—Buenos días.
Conor miró por encima del hombro y vio al padre McShane acomodándose en el otro extremo del banco.
—Como una vez te encontré aquí, he pensado que quizá volviera a encontrarte. Todos tenemos nuestros puestos de meditación favoritos.
—¡Desde aquí se ve un panorama tan tranquilo! —respondió Conor—. ¿Cómo está Frank?
—Oh, se deshizo en un mar de lamentaciones. Los votos de la junta de la Asociación del Bogside están igualados de momento. Uno a favor y otro en contra del mal aconsejado presupuesto de Conor Larkin. Frank se da cuenta de que Kevin se pondrá de mi parte, y por este motivo se ha pasado toda la mañana con los de Buques y Trenes tratando de salvar el pellejo.
—Yo tenía que haber comprendido desde el primer momento que el camino del cielo lo paga con buen dinero.
—Frank representa el colmo de la corrupción del sistema. El hecho de que los indígenas les quiten trabajos a los colonizadores va contra el dogma fundamental del ulsterismo y contra todas las normas civilizadas, viejo amigo. Por supuesto, tú ya sabías a qué te exponías cuando lo hiciste, y Frank no está dispuesto a que le corten el cuello por tu causa.
—¿Qué opina del caso, padre?
—Yo he votado por ti.
—No es esto lo que le pregunto.
La cara adolescente del sacerdote se levantaba hacia lo lejos con cierta melancolía, mientras el cerebro meditaba.
—Mi primera reacción fue de resignado pesar. ¿No está ya bastante mal la situación para que tengamos que cargar con esto? Pero ese momento pasó. Habíamos de llegar a este punto más pronto o más tarde, y siempre imaginé que serías tú quien moviera el interruptor.
Ambos se levantaron y se pusieron a pasear por el sendero de los rosales.
—Andrew Ingram… ¡ése sí que es un hombre! —comentó el sacerdote—. ¿Estás preocupado por él?
—¿Por él? No. Él lo había meditado todo desde hacía mucho tiempo. Es como mi padre: callado. Me he pasado casi toda la noche pensando en mi padre. Él no tuvo un gesto así una sola vez, sino un centenar de veces. Le recuerdo cruzando solo la plaza del Ayuntamiento de Ballyutogue para echar la primera papeleta electoral de todas nuestras vidas. Y lo hizo sin cantar las propias alabanzas. Él vive la revolución a su manera, como una tarea cotidiana. Estoy preocupado por Conor Larkin. Toda la vida me he preparado para un determinado momento y me he dicho: «¡Ojalá pudiera hacer algo!» Y llegado el momento me quedé asfixiado de miedo. Y le dije a Andrew que se arrastrase a los pies de lady Caroline, que hiciera lo que quisiera, pero que no me mezclase a mí. Un presupuesto para un trabajo no es la clase de insurrección que me apetece. Andrew ha visto claro en mi interior, padre Pat; soy un patriota de taberna, uno más de los tantos que hay en Irlanda.
—Ya te he dicho que cuando me enteré del paso que habías dado gemí por dentro —replicó el sacerdote—. Era lo mismo que habías sentido tú. Todos perdemos la noción de quiénes somos y por qué estamos aquí. A veces, después de unas cuantas escenas brutales abajo en el Bogside, me voy, cojeando, a mi habitación, contemplo aquel sucio lugar y pienso cuánto me gustaría ser un hombre corriente y buscar placeres corrientes.
—Usted quiere consolarme, padre Pat.
—Ni lo pienses. No soy una imagen de Cristo; sólo una copia de hojalata. ¿Crees que no me ha pasado nunca por la mente la idea de una mujer?
Conor vio de pronto, en toda su realidad, la carga de infiernos humanos que aquel hombre llevaba sobre sus hombros. Y la contemplación de un cuadro tan extraño le dejó paralizado de espanto.
