—¡Eh, tú, tío recio!
—¿Yo? —preguntó Conor.
—Sí; nos falta un hombre para el entrenamiento. ¿Te apetecería cubrir el puesto de mediocampista?
—Me temo que no conozco mucho el juego.
—¿No has jugado nunca?
—Unas pocas veces nada más.
—Para entrenarnos, sirves.
Conor había jugado unas cuantas veces al fútbol que los escoceses introdujeron en el Ulster, así como también unos partidos de fútbol gaélico. Tenía sobrado vigor, no cabe duda, y además corría como una liebre. En el centro, la variante gaélica requería mucha fuerza bruta, pues uno se encontraba en medio de una piña de hombres y tenía que saltar más que los otros, coger la pelota y sujetarla con fuerza. Se decía que era un juego tan antiguo como san Patricio, y es muy posible que el santo patrón hubiera pensado ya en Conor para medio centro. Como la mayoría de muchachos campesinos, apenas supo andar aprendió enseguida a saltar setos de piedras como un venado, y poseyendo unas manos de herrero para sujetar lo que fuese, un cuerpo extraordinariamente vigoroso, una talla de metro ochenta y ocho y casi noventa y ocho kilos de peso, constituía una materia prima formidable.
Apenas había entrado Conor en el campo cuando he aquí que un jugador de plantilla con camiseta azul vino corriendo hacia él, cruzando el terreno. Al llegar a su altura, se paró, hizo ademán de sortearle con un movimiento de cadera y pierna, y luego quiso seguir adelante. La maniobra hizo perder el equilibrio a Conor, a pesar de lo cual logró asirse a la camiseta del otro, levantarlo y echarlo al suelo con golpe sordo, atajándole de la manera más efectiva, si bien nada científica El corredor rodó en una dirección y la pelota en otra. Luego, el primero se puso a gatas, boqueando en busca de aire y unos instantes después se acercaba a Conor con paso vacilante, aunque blandiendo el puño.
—¡So canalla estúpido! —le gritó—. ¡Esto es un entrenamiento nada más!
—Lo siento. ¿Hice algo malo?
—¡Por poco me matas! Eso es lo que has hecho, so basura tonta. —El hombre dio media vuelta para marcharse, todavía tembloroso; pero, de pronto, se paró y volvió—. Eh, lo siento, amigo —dijo, tendiéndole la mano—. He quedado un poco atontado, ya sabes. Me llamo Pat, Pat McShane.
—Yo soy Conor Larkin. No quería jugar tan duro.
—No has sido duro. Después del entrenamiento, te invito a una cerveza en la taberna de Nick Blaney.
Cooey Quinn, entrenador y gerente de los Bogsiders, observaba atentamente al tal Larkin, quien parecía aprender las tretas del juego, mejorándose a cada minuto que pasaba. Cooey pertenecía al GAA desde el comienzo, era uno de los más destacados futbolistas gaélicos de Derry, gran corredor, a pesar de tener arqueadas piernas. Al retirarse como jugador, convirtió a los Bogsiders en una potencia regional. Sus años de deportista no le habían forrado los bolsillos; era un deporte de aficionados, jugado por el orgullo de ganar y con ciertos tintes y matices de nacionalismo. Apenas terminó el entrenamiento fue en busca de Conor.
—Hola, chico fuerte, yo soy Cooey Quinn.
—Te había oído nombrar —respondió Conor. Y se presentó a su vez.
—¿Has jugado mucho?
—Tres o cuatro partidos, a lo sumo. Allá en Inishowen generalmente jugábamos al fútbol con los equipos protestantes.
—¿Estarás un tiempo en Derry?
—Sí.
—Creo que serías un medio centro formidable. Si vienes a entrenarte, me encargaré personalmente de que te practiques un poco en los puntos más delicados.
—Estupendo por tu parte, pero ando en busca de trabajo.
—Como no lo encontrarás, tanto da que te entrenes unos ratos. —Cooey estudiaba el fornido cuerpo de Conor con ojo avaricioso; luego, se le acercó v le habló en confianza—. Francamente, de paso uno puede ganarse un par de chelines.
—¿Cómo?
—Algunos gomosos que vienen a vernos apuestan sobre el resultado del partido, y si ganamos… pues, ya sabes…
—En verdad que no es la manera que yo había pensado de ganarme la vida —respondió Conor.
—A menos que tengas algo mejor que hacer, ¿por qué no intentarlo?
—¿Por qué no? —repitió Conor, levantando los hombros.
—Bueno, ven a la taberna de Nick Blaney y conocerás a los chicos.
El establecimiento de Nick Blaney era el más distinguido del Bogside, debidamente equipado de suelos embaldosados y caoba reluciente, y con un espejo sobre el mostrador en el que se leían unas palabras que eran un alarde de chovinismo local: Carney's Derryalf, la cerveza que pretendía quitarle el trono a la Guinness. Nick pertenecía al mundillo del deporte, había sido boxeador, en otro tiempo el tercero de todos los pesos medios del Reino Unido. A no ser porque lo sorprendieron en frío con un puñetazo afortunado, solía explicar siempre, habría podido aspirar a campeón. A la taberna acudía cierto número de parroquianos habituales, hombres con empleos fijos o pequeños negocios. Los atletas constituían sus
alter egos
, y ellos siempre estaban dispuestos a llenar el vaso de un jugador.
