Bradford
Robin palpó en las tinieblas, localizó la lámpara y la encendió. Conor estaba junto a la puerta, abrochándose el tabardo. Robin se apoyó en el codo, movió la cabeza para despejarla de sueño y miró al reloj.
—Necesito un poco de aire —dijo Conor.
—Jeese, hombre, son más de las once. Mañana tenemos que jugar otro cochino partido.
—Lo sé. No tardaré mucho.
Robin se despejó de pronto, apartó las mantas y se sentó en el borde de la cama.
—¡Eh, Conor! ¿Qué gusano te corroe? Estos tres días has sido una auténtica cuba de vinagre.
—Vaya, tiéndete otra vez y duerme.
—¿Había alguna mala noticia en la carta que has recibido hoy de Shelley?
—¡Ninguna! —atajó secamente Conor.
—
Jeese…
—Perdona… Estoy un poco nervioso, solamente.
—Bueno, no tardes. Nos espera un partido difícil.
Un último coche de alquiler esperaba a la puerta del hotel. Cochero y caballo dormían de buena gana. Conor tocó al hombre con el codo. El caballo dio un resoplido.
—¿Adónde, señor?
—Arriba, al Waping.
—¿Algún punto determinado?
—No, déjeme solamente en alguna taberna de la parte baja de Bulton Road.
Mientras se alejaban, Robin miraba desde tres pisos más arriba. ¡Qué demonios!, no era asunto suyo. Y no parecía probable que andara por ahí poniéndole cuernos a Shelley. Todos los católicos romanos tenían la extraña manía de marcharse solos. Robín se arrastró nuevamente hacia la cama, apagó la lámpara y se abrigó bien.
Conor despidió el coche delante de la catedral, donde Bulton Road se unía con Cheapside, y continuó a pie hacia el corazón de la ciudad irlandesa. Habían venido a Bradford a bandadas, huyendo del hambre, pasando de la nada a la nada, las mujeres de la limpieza, lavanderas, vendedores ambulantes, mineros, pobres, cargadores de lana, peones… La miseria engendraba degradación. Aquello apestaba.
Venía un guardia en dirección a él.
—Perdone, ¿cómo puedo hallar Wild Boar Road?
—Cinco manzanas arriba, y a la derecha.
—Gracias —Conor subió, internándose en un silencio más y más profundo, hasta quedarse a solas con las farolas de la calle y poco más. Llegó a la corta callejuela, inspiró profundamente y volvió la cabeza para mirar atrás por décima vez. Más arriba de la manzana se veía movimiento, una luz y gente que iba y venía. Conor reunió el ánimo y se dirigió allá; al cabo de un momento se detenía frente a las Pompas Fúnebres Callaghan. De la encortinada puerta de la calle entraba y salía continuamente una procesión incesante de plañideras y obreros tocados con gorras.
Conor cruzó la calle y entró.
La gente estaba arrodillada, rezando en torno de los restos mortales de Vincent O'Cooney, vecino del condado de Cork, que en paz descanse. Vincent O'Cooney, fallecido en un pozo de mina, a los treinta y dos años, dejando una viuda, Mary, y nueve hijos.
La estancia flotaba en sombras de cirios que proyectaban los pétreos rostros de los arrodillados devotos. Un sacerdote marchitado por los años emitía una desalentada compasión. Se oían pocos llantos, pocos gemidos. Estaban demasiado cansados.
—¿Es un amigo del difunto?
—Le conocía muy poco —respondió Conor, mirando por toda la estancia y tratando de localizar al tal Callaghan. Luego se arrodilló y se sumó al rosario, sin dejar de escudriñar las caras. Cuando el rezo tocaba a su fin, la puerta trasera se abrió, como a una señal, y apareció un hombre. Llevaba un ajado abrigo de vicuña y unos pantalones a rayas en zarrapastrosa concordancia con el ambiente.
Casi todo el mundo fue desfilando, perdiéndose en las tinieblas y dejando que la viuda continuara el velatorio. Estando la habitación casi vacía, Conor se puso en pie, se secó el sudor que le inundaba la faz y se acercó al funerario.
—¿Señor Callaghan? —preguntó por fin.
El hombre hizo un gesto afirmativo, y añadió:
—Usted es forastero.
—Yo… pues, sí, fui amigo del difunto hace algún tiempo. Esto me ha cogido como de sorpresa. Pasaba por Bradford y… pues… me enteré de la noticia en una taberna…
—¿Quiere pasar a la trastienda y descansar? Se le ve agotado —dijo Callaghan.
Los labios se le quedaron secos. Por primera vez en su vida se sentía débil, como si fuera a desmayarse Todo empezaba a flotar… Callaghan le había cogido por el brazo y lo guiaba hacia la trastienda. Conor se detuvo de pronto.
—No me pasará nada —dijo. Y se volvió y abandonó el establecimiento a una media carrera.
