Tríada (99 page)

Read Tríada Online

Authors: Laura Gallego García

Por un momento, echó de menos a Eissesh. Había vivido muchos años sometido al poder del shek y siempre lo había odiado, pero ahora se daba cuenta de que le resultaba cómodo no tener que tomar decisiones, hacer simplemente lo que Eissesh le ordenaba que hiciera. Alzó la cabeza para contemplar el cielo, surcado de serpientes aladas. Cualquiera de ellas podía ser Eissesh. Desde tan lejos no era capaz de asegurarlo.

Cuando bajó de nuevo la mirada, se encontró con que algo lo estaba mirando a él. Algo enorme, terrorífico y letal, algo cuyos ojos relucían siniestramente bajo la luz de las lunas.

A Amrin se le heló la sangre en las venas.

—¿Al... san? —pudo decir.

La criatura gruñó, enseñando dos impresionantes hileras de dientes.

Shail corría como podía por el bosque, cojeando... hasta que su bastón tropezó con una raíz... y el mago cayó al suelo cuan largo era.

Se quedó allí un momento, temblando de rabia y de impotencia, maldiciendo el día en que un shek le había arrebatado la pierna, sintiéndose torpe e inútil. Ni siquiera su magia podía servirle en esta ocasión, porque sólo podía teletransportarse a lugares que hubiera visto con antelación, y el conjuro de levitación apenas duraba unos minutos, no lo suficiente como para alcanzar a Alexander.

Fue entonces cuando oyó el grito de horror del rey Amrin. Se incorporó, alerta.

—Hechicero... —susurró de pronto una voz junto a él, sobresaltándolo.

Shail se volvió. A su lado había cuatro silfos, que lo observaban con gravedad. Parecían cansados y estaban heridos, y sus armas, manchadas de sangre.

—Hay algo en el bosque —dijo uno de ellos—. No podemos controlarlo. No podemos detenerlo. Necesitamos de tu magia.

—No puedo andar —dijo Shail.

—Nosotros te llevaremos.

Se oyó entonces otra voz pidiendo auxilio: la de Denyal, el líder de los Nuevos Dragones.

Sólo obtuvo el gruñido de la bestia como respuesta.

Ziessel y sus compañeros sobrevolaban ya el corazón de Dingra cuando le llegó la voz telepática de Zeshak: «Os he fallado, Ziessel.»

Ziessel siseó suavemente, pero no dijo nada. Su mente había acompañado a su rey mientras luchaba contra el dragón y, después, cuando se presentó Sheziss de improviso para enfrentarse a él. Había acelerado el vuelo, había instado a su grupo a imprimir más velocidad al movimiento de sus alas, pero sabía que no llegarían a tiempo, que estaban demasiado lejos.

«He sucumbido al odio —prosiguió Zeshak—, y ahora el dragón va a enfrentarse Ashran. Puede que se cumpla la profecía. Puede que seamos derrotados. Si yo caigo, Ziessel, tú tomarás mi relevo. Quiero que seas la nueva reina de los sheks. Quiero que busques al último dragón, si sobrevive a esta batalla, y que acabes con su vida para que los sheks sean libres. Y una vez hayas hecho esto... guiarás a nuestro pueblo hasta un lugar donde puedan establecerse en paz. Sé que es una gran responsabilidad, Ziessel, pero también sé que tú puedes triunfar donde yo he fracasado.»

Ziessel escuchó, anonadada.

«Así se hará, mi señor», pudo murmurar. Apenas fue consciente del mensaje que transmitió Zeshak a las mentes de todos los sheks de Idhún: «Ziessel es nuestra nueva reina. Seguid a Ziessel. Ziessel es la nueva heredera de Shaksiss, Ziessel es la señora de todos los sheks. Seguid a Ziessel. Seguid a Ziessel».

Ella no prestó atención. Sólo estaba pendiente del tono de la voz de Zeshak, que era cada vez más débil... hasta que se apagó por completo.