—Mira qué tío tan desarrollado —exclamaba Mick McGrath, que parecía llevar en todos los puntos de su cuerpo la marca de as de los Bogsiders, fuerte como un roble y seguro de sí mismo. Y adelantó una vigorosa mano, presta para el saludo—. ¿Cuánto pesas, Larkin?
—No lo sé con seguridad. Creo que más de noventa y cinco kilos.
—Por
Jaysus
, es precisamente lo que necesitamos —dijo Mick.
—Puedo dar fe de que pega como un vagón de cerveza dejado suelto —dijo Pat McShane desde la periferia del grupo.
Conor miró hacia él y se puso color carmesí. Pat McShane llevaba cuello duro de sacerdote católico.
—¡Sálvame, Virgen María! —murmuró Conor—. Resulta que he tirado por el suelo a un cura.
Hechas las presentaciones, Conor se acercó al padre McShane, todavía angustiado. Al sacerdote le divertía aquella turbación y abrió los labios en una franca sonrisa, dejando al descubierto el hueco de dos dientes que faltaban, prueba fehaciente de que alguien le había entrado al ataque antes que Conor.
—No lo entiendo, padre —dijo el herrero.
—He estudiado todos los libros sagrados y no he hallado en ninguna parte ni una sola palabra prohibiendo que un sacerdote juegue al fútbol gaélico.
—Pero ¿y el obispo Nugent? ¿No se pone furioso?
—Sólo cuando pierde el Bogside.
Como nunca había encontrado sacerdotes de aquella especie, Conor seguía poniendo cara de asombro, pero Pat McShane había visto ya a otros campesinos recién llegados del pueblo. Era un padre que había salido de un molde distinto que el cura de misa y olla, indiferente pero entrometido, que suele llenar los seminarios. Procedía de una familia de nuevos ricos del sur y estudió dos años en Cambridge antes de decidirse por el sacerdocio.
En los días siguientes se estableció entre ambos una camaradería espontánea y profunda, pues en cierto modo ambos eran ajenos al mundo del Bogside. Pronto descubrieron que la poesía y la literatura eran lazos que los unían. Si por una parte los sacerdotes del Bogside pertenecían a otra especie que los dogmáticos que Conor había conocido, por otra el padre Pat se distinguía incluso de los del Bogside. En secreto, era la luz que guiaba a la Liga Gaélica y el día que Conor asistió a una reunión, invitado especialmente, fue el más dichoso que había pasado en Derry.
Habían apostado vigías en todos los accesos al establo abandonado de Lone Moor Road. Sólo cuando éstos dieron el parte de «todo despejado» empezaron a entrar los asistentes, en grupitos de dos y de tres. Eran jóvenes, pobres y andrajosos, y con gran sorpresa de Conor, casi la mitad eran chicas de las tejedurías y las fábricas de camisas. Una vez en el establo subían por la escala hasta el desván, donde una recia lona tapaba la luz que habría podido filtrarse al exterior. Dentro había una claridad tan mortecina que apenas se distinguía a las personas congregadas. Todos hablaban en voz baja, reprimida, a pesar de lo cual se respiraba una atmósfera de excitación y desafío.
Conor había venido acompañado de Mick McGrath y Cooey Quinn, y al ser presentado a los demás, éstos le saludaban con silenciosos apretones de manos y movimientos de cabeza.
Maud Tully, un pedacito de chiquilla con unos grandes ojos castaños, pidió que prestaran atención.
—Apiñaos más —dijo—, y así no tendré que hablar tan alto. —Los treinta y pico que poblaban el desván se sentaron en corro a su entorno—. El padre Pat —anunció ella— ha enviado aviso de que le han llamado al lecho de un feligrés gravemente enfermo.
Se elevó un murmullo seco de desencanto.
—Ha dicho que vendría tan pronto como le fuese posible. Entretanto, sugiero que iniciemos la discusión del tema de esta noche: Theobald Wolfe Tone.
Los reunidos se miraron con aire desamparado. Conor había traído su biografía de Wolfe Tone, porque el padre McShane le había hablado de la conferencia. Él se mantenía en forma.
—¿Nadie sabe lo suficiente sobre Wolfe Tone para empezar? —preguntó Maud.
Y como una vez más sólo cosechaba un rumor de lamentaciones, Conor levantó la mano, titubeando.
—Parece que tenemos un poco de suerte —dijo Maud—. Nuestro nuevo hermano, Conor Larkin, se ofrece voluntario. ¿Por qué no vienes aquí, Conor?
