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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (87 page)

La travesía fue notablemente tranquila. Caroline se acomodó en una silla de cubierta, se abrigó el regazo con una bata y se puso a escuchar las voces que cantaban más o menos armónicamente hasta llegar al dulce corazón de la noche.

Conor salió a cubierta, miró a su alrededor, la vio y fue a ocupar el borde de la silla, junto a la dama.

—¿Qué tal resiste la cancela del Long Hall?

—Debería continuar en buen estado unos centenares de años, si no se produce ninguna insurrección —respondió ella—. Usted ha estado ausente mucho tiempo… ¿Por qué y dónde?

—No ha sido más que una salida al mundo de un poeta. No se ha aprendido gran cosa, excepto que Irlanda no es un país tan malo, después de todo.

—Una suerte para Irlanda —comentó la dama—. ¿No hay ninguna dama que comparta la buena fortuna?

Conor sonrió.

—No sabría decir si es muy afortunada o muy poco.

—Me alegro por usted.

—Bastante he tardado. Usted está como para jugar de defensa en el equipo —dijo, cambiando de tema—. Me han dicho que quería verme. Se trata de Jeremy, ¿verdad?

Caroline hizo un signo afirmativo.

—Me lo figuraba.

La luna los atrajo hacia la barandilla.

—Entre aquello de que se me tuviera una atención tan especial —continuó él— cuando quise entrar en el club y luego se me procurase una fragua en los talleres, y un encargo…

—Simplemente, un gesto obligado en honor a una antigua amistad —replicó ella—. Y nada, permítame añadir, que no hubiera conquistado usted mismo, sin mi ayuda.

—Jeremy se entrena todos los días —dijo Conor—. Él y yo hemos estado siempre en buenas relaciones. Creo que he captado el meollo de lo que sucede.

—Jeremy tiene que dar salida a un montón de impulsos locos; es como yo misma y como mi padre. A sus diecinueve años no deberíamos tener tanta prisa en meterlo dentro del corsé.

—Muy cierto, y es usted una buena madre al cuidar de estas cosas. Si uno tiene la buena fortuna de enamorarse, está salvado. Si no… Lo único verdaderamente hermoso de mi vida ha sido mi niñez. Sí, la infancia; es el alimento que nos sostiene todo el resto de nuestra vida. El amor pone la capa de caramelo en la vida. Pero si no encontramos el amor… mientras lo esperamos podemos apelar a los recuerdos de la niñez una y mil veces. En el caso de Jeremy, estos años venideros tienen una importancia enorme como terreno donde edificar luego.

—El muchacho le adora, ya lo sabe.

—Bah, los muchachos convierten en héroes a pedazos de leño, hasta que los encuentran una mañana tirados en el arroyo, durmiendo la mona.

—Le tomara bajo su custodia.

—¿Puedo hablarle llanamente?

—Por supuesto.

—No es que todas las noches los jugadores vayamos a casas de prostitutas y tabernas hasta las seis de la mañana; pero la presencia del muchacho alterará el estilo de vida del equipo. Aunque tampoco esto me preocupa mucho; soy un tipo bastante solitario y podría tener el hocico del muchacho limpio sobre este particular. Lo que realmente importa es que no procedemos del mismo barrio exactamente. Sería una locura y una extravagancia acompañar a un vizconde por los barrios irlandeses de unas cuantas ciudades bastante feas.

—¿Y no cree que esto podría hacerle mucho bien, si un día ha de llegar a ser conde de Foyle?

—En verdad que es usted una dama sensata. ¿No piensa en la posibilidad de que a Jeremy le picasen unas cuantas moscas republicanas?

—Correría gustosamente este riesgo con tal de que se contagiase unas cuantas cosas más de Conor Larkin.

—¿Quién derrama lisonja irlandesa sobre quién ahora? —preguntó Conor, soltando la carcajada y aludiendo al hecho de que Irlanda haya sido llamada «la tierra de las lisonjas».

—¿Se encargará de él, pues?

—A usted le convendría que, por una vez en la vida al menos, le diesen una zurra —dijo el herrero—. Siempre consigue lo que quiere.

—No siempre, señor Larkin —respondió ella, sosteniendo su mirada sin apartar los ojos.

Conor quedó aturdido. Tuvo que hacer un esfuerzo por contenerse y conservar los labios cerrados y se cogió a la barandilla para no dar un paso hacia Caroline. Esta continuó en su sitio, sin preocuparse de retirar lo dicho ni de retirar un poco el cuerpo.

—Usted anduvo por la cubierta de un barco años enteros, tengo entendido. ¿Pensó alguna vez en mí? —preguntó la dama.

—Cuando se está allá, solo, noche tras noche, se piensa casi en todo, antes o después.

—Eso no es lo que le preguntaba.

—Sí, pensé en usted.

—¿Y qué pensaba?

Conor sonrió levemente.

—De nada serviría contárselo. Nadie sería capaz de hacer realidad pensamientos como aquéllos.

—Bueno, pues el hecho de haber andado por una cubierta de barco no le concede la exclusiva del soñar despierto. Yo, por mi parte, también he soñado algunas veces en usted.

