Trinidad (121 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

A finales de otoño había cesado ya el último ciclo de motines; pero sir Edward Carson seguía elevando el envite, a la vista de la débil oposición por parte del Gobierno. Los unionistas se habían trazado minuciosos planes para rematar el año con un crescendo de alborotos, y eligieron el 26 de septiembre como fecha para desatar la mayor manifestación política de toda la historia de las islas Británicas.

Atty vendría el mismo día de la manifestación, y había de llegar asimismo un cargamento de rifles. La oficina del B.R.I. daba sobre la calle Royal, corazón del trayecto que seguiría el desfile. Muy entrada la noche, después de terminar el trabajo burocrático, Conor se tendió en un catre de la oficina. Quería ver con sus propios ojos y de cerca a los unionistas en acción para deducir las conclusiones pertinentes.

Era un día tranquilo de otoño, de colores suaves, un día apacible como para ser el del Señor, aunque en realidad sólo fuese sábado. El Ulster reposaba sin la batahola de las hilanderías y fábricas de la orilla de Lough Belfast, en un silencio que resbalaba por el campo, hasta el condado de Londonderry al menos. Nadie segaba heno en los campos y los puestos del mercado tradicional de los sábados estaban casi desiertos, mientras una callada atmósfera de santidad se extendía delante de la tormenta justiciera.

Se planchaban los pantalones domingueros; se limpiaban las botas de las fiestas. En cincuenta mil casas de la ciudad y en cincuenta mil casas de labradores se sacaban ceremoniosamente del armario la faja de Orange, las medallas al servicio y al valor, el sombrero hongo, el bien plegado paraguas negro…

El movimiento todo se puso en marcha suavemente al conjuro de las campanas de los templos. En aquel inusitado sábado, metodistas, baptistas, presbiterianos y anglicanos intercambiaban oraciones; pero el mensaje que traía todo aquello era tan viejo como la experiencia imperial en Irlanda.

Quien se encontrase entonces en Cave Hill, el punto más alto de Belfast, y escuchase atentamente habría podido oír, sin duda, cincuenta mil voces salidas de dos centenares de iglesias, todas cantando un solo himno.

Oh, Dios, nuestro sostén en el pasado,

Esperanza nuestra para el futuro,

Amparo en la tormenta que ha estallado,

Hogar eterno nuestro, bello y puro.

A la sombra de tu excelso manto,

Tus santos viven sin temor ni apuro.

Basta que Tú muevas levemente el brazo,

Para que yo esté tranquilo y seguro…

Este instrumento de supremo desafío había de constituirse en un Pacto de Compromiso, en juramento de sangre destilado de un antiguo voto escocés.
Liga y compromiso solemnes del Ulster
era un documento épico que señalaba los males de la Ley de Autonomía, la calificaba de conspiración y juraba fidelidad a Dios y al rey. Después de tal declaración de fidelidad, el Pacto de Compromiso seguía diciendo: «Y en el caso de que nos impusieran a la fuerza tal Parlamento (el de Dublín) nos obligamos solemne y mutuamente a negarnos a re conocer su autoridad. En la segura confianza de que Dios defenderá el derecho, firmamos la presente con nuestros nombres…»

Todos los hombres, maestros, niños que habían aprendido de memoria la poesía de Kipling, la repetían a menudo esta mañana. En el gran Presbyterian Assembly Hall la repitieron a coro, respondiendo a las palabras del pastor.

Sabemos que la guerra alguien prepara

Contra todo hogar de paz y honra.

Sabemos que el infierno se declara

Contra quien no quiera servir a Roma.

Reina el terror, la amenaza y la muerte

En mercado, fábrica y taller.

Sabemos y guardamos en la mente

Que morimos, consintiendo en ceder.

Creedlo, lo decimos sin jactancia:

Aquello que el hombre tiene en más aprecio

Lo defenderemos con arrogancia,

Sin miedo y sin que nos importe el precio.

¿Qué responde el Norte al debate?

Sólo una Ley, una Patria y un Rey.

Y si Inglaterra nos lleva al combate,

¡Moriremos matando toda una grey!

Después de dar desde primera hora el tono del día, la gran catedral blanca y los demás barcos de la armada belfastiana de la Reforma vomitaron a la calle las purificadas feligresías.

La piedra del hogar de todo aquello era el Ayuntamiento de Belfast, donde una guardia de honor de doscientos veinte orangistas, formados con garrotes blancos y otros dos mil quinientos sin el mencionado adorno, desfilaban solemnemente detrás de la descolorida bandera de seda que Guillermo de Orange enarboló en la batalla del Boyne.

En el centro de la pomposa comitiva rodaba el acompañamiento de sir Edward Carson, flanqueado por los poderosos capitán James Craig y sir Frederick Weed, amén de una pequeña legión de nobles, aristócratas, hidalgos campesinos y jefes orangistas, conservadores y unionistas. Todos subieron majestuosamente los escalones, detrás de los maceros, para entrar en la rotonda donde el sagrado Pacto aguardaba sobre una mesa redonda, y encima colgaba la Union Jack mayor del mundo. Detrás de la mesa se levantaba la cancela de hierro labrado que representaba la grandeza del Ulster tal como la había diseñado y ejecutado Conor Larkin.