La alta figura del Nigromante se alzaba ante él, más poderosa y amenazadora que nunca. Jack desvió la vista para no tener que mirarlo a los ojos. Lo atacó otra vez, y otra vez cayó al suelo, jadeante.

—¿No vas a rendirte? —preguntó Ashran.

Volvió entonces la cabeza hacia Victoria, alzó la mano, y Jack entendió enseguida qué era lo que se proponía.

—¡No! —pudo gritar, antes de ponerse en pie, con sus últimas fuerzas.

Pero Ashran no tuvo tiempo de ejecutar a Victoria. Algo hendió su espalda, algo gélido y cortante, y, cuando volvió la cabeza, se topó con unos ojos azules, no menos fríos que el filo de la espada que lo atravesaba.

—Tienes poder sobre el shek que hay en mí, padre —dijo Christian—. Pero has olvidado que también soy humano en parte.

Ashran entrecerró los ojos y alzó la mano. Le bastó aquel gesto para lanzar a Christian hacia atrás, lejos de sí. El muchacho cayó al suelo, con un grito, y Jack se dio cuenta de que el poder del Nigromante le había hecho daño de verdad. Por un instante, temió que estuviera muerto, pero le pareció que lo veía estremecerse. No recuperó la consciencia, sin embargo.

Jack comprobó, horrorizado, que la espada de hielo no había matado a Ashran. El Nigromante se volvió hacia ellos, todavía con el arma clavada en su cuerpo, y con los ojos relucientes de ira. Jack actuó por instinto: vomitó su fuego sobre él.

Tuvo la satisfacción de oírle gritar. Guando las llamas se disolvieron, vio, sin embargo, que sólo las manos de Ashran ardían; por lo demás, el resto de su piel estaba intacto. Jack dejó escapar un rugido de frustración. Apenas le quedaba ya fuego, y estaba completamente agotado. Haciendo un último esfuerzo, volvió a arrojarse sobre su enemigo. Lo derribó de un zarpazo o, al menos, eso le pareció. Porque enseguida vio que ya no estaba donde se suponía que debía estar, sino que lo tenía a su derecha, peligrosamente cerca de él.

—Ya hemos jugado bastante —dijo.

Jack se dio cuenta de que no podría moverse ya más. Volvió la cabeza hacia Victoria... y descubrió, sorprendido, que el unicornio ya no estaba allí.

Ashran también la buscó con la mirada... y la vio justo junto a él.

Sólo que ya no era un unicornio. Volvía a ser Victoria, una muchacha humana, aunque aquel agujero de tinieblas todavía desfiguraba su rostro, marcando el lugar donde se había alzado su largo cuerno espiralado.

Jack la miró, sobrecogido. Apenas podía tenerse en pie, pero se sostenía sobre el Báculo de Ayshel, que había llegado misteriosamente a sus manos. Y había algo en sus ojos que daba escalofríos.

—Dijiste que no sufrirían daño —le dijo a Ashran, muy seria—. Ése era el trato.

El Nigromante no tuvo ocasión de responder. Victoria alzó el Báculo y, con un movimiento rápido y certero, hundió su extremo en el pecho de Ashran, que lanzó un grito y alargó la mano hacia la muchacha, tratando de aferrarla; pero ella di, un paso atrás, apartándose de su alcance. Los dedos del Nigromante no llegaron a rozarla, sino que se enredaron en la cadena de su colgante, la Lágrima de Unicornio, y se la arrancaron del cuello. Victoria no pareció darse cuenta. La Lágrima de Unicornio cayó al suelo, y el cristal se hizo pedazos contra 1as baldosas de piedra.

La energía del báculo se expandió por el cuerpo del Nigromante, convulsionándolo. También pareció reactivar el poder de Haiass, que arrojó sobre Ashran un destello de luz gélida, una capa de escarcha empezó a cubrir su espalda.

«Mi turno», pensó Jack, agotado.

Inspiró hondo y arrojó sobre Ashran sus últimas llamarada,, de fuego de dragón.

El Nigromante volvió a gritar, y en esta ocasión fue un agónico grito de muerte.

«Ya está —se dijo Jack—. Hemos vencido.»