Gran número de galeses jugaban en varios equipos de la Northern Rugby Union, pero carecían de equipos y profesionales propios. Después de la temporada normal, sir Frederick organizó un par de partidos de exhibición entre los Boilermakers y el resto de los jugadores galeses en un «club de estrellas». Anunciados como Irlanda contra Gales, los partidos se disputaron en Swansea y Cardiff ante unas multitudes inmensas y delirantes. Aunque los galeses eran superiores, considerados individualmente, el Boilermakers jugaba como una unidad compenetrada desde hacía varios años y venció fácilmente en un par de partidos de gran empuje.
Había sido una temporada triunfal. Sir Frederick se puso a trazar planes para giras profesionales a Australia, Nueva Zelanda y Francia, y argüía, con aquella riqueza de argumentos convincentes que le caracterizaba, que Gales había de participar en la Liga Northern Rugby con equipos propios.
Terminada la gira y con una semana de vacaciones en perspectiva, sir Frederick organizó un golpe final. La fiesta, celebrada conjuntamente con los colegas galeses, tuvo lugar en un lujoso hotel de un lugar conocido por The Mumbles, a mitad de camino entre Thistleboon y Oystermouth, sobre la bahía de Swansea. Conor abandonó temprano el festejo a fin de estar bien preparado por la mañana para tomar el tren de Liverpool y esperar el vapor de Shelley. A su pupilo Jeremy lo dejó en las buenas manos de Robin MacLeod.
A las cinco de la mañana, Conor respondía a unos martillazos a la puerta, tambaleándose por la habitación como un borracho. Abrió, vio a su compañero y los ojos se le dilataron. Robin MacLeod venía hecho una calamidad. Conor le metió dentro de la habitación y cerró la puerta.
—Un ligero altercado —consiguió articular Robin a través de los hinchados labios, que dejaban salir los penetrantes aromas del exceso de licor.
Conor le llevó hasta la pila del agua, le limpió con una esponja y examinó la gravedad de los daños.
—Muy bien, ¿qué ha pasado?
—Veamos, déjame que piense. Calculo que tú saldrías del Pembroke Hotel cuando iban a dar las doce, más o menos, ¿verdad que sí…, eh…?
—Sí, en efecto.
—Vamos, déjame que piense. Teníamos una cosilla especial preparada en una de las mejores casas, por supuesto… en el mismo Thistleboon, si te place. De modo que allá llegamos cierto número de nosotros con cierto número de damas galesas. Estábamos yo y Argyle, y Big Brett, y O'Rourke, y Clarke… Ah, chico, lo pasábamos magníficamente. Todo discurría con la etiqueta y la cortesía social más refinadas…
—Claro, apuesto a que sí.
—El caso es que Brett se lía con una fulana, guapa entre las guapas, con unas tetas hasta allá… y ya sabes…, bueno, pues todos sabemos cómo se porta Brett en ocasiones, cuando encuentra buen género… de modo que al cabo de un rato todos opinamos que Big Brett debería pasarla a los otros compañeros. Y conste que aquellos muchachos galeses saben ponerse realmente desagradables. De repente el nacionalismo más sucio y exuberante invade una reunión por lo demás de tan alta sociedad. Y aunque Big Brett es un granuja asqueroso, el honor irlandés exige que le defendamos… —Robin se desplomó en una silla.
Momentos después exhalaba un grito, mientras Conor le limpiaba un corte profundo.
—De modo que os habéis peleado —dijo el herrero.
—Hemos hecho trizas aquel cochino establecimiento. Ha sido una reyerta de dimensiones monumentales. Cuerpos volando, muebles destrozados, las fulanas chillando. Una de las veladas más hermosas que he pasado en la vida. De todos modos…, estuve de suerte al poder salir sin contratiempos en el momento en que llegaba la policía. He podido llegar sin que me viesen. Me temo que los otros han quedado ligeramente detenidos —gimió.
—Es un problema que le incumbe a sir Frederick.
Robin exhaló un suspiro venido de siglos atrás e inclinó la cabeza.
—Tengo que decirte una cosa importante —añadió.
—¿Qué más?
—Bueno, déjame ver si sé explicarlo…, bueno, pues… había alguien más con nosotros…
Conor abrió la puerta adyacente. ¡Jeremy había desaparecido!
—¡So hijo de mala madre!
—Vamos, vamos, Conor, muchacho. Vamos, vamos.
—¡So hijo de mala madre!
—Permíteme que diga con todo el fervor que guardo en el pecho que hemos quedado orgullosos del chaval. De un puñetazo ha dejado fuera de combate a uno de aquellos galeses. Se portaba estupendamente, te lo aseguro, bien abrazadito a aquella rubia despampanante, dichoso como puerco sobre mierda…
—¡Te mataré, Robin, te mataré!
—Vamos, Conor, soy tu compañero. Prácticamente somos hermanos de sangre. Vigila ese genio, chico, vigila ese genio.
—¿Dónde está?
—Si tienes la bondad de acostarme y calmarte…
«El vizconde de Coleraine arrestado en una pelea», leía Caroline, temblando de rabia. Arrojó el periódico al suelo y cogió otro de la pila de encima la mesa. «La noche de Su Señoría en la ciudad. El heredero del conde de Foyle pierde unos dientes en una juerga de madrugada con unas damas». Luego otro: «Lord Jeremy defiende a sus compañeros con un puñetazo demoledor.»