El forastero se levantó del suelo y cruzó entre los demás en medio de unos susurros de curiosidad. Las reducidas dimensiones del desván hacían resaltar todavía más su gallarda figura. Maud señaló la caja donde podía sentarse. Los otros se apretujaron a su alrededor. En aquel instante mágico, los vio a todos como a otros tantos Conor y Seamus sentándose animadamente a los pies de Daddo, ansiosos, sedientos de aprender.
—Confío que no me tomaréis por un presuntuoso —empezó—. Yo no sería capaz de dar una charla comparable a la de un hombre tan erudito como el padre Pat. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó el pequeño volumen titulado
Vida y aventuras de Theobald Tone escritas por él mismo y extraídas de sus diarios. Editado por su hijo, William Theobald Wolfe Tone
.
—En primer lugar —empezó Conor—, nuestras aspiraciones republicanas se honran con la historia de cierto número de patriotas descendientes de protestantes. Es una tradición que pasa por Robert Emmet, Napper Tandy, Henry Joy McCracken, Thomas Davis, Isaac Butt, así como por el mismo fundador de esta Liga Gaélica. Dos de estos protestantes tuvieron tanta importancia para la emancipación de los católicos y el anhelo de libertad de los irlandeses como el mismísimo libertador, Daniel O'Connell. Me refiero a Charles Stewart Parnell, cuya pérdida no ha quedado compensada jamás, y a Theobald Wolfe Tone, padre de los republicanos irlandeses, de quien os hablaré esta noche.
En el desván reinaba un silencio absoluto.
—Wolfe Tone nació en Dublín el 20 de junio de 1763 —continuó con una voz no muy bien avenida a la tarea encomendada.
Pero enseguida percibió la instantánea comunicación que se había establecido entre él y el grupo alineado a sus pies. Con lo cual su malestar se transformó en una sensación de poder, observando que los ojos y los oídos del auditorio se centraban en él y que las palabras que pronunciaba conquistaban sus mentes. De súbito, los largos años de escuchar los relatos de Daddo, las conversaciones con Andrew Ingram y los libros que había leído por los campos y a la luz de las velas empezaron a insuflar en sus palabras esa magia irlandesa única, sin par, llevándole a salpicar la narración con rasgos de fantasía, picaresca y humorismo. En virtud de una transformación instantánea, él era el
shanache
y la historia salía de sus labios como si hubiera sido testigo presencial de lo que narraba.
Línea por línea, verso por verso y capítulo por capítulo, reprodujo la turbulenta carrera del primer gran patriota; el voto hecho en Belfast de reunificar Irlanda, la huida a América, la influencia de la Revolución francesa, las intrigas en París para conseguir apoyo, la tempestad en el mar que destruyó la armada francesa, el segundo y fútil intento de invasión en Lough Foyle, la captura, la condena, la sentencia de muerte… y el suicidio.
Los ojos del galvanizado auditorio estaban húmedos, y las mejillas, mojadas sin excepción. Durante un buen rato, imperó un silencio sepulcral.
—¡Bravo!
Todo el mundo se volvió. Allí estaba el padre McShane, que había entrado sin que lo advirtiesen y había presenciado el final de aquella mesmerizante actuación.
—Por favor, caballeros, una última ronda —decía Nick Blaney.
Conor hubiera querido pasarse la noche hablando con el padre Pat, pero Cooey Quinn y Mick McGrath le estaban dando palmadas a la espalda, presentándole a unos y a otros y soltando aire caliente como fuelles de fragua.
—Si, sí, ha sido una noche memorable —repetía Cooey por milésima vez— y todo el mundo está entusiasmado. Vamos, si aprendes a jugar al fútbol tan bien como sabes hablar, serás el alcalde extraoficial del Bogside.
—Indiscutiblemente —convino Nick.
—Espero que no; en mi familia eso ha sido como una maldición —respondió Conor.
—Caballeros, caballeros —suplicaba Nick Blaney.
Los cuatro amigos abandonaron la pastosidad de la Derryale para internarse por los olores y sonidos de pobreza que perduraban como una erupción incurable. El padre Pat se detuvo súbitamente como si le diera miedo cruzarlos una vez más. Un borracho descarriado orinaba en la base de las murallas sagradas, el sonido vil del rencor doméstico hería el aire trayendo sobre sus lomos el discordante llanto de un niño que muy probablemente estaría tan hambriento como asustado. Fabricaban niños en las tinieblas, tenían el mayor porcentaje de nacimientos de todo el reino. Niños que comerían desperdicios de cerdo y trabajarían en la fábrica de camisas, niños que arrojarían medios peniques contra la pared, niños que crecerían y envejecerían y esperarían la muerte en cubículos desnudos como celdas de fraile.
El padre Pat se cogió un momento al brazo de Conor para recobrar el equilibrio.
—Si al menos pudiéramos hacer algo… —murmuró.
Conor asintió con un movimiento de cabeza.
—Un día cualquiera me escapo de aquí —afirmó Mick.
—Sin duda —respondió Cooey—, es lo que decís todos.
—Recuerda lo que te digo, me escaparé.
—¿Viene con nosotros, padre? —preguntó Conor.
—Debo ir a ver a mi feligrés. Me temo que morirá esta noche.