—Ah…

—Pero tampoco serviría de nada el contarle qué pensaba. Ni siquiera un Conor Larkin sería capaz de llevar a la realidad mis fantasías.

—Bueno —tartamudeó el hombre—, creo que ha llegado el momento de tomar una copita y acostarme.

—Un minuto nada más, Conor —dijo la mujer en tono firme—. Déjeme que le diga que es uno de los hombres más adorables que he conocido en mi vida. Una opinión que no influirá nunca, para nada, en mi conducta. Sin embargo, no veo nada malo en compartir los sentimientos que usted inspira a Jeremy. Buenas noches, Conor.

—Lady Caroline.

—Diga —respondió ella, volviéndose.

—Cuidaré del muchacho con todo interés.

—Lo sé —y se marchó.

Conor se quedó largo rato contemplando el mar, y a cada instante se sentía más disgustado consigo mismo. Había jugado a la perfección con la amistad que le tenían madre e hijo. Había maniobrado al muchacho de forma que contribuyera a que le incluyesen a él, Conor, en la gira y que tuvieran que andar siempre juntos. Anteriormente se había aprovechado de ambos para trabajar en el astillero, ingresar en el equipo y lograr un puesto que le diera cierta libertad de movimientos. Ahora disponía de una capa inmejorable, de un aristócrata inglés como guardián suyo. Con semejante tapadera, nadie sospecharía de sus actividades. Sentir afecto por los enemigos no formaba parte del léxico de Sweeney. El viejo Sweeney se pondrá furioso si le viese encariñado con aquella gente.

Conor se sintió arrastrado hacia la escalerilla y descendió hasta el departamento donde la «Red Hand Express» esperaba, bien agarrotada, meciéndose al compás de los movimientos del
ferry
. El herrero se situó al lado del ténder y lo acarició.

—¡Eh, tu!

Conor se volvió, asustado. Duffy O'Hurley, que cuando estaba borracho solía cojear un poco, se le acercó bamboleándose.

—¿Qué pasa, Conor?

—Daba vueltas y más vueltas por ahí, nada más, para despejarme la cabeza y desahogar la excitación.

—Sí, es cierto. Tu primerísima gira. Ahhh —gruñó—, mira ese encanto. La mejor «Red Hand» de todas. Perdona el exceso de sentimentalismo, Conor; pero yo bajo siempre a darle las buenas noches a mi locomotora.

O'Hurley era un sujeto capaz de soltar un revés, y repetirlo mil veces. En dos ocasiones, Conor había visto los dientes postizos de Calhoun Hanly saliendo disparados después de un cachete de O'Hurley. Por ello acogió el afecto del maquinista sólo con una leve contracción del rostro. ¿Qué contestaría el viejo truhán cuando le hicieran la pregunta?, rumiaba Conor. ¿Cuántos días faltaban para llegar a Bradford y que entrase en escena Brendan Sean Barrett?

16

De los hermanos Larkin, sólo había venido Dary, desde el seminario Maynooth. Conor estaba en Inglaterra y, por supuesto, Liam muy demasiado lejos.

Brigid permaneció plantada delante de la casita de los Larkin por lo que parecía una eternidad. La larga espera había terminado. El
cairn
, el montón de piedras, cubría la fosa de su madre; se había rezado la última oración. Ahora esta casita era suya, y la tierra era suya. Brigid fue despacio, muy despacio, hacia la puerta. La empujó con cuidado, como si entrase por vez primera. Todo estaba exactamente igual; pero todo era muy diferente. Sus ojos recorrieron la habitación. El asiento más cercano a la lumbre sería el suyo, y todos aquellos grandes botes de cocina los fregaría hasta darles un brillo que no habían tenido nunca. Los taburetes, y los bancos, y la cantimplora, y la mantequera, y los candelabros…, todo lo que veía era suyo. Mañana recorrería los campos contando todo lo que le pertenecía.

Brigid pasó de habitación en habitación acariciando todas sus posesiones, dando unas ligerísimas palmaditas a los edredones de plumón, limpiando motitas de polvo que se acumulaban, imaginando cómo lo limpiaría todo para que no hubiera otra casita como aquélla.

Llegó a la puerta del dormitorio. Y se plantó a los pies de la cama donde habían nacido sus hermanos y ella. La cama de Tomas y Finola. Luego se arrimó hacia el costado, como cuando estaban enfermos y los cuidaba, y en seguida se estiró y se hundió en aquella blandura, y cerró los ojos, que se le llenaron de lágrimas.

De vuelta a la sala principal, atizó el fuego como sólo la dueña de la casa podría hacerlo y puso turba nueva; luego guisó la primera comida, poniendo la mesa para sí misma y para Rinty Doyle. Primero eligió el puesto de Finola como suyo propio; pero luego cambió de idea, escogiendo el de cabeza de familia, que solía ocupar Tomas.

—¡Rinty! —llamó en dirección al establo. Y asomó la cabeza—. Rinty, ¿dónde estás?

