—Ponte esto en la boca y aprieta los dientes. Te ayudará un poco.
Mientras le hacían desfilar por delante de las celdas de otros hombres vagamente convictos de delitos republicanos, los presos golpeaban las puertas formando un crescendo de aliento para Conor y profiriendo maldiciones contra la Corona.
La comitiva desapareció hacia el sótano acompañada de consignas republicanas que vibraban en sus oídos. Lo estaban aguardando el gobernador de la prisión, Greenlaf; el jefe de guardianes, Hyde; el doctor de la prisión, Faiser, y el guardián Inch, que era el que administraba los azotes. A Conor le desnudaron hasta la cintura.
El jefe de guardianes leyó el documento oficial autorizando el castigo. El guardián Inch escogió y probó un látigo. Después del mango, el látigo tenía nueve correas trenzadas de cerca de un metro de longitud y con las puntas emplomadas para que no se enredasen unas con otras.
Empujaron a Conor hasta un banco de azotes de madera, con unos agujeros horizontales a la altura de la cintura y el pecho. Le tendieron dentro, formando un ángulo, le encadenaron por los tobillos y las muñecas y le sujetaron por el centro del cuerpo. Luego le pusieron una banda de cuero alrededor del cuello para que no se le fracturase.
—Veinte azotes. Lleve la cuenta, señor Dalton. Puede empezar, señor Inch.
—Uno.
Unos dedos rosados aparecieron de pronto por todo lo ancho de la espalda de Conor.
—Dos.
El color se acentuó.
—Tres…, cuatro…, cinco…
AI dar el golpe; Inch, el azotador, hacía rodar las emplomadas puntas de tal forma que se doblaran hacia el expuesto sobaco de Conor y le arrancaran la carne como col picada. Inch sudaba y gruñía al impulsar el látigo con toda la fuerza que pudieran imprimirle sus ciento ocho kilos de peso.
—Nueve…, diez…
El guardián paró, jadeando en busca de aire, al rompérsele una trenza, se volvió hacia el mostrador y eligió otro azote de nueve colas. Los demás permanecían inmóviles, salvo el médico que se inclinó bajo el banco para observar el rostro de la víctima.
—¡Fuera de aquí! —exclamó Conor.
—Continúe, señor Inch.
—Hemos contado diez —dijo Hugh Dalton—. Once…, doce…, trece…
Conor escupió la pieza de caucho…
—Oh, esa gente cuelga hombres y mujeres por llevar la enseña verde…
—¿Qué diablos está haciendo?
—Pienso que podría usted decir que está cantando, gobernador…
—Señor Inch, si aplica usted los golpes debidamente, interrumpirá la canción…
—Cuando éramos salvajes, feroces y malvados,
Y farfullábamos sones necios, sin sentido
Inglaterra, madre, buena, vino a salvarnos.
—Catorce…, quince…, dieciséis…
Con mano cariñosa nos levantó del barro
Y nos curó de borracheras y delitos.
—Diecinueve…, veinte.
Se había formado una marea roja, un campo de sangre, una carnicería. El gobernador soltó un bufido de disgusto, y el azotador comprendió que sus días de verdugo estaban contados. El doctor se apresuró a tentar el pulso, auscultar el corazón, dirigir una luz a los ojos…
Conor Larkin se sonrió. Luego se irguió y los miró a todos.
—Guárdense esa cochina camilla; andaré —dijo.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó el del
Constabulary
.
El inspector Holmes apartó los ojos del cuadro. Se sentía débil y vacilante. Se recostó contra la pared en busca de apoyo.
—Dios todopoderoso, Dios del cielo —gemía.
El rojo cabello que habían cortado de la cabeza de Shelley aparecía esparcido por el suelo, pegado con el rojo más espeso, más fuerte de su sangre. Tenía el rostro grotescamente hinchado por un centenar de martillazos. La encontraron atada a una farola, a mitad de una callejuela de detrás del hospital.
—No había visto una cosa parecida… nunca en mis treinta años… —murmuraba el inspector—. Es el trabajo de un demente.
—Más de uno —replicó el detective MacCrae—. Yo diría que emplearon una docena, o más, de armas distintas. He contado más de cincuenta cuchilladas. Muy bien, corten las amarras.
Se oyeron unos gritos terribles en la estrecha punta de la callejuela, donde una docena de agentes del
Constabulary
mantenían a raya a una masa de curiosos. Un policía vino corriendo hasta el detective MacCrae.
—¿Qué sucede? —preguntó éste.
—Es el hermano, que prueba de abrirse camino.
—No le dejen pasar, por amor de Dios. No puede ver esto.
Del fondo de la callejuela vino otro detective.
—En el cubo de la basura hemos encontrado un brazo de la víctima.
Los ojos del inspector Holmes se fijaron en las palabras garabateadas en la pared. RAMERA PAPISTA.
El gobernador Greenlaf convocó una reunión de guardianes en el mismo momento que Conor se entero del asesinato de Shelley. Portlaoise albergaba a los otros presos de Sixmilecross, y se esperaban presiones extraordinarias.
