Tríada (62 page)

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Authors: Laura Gallego García

—No te creo —se rebeló—. No, no te creo. No existen los dioses. No manejan nuestro destino.

«Entonces, ¿por qué no puedes dejar de odiar a los sheks» se rió Sheziss.

Jack volvió la cabeza con brusquedad. Temblaba violentamente, mientras trataba de borrar de su memoria las palabras de Sheziss. Pero la voz telepática de ella seguía sonando en su mente.

«¿Comprendes ahora por qué nos aliamos con Ashran, por qué aceptamos a cambio la extinción de los unicornios? Prometió la muerte de todos los dragones, y lo cumplió con creces. Una vez desaparecidos nuestros enemigos, nosotros seríamos libres y ya no estaríamos obligados a luchar nunca más...»

—¡Cállate! —estalló Jack, pero su voz fue ahogada por el retumbar de un trueno.

La voz de Sheziss, en cambio, no sonaba en sus oídos, sino en su cabeza, por lo que ni todo el ruido del mundo podría silenciarla.

«Vosotros, dragones, habríais hecho lo mismo. Intentasteis acabar con todos nosotros al final de la Segunda Era, y muchos los nuestros fueron exterminados. Pero los supervivientes regresamos a Umadhun... y todos nosotros, dragones, sheks, sabíamos que la guerra no había concluido, que no terminaría hasta que no destruyéramos al último enemigo. Por esa razón, Jack, los sheks han decidido que debes morir; la profecía sólo le importa a Ashran, maldito sea siete millones de veces. Nosotros lo único que deseamos es acabar con los dragones para ser libres... y mientras exista un hálito de vida en ti, dragón, seguirás luchando contra los sheks, peleando en una guerra que no es la tuya... condenado a morir por los dioses que te hicieron lo que es, unos dioses cuyos rostros no contemplarás jamás, porque os abandonaron hace mucho, mucho tiempo... mientras nosotros seguimos aquí, matando y muriendo por su causa, y así será, por toda la eternidad... o hasta que una de las dos razas sea exterminada por completo.»

— ¡Basta! —gritó Jack.

Las palabras de Sheziss creaban imágenes en su mente, retazos de una guerra tan antigua como irrevocable, generaciones de sheks, de dragones, odiándose sin saber por qué, matándose unos a otros. Letales colmillos destilando veneno, fauces vomitando fuego, garras, alas, escamas..., todo se confundía en su mente, hielo, fuego, sangre, odio y muerte...

No pudo soportarlo más. Con un grito que terminó en un rugido, se transformó violentamente en Yandrak, el dragón dorado; se volvió hacia Sheziss, envuelto en llamas. Percibió por un instante el horror en los ojos de la shek, intuyó lo intenso que era el pánico que los sheks sentían hacia el fuego, un elemento que ellos no podían controlar.

Aterrado y confuso, Jack desplegó las alas y, con un poderoso impulso, se elevó en el aire, desafiando los rayos que las nubes descargaban sin piedad sobre la superficie de Umadhun. Y se alejó de allí, de Sheziss y sus palabras, que lo herían como la luz de los soles hiere los ojos de quien ha permanecido largo tiempo en la oscuridad.

Voló durante un rato, errático, sorteando los rayos de manera instintiva, buscando simplemente huir de Sheziss y de la verdad que ella le había revelado...

Hasta que un rayo que cayó cerca de él lo obligó a detenerse bruscamente, y una corriente de aire lo empujó y le hizo perder el control.

Momentos después, caía con estrépito en una hondonada. Jadeó; sacudió la cabeza, aturdido, y el instinto lo llevó a arrastrarse hasta una enorme roca, bajo la cual halló refugio. Plegó las alas sobre su cuerpo y se acurrucó allí, temblando sin fuerzas ni ganas de moverse. Cerró los ojos, todavía conmocionado.

