Conor Larkin era nuestro jefe. Todo el mundo daba por descontado que cuando Tomas abandonara el mando, él le sucedería; pero Conor nunca prometió nada en tal sentido. El Conor más auténtico era el de los meditativos paseos por la montaña con Dary y conmigo, leyéndonos un poema nuevo a la orilla del riachuelo. Habían pasado nueve años desde aquel verano en la cabaña del monte; pero nuestros corazones no se alejaban de ella. La horrenda batalla de voluntades entre Conor y Tomas continuaba incesante. Este ya no tenía tanta energía como antes, pero seguía siendo la figura dominante, lo mismo que Kilty lo fue antes que él. Al cabo de un tiempo renunció a los excesos en la bebida y se conformó a su condición de huésped de Finola, la cual se había constituido en furiosa celadora de sus hijos, retando a las muchachas que osaran acercarse a estas posesiones suyas, las más preciadas de una madre irlandesa.
La terrible carta del presidente de la Baltimore Fire Fighters Benevolent Association comunicándonos que Ed había muerto en el cumplimiento de su deber, nos llegó apenas haber terminado la recogida de las mieses. En el transcurso de los años se había establecido entre nosotros una relación entrañable, y nunca me consolaré de no haber podido volver a verle. Ed había suscrito una póliza de seguros de mil quinientos dólares americanos, que me legaba a mí, a condición de que los emplease en instruirme. Su muerte significó mi liberación.
Esta herencia fue el acontecimiento del año en Ballyutogue. ¿Se imaginan la cantidad de consejos que me daban? Allá vino el padre Lynch, con la cara larga y melancólica de un amargado y el corazón de una quincena de lluvia. Arguyendo con una lengua capaz de cuajar la nata, insistía en que aquel generoso regalo a la Iglesia (queriendo decir a sí mismo) hallaría mucho favor ante el Todopoderoso. La presión se hizo espantosa, pues mamá apoyaba las pretensiones del padre Lynch de meterme en el seminario.
Con aquel dinero había más que suficiente para pagarme los estudios en un colegio, cosa que yo ansiaba con toda el alma y pensaba no conseguir en mi vida. Conor exigió que no entregase las armas, y, gracias a Dios, la convivencia de tantos años había infiltrado en mí suficiente acero de los Larkin como para defender mis reales. El asunto seguía siendo objeto de una discusión monumental el día que Kevin O'Garvey mandó aviso de que había recibido ya los documentos y el dinero. El calor de la discusión habría bastado para derretirme la piel de la espalda; pero por primera vez en la vida, dejando aparte el motín del Bogside, me planté ante mis padres, irguiendo toda mi estatura de un metro treinta y cuatro centímetros anunciando:
—Me iré a Derry, a consultar al señor Ingram.
Por el llanto y los gemidos que siguieron, aquello más parecía un velatorio que otra cosa.
—¿Para qué diablos puede servirte esa instrucción, sino para hacerte sacerdote? —suplicaba mamá.
—Pienso hacerme maestro y quizá también escritor —¡Ahí lo tenían! ¡Lo había dicho por fin!
—Pero ¿y el padre Lynch?
—El padre Lynch cierra mentes; yo me propongo abrirlas.
¡Oh!, mamá se cubrió los oídos con las manos para no escuchar más blasfemias como ésa y papá se limitó a rascarse la cabeza tanto rato, que temí llegara a raer su cuero cabelludo. En el mismo momento en que yo partía hacia Derry, ambos estaban en San Columbano, rezando por mi alma inmortal.
Ingram era director del mayor colegio de todo Derry. Su esposa Enid le había dado dos hijos. En mi vida he tenido una satisfacción mayor que cuando entré en su despacho y vi los soportes para libros que le habíamos regalado, allí enfrente, en el estante de detrás de su escritorio.
El número de colegios a elegir era extremadamente limitado. El Trinity College de Dublín representaba un sueño inalcanzable. Durante siglos había sido una institución reservada a los protestantes, y aun suponiendo que un católico hubiese podido entrar en él, nuestros obispos se lo habrían prohibido bajo la pena de excomunión. Ingram me aconsejó un colegio católico nuevo en Dublín, dirigido por los jesuitas, pero las perspectivas para estudiantes no religiosos eran extremadamente limitadas.
—Parece que sólo nos queda el Queens College de Belfast.
¡Dios mío, eso producía espanto! Ingram me sometió a una serie de pruebas, que casi duraron un día entero, y cuando las hube terminado fue a su casa. Por la expresión preocupada que tenían él y su esposa, comprendí que los resultados no habían sido buenos.
—Has continuado muy bien en lo referente a inglés y literatura, pero necesitarás muchas clases particulares para poder aprobar los exámenes de ingreso. Conociendo tu capacidad de trabajo, yo diría que después de cuatro o cinco meses de trabajar de firme, estarás en condiciones.
¡Clases particulares! Mis sueños se los llevaba el viento y mi cuerpo se quedaba sin energías.
—¿Cuánto costarán esas clases particulares? —pregunté con un hilito de voz.
