de siete cuando Shail y él habían abandonado Idhún para viajar a la Tierra. No podía conocerla de entonces, y sin embargo...

La joven alzó la cabeza y encontró los ojos de Alexander fijos en ella.

—¿Qué estás mirando? —le espetó.

—Háblale con más respeto, Kestra —intervino Denyal, muy serio— Es el príncipe Alsan de Vanissar.

—Vanissar —escupió Kestra—. Pueblo de traidores.

—¡Kestra!

Ella dirigió a Denyal una breve mirada, y después clavó sus ojos, repletos de desprecio, en Alexander.

«La conozco —pensó él, de nuevo—. Pero ¿de qué?»

La joven no dijo más. Desapareció en el interior del barco, en dirección a la bodega donde dormía Fagnor, el dragón artificial.

Jack tardó todo el día en aprender a volar.

Al principio incluso dudó que pudiera elevarse en el aire. A pesar de que sus alas eran inmensas cuando las extendía del todo, su flexible cuerpo escamoso era demasiado grande como para poder alzarse del suelo. O, al menos, eso le parecía. Porque pronto descubrió que era algo muy fácil en realidad. Le bastaba con batir las alas para que sus garras se despegasen a un metro del suelo; era como si algo en su interior fuera tan ligero como una pluma, como si su propio espíritu, que deseaba volar hasta las nubes, tirara de su cuerpo. Y se elevaba, se elevaba como las llamas de una hoguera, con tanta facilidad como si hubiera nacido para ello.

Mantenerse en el aire y maniobrar una vez en lo alto ya era algo más complicado. Tuvo que sufrir varias caídas, algunas muy dolorosas; pero cuando el tercero de los soles empezó a declinar anunció que ya estaba preparado para reemprender el viaje... por el aire.

Cuando expuso sus intenciones, Victoria y Kimara cruzaron una mirada dubitativa.

—Estoy segura de que podrías llevarnos por el aire sin dejarnos caer —dijo Victoria—, pero ¿qué me dices de los sheks? Nos esperan fuera, en la frontera. Se abalanzarán sobre nosotros en cuanto te vean en el cielo.

—Ya he pensado en eso —repuso el dragón—. Me las arreglaré para que no me vean, ni me perciban... al menos, no directamente.

Era descabellado. Era una locura, pensaron los tres mientras discutían el plan de Jack. Pero era la única posibilidad que tenían.

Las tres lunas ya estaban altas en el cielo cuando Victoria y Kimara subieron al lomo de Jack... o Yandrak (Victoria no estaba muy segura de cómo debía llamarle cuando presentaba aquel aspecto). El dragón se aseguró de que las dos estaban bien sujetas entre sus alas, y entonces avanzó hasta el cadáver del shek hembra que había matado aquella mañana. Bajó la cabeza y la pasó por debajo del cuerpo de la serpiente, colgándoselo en torno al cuello. Lo aferró entre sus garras y enrolló su cola con la del shek.

Victoria alargó la mano para rozar la piel escamosa de la serpiente. La notó muy fría al tacto, y desvió la mirada, con tristeza. Aquella hembra shek había estado a punto de matar a Jack y a Kimara y, sin embargo, la muchacha no podía dejar de lamentar su muerte. Porque le recordaba a alguien a quien quería mucho, y por un momento, al contemplar el cadáver de la shek, había tenido una breve visión de Christian corriendo la misma suerte. Trató de no pensar en ello.

—¿Podrás cargar con ella? —preguntó—. Es muy grande.

—Me las arreglaré —dijo Jack, aunque no estaba muy seguro.

Batió las alas y se elevó en el aire, con un poderoso impulso. Como Victoria se temía, el peso del shek que cargaba lo desequilibró un poco. Cayeron de nuevo a tierra, pero el dragón volvió a mover las alas, y se elevaron otra vez. Avanzaron por el aire, en un vuelo inestable, hasta que, poco a poco, Jack consiguió equilibrarse. Tenía que hacer un gran esfuerzo para volar cargando con los tres: con Kimara, con Victoria y con aquel shek, cuyo contacto además le provocaba una profunda repugnancia. Pero se esforzó por seguir adelante.

Victoria contenía la respiración. Vio que el suelo quedaba abajo, cada vez más lejos, y se aferró con fuerza al lomo del dragón. Kimara, en cambio, temblaba de miedo. No sabía lo que era volar.

—Tranquila —susurró Victoria, tratando de calmarla—. No tengas miedo. Jack no nos dejará caer.

—Victoria, nos acercamos a la frontera —avisó entonces él.