Los silfos depositaron a Shail en un claro del bosque, y después se elevaron un poco en el aire, cargando sus arcos y preparando sus lanzas, listos para entrar en la acción.

También Shail estaba preparado. O al menos... eso era lo que pensaba, antes de ver la escena que lo aguardaba allí.

La criatura que antes había sido Alexander se alzaba, imponente y terrorífica, bajo las tres lunas. Frente a ella estaba Denyal, temblando, tratando de mantenerla alejado con su espada. Era evidente que la bestia ya había logrado alcanzarlo, porque tenía el brazo izquierdo destrozado.

A los pies de la criatura yacía un cuerpo ensangrentado.

El cuerpo del rey Amrin de Vanissar.

—Por todos los dioses —susurró Shail, horrorizado—. Alexander, ¿qué has hecho?

La bestia había detectado su presencia, y se volvió hacia ellos con un gruñido aterrador. Para cuando saltó hacia ellos. Shail, todavía conmocionado, ya tenía preparado el hechizo paralizador, y gritó las palabras en idhunaico arcano. Le tembló un poco la voz, pero la urgencia, el miedo y la desesperación le dieron al hechizo la fuerza necesaria.

La magia golpeó a la criatura, pero, para horror de Shail, no la hizo detenerse. Volvió a repetir el hechizo, y esta vez consiguió aturdirla un poco.

Los silfos aleteaban sobre la bestia, atacándola con todo lo que tenían, pero las lanzas no hendían su piel, y las flechas apenas parecían molestarle más que picaduras de insectos. Aquello que antes había sido Alexander volvió a saltar sobre Shail, y el joven hechicero vio la muerte y la locura brillando en sus ojos. Tenía que probar con un hechizo letal, o la bestia lo mataría a él.

Con un nudo en la garganta, pronunció un conjuro de ataque y lanzó la energía mágica hacia la bestia, con toda la violencia de la que fue capaz. La criatura cayó hacia atrás, con un agónico gemido. Se levantó de nuevo. Estaba furiosa.

—¡No me obligues a matarte! —gritó Shail—. ¡Alexander! ¡Alsan! ¡Escúchame!

La bestia gruñía. Nada en su actitud indicaba que hubiera escuchado las palabras del mago.

En aquel momento llegó alguien más al claro. La bestia se volvió hacia él.

—¡Covan! —exclamó Shail al reconocerlo—. ¡Márchate! ¡Aléjate de él!

El maestro de armas se había quedado contemplando a la criatura, horrorizado. La bestia, con un gruñido, se arrojó sobre él. Covan interpuso su espada entre ambos. Shail supo que sólo tendría una oportunidad.

«Por lo que más quieras, mago —se dijo a sí mismo—. Pon en juego hasta la última gota de tu magia, o estaremos perdidos.»

—¡Covan! —le gritó al caballero—. ¡Que no se mueva!

Covan acababa de hundir la espada en el pecho de la bestia y había comprobado, con estupor, que con ello sólo había logrado enfurecerla todavía más. Y, para colmo, se había quedado sin el arma. Retrocedió lentamente, sin apartar la vista de la criatura.

Shail pronunció entonces las palabras del conjuro que mantenía quieta a la bestia en el interior de su amigo. La magia brotó, pura y vibrante, y se transformó, a través de las palabras arcanas, en el hechizo que el mago deseaba.

La bestia se quedó sin aliento, como si acabara de recibir un fuerte golpe en la espalda, y dejó escapar un gañido. Sacudió la i cabeza y se volvió hacia Shail, que se había dejado caer al suelo agotado.

El mago sintió que la criatura se acercaba, pero no tenía fuerzas para escapar. Alzó la cabeza.

Y descubrió por fin los rasgos de Alexander en aquel rostro animal. Seguía sin ser del todo humano, pero su mirada era inteligente, racional, y parecía aturdido y preocupado.

—¿Shail? —gruñó—. ¿Qué ha pasado?