—No es pecado, ni fracaso, hundirse en un momento de ansiedad —continuó el sacerdote—. El único fracaso consiste en no reconocer lo que uno ha hecho y dejarlo pasar con mirada indiferente. Frank Carney ha concertado una entrevista entre tú y Roy Bardwick, director de Buques y Trenes. ¿Querrás verle?
—Debo saber si alguien, si alguno de la junta, hizo algún pacto relativo a mi fragua.
—Yo no. Con eso quedan dos. Lo más probable es que Kevin tampoco. Con eso queda uno.
—No mejoraría nada el hecho de reunirme con él —dijo Conor.
—Tampoco perjudicaría nada. Ahora eres su parigual, y no creo que debas empezar portándote con ellos lo mismo que ellos se han portado con nosotros.
Roy Bardwick parecía sentirse molesto; lo habían llevado, como para esconderlo, a la capilla que tenia Frank Carney en la catedral. El recinto estaba lleno de estatuas, de ojos apagados, del paganismo romano. El padre Pat abrió la puerta de la verja, para dar paso a Conor, y salió. Los dos hombres se estudiaron. Bardwick era alto y fornido, casi tanto como Conor; tan alto habría sido en realidad, si sus setenta años no le hubiesen encorvado un poco. Tenía la cabeza bordada de blanco, pero todavía estrechaba la mano con firme apretón. Por un momento, la escena le recordó a Conor el día que su padre se reunió con Luke Hanna para negociar, para que su gente pudiera respirar un poco más libremente. Roy Bardwick era viejo, pero estaba completamente tranquilo y seguro de sí mismo.
—Le conozco ya, Larkin. Le había visto antes.
—Hace algo más de un año, en ocasión de una emergencia, trabajé unas semanas en el muelle de despalmado.
—Eso es, cuando dos vapores canadienses llegaron malparados a consecuencia de una tempestad. Nunca olvido una cara. Vayamos al grano. Frank Carney me ha convencido, al menos, de que él no sabía nada del presupuesto que usted ha presentado.
—Frank ha dicho la verdad.
—Entonces, fue cosa de usted y de Ingram.
—Es posible. Y puesto que empezamos cultivando la sinceridad, ¿qué me dice de Tippy Hay?
—No fue cosa mía, Larkin. Personalmente, aprecio al viejo Tippy. En estas cuestiones, las cosas se dan por descontadas. No es necesario cursar órdenes escritas.
—Por lo demás —interpuso Conor—, usted no hizo nada para impedirlo.
—¿Por qué había de hacer algo? —replicó el otro, poniendo al descubierto su brutalidad.
—¿En nombre de quién habla? —inquirió Conor.
—En el de todos, incluso en el mío. Mientras le esperaba, sentado aquí, iba pensando: «¿Cómo enfoco la cuestión?» Sería inútil recurrir a las amenazas, porque si usted perteneciese a la especie de los que se doblegan a ellas habría empezado por no licitar. Pienso será mejor que hablemos claro.
—Adelante.
—Sé lo que usted busca, y sé lo que persigue Ingram. Permítame decirle qué pretendo yo personalmente. Tengo setenta años y dentro de dos me jubilaré con la pensión completa. He trabajado cuarenta en el muelle, desde el día que lo construyeron. Si dejo que se me escape ese contrato, podría echarlo todo a peder. Y no hablo del dinero, sino de los principios. ¿Comprende mi punto de vista?
—Sí.
—En lo referente a Ingram, la Corporación Municipal está dispuesta a reconsiderar el presupuesto que había hecho para construcción de escuelas nuevas. El año que viene tendrá su colegio en Dunnamanagh.
—Con lo cual, sólo quedamos Buques y Trenes y yo —dijo Conor.
