Read Trinidad Online

Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (124 page)

Al cabo de un tiempo, su abuelo, que le adoraba, hubo de llegar a la triste convicción de que Jeremy era un incompetente. Sir Frederick y Roger se pusieron a la tarea de separar todo lo que no figurase en la lista original de bienes enumerados en la cédula de constitución del condado otorgada por la Corona. La herencia de Jeremy quedaría reducida al título y a las primitivas tierras que rodeaban Hubble Manor. Y como éstas no bastarían para sustentarle, se le asignaría una renta, una limosna de gran señor, para todos los días de su vida, como había hecho Roger con su propio padre.

Jeremy llenaría su papel en la vida cumpliendo con sus deberes públicos como conde de Foyle y engendrando un heredero varón bien dotado. Todo lo demás quedaría en manos de Christopher. En lo único que Jeremy parecía capaz de oponer resistencia era con respecto a las sutiles presiones que ejercían sobre él para que se casara y asegurase una descendencia. Ante el matrimonio se cerraba tan definitivamente que se podía deducir que hasta había perdido la ilusión por Molly O'Rafferty. Roger y Weed decidieron dejar la cosa en suspenso hasta que el muchacho hubiera terminado el servicio militar, y que luego la resolverían con un matrimonio conveniente.

Christopher y Jeremy ni se amaban ni se odiaban, pero acabaron aceptando el hado singular del orden en que habían venido al mundo y la prioridad de las respectivas habilidades. Hubo un tiempo en que el menor codició el título que nunca le pertenecería; pero se dio cuenta del poder y la riqueza inmensa de que se vería revestido él, y también de que podría adquirir un título para sí.

Entre la familia más cercana, sólo Caroline continuaba siendo íntima de Jeremy. Estos días el muchacho no veía con mucha frecuencia a su madre, porque ésta pasaba más y más tiempo en Londres, prácticamente separada de su marido, aunque no se declarase ni oficial ni privadamente tal separación.

Era bastante más de medianoche cuando Christopher se dirigió a la residencia de Jeremy. Christopher Hubble regresaba de las dependencias del general Brodhead con el resto de las resignaciones. Al principio la misión resultaba un tanto enojosa y difícil, pero a medida que se caldeó el ambiente, los reacios fueron sucumbiendo. Ahora todos habían echado su apuesta, salvo uno, el teniente Jeremy Hubble.

Jeremy estaba despierto, porque sabía que Christopher volvería, y se había empapado de alcohol en espera del momento. Jeremy siguió tendido de espaldas con la mirada fija en el techo mientras Chris estudiaba despreciativamente la botella vacía y luego la arrojaba al cubo de los desperdicios, acercaba una silla al catre, plantaba un pie en el asiento y se inclinaba sobre él. Jeremy parpadeaba incómodo, con los ojos enrojecidos.

—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó Christopher.

—Padre tendrá que colgar mi retrato de cara a la pared en el Long Hall, sencillamente.

—Vuélvete, no puedo hablar a tu espalda.

El otro se sentó.

—Muy bien, Jeremy, cariñito. Aquí me tienes en mitad de la noche, suplicándote. Ya sé que queda muy bien sobre el papel que el vizconde de Coleraine de los mismísimos Coleraine Rifles sea el único oficial de Camp Bushy que decida no abandonar su puesto. Ya sé la increíble humillación que sufrirán padre y abuelo. Me doy cuenta de lo muchísimo que te divertirá derramar una vergüenza eterna sobre nosotros…, pero, Jeremy…, ¿quién engaña a quien? Tú no tienes valor para sostener esa postura.

—¡Ah!, ¿no?

—No, no lo tienes. Sé que lo único que te interesa de esto es tenerme aquí de pie la mitad de la noche, gritando y suplicando. A la luz del nuevo día me entregarás sin más dilaciones tu dimisión… Entonces ¿por qué no eres buen chico…? Entrégamela en seguida y déjame dormir un rato.