Ella asintió, comprendiendo. Alzó el báculo y dejó que su magia fluyera a través de los cuerpos de todos para esconderlos bajo el camuflaje mágico.

La idea de, Jack no era del todo mala. Tanto Victoria como Kimara se habían cubierto con las capas de banalidad, con lo que era muy posible que las serpientes no detectaran su presencia. Los sheks percibirían entonces a un dragón y a un shek. Pero, gracias al hechizo que Victoria había aplicado sobre ambos, el dragón presentaba ahora la apariencia de un shek, y el shek, la de un dragón... de manera que, desde tierra, lo que se veía era una serpiente alada cargando con el cuerpo inerte de un dragón.

Era muy posible que los otros sheks acudieran a felicitar a su compañera por haber capturado al último dragón; también era posible que trataran de establecer contacto telepático con ella y sólo recibieran el silencio por respuesta, lo cual los pondría sobre aviso. Tal vez incluso ya hubieran percibido su muerte aquella misma mañana.

Pero Victoria lo dudaba. Aquella hembra shek no actuaba como los demás, se había adentrado en la tierra de los dragones cuando ninguna otra serpiente lo había hecho. Tal vez había desobedecido órdenes directas, órdenes que la obligaban a permanecer en la frontera.

Por tanto, habría sido ella la primera en romper el vínculo telepático. De haber seguido en contacto con sus compañeros, ellos no le habrían permitido acudir sola a luchar contra el dragón.

Y ahora la dejarían que se enfrentase sola al juicio de sus superiores. Había desobedecido, pero, aparentemente y contra todo pronóstico, había tenido éxito en su empresa. Los sheks dejarían que fuera su señor quien juzgase si debía ser castigada o recompensada.

Victoria deseaba haber comprendido lo bastante de las costumbres de los sheks como para poder prever su comportamiento. Si no...

Sobrevolaron las últimas montañas de Awinor, aquellas montañas rojizas de los límites del desierto que de lejos parecían envueltas en sangre. Los tres vieron desde lo alto las tropas que Ashran había concentrado en la frontera. Patrullas de szish vigilaban todos los pasos. Los sinuosos cuerpos de los sheks se deslizaban entre ellas, trazando ondas sobre la arena. Todos ellos alzaron la cabeza al verlos pasar. Victoria casi pudo oír sus siseos al reconocer al dragón y a la hembra shek. Aferró su báculo, en tensión, esperando que las serpientes levantaran el vuelo en cualquier momento para ir tras ellos. Junto a ella, Kimara temblaba, pero se las arreglaba para mantener una expresión resuelta. Jack hervía de odio al sentir a los sheks tan cerca. Victoria acarició su cuello escamoso, tratando de calmarlo.

—Piensa en otra cosa —le dijo—. Por lo que más quieras, piensa en otra cosa.

Poco a poco fueron avanzando hacia el norte, y la frontera quedó atrás. Pero sintieron los ojos de los sheks clavados en ellos durante todo aquel tiempo.

Victoria respiró profundamente, sin terminar de creerse que aquello hubiera funcionado.

Pero entonces, Kimara dio la voz de alarma. —¡Nos siguen!

Victoria se volvió sobre el lomo del dragón, y se le congeló la sangre en las venas al comprobar que algunos sheks habían alzado el vuelo y los seguían a cierta distancia.

—¡Más rápido, Jack!

—¡No puedo! ¡Está condenada serpiente pesa demasiado!

Las serpientes estaban cada vez más cerca, y no cabía duda de que no tardarían en alcanzarlos. La chica se preguntó si valía la pena deshacerse del cadáver del shek para que así Jack pudiera volar más ligero, y desbaratar el engaño, para aprovechar la ventaja que llevaban para huir de los sheks... o arriesgarse y seguir fingiendo un poco más, con la esperanza de que sus perseguidores se limitaran a escoltarlos desde lejos.

Jack decidió por ella. Abrió las garras, bajó la cabeza y dejó caer el cuerpo del shek.

Victoria ahogó una exclamación al ver el cadáver de la serpiente precipitarse hacia el suelo. El engaño se había roto, los sheks sabían ya lo que había sucedido. No tardó en oírlos chillar de ira a sus espaldas.

Pero Jack volaba ahora con mucha más facilidad, y se dirigía, raudo, hacia el norte. Victoria miró a su alrededor, en busca de un lugar donde ocultarse de sus perseguidores. Pero ante ellos sólo se abría el eterno desierto de Kash—Tar.

—¡Allí! —dijo Kimara entonces, señalando hacia el oeste.

