Trinidad (61 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

»Tu hijo,

»Liam.»

Tomas estaba sumido en un profundo sueño. Aun preparado para lo peor, el hijo quedó trastornado por lo que vio; y abrazó dulcemente a su padre.

Rinty Doyle, viejo solterón, primo de Finola, había sido contratado como mozo y dormía en el establo. Rinty hablaba muy poco, se mantenía apartado de todo el mundo y parecía reproducir el eco de una casa pronta a derrumbarse. Rinty ensilló un caballo para Conor, que se fue al pueblo en busca del doctor Cruikshank.

El médico dijo que era diabetes. Los resultados del laboratorio fueron francamente malos. El estado del enfermo no dejaba lugar a ninguna esperanza, porque ningún tratamiento conocido podía compensar el desequilibrio insulínico que había ido destruyendo el organismo del enfermo. Por lo que podía deducir Ian Cruikshank, Tomas había contraído la enfermedad hacía un año, y era milagro que no hubiese caído ya en un coma mortal.

Sin embargo, todavía era posible mantenerle vivo y en relativo buen estado, si bien para ello sería preciso enviarlo a un hospital de Derry y tenerlo sometido a un régimen riguroso. Conor pensó que, gracias a Dios, entre él y Liam tendrían lo suficiente para sufragar los gastos.

—Tienes que saber —le explicó el doctor Cruikshank— que esta enfermedad es virtualmente incurable y que la víctima está muy expuesta a infecciones que su organismo será incapaz de combatir. Pero hasta el momento tu padre se ha negado categóricamente a marcharse de esta casa.

—¿Qué sucederá? —preguntó Conor.

—Las alternativas pueden ser ceguera, pérdida de extremidades y enfermedades del corazón y los riñones. Convéncele de que debe ir a Derry.

—Haré lo que pueda —prometió Conor.

Rinty Doyle preparó un simulacro de té mientras Conor estaba sentado al lado de su padre. Rinty era un hombrecito pacífico, dispuesto a trabajar por la comida y el albergue solamente. Tenía cincuenta años y pico y se hallaba todavía en situación de trabajar como los buenos, al menos lo suficiente para que Brigid y Finola pudieran desenvolverse. Fergus y los demás vecinos se encargaban de tener los campos de Tomas al día. Cuando Tomas se revolvió, Rinty salió del cuarto.

Tomas murmuraba en sueños. Conor vio que arrancaba a sudar y abrió la manta. El enfermo tenía los brazos llenos de forúnculos y sarpullido, y adelgazados por la falta de apetito. El aliento despedía un olor a acetona que delataba la enfermedad.

—¿Conor?

—Sí, papá.

—¿Eres tú de veras, o se trata de otra fantasía mía?

—Estoy aquí, papá.

—Tengo la vista muy mal. Dame la mano.

Aquellos dedos que antes parecían tenazas ahora estaban frágiles. Tomas los pasó por el rostro de Conor.

—¿Cómo van las cosas en Derry?

—Me desenvuelvo muy bien.

—¿Te has enterado de la carta que recibí de Liam?

—Sí.

—Seiscientos acres tiene ese muchacho. ¡Vaya, eso es una baronía! ¿Verdad que es como para cantarle un himno? ¡Y qué buen hermano fuiste al ayudarle a salir adelante…! A todas horas tengo sed. ¿Serías tan amable…?

Conor incorporó a su padre. Tomas atacó el agua con tanta avidez que se atragantó.

—Es la enfermedad —dijo—. Tengo las entrañas herrumbrosas de tanta agua que bebo. —Tomas reunía fuerzas minuto a minuto, forzando los ojos a ver y los labios a sonreír de nuevo—. Supongo que sabes que Finola contrató a Rinty Doyle.

—Sí.

—Es un viejo chiflado y nada más, pero por mi vida que nunca me hubiera imaginado pudiera existir una especie de hombre que se contentase recibiendo órdenes de una mujer y durmiendo todo el resto de su vida en un establo. ¡Ah, fíjate quién habla! Mírame. Haber sobrevivido a la gran hambre sólo para acabar contrayendo una enfermedad de mujer.