Sir Frederick se mostraba inusitadamente sumiso, acurrucado en un enorme sillón del extremo del saloncito de juego de las habitaciones del hotel, procurando pasar tan inadvertido como le fuera posible (aunque sin lograrlo) mientras Caroline agitaba un periódico ante sus narices.
—¡Mira esta basura! ¡Todos los diarios de sucesos de las islas Británicas vienen llenos de esa porquería!
—Sí, es un asunto feo —murmuró Weed—, es un periodismo terrible, terrible.
—¡Freddie, te estoy hablando de la escandalosa y repugnante conducta de tu nieto! —le gritó Caroline con un acento que tenía más de alarido que de grito.
—Una tormenta en un vaso de agua —se defendió débilmente sir Frederick.
La condesa se volvió hacia Jeremy, plantado en la chisporroteante alfombra.
—Quiero que me expliques una vez más y con toda exactitud qué ocurrió. Quiero saber la verdad. Tu padre habrá llegado ya, probablemente, y vendrá acá sin tardanza. ¡La verdad, Jeremy, la verdad!
Jeremy abrió la boca y Caroline hizo una mueca al ver el hueco de los dientes que le faltaban y que hacía juego con el corte en el labio, el ojo morado… por no hablar ya de las huellas de mordiscos y arañazos que había encontrado por la espalda y la nuca de su hijo.
—¡La verdad! —gritó nuevamente, mientras él se aclaraba la garganta.
—Pues, madre, estábamos comiendo todos en el Lord Pembroke, celebrando la victoria, en buena camaradería… y lo demás…, cuando circuló la voz de que…, de que alguien nos había buscado una compañía agradable…
—O sea, rameras, quieres decir —interrumpió la madre.
—Sí, pues…, más bien eso, diríamos. Terminada la comida, y cuando se disolvía la reunión, Conor…, el señor Larkin… me dice: «Vamos, peque…»
—¿Te llama peque?
—Es como un mote, mamá. Dicho con cariño. «Peque», me dice el señor Larkin, «es hora de largarse».
—Continúa —ordenó secamente Caroline.
—Bueno, pues, yo le contesto que voy en seguida con… con otro miembro del equipo…
—¿Quién?
—No me pidas que me chivé.
—¡He preguntado… ¿QUIÉN?!
—El capitán, señor MacLeod.
—De modo que Robin MacLeod te llevó a la fiestecilla aquella, ¿no es eso?
—Más o menos. Me enteré de dónde se celebraría la fiesta, regresé al hotel, asomé la cabeza en la habitación de Conor, le di las buenas noches, y luego me escabullí y fui a reunirme con los otros.
—Y a continuación te llevaron en una furgoneta de la policía, como un delincuente común, a las cuatro de la mañana… sin pantalones… lleno de sangre de pies a cabeza… Al menos habrías podido marcharte cuando empezó aquella asquerosa pelea.
—Bueno, madre, uno no se va corriendo y abandona al equipo, ¿verdad que no?
Caroline dirigió el latigazo a Freddie, que seguía acobardado en su sillón.
—Miente para no comprometer a Conor Larkin.
—Madre, no miento. Conor no lo consentiría.
—Ahora me fijo en que Conor Larkin permitió que te asociaras con una prostituta, en Hull, e incluso que la transportases hasta Halifax. ¿Es cierto, sí o no?
—Pues, no exactamente, aunque más o menos, podríamos decir —musitó sir Frederick.
—¿Permitió Conor Larkin que os relacionaseis con una prostituta durante varias semanas?
—Sí, es cierto —admitió Weed—. Larkin fue a verme y me contó que Jeremy se había metido en un amorío infantil y lo tomaba muy en serio. Discutimos juntos el caso y decidimos dejar que siguiera su curso. Si lo hubiésemos roto de pronto, habríamos tenido toda suerte de conflictos con el muchacho.
—El abuelo dice verdad —adujo Jeremy—. Yo creía estar enamorado. Conor… el señor Larkin…, dejó que viese por mí mismo lo tonto que era.
—Bueno…, ha sido una gira memorable, ciertamente —exclamó Caroline. ¿Y te permitía o no te permitía beber a tu antojo por todas las tabernas de Inglaterra?
—Simplemente, madre, no creo que se le pueda echar la culpa a Conor. Bebí un par de cuartillos por noche, nada más. Y la verdad es que no se le puede hacer responsable de que yo me escapara a escondidas…, que es lo que solía ocurrir.
—¡Que entre el señor Larkin!
Conor respondió a la llamada, yendo directamente adonde estaba Jeremy y examinando sus heridas. El adolescente bajó los ojos avergonzado.
—Tss…, tsss…, tsss…, ¡qué vergüenza, muchacho! —suspiró Conor.
—¿Es así como se encarga usted de la custodia de un menor? —preguntó lady Caroline con una voz estremecida de cólera.
Conor levantó los hombros.
—Eh, un momento, Caroline —interpuso sir Frederick—. Es indiscutible que Larkin no tuvo nada que ver con este incidente.
—Ah, comprendo. Todos los tíos intrépidos tomaban parte en la juerga…