La tensión del mundo anglo crecía a medida que se acercaba más y más el gran momento. Los encopetados jefes golpeaban nerviosamente el suelo con los bastones de empuñadura de plata mientras estallaba una nube de lámparas de fotógrafos. En el instante preciso, sir Edward Carson se acercó a la mesa, desenvainó una pluma cuadrada, de plata, destinada a la inmortalidad, y puso su firma en el documento. Uno tras otro, los grandes santificaron el Pacto y salieron mayestáticos.

Entonces se le abrieron las puertas al hombre vulgar. Todo marchó muy ordenadamente, con una organización esmerada. Si algo se pretendía demostrar aquel día era que el Ulster era uno, humilde y poderoso a la vez. Los pasillos del Ayuntamiento contenían ochocientos metros de pupitres en los que se podían acomodar quinientas personas, y, consiguientemente, mil quinientas por minuto.

Se hicieron cortes en las primeras muñecas (y fueron centenares las cortadas aquel día) y se escribieron los nombres con sangre.

Ahora todo el Ulster latía excitadamente con el espectáculo.

En Hillsborough firmaron el Pacto en el mismo lugar en que el rey Guillermo se había parado a descansar.

En Templepatrick lo firmaron sobre el parche de un tambor Lambeg.

En Derry, el Guidhall, lleno de cicatrices de balas de los motines anticatólicos, estaba bajo la protección de una guardia de soldados con la bayoneta calada mientras el conde de Foyle y su condesa encabezaban la procesión de firmantes.

A los enfermos y ancianos los llevaban adonde estuviera el Pacto en camillas o sillas de ruedas, como en una segunda romería a Lourdes.

En Ulster Hall, famoso por la escena del «Naipe de Orange», las mujeres firmaban el compromiso por separado, pero no con menos celo ni menos masivamente que los hombres.

En el Shambles de Monaghan, la bandera verde y la efigie de Carson fueron desgarradas por los excitados manifestantes en el mercado de cerdos.

Al mediodía, la disciplina que había imperado primero en Belfast se hizo añicos y millares de personas invadieron la calle Royal esperando para entrar en el Ayuntamiento.

Desde su ventana en la oficina de la B.R.I., Conor Larkin podía seguir el frenético y acompasado vocerío pidiendo que Edward Carson saliera a saludar desde el Reform Club, situado en el recorrido. Cuando Carson, sir Frederick Weed y Craig; salieron al balcón, se produjo el primer estallido frenético del día. En el momento que trajeron al balcón la santa bandera del Boyne y la izaron, diez mil cabezas se descubrieron con gesto reverente, y hombres y mujeres derramaron lágrimas sin rubor alguno.

Perforaban el aire los cláxones de mil automóviles que rodaban hacia la calle Royal y bajaban por la calle North, al frente de legiones de
Orangemen, Purple Marksmen, Black Preceptories, Royal Scarlets, Garters, Crimsons Arrows, Link and Chains, Red Crosses, Apprentice Boys
y todo el resto de entidades y organizaciones más o menos «cívicas», todos contoneándose en columna de a ocho en fondo, detrás de los retumbantes Lambegs y las gaitas que tocaban al combate.

Otra columna descendía por la calle Howard, otra cruzaba el puente desde la fortaleza de Belfast Este, otra subía por la carretera de Dublín, pues todo Belfast parecía converger sobre el pesebre, el centro del universo.

Para acá seguían viniendo como furiosa catarata, a razón de mil quinientos firmantes por minuto. Y esto se repetía en todas las ciudades y aldeas de la provincia.

La escena de las calles había adquirido una turbulencia demente, con antiguas señales tribales haciendo erupción en Cave Hill, Divis, Stormont, y luego en un collar continuo alrededor de la bahía y por las montañas hasta las últimas poblaciones del Ulster. Llegada la noche, los reflectores asaltaban el cielo y los fuegos artificiales iluminaban la bahía.

La muchedumbre pisaba los talones de Edward Carson, que corría presurosamente de acá para allá. La gente se subía a las farolas y se acercaba de puntillas a los bordes de los tejados para echar una mirada. Los hombres tiraban de sus carruajes admirando profundamente a los nuevos rey Guillermo y Cristo de Orange fundidos en una sola persona. La emoción cortó todas las amarras y sobrepasó todos los límites cuando Carson y su séquito se dirigieron hacia los muelles, atestados de bandas y de cañones que disparaban salvas.

Al subir al barco de servicio nocturno, Carson trató de gritar a la muchedumbre que siguiera enarbolando la antigua bandera y les prometió regresar, en guerra o en paz.