—Vete al cuerno…

—Me dan ganas de irme y dejarte para que veas mañana qué tal sabe cuando todos tus compañeros la emprendan con el bueno del «cambia de chaqueta» de Jeremy.

—No me obligaréis a firmar esa cochinada… no creo en ella… no comparto vuestro odio contra los católicos.

—Ah, no crees en ella. Eso es distinto, entonces.

—No, no creo en ella —dijo deslizándose fuera de la cama y fijando la vista abajo, en el terreno de maniobras.

Christopher se encaminó, pisando fuerte, hacia la puerta.

—Anunciaré al general Brodhead que habremos de presentarnos allá faltándonos uno para la unanimidad total. —Christopher abrió la puerta y la cerró de golpe, pero no salió de la habitación. Jeremy dio media vuelta, presa del pánico.

—¡So canalla! —gritó.

Christopher sacó un papel doblado del bolsillo interior, lo arrojó sobre la mesa y desenroscó el capuchón de la pluma estilográfica.

—Firma —dijo.

El rostro de Jeremy se endureció. Miró el escrito con ojo furioso, y luego a su hermano.

—Ya sabes, Jeremy, si consigues resistir solo, puede ocurrirte lo peor de todo. Puede que tengas que desenvolverte por ti mismo y hayas de ver de ganarte la vida.

—¿No puedes comprenderme al menos por una vez? —gritó Jeremy—. Tengo motivos…, motivos profundos…, los siento de veras. Sólo por una vez ¿no ves que…?

—¿Qué motivos? —preguntó fríamente Christopher.

—Es como…, como firmar algo contra mi propio hijo.

—Molly O'Rafferty no volverá, ni ahora ni nunca —dijo Chris.

—¡Basta! ¡Basta!

—No volverá —repitió el otro.

—No tienes… ni vestigio de sentimientos…, vampiro maldito…

—Bah, deja de gimotear, Jeremy. Si te hubiera importado el hijo, te habrías plantado en tu puesto hace cuatro años. Ya me está asqueando un poco ese papel de amante desdeñado, destrozado, que vive en la añoranza de su amada. Eso no es más que una asquerosa muleta, y tú lo sabes. Y sabes las consecuencias de no firmar ese papel tan bien como yo. Ea, acabemos de una vez.

Jeremy se dejó caer sobre la silla de la mesa.

—Supongo que la primera firma de dimisión es la tuya —gruñó.

—Es cierto. Mi firma se estampó dos minutos después de llegar la orden de ocupar el Ulster.

—Es lo típico en nosotros, ¿verdad? Christopher es, invariablemente, el número uno, y Jeremy es el ciento cuarenta —Jeremy soltó una carcajada de asco—. Eso es lo que hay entre nosotros. Firma esto, firma aquello. Te tendré toda la vida irguiéndote sobre mí y poniéndome papeles delante.

—Con la compensación que obtienes, deberías ser el último en quejarte.

Jeremy se mascaba el labio, tratando de reunir el coraje necesario para un último desafío, y se entresudó, buscando algo más que beber, evitando la fija mirada de Christopher.

—Si abro la puerta otra vez —le advirtió éste—, la cruzaré ya y te dejaré con las consecuencias.

Jeremy se puso a lloriquear; luego a sollozar francamente. Levantó los ojos, vidriosos, llenos de lágrimas y de odio, cogió la pluma de un tirón y garabateó su nombre en el documento.

—¿Quién era, Alan? —preguntó Matilda Birmingham, medio dormida.

—Winston —respondió su marido.

—¿Churchill? Dios mío, son las tres de la madrugada.

—Sí, lo sé —respondió él, saltando de la cama, anadeando hacia el armario y buscando la chaqueta. Su esposa se levantó tras él, le preparó la bandeja del té y se la dejó a su vera en el estudio.

