Trinidad (59 page)

Read Trinidad Online

Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

—Oh, Dios mío… —a la muchacha le temblaba la voz—. Me ha tocado unas cuantas veces… no más de veinte o treinta… y sólo por poco rato… y… y… yo le toqué… una vez… bueno, dos o tres veces.

—¿Y eso es todo?

—Me he complacido con pensamientos poco castos tantísimas veces que no sabría contarlas.

—¿Cuándo tuviste el último pensamiento poco casto en relación con ese chico?

—Para ser sincera, momentos antes de entrar a confesarme.

Durante la media hora siguiente, Brigid se extendió en revelaciones completas que incluían el rodar por la hierba y el heno con el muchacho, el apretar su cuerpo contra el del chico intencionadamente y hallando placer en ello, hasta el punto de permitirle nuevas libertades con sus pechos, y tres veces entre las piernas, aunque con la ropa interpuesta.

Desde la muerte del padre Lynch, el padre Cluny había escuchado buen número de confesiones retroactivas. Algunas eran más graves que ésta; otras, menos. Se le estaba ocurriendo ya la idea de conceder una amnistía general, antes que tener a la mitad de la parroquia haciendo penitencia. Con tanto rezar, las cosechas correrían peligro de perderse.

Hacía dos días solamente, había escuchado la confesión de un joven que concordaba claramente con la que acababa de oír, con lo cual daba por entendido que la pareja la formaban Myles McCracken y Brigid Larkin. Durante las horas de meditación hallaba un deporte más interesante todavía en comparar confesiones. Sea como fuere, durante algún tiempo el confesionario, de la parroquia no resultaría demasiado aburrido.

Tomas Larkin estaba solo en casa y tenía que recurrir a Brigid para que le descargase de una considerable parte de su trabajo. Se acercaba un nuevo siglo, trayendo una pequeña simiente de esperanza; pero esto le preocupaba muy poco. Los hijos se habían marchado uno tras otro; a los amigos los iban enterrando en el cementerio de San Columbano. Se habían marchado muchísimos jóvenes, y muchísimos viejos se habían cansado de la vida. La muerte no se contentaba llevándose a la gente al otro mundo, nada más. Su hedor se filtraba por todo el pueblo y hasta en la tierra de los campos, porque la tierra era vieja y estaba tan agotada como los hombres.

Durante el día, Tomas miraba un centenar de veces atrás, más allá de los campos, como si confiara ver a Conor, o hasta a Liam, subiendo por el sendero. Vivía con el recuerdo de la mano de Conor descansando dentro de la suya, de los penetrantes ojos de Conor fijos en los suyos, mirándole gozosamente, henchidos de amor y admiración. Y el andar se le iba volviendo cansino. Cada vez pasaba más tiempo en la caseta de los baños de vapor para alejar a los demonios del reumatismo que le paralizaban las manos y le hacían sentir un dolor constante en la espalda.

Un día se extendió por la turbera un murmullo, como lo habría originado la presencia de un intruso. Aunque al padre Cluny mal habría podido considerársele un intruso, sólo se le veía por allí en algún caso de urgencia. El padre Cluny dirigió los pasos por el tajo hasta encontrar a Tomas, el cual se enderezó, dejó la azada a un lado y se fue con el sacerdote hasta un matorral de carrascos donde no pudieran ser oídos.

—Gracias por haber venido, padre Cluny.

—Creo que podría decirse algo así como aquello de la montaña viniendo a Mahoma.

Tomas soltó la carcajada. El cura había florecido en su propia personalidad, desde la defunción del padre Lynch, y resultaba un hombre bastante agradable.

—Mi presencia aquí, con usted —continuó el padre—, ha despertado toda suerte de habladurías, y hasta yo siento un poco de curiosidad, Tomas.

—Sí —respondió el labrador—. Sin ánimo de ofensa, creo que no estaría demasiado bien que yo entrase en el templo, y hace un día precioso para dar un paseo.

—El terreno parece perfectamente neutral —convino el sacerdote.