—¿Qué te crees? Segarán el heno en el próximo siglo y todavía estarás aquí, viéndolo.

Los ojos del padre le replicaron al hijo: «Si quiero, estaré.»

—Antes de derrumbarme la enfermedad, vi una cosa terrible en el campo. Abajo en Ballyutogue vi a la gente de Su Señoría probando una máquina de vapor. ¿Te imaginas una maquina de vapor arando campos? Hacía el trabajo de veinte hombres, y dicen que podrá hacer otros trabajos, además de arar.

—En tu vida verás una máquina capaz de preparar una tabla de patatas —consoló Conor.

—Sí, pero que una máquina haga el trabajo de los hombres… Quizá me marche de este mundo en el momento preciso. ¿Qué significa esto realmente?

—En verdad que no sabría contestar —mintió Conor, pues había comentado todo aquello con Andrew Ingram durante horas y horas.

—Yo creo que sí sabría —murmuró Tomas—. Con el tiempo significará el fin de todos nosotros.

—¿Cómo puede haber quien diga esas cosas?

—¿Cómo puede haber quien las diga distintas? —replicó Tomas—. Si una máquina hace el trabajo de veinte hombres, los diecinueve restantes tendrán que abandonar las tierras y trasladarse a la ciudad. Y los que se trasladen a la ciudad no se fabricarán las telas por sí mismos, como hacemos nosotros, ni se construirán las casas, ni cultivarán lo que deben comer. Tendrán que comprarlo todo, y para ello tendrán que trabajar en fábricas con otras máquinas que producirán las cosas que hayan de comprar. Martiriza pensarlo, Conor, pero las máquinas en los campos están tocando a difuntos por nosotros. Todo aquello que motivó las luchas que sostuvimos aquí habrá desaparecido. Las máquinas conseguirán lo que ni entre el hambre y los británicos juntos pudieron conseguir. Y las ciudades crecerán; serán mayores, más feas y más sucias.

—Hablas demasiado, papá. Te cansarás.

—He esperado tres años para hablar, y si espero mucho más ya tendré que conversar en el Paraíso. Conor, debo decirte una cosa muy importante.

—¿Qué, papá?

—El padre Cluny es un hombre sinceramente piadoso y espiritualmente digno. Ha pasado a ser mi mejor amigo, pues después de Fergus. Conor… Conor…, he pedido la absolución.

—¿Estas convencido, papá? ¿Estás realmente convencido?

—Sí. Uno ve las cosas de otro modo desde este extremo del camino.

Conor paseó una mirada atenta por el pequeño dormitorio donde había nacido él y donde nacieron sus hermanos y su hermana. Y que se iba sumiendo en una oscuridad cada vez más densa. Abrió la ventana para que entrase un soplo de aire, y las cortinas nuevas de encaje que había puesto Finola danzaron hacia el interior de la habitación.

—¿Por qué, papá?

—Al padre Cluny no le he dicho toda la verdad —explicó Tomas—. Cuando yo me haya ido, él se quedará todavía, y no he querido aumentarle la carga que ya lleva.

—¿Por qué, Papá?

—Se lo debo a mis vecinos. Vinimos al mundo juntos y hemos vivido juntos. Hubo momentos de gozo; pero los que quedamos fuimos pasando de una desesperación a otra. Y ahora van muriendo, todos. Si puedo darles a entender que he visto a Dios, les dejo una especie de legado, un punto firme al que agarrarse. Con ello quizá les ayude a andar el camino hasta el final… No puedo dejarlos a todos despojados de esperanza…

—Lo comprendo, papá. Pero, oye, hombre, tú no te irás de aquí tan aprisa. Te lo juro.

—Ian Cruikshank es un hombre excelente, bueno de veras, pero no vale mucho para mentir. Y ahora que hablamos de ello, yo no quiero ir a ningún hospital de Derry; os lo regalo.

—Es preciso que vayas.

—No iré a ningún hospital de Derry, gracias.

Conor le cogió los brazos.

