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Authors: Laura Gallego García

Tríada (60 page)

—¿Se hizo realidad? —preguntó el semimago con curiosidad —No —respondió ella tras un instante de silencio—. Se hizo pedazos.

No hablaron más aquella noche.

Pero cuando el sueño selló los párpados de Victoria, las pesadillas regresaron.

En ellas volvía a ver a Jack cayendo a la sima de fuego, una y otra vez; la espada de Christian atravesándole el pecho; el dragón y el shek enfrascados en una pelea a muerte, tan irrevocable como lo era la salida de los soles por el horizonte cada mañana.

Aquella noche, sin embargo, hubo algo distinto. Él le habló a través del anillo.

Victoria lo supo al instante. Sus sueños se interrumpieron y su mente se llenó con la imagen de Christian, sus ojos azules mirándola con seriedad, tan misteriosos y sugerentes como la primera vez que se había contemplado en ellos.

«Victoria —dijo él—. Vienes a mí. ¿Por qué?»

«Ya lo sabes —respondió ella en sueños—. He de matarte.»

«¿Es preciso?»

«No hay otra salida.»

«Sí la hay. No puedo borrar lo que hice, pero sí puedo ofrecerte un futuro. Victoria, no te pido que me perdones. Te pido que no me obligues a enfrentarme a ti. Te pido que te quedes conmigo.»

«No puedo darte lo que me pides. Lo sabes.»

«Pero aún tengo esperanzas de que sí exista otro modo, Victoria. He venido a buscarte. Abre los ojos.»

Victoria despertó de su sueño, bruscamente. Sintió una fresca presencia junto a ella, unos brazos que la rodeaban. Su cabeza reposaba sobre un hombro que ella conocía muy bien.

Yaren se despertó de golpe. Tenía mucho frío de pronto. Se volvió hacia Victoria y se quedó paralizado.

La chica yacía en brazos de un joven desconocido, vestido de negro.

Yaren no tenía ni idea de quién era aquel individuo, cómo había llegado hasta allí ni qué quería de ellos, pero se estremeció sin saber por qué. Y aunque quiso correr a defender a su compañera, no fue capaz de moverse del sitio.

Ninguno de los dos parecía haber reparado en su presencia. Victoria tenía los ojos abiertos, pero no se movía. Si no hubiera sido porque parecía imposible, Yaren habría asegurado que ambos se estaban comunicando de alguna manera, sin palabras. Y tuvo la sensación de que él mismo sobraba allí y que no debía interrumpir lo que quiera que estuviera sucediendo entre ellos.

Se quedó mirándolos, temblando, sin atreverse a intervenir.

Victoria trató de moverse, pero no pudo.

«Me has paralizado —pensó—. ¿Por qué?»

La mano de Christian acarició su cabello. Victoria se sintió sacudida por un océano de sentimientos contradictorios. Por un lado, odiaba al asesino de Jack, deseaba hundir a Domivat en su corazón y vengar la muerte de su amigo. Pero una parte de ella quería volver a abrazar a Christian, dejar que su presencia la inundara por dentro, marcharse con él, como le había pedido, y nunca más separarse de su lado.

«Quería hablar contigo.»

«No hay nada de qué hablar», respondió ella en voz baja; se sintió indefensa en brazos de Christian, pero no tuvo miedo.

«Si me matas —prosiguió él—, ¿qué harás después?»

«No habrá un después —afirmó ella—. Es por eso por lo que debo matarte.»

«No quiero luchar contra ti. Si supiera que eso va a arreglar las cosas, me dejaría matar, lo sabes. Pero no lo haré. ¿Y qué sucederá a continuación? Victoria, lo que está hecho no puede deshacerse, pero si me dejas, dedicaré el resto de mi vida a tratar de aliviar el dolor que te he causado.»

Victoria no respondió. Sintió que Christian le tendía la mano. Lo oyó susurrar en su oído:

—Ven conmigo...

Ella se separó de él, lentamente. Fue entonces cuando descubrió que, a pesar de que el poder mental de Christian seguía activo, a ella ya no podía afectarle. El shek ya no tenía poder sobre ella.

Lo miró a los ojos, con seriedad. El joven titubeó un momento. Parecía intimidado de pronto, pero no retiró la mano

—¿Qué ha sido de la luz de tus ojos? —dijo en voz baja—. Solo veo oscuridad en ellos.

—Es lo que tú mismo has creado —respondió Victoria sin inmutarse.

Se incorporó un poco y aferró el pomo de Domivat, de la que nunca se separaba. Christian retiró la mano, retrocedió un poco y sacudió la cabeza.

—No voy a luchar contra ti.

—No importa adónde vayas, te seguiré hasta encontrarte. No podrás evitarme eternamente.

—Si es necesario, lo haré.

Victoria se levantó de un salto y desenvainó la espada. Christian le dirigió una larga mirada, movió la cabeza, dio unos pasos atrás...

... y desapareció en la oscuridad.

Sólo entonces se atrevió Yaren a moverse.

—¿Quién... quién era ese tipo? —preguntó; se dio cuenta de que tenía la garganta seca.

