Conor y Tomas sacaron los rocines fuera de Ballyutogue y los juntaron con las ovejas y las vacas, ayudados por los perros, que se habían abierto en apretado círculo. Yo iba en el carrito, cubriendo la retaguardia. Nos internarnos tierra adentro, hacia el oeste, más allá del ancho cinturón de turberas, penetrando en una comarca en la que las ondulantes colinas cedían el puesto a verdaderas montañas. Si todo iba bien, tardaríamos tres días en llegar.
No creo que Tomas y Conor se cruzasen ni una docena de palabras siquiera hasta el tercer día, cuando faldeamos las laderas de Crocknamaddy y empezábamos a ascender hacia Slieve Sneigh y Slieve Main a una altura de unos quinientos metros. Nuestro grupo iba subiendo bajo la tensa vigilancia de los gavilanes, que volaban en círculo sobre nuestras cabezas, y de las águilas doradas.
La cabaña del monte descansaba a la sombra de un hermoso bosquecillo de alerces, delante de un riachuelo que descendía de Slieve Sneigh. Era una pequeña edificación circular, de unos cinco metros y medio de diámetro, construida estilo colmena, levantando paredes de piedras curvadas, sin mortero, y con un tejado de glebas. Junto a la cabaña había un sótano para almacén
Echamos fuera los murciélagos que habían anidado allí, y nos pusimos a descargar las ropas para las yacijas, botes y cacerolas, una mantequera, herramientas, unas cuantas trampas y recado de pesca, unos sacos de patatas, alubias secas y harina de cereales. Como de costumbre, el año anterior había quedado turba suficiente para encender fuego y mantenerlo en rescoldo hasta que pudiéramos arrancar y secar otra provisión de turba.
Mientras Tomas encendía el fuego, Conor y yo medimos setenta y cuatro pasos, paralelamente al riachuelo, yendo a parar a una espesura de aliagas donde cavamos hasta poner al descubierto un escondrijo de armas. Las encontramos limpias y secas, bien engrasadas y envueltas. Yo elegí una escopeta, y Conor, que tenía mejor puntería que yo, escogió un rifle de pequeño calibre. Las demás las envolvimos de nuevo con gran cuidado y las volvimos a meter en el escondite. Cuando oscureció, amaneamos los caballos, limpiamos las armas, comimos y nos acostamos cansados de veras.
Por la mañana, Tomas inspeccionó el prado con nosotros. La hierba se doblaba de puro lozana y espesa y se adornaba de flores silvestres. A lo largo del riachuelo, espesuras de helechos, aliagas y brezo tierno serían excelente pasto para las ovejas. Cierto número de tranquilos estanques excavados por el hombre y que se renovaban cada año parecían saturados de peces.
Dispersos por el prado había una docena, o más, de edificios en ruinas. De chiquitines, Daddo Friel nos contaba que aquello eran casas de duendes que habían sido ángeles y que fueron expulsados del cielo por sus travesuras. Ya bastante mayores, nos explicó que muy probablemente serían los restos de un campamento de Finn MacCool, y todavía más tarde los identificó como ruinas de las invasiones vikingos. Pero lo más probable de todo era que no fuesen ni más ni menos que antiguas cabañas de monte de nuestros antepasados.
La nuestra se hallaba en excelente estado; sólo necesitaba unos pocos días de reparaciones, principalmente glebas para el tejado. Conor y yo fuimos a una pequeña turbera superficial cercana y la examinamos. Como la hallamos muy empapada de agua, calculamos que el trabajo más duro que nos aguardaba, después de reparar la cabaña, sería el de arrancar y secar la turba necesaria para el verano.
Cuando regresamos, Tomas había atado los caballos detrás del carro del burrito, dispuesto a regresar a Ballyutogue. Al acercarnos para decirle adiós, vimos que tenía el rostro tenso de cólera reprimida. Todos nuestros libros, los cuatro de América y cuatro más de Ingram, estaban dentro del carro, perfectamente visibles. ¡Nosotros los mirábamos horrorizados!
—¿Pensabais que después de cincuenta años de labrador no sabría cuánto puede pesar un saco de alubias? —preguntó, dejando al descubierto el escondite donde los pusimos.
Conor y yo estábamos demasiado asustados para defender nuestro destrozado mundo, por el momento.
—¿Por qué quisisteis llevároslos a mis espaldas?
Conor recobró la calma más absoluta, como hacía siempre que el terreno se ponía resbaladizo.
—Creí que no lo comprenderías —dijo.
—¿Adónde crees que te conducirá ese camino, Conor? Jamás llevó a ninguno de nosotros a ninguna parte, salvo al árbol de los ahorcados. Escarbas con mal pie, muchacho, y te estás preparando un infierno en la tierra. Será mejor que te pases el verano aquí, meditando un montón de cosas, antes de regresar.
Tomas subió al asiento del carrito, dio una palmada al asno, y el vehículo se puso en marcha. Conor lo alcanzó y cogió la brida.