—No sé qué te contaría Cruikshank; pero no estás tan enfermo como crees… estás peor.

—Jesús, muchacho, no creas que no sé lo enfermo que estoy.

—Entonces deja de armar tanto revuelo por el hospital. Yo estaré en Derry contigo y te veré todos los días.

—Esta parte de la cuestión me tienta, de veras.

—Entonces, ¿irás?

—Ah, Conor, ¿cómo puedes desear que tu padre se encuentre en una oscura sala de hospital? No puedo abandonar mi terreno ni a mis amigos.

—No, maldita sea, ¡escúchame! Si no vas a Derry, ¿sabes qué fin sufrirás? Te vas a caer a pedazos: los ojos, los dedos de los pies, los dedos de las manos, el corazón… ¿Eso es lo que quieres? —Conor temblaba hasta quedar sin aliento, al mismo tiempo que se le quebraba la voz—. ¡Yo no quiero ver tanta calamidad!

Tomas llevó la mano hacia él y sonrió una vez más.

—Miradnos a los dos, cacareando por ahí como una gallina que acaba de poner un huevo. Tú sabes que no puedo marcharme. Lo sabes bien, ¿verdad que sí, muchacho?

—Sí —admitió Conor, llorando—, lo sé.

—Vamos, pues, asunto resuelto. ¿Podrás quedarte unos días?

—Sí, papá.

Tomas no siguió hablando. Estaba en paz. Sabía, por severa advertencia del doctor Cruikshank, que beber alcohol había de serle fatal. Si bebía, entraría en un coma que no tendría retorno posible. Tomas había guardado un cuartillo de
poteen
escondido bajo el colchón, para semejante posibilidad. Había meditado si primero recibía la absolución y luego se envenenaba; porque el suicidio era pecado mortal. Calculaba que pasaría mucho tiempo en el purgatorio, y una vez allí podría poner sus cosas en orden y defender su causa. Pero ahora que estaba Conor con él, y se quedaría, ya no tema necesidad de preocuparse.

Los días pasaban. Conor y Dary velaban a Tomas. Durante aquellas largas horas, Conor explicó a su hermano la historia completa de su padre, y también la de Kilty. Dary se había imaginado mucho tiempo atrás la causa del extrañamiento que había entre él mismo y su padre, pero amaba a Tomas a pesar de todo y siempre había estado a su disposición. En estos momentos se operaba un renacimiento del amor y la fuerza de la unión familiar que había singularizado tanto a los Larkin.

Al principio a Conor le afligía que su padre quisiera confesarse. Luego esta pena se moderó. El, por su parte, había trabado la amistad más íntima con el padre Pat y había llegado a conocer a otros sacerdotes, curas del Bogside, entregados a actividades secretas de la Liga Gaélica. Gran parte de su resentimiento contra la Iglesia se había modificado. El padre Cluny, siempre presto a cuidar y consolar a Tomas, acrecentaba el espíritu de avenencia. Conor aceptaba los deseos de su padre, aunque al mismo tiempo se prometía que él jamás seguiría el ejemplo.

Conor percibió muy pronto la corriente subterránea de lucha entre Brigid y su madre. El cambio operado en Finola resultaba casi tan dramático como el de Tomas. Finola se había abandonado definitivamente al miedo de que los duendes habían invadido la mente de Brigid y estaban conspirando día y noche para robarle las tierras y arrojarla a la intemperie.

Durante las horas que pasaba despierto. Tomas no se olvidaba nunca de sacar a colación el tema de llevar a Brigid y a Myles fuera de Ballyutogue para saldar la deuda que tenía con sus hijos por las desdichas que había atraído sobre ellos. Conor abordó el asunto con el padre Cluny, pero el sacerdote se expresaba de una manera vaga, como temiendo violar un secreto de confesión y, además, lleno de miedo de tomar una decisión equivocada.

Una mañana, quince días después de su llegada, Conor observó que Brigid salía en dirección a la torre normanda, lugar de cita más allá del puente que él conocía bien desde los días de su adolescencia. Conor confió el cuidado de su padre a Dary y salió en pos de su hermana. Brigid iba y venía nerviosamente, esperando la llegada de Myles, cuando Conor cruzó el puentecillo a hurtadillas y se le apareció inesperadamente.