—¿Todavía tocas la flauta? —preguntó Enid.
—Sí.
—¿Qué te parecerían dos tonadas por noche?
—Creo que no la entiendo —respondí.
—Desde que me encerraron en casa con los dos niños, tengo hambre de dar clases —contestó—. Poseemos un espléndido cuarto en el ático, ideal para estudiar de día y soñar de noche. Te pondremos bien relleno y preparado para el Queens. De modo que, vete a casa, empaqueta tus cosas y pongámonos a la tarea.
Me mordí la lengua e hice cuanto pude, pero a pesar de todo se me escaparon las lágrimas. Cuando pude hablar, les prometí que se enorgullecerían de mí.
—Nos hemos enorgullecido ya muchísimas veces —contestó Ingram.
La hermandad de los bebedores, vírgenes todos, excepto Conor, que había tenido tratos íntimos con chicas protestantes, se reunió para una última farra en la taberna de Dooley McCluskey. Me aconsejaron que no destrozara demasiados corazones en Derry, y me aseguraron que, sin duda alguna, las chicas se morirían por mí, cuando fuera a Belfast Yo… Seamus O'Neill, el primer estudiante universitario de Ballyutogue. Ganaría un millón de libras y le compraría el condado a lord Hubble…
…todos, excepto Conor, estaban rendidos de gozo… Conor, en cambio, sufría.
…la espalda me dolía de tantas palmadas y los oídos me retumbaban de tantos hurras invitándome a conquistar el mundo. McCluskey pagó una ronda de su bolsillo, cosa rarísima no tratándose de velatorios; luego señaló el reloj. La diligencia para Derry estaría en la plaza del Ayuntamiento dentro de poco rato…
…fuera de la taberna y bajo el árbol de los ahorcados nos echamos una vez más unos en brazos de otros…
…luego McCluskey en persona retuvo a los otros para que Conor y yo pudiéramos irnos a la plaza del Ayuntamiento solos…
…y así lo hicimos sin cruzarnos palabra y aguardamos allí…
…y al poco rato, vino la diligencia…
—Adiós, peque —me dijo Conor, haciéndome la clave del cuello cariñosamente, luego me dio una palmada en la nalga y me señaló el carruaje…
…¿acaso olvidaré nunca a Conor Larkin allí de pie, solo, en la plaza, mientras la diligencia se alejaba al redoble de los cascos de los caballos… de pie allí nada más… las manos muy hundidas en los bolsillos… la gorra con la garbosa inclinación como solía llevarla… mirando al horizonte hacia el cual me dirigía yo?
Liam entró en la herrería casi a la hora de cerrar. Conor le hizo una seña, sacó de la fragua un pedazo de metal al rojo vivo, lo colocó sobre un cincel del yunque y en pocos momentos lo tuvo forjado en el ahuecado tipo de azada para las tablas de patatas, que preferían la mayoría de labradores de Ballyutogue. Luego mandó al aprendiz que respaldara el fuego y limpiara el taller, se desató el grueso delantal de cuero y dio una palmada a la espalda de Liam.
Fuera, en el pozo, Conor se lavó la cara y se arregló un poco. Liam le entregó una carta, y se quedó mirando cómo la cara de su hermano se abría en una sonrisa, mientras las manos desgarraban el sobre.
—Ah, sí ¡ése es un gran chaval! —exclamaba Conor—. Seamus ha aprobado los exámenes de ingreso al Queens y se ha trasladado a Belfast, a casa de su tío Conan. Me pararé en casa de Fergus y Mairead y les leeré la carta —la dobló y se la metió en el bolsillo para releerla después. Cuando echaba a caminar de nuevo, Liam le cogió por el brazo y le retuvo en su sitio.
—Ayer estuve en Derry —dijo con nerviosa precipitación—. Kevin O'Garvey me dijo que fueras a verle.
—¿Por qué?
Liam se recostó en la gran piedra, junto al hoyo para los cubos de las ruedas, inclinó la cabeza y se mordisqueó el labio.
—¿Por qué? —repitió Conor, adivinando un conflicto.
—¿Recuerdas cuando fui a Derry el año pasado para la subasta especial de lana?
—Sí.
—Al mismo tiempo fui a ver a Kevin.
—¿Por qué? —replicó Conor, aprensivo.
—Para emigrar en buenas condiciones. Ha estudiado la cuestión por mi cuenta.
Conor reaccionó como un conejo asustado. Una sacudida de miedo le dejó sin voz. Sus ojos se agrandaron mientras Liam cogía un puñado de piedrecitas y las iba tirando al camino de una en una.
—Me marcho dentro de unos días —añadió.
—¿Por qué lo has tenido en secreto? —chilló Conor.
—No era un secreto exactamente. Todo el mundo sabía que estaba destinado a emigrar. Un minuto lo quería, y el minuto siguiente, no. Sencillamente, no sabía qué decisión tomar, Conor. Ya sabes, yo era un mar de confusiones.
Aun en medio de la angustia, Conor dio una palmada en el hombro a su hermano, indicando que le comprendía. La noticia había caído sobre su espalda como pesado yunque; su mente continuaba atascada.