—Bueno, téngalo presente, padre, sólo quiero charlar un rato. No será una confesión; pero necesito consejo y hallo en usted al hombre adecuado, compasivo y comprensivo.

El padre Cluny movió la cabeza asintiendo enormemente complacido para sus adentros, advirtiendo que esto, en el caso de Tomas Larkin, significaba un paso gigante, y recordándose que no había de parecer mojigato.

—La situación es la siguiente, padre, he cometido una infinidad de errores y lo he estropeado todo —Tomas se humedeció los labios y exhaló un profundo suspiro—. Quiero enmendar todo lo que pueda antes… antes de que llegue mi hora.

—¿Qué clase de enmiendas, Tomas?

Al labrador se le humedecieron los ojos.

—Creo que hasta yo mismo sé que Conor no volverá. Ya no es tiempo de querer seguir engañándome. Tengo que enmendar algunas cosas. Mire usted, yo cogí los corazones de mis hijos en mis manos, y los resultados han sido desastrosos. Lo que voy a decirle ahora ha de quedar como absolutamente confidencial.

—Así quedará.

—Hace un tiempo sufro ataques de vértigo y hay ocasiones en que me quedo casi ciego. Hasta hoy he conseguido que ni Finola ni Fergus se enterasen.

—¿No cree que debería ir a consultar al doctor Cruikshank?

—Bah, no tiene importancia. Lo que haya de pasarme, pasará. Lo que importa es poner las cosas en orden. Quiero que Liam vuelva a casa y me suceda en las tierras. ¿Querría escribirle una carta por mí?

El padre Cluny se puso en pie torpemente; era un hombre pesado, sin gracia ni músculo. Luego se quedó observando a Tomas, cuyo rostro continuaba mirando al suelo.

—¿Y Brigid, qué? —preguntó.

—Esto lo hago por su bien, asimismo —respondió Tomas—. Es cosa segura que Finola me sobrevivirá, y no aceptará nunca al hijo de los McCracken. Por lo demás, cuando Liam regrese y se encargue de la finca, Brigid tendrá que renunciar a sus ambiciones sobre ella. Ahora bien, yo tengo unas cuantas libras ahorradas, y Conor se desenvuelve satisfactoriamente en Derry. Entre los dos podríamos pagarles los pasajes a Brigid y su chaval para que pudieran irse lejos de aquí y casarse.

El padre Cluny intentaba seguir el razonamiento. Parecía sencillo, y sin embargo…

—No sé, Tomas. Es un plan arriesgado. Son muchas las cosas que pueden salir mal.

—¿Qué puedo hacer si no, padre?

El cura, que no era hombre de mucha inventiva, no supo indicarle nada mejor.

—Le escribiré la carta para Liam. No hará ningún mal, y es posible que dé resultado.

—Vamos, usted es un buen hombre, de veras. Ojalá pudiera estar allá en Nueva Zelanda cuando su párroco se la lea. Mi Liam será un muchacho feliz.

Tomas se puso en pie con dificultad, y el padre Cluny advirtió lo desmejorado que estaba. Parecía envejecer ante sus ojos. Tomas levantó la vista sendero arriba, hacia la turbera y la azada que le estaban esperando. Se había dicho una y mil veces que seguiría trabajando, como pudiera, hasta que Liam llegase a casa. Entonces… quizá descansaría un poco.

—También quiero recobrar el cariño de Dary —añadió Tomas—. Usted le ve mucho más que yo. Es un buen muchacho, oiga, a pesar de ciertos problemas de su crianza. He llegado a comprender que será un buen sacerdote; sí, un buen sacerdote.

Esta súbita concesión a la Iglesia desconcertó al padre Cluny, que se puso a estudiar a Tomas con recelo. Este tenía algo más que decir, pero se retuvo, y los dos hombres guardaron un silencio embarazoso. Y en aquel preciso instante, el labrador cruzó la frontera con decisión.