Desde su misión como
Chief Whip
, Alan Birmingham se había convertido en uno de los diputados de la masa más vocingleros, aplicando continuos alfilerazos a las vacilaciones de su propio partido respecto a la Ley de Autonomía. La verdad es que se había convertido en jefe de combate de un grupo de jóvenes turcos para ridiculizar la timidez de Asquith. Aunque el motín de Camp Bushy lo habían cubierto con un espeso velo de secreto, Birmingham había tenido noticia de él y sabía que el general Llewelyn Brodhead se había reunido privadamente en Londres con los jefes conjuntos.

Churchill le saludó adoptando sus mejores maneras para días de crisis y se excusó por lo intempestivo de la hora.

—Tenemos motivos para suponerle enterado de este terrible asunto de los King's Midlanders —dijo Winston.

—Lo estoy —respondió Birmingham.

—Y el Gabinete sospecha que mañana en la Cámara tendrá algo que decir sobre el asunto.

—Las sospechas de ustedes están bien fundadas.

Churchill refunfuñó y reagrupó sus fuerzas mientras Birmingham servía el té.

—Alan —dijo pausadamente—, voy a pedir que deje pasar esta cuestión en silencio.

—No sé si le comprendo bien, Winston.

—Deje que se sofoque.

—¿Que no haga nada?

—En efecto —dijo Churchill.

—Ciento cuarenta oficiales británicos y también su general se han sublevado. No me estará sugiriendo usted que nosotros condonemos las sublevaciones, junto con todo lo demás, ¿verdad que no?

—No se trata de condonarlas —respondió Churchill—. Alan, hemos pasado veinte horas seguidas discutiendo este asunto. Asquith y el Gabinete (concurriendo yo en su parecer) han llegado a la conclusión de que si intentamos castigar a esa gente nos exponemos a abrir una caja de Pandora.

—Yo diría que la caja de Pandora la abren al pasar este motín por alto. ¿Dónde trazamos la línea, exactamente, con esos señores, Winston? En cualquier momento vamos a enterarnos de que trasladan cañones a plena luz del día.

—Vamos, Alan.

—Mire, le diré lo que haría yo —insistió tercamente Birmingham—. Mandaría detener a Brodhead y le relevaría del mando en este preciso momento, enviaría un nuevo comandante a hacerse cargo de la Midland Division y daría una hora de tiempo al resto de canallas desvergonzados para retirar sus dimisiones, o para comparecer ante un consejo de guerra.

—Este punto de vista de usted se expresó con dureza adamantina en la reunión —dijo Churchill.

—Es el único camino a seguir, en efecto.

Churchill levantó la mano como un guardia de tráfico.

—No resulta todo tan dado y bendecido.

—¿Qué quiere decir?

—Lejos de recibirle como a un amotinado, en el Ministerio de la Guerra miran a Brodhead casi como un héroe.

—Por supuesto —replicó Birmingham—. La vieja máquina militar imperial se ha puesto en campaña para cortar el cuello al partido liberal, ya lo sabemos. Han de saber, aquí y hoy mismo, quién gobierna este país, Winston.

—El jefe de Estado Mayor nos ha advertido —dijo Churchill— que si procesamos a ese grupo podemos dar por seguro que una tercera parte de todo el cuerpo de oficiales renunciará a su destinos. Por añadidura, tenemos una docena o más de generales nacidos en el Ulster que ocupan puestos tremendamente importantes.

—Pero, mi querido amigo. Eso es un chantaje vulgar y corriente.

—Con la posibilidad de una guerra en un futuro próximo. Alan, no es momento para jugarnos la mitad de los oficiales en activo.

—Pues yo digo: dejemos que esos mendigos renuncien. Si no podemos controlar a los militares en una crisis menor en Irlanda, ¿cómo diablos vamos a gobernar en la dirección de una guerra importante?

—Alan…

—No, maldita sea; la justicia y la injusticia existen, Winston. ¿Qué pasaría mañana si el partido conservador decide reclutar un ejército particular y pasado mañana nosotros los liberales hiciéramos lo mismo? ¡Por Dios, en una democracia, los partidos políticos no se ponen a reclutar ejércitos particulares!