—¿Adonde te vas, Liam? —consiguió preguntar.
—A Nueva Zelanda —respondió el hermano.
—¡Nueva Zelanda! No puedes ir, hombre de Dios. ¡Aquello está terriblemente lejos!
—¿Qué importa la distancia?
—Oh, no, tú eres tonto, hombre —dijo Conor, agarrándose al clavo ardiendo—. No tenemos dinero para enviarte allá; es inútil, perfectamente inútil —dio unos pasos de acá para allá, pegándose en la palma de una mano con el puño de la otra y tratando de encontrar otro clavo—. Dile que no puede ser. Después hablaremos del asunto.
Liam meneó la cabeza, desconcertado.
—No puede ser. He firmado un compromiso para pagarme el pasaje. En la mitad sur de aquel país hay ranchos inmensos y necesitan pastores, labradores y vaqueros. Deberé trabajar dos años para pagar el pasaje, pero luego estaré libre. Me han dicho que allá se puede conseguir tierra fácilmente, de modo que con otros dos o tres años, después de haber satisfecho el pasaje, quizá pueda comprarme una poca.
—Oye —gritó Conor—, eso es una maldita trampa, lo mismo que los barcos del hambre. No dejaré que te metas en semejante estafa. Cuando te tengan allá, te harán trabajar toda la vida para pagarte el pasaje… eso es… No puedes ir, Liam.
Todavía confundido por el arrebato de su hermano, Liam hizo un gesto para cortar la discusión.
—Es un plan legal. El mismo Kevin me lo asegura. Lo pusieron en marcha una docena de inmigrantes irlandeses que le han dado gran auge, y estamos bajo la supervisión de la Iglesia. Kevin ha enviado ya tres muchachos de Derry, y actualmente ya empiezan a medrar.
Conor puso una rodilla en el suelo, deshinchado. Los ojos le bailoteaban como locos. Comprendía que debía calmarse. Había una sola manera de enfocar el asunto, y ninguna más.
—Nueva Zelanda —susurró.
—Mejores perspectivas tengo allá —insistió Liam.
—Nueva Zelanda —repitió Conor, como si fueran las dos palabras más pesadas del idioma. A continuación clavó una mirada penetrante en su hermano.
—Te lo diré sin rodeos. No quiero que vayas. Yo tengo mi oficio, y gano casi tanto como un carretero. ¿Te quedarías aquí si papá se aviniese a transmitirte la finca a ti?
—Ahora eres tú quien dice tonterías —objetó Liam, moviendo la cabeza—. Has de saber que jamás te tuve mala voluntad; la tierra te corresponde a ti, en buena ley.
—Pero si papá estuviera conforme…
—No estará; sé que no estará.
—Si estuviera —insistió Conor—, ¿te quedarías?
—Sí —respondió Liam, como mecido por un dulce sueño—, es lo único que he deseado en la vida. ¡Oh, Santa Madre!, ¡si conozco hasta la última querida pulgada de todos los campos y cada una de las piedras de todas las paredes! Conor, cuando pienso que he de marcharme tan lejos me quedo helado de miedo. Nunca se lo había dicho a nadie, porque no quería alentar mis esperanzas, pero hay un par de mocitas que me miran con muy buenos ojos, y me pondría a cortejar a una de las dos con sólo que… ¡Oh, Conor!, ¿de qué diablos estamos hablando? Tomas no se conformará nunca. Oye, quiero que sepas que no te tengo mala voluntad.
Conor agarró los brazos de su hermano con furia.
—Vamos a hablar con papá, Liam, y se lo haremos comprender.
Liam retrocedió.
—Tendrás que ser tú el que hable. Yo no me atrevería a presentarme a papá con esa proposición.
—Yo le hablaré, yo le hablaré.
Se sabía con certeza la hora en que Tomas entraría en la casita: después de que hubieran rezado el rosario y antes de que sirvieran la cena. Cuando Brigid, Dary y Finola, que estaban arrodillados, se levantaban, entraron los hombres. La cena transcurría en el silencio habitual.
—¿Vas a hacer encaje esta noche, Brigid? —preguntó Conor mientras la chica levantaba la mesa.
—No pensaba ir.
—Ve a visitar a una amiga… y llévate a Dary contigo.
—¡Vaya, escúchenle al señor! —replicó irónicamente Brigid.
Pero casi saltó fuera del propio pellejo al oír el puñetazo de Conor, que por poco parte la mesa. Nunca le había visto comportarse de aquel modo. Todos los ojos se cruzaban miradas; el aire olía a batalla inminente.
—Será mejor que hagas lo que dice tu hermano —aconsejó afablemente Tomas.
—Vamos, Dary —dijo Brigid—, parece que habrá golpes. —Y salió dando adrede un fuerte portazo. Los tres hombres quedaron en un silencio sepulcral, mientras Finola gimoteaba entre dientes, yendo y viniendo junto a la lumbre.
—Liam se marcha a Nueva Zelanda la semana que viene —soltó de repente Conor.