Había esperado que ella respondiera con un nombre. Pero Victoria dijo, solamente:

—El hombre al que he de matar.

Yaren quiso preguntar algo, pero la mirada de Victoria, una vez más, le dio escalofríos, y permaneció callado. Sin embargo, no pudo evitar pensar, inquieto, que al verlos abrazados, compartiendo aquella extraña comunicación silenciosa, le había parecido ver en ellos más ternura que odio o rencor.

—¿Sabes usar esa espada? —preguntó Yaren al día siguiente.

—No —reconoció Victoria—. Nunca me han enseñado a pelear con espada.

—Lo suponía —asintió él—. No puedes luchar con el báculo y la espada a la vez. Cuando te enfrentaste a nosotros usaste el báculo; está claro que esa espada no es tuya.

—Ahora lo es —repuso ella con suavidad.

Yaren la miró un momento, pensativo.

—Puedo enseñarte a manejarla. No soy un gran experto, pero algo he aprendido en mis años con los bandidos.

Victoria lo miró.

—A cambio, sería todo un detalle por tu parte que me convirtieras en un mago completo —añadió él como si tal cosa.

Victoria siguió mirándolo. Yaren se removió, incómodo.

—Vale, no he dicho nada —se rindió—. Pero te enseñaré de todas formas. No sé quién es el tipo de negro, pero sí sé que es un asesino. Sabrá usar todo tipo de armas. Si vas a enfrentarte a él, más vale que sepas lo que haces.

Victoria no le preguntó cómo lo había averiguado. Sabía que entre los humanos de Nandelt era costumbre que sólo los asesinos vistieran de negro.

El viaje a través de Nangal fue lento e incómodo. Las nieblas cubrían la tierra durante gran parte de la mañana y de la tarde, y sólo en la hora más calurosa del día lograban los tres soles despejar la bruma que cubría el camino. Victoria habría seguido de todos modos, con niebla o sin ella, pero Yaren se las arregló para convencerla de que avanzaran sólo con tiempo despejado. Así aprovechaban la mañana y la tarde para practicar con la espada.

El arma de Yaren era una espada vieja y ya algo herrumbrosa, nada en comparación con la magnífica Domivat, pero no tenían nada mejor, por el momento.

Victoria no era tan torpe como él había supuesto. Se movía ágil y segura, y parecía saber muy bien cómo y cuándo descargar los golpes. Sin embargo, era inevitable que al principio manejara la espada como lo habría hecho con el báculo, y Yaren tuvo que enseñarle cómo sostenerla, corregirle posturas y movimientos.

La forma de luchar del bandido no era ni mucho menos tan noble y elegante como la de un caballero de Nurgon. Nada de fintas, movimientos complejos ni florituras. Fuerte y directo, y si se podía hacer trampa y aprovechar una desventaja del rival, mejor. Victoria no hizo ningún comentario al respecto. Se limitó a tomar nota y a aprender todo lo que Yaren le enseñaba.

Pasaron por varias aldeas a lo largo del camino. La primera de ellas contaba con una pequeña posada, y Victoria se dirigió a ella sin vacilar.

—No tenemos dinero —le recordó Yaren, incómodo, pero ella no lo escuchó.

El comedor no estaba muy concurrido. Había un grupo de aldeanos bebiendo junto al fuego, un abuelo que dormitaba en un rincón y un muchacho que trataba de llamar la atención de la camarera. Todos ellos vestían ropas de tonos grises, como era costumbre en Nangal.

Yaren se fijó en una mesa semioculta entre las sombras, en un rincón. Tres szish estaban allí sentados, acabando su cena. Cogió del brazo a Victoria.

—Tenemos que marcharnos de aquí —susurró; ella le dirigió una breve mirada, y Yaren se apresuró a soltarla.

Los szish se volvieron hacia ellos, los tres a una. Los habían visto.

Yaren retrocedió un par de pasos, tenso. Victoria se quedo quieta y los miró con calma.

Lentamente, los tres hombres-serpiente se levantaron y se aproximaron. Yaren se llevó la mano al pomo de su espada, con el corazón latiéndole con fuerza, presintiendo un peligro pero sin saber si debían huir, luchar o esperar. Victoria no se movió.

Los szish hicieron entonces algo sorprendente. Inclinaron la cabeza ante Victoria, en señal de respeto, y el que parecía ser el líder siseó:

—Sssed bienvenida a esssta casssa, dama Lunnaris. Victoria no dijo nada. Siguió mirándolos, serena. El posadero acudió corriendo ante ella.

—¿Señora? —preguntó, inseguro.

El szish lo miró con cierto desprecio.

—El príncipe Kirtasssh ha ordenado que ssse honre a esssta mujer como a la futura emperatriz de Idhún —dijo—. Harásss bien en ofrecerle tu mejor habitación y una cena digna de ella. El posadero inclinó la cabeza, temblando. Yaren miró a Victoria con sorpresa, pero ella no dijo nada.