—¡Cuando llegues a casa, envía a Liam, porque yo ya no estaré aquí!
Tomas bajó al momento. El revés de su mano golpeó la faz de Conor, mandándolo contra el suelo. Yo corrí a echarme sobre mi amigo para que no recibiera otro golpe. Tomas se erguía sobre ambos, bullendo de rabia, y Conor le miraba, echando sangre por la nariz y la boca. Les juro a ustedes que daban tanto miedo el uno como el otro. Tomas Larkin fue el primero en rendirse. Volvió hacia el carro, se quedó plantado allí tres minutos largos, luego metió la mano dentro y arrojó los libros al suelo.
—¡Papá! —gritó Conor, corriendo hacia su padre y echándole los brazos al cuello. Sólo que esta vez fue Tomas el que se mostró duro como una piedra, apartando de sí los brazos del hijo, para subir en seguida al carro.
—Antes de disparar, aseguraos de dar en el blanco. No gastéis todas las municiones la primera semana. Volveremos a vernos en otoño.
Unos momentos después, había desaparecido.
Después de reparar la cabaña y arrancar turba, pasamos a ocuparnos de nuestra provisión de víveres. El rebaño nos proporcionaría un suministro inagotable de leche, que podríamos agriar o convertir en mantequilla para mezclarla con las patatas. O también, con la leche de las ovejas, podríamos preparar un queso algo primitivo. Recorríamos el terreno lo mismo que colonos de la Edad de Piedra, recogiendo sacos de setas que crecían silvestres en el húmedo suelo de debajo las espesuras de coníferas. Había tres o cuatro variedades de bayas que se podían comer, si se las mezclaba con nata, y en los bordes de los estanques habitaban millares de caracoles comestibles. Después de reunir simientes de las vainitas de las aliagas, probamos nuestra suerte pescando. Había truchas y escarchos que ya medían más de medio metro. El primer pescado que conseguimos lo abrimos, lo partimos en filetes y lo pusimos a secar, reservándolo para los días que no picaría ninguno. Las espinas y las tripas las dejamos al sol a fin de que produjeran larvas de mosca que luego emplearíamos como cebo.
Conor puso trampas para la liebre y la ardilla roja, animales que también cazábamos a tiros con bastante buena fortuna. Lleno el sótano a rebosar, pasamos a enfrascarnos en nuestros libros, en compañía de chovas, urracas y cuervos que se encargaban gozosamente de recoger la basura del campamento, manteniéndolo muy limpio y mostrándose más sociables a medida que transcurrían los días, de modo que al poco tiempo comían de nuestras manos.
Al amanecer, solíamos precipitarnos a realizar los trabajos del día, para luego poder entregarnos a la lectura. Al acercarse el verano, las horas diurnas se prolongaban. Entre los ratos dedicados a la caza, la pesca y a ordeñar, descabezábamos algún que otro sueñecito, guardando la conversación para las horas de la noche, a fin de ahorrar velas. Pocos serían los temas que no abordáramos aquel verano. Los libros nos habían encendido el alma en sueños y anhelos: en este instante luchábamos y moríamos como mártires por la libertad de Irlanda, y el siguiente viajábamos hacia místicas tierras muy lejos de Ballyutogue.
De vez en cuando teníamos compañía. Eran aquellos caldereros nómadas, siempre en movimiento, o bien otros pastores, de los prados bajos. Alguna que otra vez, hombres fugitivos buscaban un día de descanso. Ninguno solía pertenecer a la casta de los furiosos, y era costumbre generalizada darles albergue. Con nuestras armas y nuestros perros, estábamos a salvo, además de que era muy raro que un fugitivo intentara causar el menor daño porque con ello habría faltado a la antigua ley de la hospitalidad. Siempre se presentaban como luchadores por la libertad de Irlanda que no habían recibido merced de los tribunales por haber perpetrado un delito contra la Corona, aunque Dios sabía por qué los reclamaba realmente la justicia. Nosotros les dábamos de comer, les dejábamos descansar durante el día y luego los acompañábamos hasta el grupo vecino de cabañas de monte de Crocknamaddy, donde tampoco corrían peligro.
Había un tema importante y que cada día nos interesaba más, y era el referente a cuestiones sexuales. Lo que más echaríamos de menos este año sería la recogida de algas, dado que ambos habíamos pensado en conocer más íntimamente a Brendt O'Malley. Era tanto lo que ignorábamos que estábamos sopesando la idea de acudir a Ingram para que nos proporcionase libros sobre la cuestión. Conor calculaba que sería hombre de espíritu abierto sobre estas cosas.
Sería por los alrededores de la noche de San Juan cuando vino, porque casi había luz durante las veinticuatro horas del día, y leíamos tanto que nos pasábamos la mitad del día echando siestecitas junto a las cañas de pescar.