Durante mucho tiempo había sido un muchacho normal había creído conocer su identidad. Después, todo aquello se había hecho pedazos, había empezado a intuir algo grande en él. Al conocer su auténtica naturaleza, su esencia de dragón, ti saber que era parte de la profecía que había de salvar el mundo, se había sentido parte de algo importante. Pero ahora, si las palabras de Sheziss eran ciertas, acababa de descubrir que en el fondo no era nada, no era nadie, sólo un insecto que podía morir en cualquier momento, aplastado bajo los pies de un titán.

Había matado a varios sheks, y ello le había proporcionado un gran placer, una satisfacción que debería haberle parecido siniestra. Pero se había dejado arrastrar por ella. Y ahora que sabía cuál era el origen de aquel sentimiento, quería rebelarse contra él, pero no podía. No era capaz.

Y seguramente miles de sheks y dragones habían experimentado aquel mismo dilema, a lo largo de los siglos. Y muchos de ellos habrían sido conscientes de que no podían escapar del odio, de aquella interminable guerra que estaban condenados a librar. Era... ¿cómo había dicho Sheziss?

«Trágico», pensó Jack.

Respiró hondo. Comprendió entonces la esencia de lo que Sheziss había tratado de enseñarle. No podían escapar del odio, que corría por sus venas igual que su sangre..., pero, con esfuerzo y disciplina, podían elegir contra quién dirigir ese odio.

«No es cierto —se rebeló una parte de él—. Es una serpiente es mentirosa y traicionera. Sólo intenta confundirme. Los dragones odiamos a los sheks porque son malvados. Libramos las guerras que queremos librar. Si quisiéramos, podríamos dejar de luchar. No es verdad lo que dice ella. No puede ser verdad... »

No habría sabido decir cuánto tiempo permaneció bajo la roca, en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Se despejó cuando percibió un movimiento un poco más lejos. Alzó la cabeza. Descubrió que volvía a ser humano.

Se pegó a la roca y se quedó quieto, alerta.

Sí, allí había algo, una forma oscura que se movía entre las rocas. Frunció el ceño. Era demasiado pequeño para ser un shek. Y no reptaba, caminaba.

Con el corazón palpitándole con fuerza, Jack se puso en guardia y se llevó la mano a la espalda, buscando su espada. Recordó entonces que la había perdido al caer por la sima de fuego. Se sintió indefenso de pronto, y dudó un momento. Podría transformarse en dragón, pero no estaba seguro de si era una buena idea. Ya había llamado bastante la atención.

La forma se movió de nuevo un poco más allá. El corazón de Jack se aceleró.

Parecía un ser humano.

Lo había visto, no cabía duda, de forma que no valía la pena tratar de esconderse hasta averiguar quién era aquella persona, y qué hacía allí. Decidió poner las cartas sobre la mesa.

—¡Eh! —exclamó—. Hola, soy amigo. ¿Quién eres?

Oteó las rocas. Un nuevo relámpago iluminó el desolado paisaje de Umadhun, y Jack pudo ver, consternado, que aquella persona, fuera quien fuese, había desaparecido.

Se incorporó un poco, con cautela, y estiró el cuello, intentando ver mejor.

Y entonces algo le cayó sobre la espalda y lo tiró al suelo.

Jack lanzó una exclamación ahogada. Su atacante lo había sorprendido por detrás; se aferraba a él con brazos y piernas, y el muchacho trató de sacárselo de encima. Los dos rodaron por el suelo rocoso.

Jack logró ponerse encima de su agresor y sujetarlo contra el suelo. Un nuevo relámpago iluminó su rostro. El chico se quedó sin aliento al verlo.

Era una mujer. O, al menos, parecía una mujer...

Pero era muy extraña. Sus facciones eran rudas, su frente demasiado ancha, su nariz, pequeña y aplastada, sus ojos estaban hundidos y su mandíbula, muy grande, se proyectaba hacia delante. El cabello oscuro, grueso y enmarañado, enmarcaba un rostro sucio y semibestial.