El joven hechicero sacudió la cabeza, incapaz de hablar. Alexander miró entonces en torno a sí. Vio a Covan, que lo observaba con profundo espanto. Vio a Denyal, que, demasiado débil como para tenerse en pie y apoyado contra el tronco de un árbol, se sujetaba la profunda herida que quedaba del brazo que la bestia le había arrancado de un mordisco, o de un zarpazo.

Y vio en el suelo el cuerpo sin vida de su hermano.

—No puede ser —susurró, aterrado.

Se volvió hacia Shail, con violencia, esperando una explicación. El mago no tuvo fuerzas para hablar, pero Alexander leyó la verdad en su expresión.

—No puede ser —repitió—. ¡No! —gritó, y la palabra terminó en una especie de aullido.

Los miró a todos, alternativamente, como un animal acorralado, torturado por el horror y por la culpa.

Y entonces dio media vuelta y echó a correr, internándose en la espesura.

—¡Alexander! —lo llamó Shail.

Trató de ponerse en pie, pero no tuvo fuerzas. Soltó una maldición por lo bajo.

En aquel momento irrumpieron dos personas en el claro. —¡Shail! ¡Shail! ¿Eres tú?

Era la voz de Kimara. Shail quiso responder, pero ella ya lo había visto, y no le dio tiempo.

—¡Shail! —dijo ella atropelladamente, hablando tan deprisa que apenas pudieron entenderla—. ¡EstemagovienedeKazlunn! ¡DicequetraeunmensajedeJack! ¡ElyVictoriaestánbienytenían pensadoenfrentarseaAshranestamismanoche! —inspiró hondo y trató de calmarse un poco para decir—. ¡Jack está vivo!

Shail no contestó. Hundió el rostro entre las manos y sus hombros se convulsionaron en un sollozo silencioso.

—Estoy preparada —dijo Allegra.

—También yo —respondió Qaydar; la miró a los ojos, muy serio—. ¿Sabes lo que estás a punto de hacer?

—Sí —sonrió ella.

Hubo un breve silencio.

—Debería impedírtelo, Aile Alhenai.

—Lo sé. Pero no lo harás, Qaydar el Archimago. No lo harás, porque sabes que es la única solución posible.

Qaydar no respondió.

—Si no salgo de ésta —prosiguió la maga—, quiero que me jures por lo que sea más sagrado para ti que respetarás a Victoria.

El Archimago alzó la cabeza. Sus ojos relucieron un breve instante.

—Ella es el último unicornio. La última esperanza de la Orden Mágica. Si sigue viva...

—... si sigue viva debe poder entregar la magia a quien ella quiera. Lo primero que nos enseñan cuando entramos en la escuela de hechicería, Qaydar, es que los unicornios deben ser libres...

—...para que la magia sea libre —completó Qaydar—. Lo sé, Aile Alhenai.

—Júramelo, Qaydar. Quiero estar segura de que estamos creando un mundo mejor para ella. Un inundo donde el último unicornio pueda ser libre para otorgar su don.

—Lo Juro, Aile —dijo Qaydar tras una breve pausa.

El hada asintió y sonrió con dulzura. Después usó el conjuro de levitación para elevarse varias decenas de metros por encima de la flor que les servía de refugio. Se concentró, tratando de ignorar a las serpientes que la habían detectado y se abalanzaban sobre ella, siseando de furia. Y se quedó allí unos segundos, suspendida en el aire, sobre las copas de los árboles de Awa, con los cabellos flotando en torno a ella.

Abrió los brazos. Extendió los dedos y los separó al máximo.

No vio la violenta columna de fuego que generó Qaydar momentos después, y que dirigió hacia ella. No quiso verla, no quiso mirarla, porque los feéricos temían el fuego casi tanto como los sheks, y sabía que eso le haría perder concentración. Pero estaba ahí, la percibía.

Other books

The Bedbug by Peter Day
Foundation Fear by Benford, Gregory
Graham Greene by Richard Greene
The Young Wan by Brendan O'Carroll
Entwined by Heather Dixon
Arrow Pointing Nowhere by Elizabeth Daly
Tangling With Ty by Jill Shalvis