—Tendré que apelar a usted sobre la base de que hemos estimado, astutamente, que no podemos correr ese riesgo. Echaría por el suelo toda nuestra política exterior, así como la confianza de nuestros aliados. Nada le gustaría más a Berlín en este momento que ver a la mitad de nuestros oficiales dándose el bote.

—Ciertamente —musitó Alan—. ¿Tiene usted idea de qué puerta abrimos? Si en su momento se excluye la provincia del Ulster de la Ley de Autonomía, y sospecho que ustedes no tienen valor para hacer otra cosa, aquellos unionistas establecerán allá una tiranía, una tiranía que llevará el sello de nuestra aprobación.

—Tenemos la guerra casi encima ya, Alan. Nuestro deber inexcusable es el de estar preparados para esa guerra y procurar ganarla. No podemos arriesgar nuestro cuerpo de oficiales por una tempestad en un vaso de agua. Todos vamos llegando a la conclusión de que el caso irlandés habrá de quedar aplazado, de momento.

—Comprendo. Entonces piensan rescindir la orden de entrar en el Ulster.

—En efecto.

Birmingham movió la cabeza con aire incrédulo.

—En Irlanda hemos confeccionado un catálogo de errores que abarca ocho siglos. Al final el Ulster se nos tragará. Se lo suplico, dentro de veinte años, volviendo la vista atrás, no venga a decirme que yo tenía razón. Si no tomamos la medida audaz que reclama el momento, nos veremos hundidos en malezas hasta el cuello y nos revolveremos sin poder liberarnos, incapaces de desenredarnos de Irlanda por tiempo inmemorial.

Seis horas antes de la señalada para que la King's Midland División entrara en el Ulster, la orden fue anulada. La División continuó de servicio en Camp Bushy. El general Brodhead y sus oficiales no sufrieron ni una ligera reprimenda.

La Fuerza Voluntaria del Ulster estableció su propia legalidad por la negativa del Gobierno a intervenir, y creció en efectivos y arrogancia. A mediados del verano de 1913 se habían alistado más de cincuenta mil hombres, y seguían acudiendo más aprisa de lo que podían ser absorbidos.

Las tres provincias de la Irlanda católica contemplaban la escena con resentimiento creciente hasta que por todo el país brotaron llamaradas espontáneas.

A finales de diciembre de 1913 se convocó en Dublín una reunión de masas para crear una fuerza que hiciera frente a los Voluntarios del Ulster. La gente acudió a raudales. Siete mil hombres llenaron el Rink de los Rotunda Gardens, invadieron el Concert Hall vecino, y a otros cinco mil se les hizo volver por donde habían venido.

Se había fundado el Irish Home Army, el Ejército Nacional Irlandés, al que se alistaron allí mismo cuatro mil hombres. Como núcleo de este nuevo grupo había cierto número de organizaciones legales de tendencias marcadamente republicanas, tales como la Liga Gaélica y la GAA. El Castillo de Dublín y Londres ardían en ganas de lanzarse contra este Ejército Nacional, pero no podían hacerlo a raíz de su comportamiento con los Voluntarios del Ulster.

Así estaba Inglaterra en las proximidades de 1914, con dos ejércitos particulares en sus provincias irlandesas. A Londres le serviría de poco consuelo el hecho de que el ejército católico estuviera muy mal armado y careciese de los supervisores profesionales que orientaban a los Voluntarios del Ulster. Parecía un ejército organizado a la manera irregular tradicional en Irlanda.

Other books

The Nature of Alexander by Mary Renault
Thursdays in the Park by Hilary Boyd
The Darkest Gate by S M Reine
The Evening News by Arthur Hailey
The Hot Zone by Richard Preston
Quiet as the Grave by Kathleen O'Brien
Paris Was the Place by Susan Conley