—Queda otra cosa —dijo—. Ahora, al hablar de Dary, la he recordado. No sé cómo expresarlo en palabras, padre, pero si me ocurriera algo… Bueno, digámoslo de otro modo: Finola ha tenido que compartir mi vida, y aunque las cosas no marchan demasiado bien entre nosotros desde hace bastante tiempo, tuvimos unos años magníficos, maravillosos. Lo menos que puedo hacer por la mujer que ha compartido mi cama es pedir la absolución. Lo haré por ella. De modo que si usted se entera de que he caído enfermo, adelante.

—Tomas Larkin, usted no me está diciendo la verdad, hombre de Dios.

—No, no; ésa es la verdad, toda entera —insistió el otro.

—¿No tiene otros motivos para pedir la absolución?

—Pues, me gustaría descansar al lado de Kilty.

—Lo siento, Tomas, no aceptaré esta clase de convenios.

—Vamos, padre. Usted es cura. Tiene el deber de darme la absolución.

—Se la daré, pero tendrá que recibirla ahora, aquí mismo, y habrá de venir a la iglesia el resto de sus días.

—¡Ah, padre Cluny! Todos los curas son iguales. Ea no quiera utilizarme como ejemplo.

—Ya sabe que no sería capaz de tal cosa.

—Entonces, ¿por qué no me la da un momentito antes de los últimos ritos?

—En primer lugar, porque usted no me dice la verdad absoluta acerca de por qué quiere la absolución, y en segundo, porque no quiero que Conor se enfurezca contra mí como se enfureció usted contra el padre Lynch en el funeral de Kilty.

Tomas se rascó el mentón y refunfuñó:

—Comprendo su punto de vista.

—Muy bien, pues. Los feligreses le verán regularmente en misa. No quiero que, a mis espaldas, toda la parroquia murmure que fui a hacerle presión en su lecho de muerte.

—Sí, sí. Comprendo su punto de vista. Permítame que lo piense un poco más.

—Sin duda; no hay prisa. Bueno, si viene a mi casa esta noche, resolveremos lo de la carta a Liam.

9

Cuando chocó contra el suelo, Conor ya estaba inconsciente. Cooey Quinn penetró en el campo con una escuadra de portadores de camillas, mientras la excitación del público cobraba una virulencia epidémica. Los cinco jadeantes portadores levantaron a Conor y le depositaron oblicuamente sobre la camilla, la cual se rompió de puro vieja, dejando caer al jugador por segunda vez. Bajo las frenéticas indicaciones de Cooey, cada uno de los cinco portadores cogió al paciente por un brazo, o una pierna, o los hombros y así le sacaron fuera del campo.

Mick McGrath, segundo factor de la colisión, se puso a gatas gimiendo. Un par de compañeros de equipo le pasaron los brazos por debajo de los sobacos y le arrastraron a través del campo, yendo a tenderle al lado de Conor. Mick quiso levantarse, pero volvió a caer de bruces sobre el barro.

—¡Que se reanude el juego! —gritó el arbitro, dominando el bramido de la gente.

—¡Santa Madre de Dios! —gritaba a su vez Cooey, pasando el frasco de sales de una a otra nariz, arrodillado junto a sus dos ases—. ¡Ah, despertaos, muchachos! Hacedlo por mí, por Cooey, ¿queréis? ¡Maldita sea, echaos atrás, todos! ¡Dejadles terreno libre!

Mick despegaba los párpados y movía la cabeza de un lado para otro; y estaba sincronizando con los timbres que sonaban en sus oídos cuando Cooey le dio unos cachetes.

—¿Quién soy? —le preguntaba.

—¡Ssssiiittt! —gimió Mick—. ¡Ssssiiittt!

El trueno de las pisadas hacía retemblar el suelo; el juego se acercaba peligrosamente a los guerreros caídos. Cooey se plantó delante, haciendo ademanes a los jugadores de que se alejaran, no fueran a pisotear a sus muchachos. La lucha rodó hacia el otro lado del campo.

Mick recobraba el sentido despacio; tenía los ojos vidriosos. Blandió un poco la cabeza para reunir en un punto toda la sangre que le flotaba suelta por la boca, la escupió (acompañada de un diente), luego examino a Conor con la mirada y empezó a recordar qué había pasado.

