Authors: Laura Gallego García
—Sabía que eras tú —murmuró—. El dragón que volaba sobre las montañas. Pensé que lo había soñado, pero no, lo vi de verdad. Y cuando te vi con los limyati... supe que eras tú, aunque ya no parecieses un dragón. Me lo dijo el corazón.
Victoria la miró, extrañada.
—¿Qué quieres decir con que volaba sobre las montañas?
El dragón estiró el cuello y dejó escapar un suave sonido gutural. Entonces cerró los ojos y volvió a transformarse en Jack.
Fue sencillo, al menos al principio; pero, cuando regresó a su cuerpo humano, se vio preso de una extraña debilidad, se le doblaron las piernas y tuvo que apoyarse un momento en Victoria. Y se sintió oprimido, como si estuviese encarcelado en una celda demasiado pequeña. Respiró hondo y, poco a poco, aquella angustiosa sensación fue disipándose.
—Vi a un dragón volando sobre las montañas —estaba explicando Kimara—, un par de días antes de conoceros a vosotros.
Jack y Victoria cruzaron una mirada.
—Pero eso es imposible —dijo Victoria—. Jack nunca se había transformado en dragón, ésta es la primera vez... y no quedan más dragones en Idhún. Seguramente te confundiste con otra cosa, tal vez un shek.
—No, no, no —negó Kimara, moviendo la cabeza con nerviosismo—. Era un dragón. Lo sé. Era... era Jack —concluyó, mirándolo con cierta timidez.
Victoria iba a responder, cuando Jack dijo de pronto:
—Sí. Sí, es verdad, era yo. —Se volvió hacia Victoria, un poco desconcertado—. Era eso lo que no recordaba, Victoria. Así fue como escapamos del árbol. Me transformé en dragón y te llevé volando... y luego... luego perdí el sentido.
—¿Y lo olvidaste todo? —Victoria ladeó la cabeza, perpleja—. ¿Me estás diciendo que hace diez días que te transformaste en dragón por primera vez, y no lo recordaste? Y tú —añadió, volviéndose hacia Kimara— ¿por qué no nos lo dijiste?
—¿Cómo iba a saber que Jack nunca se había transformado?
Victoria no sabía si reír, llorar o enfadarse.
—Podríamos habernos ahorrado todo el viaje a través del desierto.
—Pero yo debía venir aquí, Victoria —dijo Jack entonces—. No me arrepiento de haber conocido el lugar donde nací.
Ella lo miró y sonrió, comprendiendo.
Buscaron refugio en las ruinas de la Torre de Awinor, debajo de los elegantes arcos que habían presidido la entrada. La mayoría se habían derrumbado ya hacía tiempo, pero las grandes piedras les proporcionaron cobijo en aquella tierra de hueso y ceniza.
Jack sabía que no sería fácil salir de allí; las gentes de As11ran los aguardarían en cada camino y cada senda que saliese de la tierra de los dragones, pero no quiso tocar el tema aquella noche: los tres necesitaban descansar. Al día siguiente decidirían qué hacer.
Le costó conciliar el sueño, sin embargo. Incluso cuando ya hacía rato que Victoria se había dormido entre sus brazos, como todas las noches, él seguía contemplando las pavesas de la hoguera, con gesto preocupado.
Tampoco Kimara se había dormido. —¿Te encuentras bien? —le preguntó ella. Jack sacudió la cabeza.
—No, es este lugar. Me recuerda constantemente que todos los dragones están muertos. Que soy el último de mi raza. Es... —intentó encontrar palabras para expresarlo— como si todo Awinor me susurrase que nuestro tiempo ya pasó, que yo estoy fuera de lugar, que no debería existir. Que debería ir... con todos los demás dragones, donde quiera que estén. En el cielo de los dragones, si es que existe algo así.
Kimara asintió, aunque no había entendido del todo sus Últimas palabras.