Inclinó la cabeza con gentileza y los tres szish correspondieron a su saludo. La joven se aposentó en una mesa junto al fuego. Tras un breve instante de duda, Yaren la siguió. Los hombres-serpiente terminaron de cenar, pagaron y subieron a sus habitaciones. Cuando los perdieron de vista, Yaren se inclinó hacia delante para preguntar en voz baja:

—Futura emperatriz de Idhún? ¿Qué relación tienes tú con Kirtash?

Ella tardó un poco en responder.

—Mi destino era otro bien distinto —dijo—. Pero ese destino ya no se cumplirá. De modo que ahora quiere que ocupe el lugar que, según él, le corresponde al último unicornio del mundo.

—Señora de todos nosotros —comprendió Yaren, sobrecogido—. ¿Qué otra podría estar a la altura del hijo del Nigromante?

—Apretó los puños, furioso—. Maldita sea su estampa. El hijo del hombre que exterminó a los unicornios pretende tomar como compañera al último de ellos.

Victoria no vio la necesidad de contestar.

—¿No te molesta? —preguntó él, un poco sorprendido—. ¿No tienes miedo de que te obligue a cumplir su voluntad?

—No —replicó Victoria—. En otro tiempo, incluso habría aceptado de buena gana —reconoció, para sorpresa de Yaren—. Pero eso acabó. De todas formas, no me importa volver a encontrarme con él. Al fin y al cabo, Kirtash es la persona a quien he de matar.

Yaren se echó hacia atrás, estupefacto. Recordó al joven de negro que había acudido a hablar con la muchacha, varias noches atrás. Como todos los idhunitas, Yaren había oído hablar de Kirtash, el hijo del Nigromante. Pero jamás lo había visto.

La revelación de que aquel misterioso joven era el mismísimo Kirtash lo dejó sin aliento. Y recordó de nuevo la extraña escena que había contemplado aquella noche.

—No lo entiendo —murmuró—. Él sabe que quieres matarlo, ¿verdad? ¿Por qué ha ordenado a todos que te honren y te respeten?

Victoria lo miró un momento y esbozó una breve y amarga sonrisa. Yaren se estremeció. Nunca antes la había visto sonreír, pero aquella sonrisa no era mucho mejor que el gesto serio que ella mostraba habitualmente.

Ató cabos y comprendió muchas cosas, y aunque las piezas de aquel rompecabezas empezaban a encajar, lo que le revelaban parecía demasiado absurdo para ser real.

«El la ama —pensó—. Por todos los dioses, ese miserable se ha enamorado de ella.»

Quiso preguntarle a Victoria acerca de sus propios sentimientos, pero algo en su expresión le dijo que era mejor mantener la boca cerrada.

Cruzaron otros pueblos en su camino hacia Alis Lithban. En todos ellos fueron recibidos de manera similar. Se había corrido la voz de que Lunnaris, la doncella unicornio, estaba atravesando aquellas tierras. Probablemente muchos dudaran de que ella fuera en verdad un unicornio; pero se había ordenado que fuera bien tratada, de modo que en todas partes encontraban cobijo y alimento.

En una de las casas donde fueron acogidos, Victoria pudo cambiar por fin sus gastadas ropas. Los pantalones todavía le servían, pero la camisa, aunque se las había arreglado para lavarla a menudo en arroyos y manantiales, estaba deshilachada y tenía las mangas desgarradas. La dueña de la casa le proporcionó otras botas, y una túnica corta de color gris, que ella se puso por encima de los pantalones y se ajustó a la cintura.

Yaren también cambió de aspecto. Se lavó a conciencia, se recortó el pelo y se afeitó, y consiguió que le dieran algo de ropa. Dos días antes, en el pueblo anterior, habían tratado de separarlo de la dama Lunnaris y llevarlo ante la justicia. Le había costado mucho convencerlos de que era el acompañante de la muchacha, y sólo cuando Victoria intervino, con serenidad pero con firmeza, se avinieron a soltarlo. Yaren había comprendido que, si quería seguir junto a Victoria, tendría que parecer un poco menos rufián de lo que era.

Para su decepción, la chica no hizo ningún comentario cuando lo vio con su nuevo aspecto. De todas formas, Yaren había comenzado a acostumbrarse a su mirada vacía, a aquellos grandes ojos oscuros que antaño, sospechaba, habían estado llenos de calidez y expresividad, pero que ahora no eran más que dos pozos sin fondo que miraban casi sin ver.

Sí, la mirada de Victoria le había dado escalofríos desde el primer día, desde el momento en que ella había matado al jefe de la cuadrilla de bandidos sin pestañear siquiera. Yaren no entendía del todo qué había en aquella mirada, pero estaba empezando a intuir que se trataba de una extraña indiferencia casi inhumana. A Victoria no parecía importarle nada de lo que sucediera a su alrededor. Se movía casi como en un sueño, como si nada de lo que viviera fuera real. Para ella sólo existían dos cosas: su voluntad de matar a Kirtash y lo que quiera que le sucediera por dentro. Yaren ignoraba qué diablos le había pasado a Victoria antes de que él la conociera, pero sí sabía que había algo en su interior, un dolor profundo que no compartía con nadie, y que era lo que, de alguna manera, había erigido una muralla entre ella y el resto del mundo.

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