A lo largo del día, Conor presenció gran parte de esa escena, transfigurado. Cuando el barco de Carson se apartó del muelle, todo se disparó, inflamando el cielo en una sola, última y violenta iluminación, y por un instante, Conor se dijo que o se encontraba ante las puertas del infierno, o había presenciado la destrucción de Sodoma y Gomorra por la mano del Señor.

10

—¡Atty! —gritaba Conor. Como no recibía respuesta, subió los escalones corriendo, de dos en dos, y entró en el piso con una extraña sensación de pánico—. ¡Atty!

—Aquí estoy —respondió ella, saliendo de la cocina.

Conor se permitió un gran suspiro de alivio. Ella le examinó con la mirada y frunció el ceño. Se le veía notablemente sucio, fuera de quicio, en un estado muy poco habitual en él.

—¿A qué demonios viene todo eso? —preguntó la mujer.

Conor movió la cabeza, dejó caer los brazos y se desplomó en el sillón. Atty le puso un vaso de whisky entre las manos. Conor lo despachó y levantó el vaso para que se lo volviera a llenar.

—¿Lo has visto? —preguntó él.

—He tratado de llegar hasta tu oficina, pero era imposible pasar por la calle Royal. ¿Hará algo esta vez el Gobierno?

Conor movió la cabeza negativamente.

—¿Qué van a hacer, Atty? ¿Encerrar en la cárcel a medio millón de protestantes? ¿Cuántos millares de los que firmaron el Pacto son militares, miembros del
Constabulary
o forman parte del Gobierno ellos mismos? Vamos, dame otro trago de esa pócima… Así, buena chica. Son astutos esos malditos unionistas. Han puesto al pueblo inglés de su parte, y han dividido por la mitad al partido de la oposición.

Atty fue a situarse detrás de él y sus dedos entraron en acción, dándole masaje en la nuca y los hombros. Aunque Conor quería aceptarlo, hoy se formaba allí una gruesa muralla, y Atty no logró penetrar.

Conor echó el brazo para atrás y dio unas palmaditas a la mano de Atty; se levantó, se puso a pasear y bebió unos sorbos más.

—Esto ha sido una obra maestra de organización y resolución. Lo que más aterra es la facilidad con que saben dar cuenta a medio millón de personas como si se tratara de muñecas mecánicas para que desfilen en perfecta formación a una señal determinada, y luego pulsar otro botón que dice «estallido de histeria general». ¿Cómo diablos no sabe levantarse así nuestra gente? Porque está vencida, he ahí la causa. La única ocasión en que podemos convocar una muchedumbre es para subir en romería a la santificada cresta de una montaña sagrada para expulsar serpientes y brujas del país.

—Una vez fueron a reunirse con Daniel O'Connell —contestó Atty—. Acudieron centenares de miles.

—Sí —replicó él—, pero eso fue antes de que el pueblo irlandés feneciera.

—¿Qué diablos quieres? —le espetó Atty—. ¿A quién querrías por padre, a tu Tomas Larkin, o a un gran maestre de Orange con cara de patata? Si obrásemos como ellos, nos volveríamos como ellos. ¿Es eso lo que quieres? Nosotros somos irlandeses, confundidos, supersticiosos e ingobernables…, pero ¡por Dios!, que no ves que el Ulster críe ningún poeta!

—Supongo que tienes razón —murmuró Conor, volviendo a estirar el brazo hacia la botella. Aunque esta vez se hallaba bajo la mirada reprobadora de Atty. Conor miró un instante a la mujer; luego descorchó la botella, a pesar de todo.

—Además —dijo entonces—, si fuesen católicos los que hoy desfilasen por Dublín para ir a firmar un pacto, nos derribarían a tiros por las calles. ¡Hijos de perra! —gritó súbitamente—. ¡Cochinos hijos de perra! —El vaso se vació y volvió a llenarse.

—Estás furioso y bebes en exceso —le soltó Atty.

—No necesito tus consejos sobre mis hábitos de bebedor.

—Yo creo que sí. Te estás poniendo desagradable.

—¡Y supongo que te arrepientes de haber venido a verme!

—Yo no he dicho eso, Conor.

—Pero lo has dado a entender —insistió él.

—Saca las deducciones que quieras. Dios sabe cuánto desalienta y aterroriza ver hoy por las calles esas manadas de fieras. Cálmate, hombre…

—Sí, lo intentaré.

—¿Te apetece comer algo?

—No. Come tú —respondió Conor—. Yo no tengo apetito.

—Lo pondré todo en la nevera. Se conservará —dijo Atty, volviendo a la cocina. Al cabo de unos momentos regresó y se acercó a él tanteando el terreno.

—Me sabe mal enfocar ningún tema cuando estás de semejante humor, pero he traído órdenes. Debes regresar a DUNLEER mañana, sin falta.

—¿Quién se encargará de las armas?

—O'Leary te sustituirá.

—Lo desbaratará todo —dijo Conor.

—Hasta el momento se ha desenvuelto magníficamente en el papel de F. Clarke-MacCoy…

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