—Yo tengo un mal presentimiento —dijo—. Los vientos se mueven, las arenas cambian. Debemos estar alerta.
Jack la miró, interrogante, pero ella no dijo nada más.
Terminó por dormirse, sintiendo junto a él la cálida presencia de Victoria. Kimara, en cambio, permaneció despierta toda la noche, vigilante.
Se despertó de golpe horas más tarde, con el corazón latiéndole con fuerza, y miró a su alrededor, alerta. Todavía era de noche, pero una fina línea rosa empezaba a pintar el horizonte.
Se levantó de un salto, despertando a Victoria. Kimara estaba cerca; había trepado a una de las gigantescas losas que habían formado los arcos y desde allí, en cuclillas, escudriñaba el horizonte, escuchando con atención. Jack se reunió con ella.
—¿Oyes algo? —susurró.
—No, y tampoco veo nada. En apariencia no hay nada que temer, pero...
—Shek —cortó Jack, sombrío—. Hay un shek por aquí cerca, lo noto.
—Pero los sheks no se atreven a entrar en Awinor.
—Yo conozco a uno que se atreve a eso y a mucho más —masculló el chico.
—No es él —replicó Victoria, rozando su anillo con la yerna del dedo—. Christian está muy lejos de aquí.
Por toda respuesta, Jack desenfundó su espada y se volvió hacia todos lados, ceñudo.
—Huele a serpiente —insistió—. ¿No notáis el frío?
Victoria asintió. Lo percibía; quizá no con tanta claridad como Jack, pero sí sentía la presencia de un shek, como habría sentido la presencia de Christian sin necesidad de verle.
Kimara no, y por eso, tal vez, en lugar de mirar hacia todos lados, como hacían sus compañeros, clavó sus ojos en Jack, indecisa.
El muchacho había abandonado los restos del pórtico y caminaba al aire libre. Quizá tiempo atrás habría ido con más cuidado, habría intentado ocultarse; pero ahora era un dragón y lo que sentía hacia los sheks no era miedo, sino odio. Estaba deseando que la serpiente saliese de su escondite y plantara cara, para pelear y matarla, tal y como su instinto le exigía.
No contó con que un shek no atacaría de frente, sino por detrás. Y así no vio a la serpiente que se agazapaba sobre la bóveda, encima de él, y a la que acababa de dar la espalda.
Shissen se había cansado de esperar a que el dragón volviese a salir de Awinor. Sentía su presencia cerca, muy cerca, y deseaba hacerle pagar las heridas que había recibido. El odio y la sed de venganza habían sido más fuertes que el respeto hacia el cementerio de los enemigos ancestrales, de modo que había abandonado su puesto de vigilancia y se había deslizado hasta las ruinas de la torre, donde su instinto le decía que se escondía el dragón.
Lo vio salir de su refugio. Llevaba desenvainada aquella abominable espada de fuego, pero estaba de espaldas a ella, y Shissen no quería desaprovechar la oportunidad.
Se lanzó sobre él desde lo alto, silenciosa y letal, con las fauces abiertas, dispuesta a triturar aquel ridículo cuerpo humano que ocultaba al último dragón.
Kimara vio la sombra del shek recortándose sobre la ceniza que cubría el suelo, supo lo que iba a pasar. Sin pensar en lo que hacía gritó el nombre de Jack y echó a correr hacia él.
Jack se volvió, con la espada en alto, y vio la serpiente abalanzándose sobre él. Se dispuso a luchar, aun sabiendo que lo habían cogido por sorpresa, pero una veloz sombra se interpuso entre él y su atacante, en un intento desesperado por protegerlo. Aterrado, Jack vio cómo las fauces del shek se cerraban sobre el cuerpo de Kimara, cómo la criatura alzaba la cabeza s escupía a su presa a un lado, con desprecio, al darse cuenta de que no era el dragón que buscaba. Jack oyó a Victoria chillar el nombre de Kimara, percibió que echaba a correr hacia ella, pero de sus propios labios no salió ni una sola palabra. Temblando de cólera, de odio, de rabia y desesperación, el muchacho arrojó la espada a un lado. Shissen se lanzó sobre él, con un chillido de ira; Jack rugió, sintiendo que la fuerza del dragón se apoderaba de su cuerpo, y se abandonó a él, de buena gana.