—No pasa nada —le dijo.

Brigid miró a su alrededor, como gacela asustada, dispuesta a huir, se fue acercando al puentecillo disimuladamente, acelerando el paso cada vez más. Conor la alcanzó a la mitad, más o menos.

—Cálmate, chica. Quiero ayudaros. Quiero ayudaros a ti y a Myles, conjuntamente.

—No tienes derecho a presentarte aquí después de tres años y ponerte a dirigir la vida de todo el mundo —replicó ella.

—Seguimos siendo una familia, y no se cuenta el tiempo a minutos en el reloj, ni por millas en el océano —Brigid trató de cruzar y dejarle solo allí; pero él se mantuvo firme. La hermana se retorcía las manos; luego se hundió.

—Estoy chiflada —dijo—. ¿No lo sabías? Estoy chiflada. Los duendes se han apoderado de mí.

—Es mamá la que está demente. Y quiere convencerte de que lo estás tú. Si estás nerviosa e irritable es por haber contrariado unos deseos perfectamente normales.

—¡No son normales! —gritó Brigid—. Son pecaminosos, y por esto me castigan.

La suavización de la animosidad contra la Iglesia operada en Conor cedió el paso a la cólera y la indignación. Después de proferir una sarta de juramentos, golpeándose la palma de una mano con el puño de la otra, cogió a su hermana y la zarandeó.

—Eres un ser humano normal, decente, completo, con los deseos normales, decentes y sanos de cualquier joven de veinte años. Quieres hacer el amor con tu novio. Quieres dormir con él. ¡No hay nada pecaminoso en ello!

—¡No puedo escuchar esas cosas!

Ni siquiera llorar en brazos de su hermano y querer creer sus palabras lograba hacer mella en los cuatro lustros de levantar esa santa fortaleza que encierra a la razón fuera de ella y al pecado dentro. Al final el llanto se moderó.

—Tú no crees que esté loca, ¿verdad que no, Conor?

—No lo creo ni lo estás.

La muchacha se tranquilizó, le cogió de la mano, cruzaron el puentecillo y anduvieron hasta el pedazo de roca en que Brigid se había sentado tantas veces con Myles.

—Hermanita, tienes que dejar de practicar ese deporte con mamá. Tal como está ahora no sabría aceptar un vestido nuevo a cambio de uno viejo. Si sigues así te destruirás a ti misma. Por amor de Dios, ¿es a Colm O'Neill a quien quieres?

—Ya ni puedo soportar su presencia siquiera.

—¿Y por qué habrías de soportarla? Tienes un muchacho fuerte y guapo que te ama, Brigid, y eso vale más que un millón de acres de ese montón de piedras. Quiero que os vengáis los dos a Derry. Le enseñaré a Myles el oficio de herrero.

Brigid se apartó del hermano y movió la cabeza negativamente.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué vas a perder sino un sucio combate con una anciana que ha perdido el juicio?

—Aborrezco Derry —respondió ella—. Allá el sol no calienta bien. No te besa como el sol de Ballyutogue. Si da calor, lo da de un modo que te abrasa la piel de la espalda y te derrite la grasa. La lluvia no deja dulzura en el ambiente. Te arrastras por allí como si tuvieras los pies clavados en arcilla; y el aire del Bogside es tan denso que parece que inspiras nubes de una tormenta de polvo. Derry me da miedo. Tengo miedo a las fogatas y los tambores del Waterside y a los feos bramidos de hombres y mujeres chillando unos contra otros, y a sus hijos cubiertos de llagas y a la eterna tristeza que lo envuelve todo. Ah, Conor, tu intención es buena, pero vendrá el día que no habrá trabajo para ti ni para Myles, y él tendrá que recostarse en la pared y recoger, peniques mientras yo voy a la fábrica de camisas o limpio el retrete de alguien…, y los ojos de Myles perderán la dignidad y la hombría.

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