Unos momentos después, Conor respondía a las sales y se incorporaba sobre los codos. El primer saludo que recibieron, él y Mick, consistió en unos cubos de agua arrojada a la cara. Cooey corría y saltaba por el borde del campo, amenazando con el puño al equipo arbitral, dirigiendo gritos a su tambaleante equipo, soltando tacos contra los jugadores contrarios, y por fin volviéndose hacia Mick y Conor con gesto suplicante.

Un momento más y Conor logró ponerse en pie, levantando a Mick por el jersey a tiempo para ver cómo los Strabane Eagles marcaban contra los Bogsiders, con un gol limpio, que les daba la delantera.

El doctor Aloysius Malone, a quien habían conducido a través de la muchedumbre, se puso de puntillas y miró atentamente los ojos de Conor y luego los de Mick. Luego les hizo una serie de preguntas; por ejemplo: contra quiénes jugaban, cómo se llamaban sus hermanos y hermanas, y sus compañeros de equipo, y varios temas del catecismo. Mientras el médico preguntaba, el nudo que Conor sentía en el cerebro adquiría el tamaño de un huevo, y al mismo tiempo que el nudo crecía, los párpados se le entornaban hasta no dejar más que una estrecha rendija.

Ausentes los ases del Bogsiders, los jugadores del Strabane se envalentonaban.

—¡Eh, Mick! —increpó Conor—. ¿Qué dices?

Mick sonrió, y de la boca le salieron unas salpicaduras de sangre. Ambos entraron de nuevo en el campo y pareció que los graderíos iban a reventar. Cooey gritaba de gozo, al mismo tiempo que les recomendaba que tuvieran cuidado. El Bogsiders cobró ánimo y atacó con nuevo empuje, pero el partido acabó en empate.

El establecimiento de Nick Blaney más parecía un matadero que una taberna, mientras aficionados y jugadores de buen humor se reunían y felicitaban antes del banquete con que la GAA celebraba las finales de todo Derry.

Cooey Quinn se abrió paso a codazos hasta Conor y Mick, acompañando a un tipo elegante, y poniendo una cara tan pesarosa como si hubiera recibido la visita de una bruja.

—Os presento a Derek Crawford —dijo con evidente disgusto—. Quiere hablar con vosotros dos.

El gomoso era un hombre alto, con unas manos nudosas y una cara maltratada que indicaba que tiempo atrás también luchó en algo.

—¿Podemos ir a un domicilio privado? —inquirió.

Se abrieron paso lentamente, como chapoteando contra el oleaje, para salir de la taberna de Nick Blaney y emprendieron calle abajo en dirección a la fragua recién reconstruida de Conor. Este despidió al muchacho que estaba de guardia y dedicó unas atenciones a los hinchados labios de Mick. Derek Crawford paseó la mirada por la herrería y apoyó un pie sobre un yunque bajo.

—Magnífico juego —comentó—. ¿Os ha dicho Cooey quién soy yo?

—No.

—Derek cuida del East Belfast Boilermakers —explicó Cooey.

La mención del equipo de rugby más prodigioso del Ulster obró el efecto deseado. Era el club de los Weed Ship & Iron Works, único equipo profesional de Irlanda, casi tan ilustre como el mismísimo equipo nacional.

—Iré al grano directamente, muchachos —empezó Derek—. He realizado una gira por la provincia en busca de talentos nuevos. Hemos contratado a tres muchachos del equipo nacional, el equipo que ganó para Irlanda la triple corona al eliminar a Escocia, Inglaterra y Gales en una sola temporada. No sería preciso decir que la hazaña provocó los gritos y protestas de la Amateur Union, como tampoco sería preciso decir qué clase de equipo sacaremos al campo la temporada próxima. Por ello os invito a los dos a que vengáis a Belfast para someteros a una prueba, y apuesto a que ambos entráis en el club.

Other books

Catch a Falling Star by Lynette Sowell
Pleasure by Jacquelyn Frank
Remote Feed by David Gilbert
Bitten by the Alpha Wolf by R. E. Swanson
A Sister's Quest by Ferguson, Jo Ann
Amber by David Wood