Shissen se encontró de pronto luchando contra un furioso dragón dorado. La sorpresa duró sólo unos segundos; enseguida, la hembra shek enrolló su largo cuerpo anillado en torno al de su enemigo, intentando asfixiarlo con su abrazo, mientras sus letales colmillos buscaban un lugar donde clavarse entre las escamas doradas.
Jack estaba loco de rabia. No sabía si Kimara seguía viva o no, pero la simple posibilidad de que la valiente semiyan hubiera muerto por culpa de aquella serpiente, que ni siquiera la buscaba a ella, lo enfurecía hasta hacerle perder el control. Notó sus colmillos hincándose en su hombro, sabía que su veneno era mortal, pero no le importó. Hundió una garra en una de las alas de Shissen, desgarrándola. Sus ojos se encontraron un momento, y Jack sufrió un agudo y salvaje aguijonazo en el cerebro que le hizo rugir de dolor. Volvió la cabeza, sintiendo que le iba a estallar, y exhaló una violenta llamarada a la cara de la serpiente, que chilló agónicamente.
El shek aflojó un momento su presa. Jack no lo dudó: abrió las fauces y mordió con furia el esbelto cuello de su enemigo. Lo oyó chillar, pero eso sólo le hizo cerrar las mandíbulas con más fuerza. Sacudió la cabeza con furia. Notó que le rompía el cuello...
...Y la presión cedió de pronto. Jadeando, Jack se desembarazó del cuerpo del shek. Estaba agotado, y el veneno que la criatura le había inoculado se extendía por su cuerpo, agarrotándolo. Pero se sentía maravillosamente bien... porque había matado a un shek.
Si se paraba a pensarlo, resultaba espeluznante.
Pero no lo hizo. Se arrastró como pudo hasta el lugar donde Victoria trataba de curar a Kimara. La muchacha alzó hacia él sus ojos llenos de lágrimas.
—Se va a morir, Jack.
Jack se dejó caer sobre el suelo, sin fuerzas, pero batió la cola con furia.
—¡No! Victoria, cúrala, haz algo, no la dejes... no puedes dejarla morir. ¡No es justo!
Victoria contempló el rostro de la semiyan, su cuerpo roto por culpa de los colmillos de la serpiente, y sintió un nudo en la garganta. Apreciaba de veras a Kimara, y, además, ahora se sentía en deuda con ella. Y supo cómo podía ayudarla, y qué era lo que debía hacer.
—Apártate un poco, Jack —dijo—. Déjanos solas.
Jack la miró y abrió la boca para replicar, pero había algo en sus ojos que le hizo cambiar de idea. Asintió y se arrastró un poco más lejos, con el corazón encogido. El veneno del shek recorría sus venas; pero los dragones llevaban siglos luchando contra los sheks, y su cuerpo estaba preparado para soportar aquello, al menos durante unos minutos más.
Él tenía esos minutos; Kimara, probablemente, no. De modo que Jack dejó caer la cabeza entre las zarpas y esperó.
Victoria acunó a Kimara entre sus brazos. Algo en su frente lucía como una estrella cuando empezó a hablarle al oído:
—Lo has dado todo por nosotros, Kimara. Has perdido a Jack, y a pesar de ello has seguido a nuestro lado y le has salvado la vida. No te imaginas lo mucho que te debo. Podría curarte, podría devolverte la vida, pero eso no saldaría la deuda que tengo contigo, porque él es para mí mucho más importante que mi propia vida. Por eso quiero darte algo más, lo más valioso que puedo ofrecerte, lo más preciado que puede entregar un unicornio.