—Aceptando la palabra de Carney de que él no tuvo nada que ver y que usted es un hombre obstinado, nos hemos sentado todos y buscado una manera razonable de enfocar el problema. Unos cuantos muchachos se pronunciaban por la guerra sin cuartel. Yo no. Quizá se acerque un orden de cosas nuevo; pero todavía no estamos preparados para recibirlo. Sobre esta cuestión, mi gente se pone muy quisquillosa. Partiendo de la premisa de que la guerra no beneficiaría ni a unos ni a otros, nosotros le hacemos una proposición. Necesitamos que usted retire la licitación, o que cuando la declaren nula e inexistente no se apele. El Concejo Municipal encontrará un motivo técnico… falta de instalaciones, o algo por el estilo. Quedará en firme la licitación de Buques y Trenes. Como sabe, la mayoría de estos trabajos se encargan luego a terceros. Todas las pequeñas fraguas de los alrededores del Waterside han dependido de estos ingresos durante treinta años, y no podemos dejar desamparada a esa gente.
—¿Y mi parte?
—Del trabajo restante, el que se hace en el muelle, estoy dispuesto a encargarle el veinte por ciento.
Conor levantó la vista hacia un ensangrentado Cristo en brazos de una Virgen con ojos de gacela. La mano del herrero reseguía el sarcófago. ¡Ahí estaba la salida! Podía beneficiarse de una ganga sin que le aplastaran la nariz. La moral del «vive y deja vivir» resultaba casi aceptable y, en todos los sentidos, habría que considerarla una victoria y una solución al problema. Sin embargo, en fin de cuentas, quedaría en pie la licitación hipertrofiada. ¿Quién la pagaría, sino su propio pueblo, viviendo miserablemente? Sería una conspiración más, concluida en un lugar oscuro, y aunque los otros hubieran cedido un par de centímetros, el sistema perduraría con toda su perfidia.
Bardwick desdobló el pañuelo y se sonó ruidosamente.
—Como decía, Larkin, no pretendo intimidarle, pero sería tonto si se creyera libre y rechaza nuestra oferta. Acepte la situación durante un tiempo, hasta que mi gente acepte la idea de la competencia.
—¿Digamos por unos dos años, hasta que usted se haya jubilado?
—Lo que pase cuando yo esté jubilado me importa un comino.
—Cuando era muchacho —explicó Conor— había en nuestro distrito un viejo hacendado. Su familia conservó el escaño en los Comunes durante generaciones. ¿Se imagina usted las amenazas y las puñadas al pecho cuando uno de la Liga Campesina le disputó el puesto? «Dadnos tiempo para acostumbrarnos a la idea», gritaban, acompañando la petición con serias amenazas. Pero había llegado el momento de un cambio; el candidato de la Liga Campesina ganó, y la vida siguió su curso. Lo siento, señor Bardwick.
El anciano, que había tenido que enfrentarse ya con muchísimos retos, se enfrentó con uno más sin dar muestras de cólera ni insinuar amenazas. El tiempo le había enseñado lo que tenía que hacer. Había querido evitarlo; pero ahora sabía que tendría que llegar al final.
—También lo siento yo —dijo.
Publicadas las licitaciones y otorgando el contrato, Conor permanecía siempre alerta. Las semanas se convertían en meses y se trabajaba intensamente para satisfacer las necesidades de la escuela y la ciudad en lo referente a hierros. La mayoría de fraguas protestantes del Waterside se beneficiaron de la misma cantidad de trabajo que cuando lo subcontrataban de Buques y Trenes, y sus temores se disiparon. Sólo en el muelle de despalmado en sí y las herrerías de los afiliados a las Logias de Orange perduraba el odio. Y téngase presenté que la buena memoria era el factor más constante de la vida del Ulster.
San Sinell gozaba de una devoción particular en el Bogside de Derry. El día de San Sinell se celebraba una gran peregrinación a la bahía de Erne, en el condado de Fermanagh, en honor de los doce apóstoles de Irlanda. Y quiso el azar que coincidiera en el mismo día que el Bogsider's Gaelic Football Team se trasladaba a Enniskillen para el gran partido tradicional de la temporada. Ocurriendo, pues, ambos acontecimientos en la misma comarca, se contrató un tren especial que dejó el Bogside casi vacío.