—¿Quién...? —empezó Jack, confuso, pero no fue capaz de terminar la pregunta, porque algo lo golpeó por detrás.

Antes de caer al suelo, aturdido, pudo ver entre las sombras a más seres parecidos a aquella mujer. Vestían ropas bastas caminaban inclinados hacia delante, con sus largos y velludos brazos balanceándose ante ellos. Sus rostros, aunque barbudos eran similares al de la mujer que había atacado a Jack: de rasgos burdos y primitivos y ojos hundidos. Pertenecían a una raza que Jack no conocía.

Los oyó proferir una salva de sonidos inarticulados que parecían algún tipo de lenguaje. Los sintió acercarse a él, rodearlo, y luchó por no perder el sentido.

Aquellos hombres y mujeres estaban armados con piedras afiladas, y Jack comprendió que, a pesar de lo primitivo de aquellos objetos, él mismo no tendría nada que hacer contra ellos si no se transformaba en dragón.

Trató de incorporarse.

—Esperad... —empezó, pero la mujer que lo había atacado primero lo tiró de nuevo al suelo de un puntapié.

El instinto de supervivencia fue más poderoso. Con un rugido, Jack se transformó en dragón y plantó sus poderosas zarpas sobre la negra roca. Los atacantes lanzaron exclamaciones de sorpresa y retrocedieron un poco. Algunos le lanzaron piedras. Jack gruñó. Antes los había juzgado amenazadores, pero ahora, desde su arrogante altura de dragón, resultaban insignificantes. Podría aplastarlos con facilidad. Pero no quería hacerlo.

Algo se deslizó entonces entre sus patas, con rapidez Jack giró la cabeza y vio a cuatro niños que corrían en torno a él llevando los extremos de dos cuerdas. Cuando entendió lo que estaba pasando, quiso alzar el vuelo, pero era demasiado tarde: las cuerdas habían inmovilizado sus alas y sus patas. Furioso, exhaló una llamarada.

Esto pareció desconcertar a la tribu, porque lanzaron exclamaciones aterradas, y algunos de ellos huyeron. Hubo dos que fueron alcanzados por el fuego del dragón. Entre colérico y confundido, Jack los vio arder en llamas, oyó sus gritos de pánico.

Y entonces llegó Sheziss.

Como un relámpago plateado, su elegante cuerpo ondulante descendió en picado desde el cielo y cayó, con las fauces abiertas, sobre aquellos seres que parecían humanos, pero que no lo eran del todo. Consternado, Jack vio cómo la shek hincaba los colmillos en el cuerpo del atacante más próximo, que se debatió un momento entre sus fauces antes de sucumbir al mortal veneno de la serpiente. Sheziss barrió a otros tres con un golpe de su poderosa cola, como si no hieran más que molestos insectos. Soltó al que había atrapado, y su cabeza descendió de nuevo, como un rayo, buscando una nueva víctima.

Pronto los había ahuyentado a todos. Y los que no habían corrido lo bastante rápido, vacían en torno a ella, muertos.

Con el corazón palpitándole con fuerza, Jack miró a la serpiente, mareado.

—¿Qué... ¿quiénes eran? —acertó a preguntar.

«Sangrecaliente —respondió ella sin mucho interés—. Vámonos de aquí, niño, antes de que te parta un rayo. Hemos de ponernos a cubierto.»

—No, espera, necesito saberlo. ¿Eran humanos?

«¿Qué más da?»

—¿Lo eran, Sheziss?

La serpiente hizo una pausa. Después, con movimientos lentos y calculados, se deslizó hasta colocarse bajo la enorme roca, junto a Jack. El dragón reprimió el odio que su presencia provocaba en él.

Sheziss replegó su largo cuerpo y se hizo un ovillo. Apoyó la cabeza sobre sus anillos y entornó los ojos.