Los perros ladraron, avisándonos que venía gente extraña. Conor y yo fuimos a ocupar nuestros puestos de observación y divisamos a dos jinetes en el horizonte conduciendo a un par de burros cargados de provisiones. Cuando estuvieron más cerca y los vimos bien, ¡nuestros corazones saltaron de gozo! En uno de los dos caballos cabalgaba nada menos que Andrew Ingram. Corrimos a saludarle. Con gran asombro nuestro, el otro caballo lo montaba una dama.
Ingram nos la presentó. Era la señorita Enid Lockhart, maestra también, que ejercía en la escuela nacional de Muff. Disimulando prestamente nuestro asombro, le estrechamos la mano, fingiendo que su presencia allí no tenía importancia ninguna. Ingram nos dijo que se proponía pasar unos cuantos días de pesca. ¡Qué suerte la suya!
A casi un kilómetro de nuestra cabaña había otra que se conservaba en buen estado. Conor y yo corrimos allá para adecentarla y que pudieran ocuparla nuestro maestro y su amiga. Pronto la dejamos lista. Luego, mientras les ayudábamos a descargar, Ingram nos dio la más hermosa sorpresa de nuestras vidas en forma de seis libros más. Nunca olvidaré los títulos:
Los cabecillas confederados
, sobre el levantamiento de 1641, la
Historia de Irlanda
, de John Mitchell, y
La historia de la rebelión irlandesa de 1798
. Luego había
La vida y la época de Daniel O'Connell
y
La vida de lord Edward Fitzgerald
, de Thomas Moore. El último libro era, en realidad, sólo para Conor, que se estremeció de pies a cabeza cuando leyó el título. Era una traducción inglesa de la gran epopeya celta,
La invasión del ganado de Cooley
, parte de los cuentos fenianos de Finn MacCool, Queen Maeve y Cu Chulainn, drama vibrante, conocido también como la
Odisea irlandesa
, y las más preciosas palabras que nacieran nunca en el Ulster.
—Bien —dijo Ingram, viendo unos grandes espacios blancos en nuestros salientes ojos—, estos libros deberían mantener en efervescencia la antigua insurrección. Parece que en Filadelfia hay una librería feniana muy bien abastecida y que tu hermano Ed la ha descubierto. La invasión del ganado es un regalo que os traigo yo de Dublín. —Estábamos demasiado sorprendidos aún para poder articular palabra cuando él volvió la mochila del revés, dejando caer dos libretas y una docena de lápices—. Quizá conviniese anotar unas cuantas ideas de las que se os ocurran andando por ahí. A la señorita Enid le encantará enseñaros a dibujar una silueta según las reglas del arte.
Por fin logré dar las gracias a Ingram; pero Conor continuó sumido en un estupor eufórico. Luego cogió mi escopeta y dijo que volvería dentro de un ratito, alejándose por el prado, seguido de los perros. Al cabo de un rato volvió, efectivamente, trayendo un hermoso faisán de cuello anillado. Era su manera particular de dar las gracias a Ingram.
—Sabía que estaba allí —dijo, entusiasmado—. Descubrí el nido hace unos días y esperaba que se nos presentara una solemnidad.
Enid resultó ser una cocinera fantástica; sabia preparar platos de los que nuestras madres ni habían oído hablar siquiera. Rellenó el ave con una harina hecha de diversos productos y con setas y caracoles, echándole ron sin regateos ya en el momento de prepararla, y la asó sobre un asador. Nosotros teníamos unos cuantos huevos que habíamos cogido en un nido de águilas doradas, y bayas, y nata, y té rociado con unas gotas de whisky
poteen
que habíamos adquirido de un calderero de los que pasaron por allí. Quiero hacer notar que no dijeron ni media palabra de que nosotros bebiéramos
poteen
.
Enid Lockhart era una dama muy bonita, por así decirlo, si a uno le gustaban los tipos frágiles protestantes. Parecía poseer un espíritu tan abierto como Ingram, porque fue ella la que sugirió que el
poteen
resultaría bien, si teníamos un poco. De lo contrario, no nos habríamos atrevido a sacar el jarro delante de ellos. Sea como fuere, viendo cómo se comportaban, no era difícil adivinar que tenían ganas de casarse.
Creo que Conor y yo estábamos orgullosísimos de que existiera entre nosotros cuatro un lazo implícito. Las parejas que no fuesen marido y mujer no vagaban por las montañas, ni siquiera las protestantes. Si aquello llegaba a saberse, despertaría las iras mojigatas de todos los predicadores de Inishowen. El hecho de que confiaran en nosotros, sin ni siquiera hablarnos de esta confianza, nos hacía sentir más íntimos suyos, e imagino que Conor y yo comprendíamos que Ingram reservaba un lugar especial en el corazón para sus dos papistas. El maestro encendió la pipa y se puso a contemplar el prado que se llenaba de morados y violetas atenuados, reflejo del sol poniente. Y todos roncábamos de satisfacción.
—¿Quién toca la flauta? —preguntó la señorita Lockhart.