Ahern, el hijo mayor de Clarence Feeny, era el aprendiz a quien tocaba estar de guardia en la fragua aquel día. Durante la semana, el capataz había observado el disgusto de su hijo, y como él andaba retrasado en un trabajo encargado por un templo, el viernes dio a su hijo la buena noticia de que podría irse con el equipo, pues él se encargaría de la guardia.
El incendio fue breve. La fragua de Conor Larkin quedó arrasada por completo pocos minutos después de haber empezado a arder. La sirena de alarma no sonó. Un importante experto en incendios provocados, venido de Belfast, no supo encontrar indicio alguno de sabotaje, a pesar de que abundaban las pruebas en contra. Al revolver las cenizas se notó la falta de centenares de herramientas pequeñas que no podían quemarse, y la mayoría de las mayores habían sido destruidas por medios distintos del fuego. El informe del forense estableció como más probable que Clarence Feeny se había dormido después de iniciar el incendio por casualidad y había quedado prisionero del fuego. Se dedujo que el hombre bebía en exceso y que más que probablemente estaría borracho a la sazón. Aunque el cadáver quedó casi totalmente destruido, se encontró la cabeza con el cráneo hundido en cuatro puntos distintos, particularidad que el informe oficial se olvidó de mencionar.
Una semana después todo el trabajo restante para la Corporación de Londonderry y el distrito de escuelas nacionales se transfirió al muelle de despalmado de Buques y Trenes.
Un año de penitencia, y la herida de Kevin O'Garvey casi no había sanado nada. Se rumoreaba que el viejo luchador no había logrado sobreponerse nunca a la muerte de Parnell. La causa de aquel cambio continuaba en secreto, y en ocasiones sólo el padre Pat y Conor Larkin podían acercarse al diputado.
Kevin deploró el pacto concluido con Maxwell Swan casi desde el mismo momento de cerrarlo. Los paseos nocturnos por el Bogside le llevaban invariablemente delante de la fábrica de camisas Witherspoon & McNab, y el ácido de la culpa le roía las entrañas. La colección de quejas y peticiones de auxilio de los obreros reunidas por él aumentaba cada día, y quedaban siempre sin respuesta, porque había cerrado las vías legales de protesta que se les ofrecieron.
Los frutos conseguidos demostraban que había hecho un trato poco ventajoso, puesto que de las empresas de la Bogside Association pocas prosperaron; la mayoría fenecieron. Los puestos de aprendiz que pudieron comprar hicieron poca mella en el desempleo crónico del Bogside y contribuyeron muy poco a su mejoramiento económico.
Kevin penetraba en la mansión georgiana de la calle Abercorn que albergaba el cuartel general de las empresas del conde de Foyle. Acortó el paso visiblemente. Como solía hacer siempre, se detuvo una vez más para dirigir una mirada condenatoria a los siete pisos de calabozos sucios, peligrosos, huérfanos de luz y aire a pesar de encontrarse sobre el nivel del suelo, que albergaban la fábrica de camisas, y la losa que le oprimía el pecho creció todavía más.
La planta baja de la casona albergaba una fofa colección de empleados con blancas camisas y viseras verdes sobre los ojos, y de mujeres con largas faldas, todos en hileras y más hileras. Un ayudante le acompaño arriba a la lúgubre oficina donde el brigadier Swan se sentaba en un crujiente sillón de cuero. Primero intercambiaron unas frases de cumplido. Por la ventana, Kevin contemplaba la vista del río. Como tantas cosas de Donegal, mirando desde cierta distancia resultaba pintoresco; era una ciudad de hadas dormida en la falda de una montaña, sobre una corriente serpenteante. Desde aquí, en cambio, la perspectiva cambiaba; la podredumbre aparecía por todas partes y las imperfecciones resaltaban como en una ramera vieja y sin afeites. Kevin se volvió hacia el interior de la oficina, se limpió las gafas y se sentó frente a Swan.