«Puedes llamarlos humanos, si quieres —contestó—. Pero si yo fuera humana, consideraría insultante que me comparasen con ellos.»

—¿Por qué—, ¿Qué son?

«Lo que queda de una de las razas que poblaron Umadhun en tiempos remotos. Una primera versión de los humanos, si quieres llamarlo así. Está claro que los dioses se esmeraron más con los sangrecaliente que crearon para habitar Idhún. Las cosas no siempre salen bien a la primera, ni siquiera en el caso de los dioses.»

Jack sacudió la cabeza. Se sentía muy débil de pronto, sin fuerzas para sostener su cuerpo de dragón; de manera que cerró los ojos y dejó que su esencia humana volviera a transformar su cuerpo en el de un muchacho de quince años.

—Pero... —dijo entonces, confuso—. ¿Son inteligentes?

El cuerpo anillado de Sheziss se estremeció con una risa baja.

«¿Inteligentes, eso?», dijo con desprecio. Jack recordó que la inteligencia de los sheks era muy superior a la de los humanos.

—Tan inteligentes como los humanos, quiero decir.

«No, son mucho menos inteligentes que los sangrecaliente. Sólo algo más listos que las bestias, en todo caso. El lenguaje que utilizan es tan tosco y primitivo que no merece llamarse lenguaje.»

—¿Por qué me han atacado?

«Estaban de caza.»

Jack se quedó helado.

—¿De caza? ¿Quieres decir que me habrían...?

«.,. Comido, oh, sí. Crudo, además. Los sangrecaliente por lo menos saben utilizar el fuego para cocinar sus alimentos. Estos aún no han llegado a tanto.»

—Pero... pero... —pudo decir Jack, perplejo—. Han estado a punto de atraparme en mi forma de dragón. Me han atado...

«Llevan siglos intentando cazar sheks, y ya ves que han desarrollado ciertas tácticas. Muy toscas y poco efectivas.»

—¿Me han confundido con un shek al transformarme?

«No has debido de parecerles muy diferente a nosotros... hasta que los has chamuscado un poco, claro. Ya te he dicho que no son muy listos.»

Jack contempló, pensativo, los cuerpos de los atacantes muertos.

—Éste es un mundo muy extraño —dijo—. Peligroso. Y muy poco acogedor. Entiendo que los sheks quisierais regresar a Idhún.

Sheziss abrió la boca en algo parecido a un bostezo que dejo ver su larga lengua bífida.

«Extraño, peligroso, poco acogedor —repitió—. No nos preocupan esas cosas. Podemos vivir en mundos así. Eso no es lo peor de Umadhun, niño.»

—¿Ah, no? ¿Y qué es lo peor, pues?

Sheziss contempló el eterno manto de nubes que cubría el cielo. Un relámpago iluminó su rostro de serpiente.

«Que es feo. Espantosamente feo. Y aburrido. Espantosamente aburrido.»

Regresaron a los túneles, deprisa. En más de una ocasión estuvieron cerca de ser alcanzados por un rayo, pero por fin lograron llegar a las montañas, sanos y salvos. Se detuvieron un momento en la boca del túnel para descansar.

Jack contempló largo rato el cielo desgarrado por los relámpagos.

—Soy una pieza importante en una guerra de dioses —dijo a media voz—. Una pieza muy importante, pero sólo una pieza al fin y al cabo. ¿Qué sentido tiene luchar en una guerra que no es la mía? La profecía anunció que Victoria y yo mataríamos a Ashran. Siempre pensamos que las palabras de la profecía eran la voz de los dioses, un aviso de lo que iba a suceder. Pero ahora sé que no es así. Los Oráculos no nos dicen lo que va a pasar, ¡no lo que debemos hacer. No nos transmiten el consejo de los dioses, sino sus órdenes. Pero ¿y si yo me negara a cumplirlas? Y si desobedeciera a la voz de los Oráculos?

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