Cuando terminó de hablar, ya no era una muchacha de quince años, sino un unicornio de color perla, y sus largas crines acariciaban el rostro de la semiyan. Sintió que la vida se escapaba rápidamente de su cuerpo, pero también percibió que Kimara seguía peleando por cada gota de energía, por cada segundo de existencia, con valentía, con tesón. El unicornio sonrió e inclinó la cabeza sobre ella. La rozó con suavidad, deslizando su cuerno espiralado sobre la piel de ella. La energía fluyó a través del unicornio, a través de su cuerno, pura, limpia y vivaz como un arroyo de las altas montañas, llenando a Kimara por dentro, expulsando el veneno del shek y curando las heridas de la joven. Victoria cerró los ojos, aún sonriendo. Era hermoso, era una experiencia maravillosa la que estaban compartiendo las dos, y supo que en aquel momento se había creado un vínculo entre ambas que nada podría romper.
Se sentía agotada, porque aquel lugar estaba muerto y había tenido que poner en juego todo su poder para extraer el máximo de energía del aire, los restos de magia que flotaban en el ambiente, desprendidos de las ruinas de la torre, que no en vano había sido uno de los núcleos de poder de la Orden Mágica. Pero no quiso transformarse en humana de nuevo, aún no. Aguardó con paciencia hasta que Kimara abrió los ojos y la vio.
Los ojos de la semiyan se agrandaron de la sorpresa. Después, su mirada se dulcificó, y dos lágrimas de alegría rodaron por sus mejillas. Alzó la mano, vacilante, para acariciar el cuello del unicornio, pero se detuvo a medio camino. Se miró los dedos, asombrada. Había algo chispeante en ellos, algo nuevo, vibrante. Alzó la cabeza al darse cuenta de que ese cosquilleo la llenaba por dentro, haciéndola sentir maravillosamente viva.
—¿Qué... qué me pasa?
—Es la magia —dijo su compañera con suavidad—. Eres una maga, Kimara.
Ella se volvió para mirarla, pero el unicornio había desaparecido. A su lado sólo estaba Victoria.
Los ojos de las dos se encontraron. Y Kimara comprendió muchas cosas.
—Gracias —dijo simplemente.
—Gracias a ti —respondió Victoria con sencillez.
Algo se abalanzó sobre ellas, abrazándolas, y por un momento tuvieron la sensación de que se asfixiaban. Pero sólo era Jack, de nuevo transformado en humano, que las estrechaba, loco de alegría.
Victoria curó a Jack con sus últimas fuerzas y después durmió muchas horas seguidas. Jack la sostuvo todo aquel tiempo,
Mientras ella iba, lentamente, recuperando la energía que había perdido. Kimara se sentía todavía perpleja por todo lo que había sucedido.
—Soy una maga —dijo, maravillada—. Y ahora, ¿qué he de hacer?
—Lo poco que sé de los magos es que perfeccionan su arte en las torres de hechicería —dijo Jack, mientras descansaban todavía en el pórtico en ruinas, y Victoria dormía profundamente entre sus brazos—. Como esta en la que nos encontrarnos ahora. 1'ero ya no quedan torres. Todas las que había fueron destruidas o conquistadas por Ashran.
Kimara contempló en silencio los restos de la Torre de Awinor.
—Algún día —se prometió a sí misma— reconstruiré esta torre. Para que vuelva a ser la puerta al reino de los dragones.
—La magia puede resucitar en el mundo —dijo Jack, contemplando a Victoria con cariño—, pero los dragones no, me temo.
—Tú puedes tener hijos —replicó Kimara con desenfado.
Jack enrojeció hasta la raíz del cabello. Pensó inmediatamente en Victoria, y por primera vez se preguntó qué clase de bebés nacerían de una pareja formada por un dragón y un unicornio. Sacudió la cabeza para rechazar aquellos pensamientos.