No se le veía por ninguna parte. Brigid se echó la bufanda sobre los hombros, picada en su amor propio, bajó el sendero con paso firme hasta el cruce de caminos e irrumpió en la taberna de McCluskey.

Los caballeros del mostrador se quitaron las gorras todos a un tiempo por respeto y recuerdo de su santa madre. El viejo McCluskey sólo bizqueó un poco; los años le habían dejado medio ciego, y el oído no lo tenía mucho mejor. El pequeño y arrugado Rinty estaba acurrucado en el rincón más escondido, gozando de los placeres de la vida que le brindaba un vaso de Derryale.

—¡Ahí estás! —le espetó Brigid—. ¿Y quién te ha dado permiso para ponerte como una cuba?

—¿Como una cuba? Mujer, estoy más sereno que el padre Cluny. Estoy tomando un trago de despedida en memoria de tu bendita madre, y que la Virgen salve su alma.

—Dios la tenga en paz —coreó Billy O'Kane desde el mostrador.

—Dios bendiga a todos los presentes —retornó Rinty, levantando el vaso.

—Te vienes a casa en este mismo instante, o esta noche no tomarás el té.

Rinty miró a los caballeros del bar, mortificado. Todos quedaron acobardados. Rinty chasqueó los labios, ansioso de paladear el último sorbito, pero capituló y arrastró los pies hacia la puerta para seguir camino arriba, tras Brigid.

—Esa tiene un par de colmillos que le aprietan el labio —comentó McCluskey.

—No me gustaría ni la mitad de la dosis.


Jaysus
, uno los tomaría por marido y mujer.

Ya en la casita, Brigid cerró de un portazo y arqueó la espalda, llena de ira, amilanando al hombre con su sola figura.

—Yo no me opongo a que un hombre beba su cuartillo de vez en cuando, pero no pienso quedarme como una esclava junto a esa lumbre y que tú no estés aquí a la hora de las comidas. En adelante, si tienes ganas de ir a la taberna de McCluskey o a la sheybeen, primero me pedirás permiso. ¿Queda claro?

—Sí —gimoteó el hombre.

—Recemos el rosario.

Rinty se rascó la cabeza, tratando de infundirse a sí mismo el valor suficiente para protestar.

—¿Puedo hablar una palabra sensata contigo?

—¡Habla!

—Lo que quiero decir es que aquí sólo estamos nosotros dos, y que cada uno de ambos es una persona independiente. Si por ejemplo el representante de la primera persona, o sea, yo mismo, halla solaz en un cuartillo al final de la jornada, ¿por qué no puede ese representante de la primera persona disfrutar del susodicho cuartillo, mientras la representante de la segunda persona reza el rosario? De esta manera ambos representantes han satisfecho sus necesidades más apremiantes.

—Dios se apiade de ti, Rinty Doyle.

—Soy un hombre y tengo mis derechos.

—Se te permitió que te apartaras de Dios porque este año último mi pobre madre estaba demasiado enferma para luchar con un pagano dentro de sus propias murallas.

—Tengo mis derechos, ya sabes, tengo mis derechos.

—Mientras vivas bajo este techo, rezarás el rosario y oirás misa. Iba a permitir que te trasladases al desván; pero continuarás en el establo hasta que des a Nuestro Señor Jesucristo lo que se le debe. Y ahora, de rodillas, Rinty Doyle.

Rinty levantó los ojos al cielo; pero el cielo no le mandó socorro alguno. El bueno de Rinty dejó caer los brazos y se arrodilló en el suelo junto a Brigid.

Ambos siguieron viviendo como si Brigid dirigiera una gran propiedad que llevara implicado el título de baronesa. El rezo no empezaba ni terminaba nunca, continuaba, meramente. En toda la parte alta no había otra casita sometida a una limpieza tan despiadada, esmerada y ordenada. Toda mota de polvo era un invasor al que había que desterrar, todos los platos se fregaban hasta que sacaban brillo, cada cosa y cada adorno estaban en su sitio exacto. Botas sucias, cenizas de tabaco y otras muestras del descuido masculino, así como los que habían incurrido en ellas, recibían un castigo inmediato.

Lo lamentable del caso era que Brigid no cuidaba de su persona con el mismo esmero que de la casa o los campos. Engordaba mucho, y en el umbral de sus treinta años había perdido todos los atractivos de su juventud. De todos modos, en Ballyutogue la belleza física nunca tuvo tanta importancia como las tierras, y la finca de los Larkin seguía siendo la mejor. Los solterones de cuarenta y pico, y para arriba, husmeaban por ahí; pero eran una pandilla lamentable, de veras; y Brigid los ahuyentaba poco menos que con la horca del estiércol. La hermandad de los bebedores no tardó en dejarle vía libre.

Durante los meses siguientes, Brigid Larkin dejó asombrado a todo el mundo por la pericia con que gobernaba sus asuntos. Después de casi matar de trabajo al pobre Rinty, se trajo a otro primo lejano como segundo mozo de la finca. Organizó una industria doméstica del lino, vendiendo a un precio superior a lo que se ganaba trabajando a destajo, y dio otras muestras de poseer algo de la energía y la inteligencia típicas de los Larkin.

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