Jack y Victoria lo vieron también: un pequeño macizo rocoso que se alzaba a lo lejos en medio del desierto. No era gran cosa, pero si tenían que descender en alguna parte, mejor que fuera en un lugar donde pudieran guarecerse. Jack viró con Cierta torpeza en aquella dirección.

Los sheks estaban cada vez más cerca. Victoria podía sentir el aliento helado que su presencia provocaba en el ambiente, y se encogió sobre el lomo del dragón, preocupada.

—¡Se acercan! —dijo Kimara.

Victoria vio los cuerpos de los sheks ondulando en el aire, reluciendo bajo las lunas como relámpagos de metal líquido, las alas membranosas batiendo el aire, sus hipnóticos ojos clavados en ellos, centelleando de ira. Trató de liberarse de la fascinación que producían en ella y alzó el báculo, cuyo extremo había empezado a palpitar tenuemente. Una de las serpientes silbó, furiosa. Victoria dejó escapar una centella de energía hacia los Sheks más adelantados, pero ellos esquivaron el ataque con elegancia, rizando sus cuerpos anillados. Retrocedieron un tanto y estudiaron el báculo con cautela, evaluando el poder de aquel nuevo contratiempo.

No tardaron en lanzarse de nuevo hacia ellos, sin embargo. El dragón volaba con desesperación hacia las montañas, que aún parecían muy lejanas. Los sheks los seguían a una prudente distancia, y cada vez que se acercaban un poco más, Victoria los hacía recular con la magia que generaba su báculo.

Pero si llegó a pensar en algún momento que lograrían escapar de las serpientes, se equivocaba de medio a medio.

Jack empezaba a descender hacia las montañas, cuando Kimara dijo:

—Ya sólo nos siguen tres; ¿dónde están los demás?

Victoria miró a su alrededor, inquieta. Y entonces vio que el grupo de serpientes se había dividido, y que, sin que ella supiera muy bien cómo, había logrado rodearlos. Había cuatro sheks a su derecha y otros tres a su izquierda, y todos se lanzaban sobre ellos, conscientes de que el dragón no podía luchar contra tantos adversarios a la vez. Victoria hizo funcionar su báculo y consiguió herir en un ala al más adelantado, pero eso no arredró a los demás.

—¡Jack! —exclamó la muchacha.

El dragón no pudo contestarle. De pronto un shek lo atacó desde abajo, arremetiendo contra él con las fauces abiertas y Jack se detuvo bruscamente para recibirlo con las garras por delante y un rugido de ira. Victoria y Kimara estuvieron a punto de perder el equilibrio y gritaron, asustadas. Jack recuperó la posición horizontal, habiendo desgarrado la piel escamosa del shek; pero se había detenido, y en ese breve instante, el grupo que lo perseguía lo alcanzó.

El dragón se volvió hacia ellos, furioso, y vomitó una violenta llamarada que alcanzó a las dos primeras serpientes. Victoria vio, turbada, cómo los sheks chillaban mientras sus cuerpos eran devorados por las llamas.

El fuego atemorizó a las serpientes al principio, pero también inflamó su odio hacia el dragón. Jack se vio rodeado por todas partes de sheks que, suspendidos en el aire, hacían vibrar sus cuerpos ondulantes, siseando de furia. Victoria alzó el báculo y lanzó un nuevo ataque en dirección al oeste. La barrera de sheks se abrió por allí para esquivar su magia ofensiva, y Jack no desaprovechó la oportunidad; voló con desesperación hacia la brecha abierta por Victoria. Aún sintieron el frío contacto de la cola de uno de los sheks, que había llegado a rozarlos.

La persecución se prolongó durante un buen rato más. Los sheks acosaron al dragón, rodeándolo por todas partes, sin lograr acercarse a él lo bastante como para abatirlo, pero consiguiendo herirlo más de una vez, e impidiéndole descender. Cuando el primero de los soles ya asomaba por el horizonte, Victoria empezó a ver con claridad cuál sería el resultado de aquella carrera, porque las montañas habían quedado atrás, Jack estaba agotado y los sheks eran unos perseguidores implacables.

Uno de ellos logró burlar la vigilancia de Victoria y lanzó la cabeza hacia delante, en un movimiento rapidísimo La muchacha dio la voz de alarma, pero era demasiado tarde: los colmillos de la serpiente se habían cerrado sobre una de las patas traseras del dragón.

Jack rugió de dolor, y aunque Victoria consiguió hacer retroceder al shek, el dragón había perdido el equilibrio y, herido y exhausto, se precipitó a tierra.

Kimara gritó, aterrada. Los sheks chillaron, triunfantes, y persiguieron a su víctima, dispuestos a abatirla del todo.

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