De acuerdo con la lógica habitual de «católico con católico», se ordenó al guardián Hugh Dalton que vigilara personal y estrechamente a Larkin. En sus años de servicio, Dalton había visto a un centenar de reclusos enterarse de una tragedia horrible en el exterior… Una noticia de esta naturaleza destrozaba a un hombre más presto que cualquier otra calamidad. Después de la primera semana de vacío y atontamiento absolutos durante la cual la mente deja de funcionar y cierra el paso al pensamiento y al dolor, el paciente suele dar signos de supervivencia, o de muerte.
Conor no pronunciaba ni una sola palabra; no derramaba ni una sola lágrima. Se sentaba en el borde del camastro, de espaldas a la puerta de la celda. El único movimiento que hacía, aparte de evacuar sus necesidades, era el de tomar un par de cucharadas de alimento, beber un sorbo de agua de vez en cuando, o tumbarse sobre la colchoneta para dormir un momento. No cambiaba nunca, fuese día, fuese noche. Rehusaba todas las visitas, todos los mensajes, todas las órdenes. Permanecía sentado, al alba, por la mañana, por la tarde, al atardecer, por la noche…, sin decir nada, el ojo apagado.
Hugh Dalton había visto hombres que mantenían esta actitud varias semanas, para luego estallar cuando ya no les fue posible seguir conteniéndose. Aunque Larkin no manifestaba ni el más leve signo de vida, tampoco ofrecía indicios de haber de estallar. Una semana, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Continuaba sentado, seguía mirando al vacío. No variaba nunca.
El nuevo republicano
, periódico de cuatro páginas nacido en el Liberties de Dublín, parecía haber sido obra de Seamus, aunque no había manera de demostrarlo. La distribución fue cuidadosamente calculada para que llegase fuera de Dublín, a todos los rincones de Irlanda y al otro lado del mar, a los barrios bajos irlandeses desde Manchester a Glasgow y a Londres. Causó una tremenda sensación.
El nuevo republicano
empezaba con el devastador discurso de Conor Larkin desde el banquillo en el cuartel de Arghavannagh. Las páginas interiores llevaban un relato detallado de la violación del acuerdo entre la Hermandad Republicana Irlandesa y sir Lucian Bolt. Las páginas finales hacían la disección de los artículos y el significado de la Ley de Poderes de Detención y Emergencia, el tormento de Larkin y la traición contra los hombres de Sixmilecross.
Mientras se secaba la tinta de
El nuevo republicano
, Atty Fitzpatrick encabezaba un desfile de oradores republicanos por salas y calles, dirigiendo la palabra a grandes e inflamadas concentraciones en Dublín, Cork, Galway, Derry y Limmerick. Y se iba a meter entre los dientes del huracán, anunciando una marcha sobre Belfast, cuando fue tomada en custodia (para protegerla, decían) y recluida a bordo de un barco-prisión anclado en el puerto de Kingstown, al sur de Dublín.
Mientras la situación estuviera al rojo vivo, incumbía al gobernador Greenlaf cuidar de que a Larkin no le ocurriera nada más. Por ello lo trasladó a una celda aislada del cuerpo principal de la cárcel, designando a Hugh Dalton vigilante personal suyo.
Y entonces vino el asesinato de Shelley MacLeod.
Al final del tercer mes, continuaba del mismo modo. Conor se resistía a llorar, y no aparecía signo alguno de que hubiera llegado al fondo del sufrimiento. Ni Hugh Dalton ni nadie habían visto jamás otra cosa parecida. El guardián empezó a preguntarse si Larkin se había vuelto loco, y decidió que había de imponer un contacto.
Se pasaba los días enteros tratando de hablar con el preso sin conseguir la menor respuesta, pero cada día observaba ligeros indicios de que Conor se daba cuenta de su presencia y le reconocía. Una cucharada más de alimento, un minuto o dos de andar por la celda… leves, muy leves indicios.
Después de continuar así unas semanas, Dalton hizo otra tentativa. Situó una silla delante de Larkin y se inclinó hacia él una vez más.
—Tú sabes quién soy —le dijo—, veo que me conoces. Advierto que cuando oyes que abro la puerta, levantas la cabeza. Sé que ahora me oyes.
Conor volvió la cabeza hacia otra parte. «Buena señal», pensó Dalton.
—Cuando te enteraste de que tu amada había muerto, algo te dijo que, no obstante, tú seguirías viviendo. De no haber sido así, habrías perecido ya. La persona que quiere morir, muere. Algo te impidió morir, entonces, y vuelve a impedírtelo ahora. De manera que, si vas a vivir, será mejor que empieces cuanto antes.
Conor exhaló varios suspiros delatores.
—Me han mandado que te tenga limpio y empiece a ejercitarte con un paseo por el patio. No te inquietes, no habrá nadie más. Estaremos solamente tú y yo, cuando los otros hayan regresado a las celdas. Te acompañaré personalmente.
Los suspiros se convirtieron en sonidos inarticulados y aumentaron de intensidad. Eran los primeros sonidos audibles que emitía desde hacía cerca de cuatro meses.
—Hombre, ya has sufrido bastante castigo. No me obligues a añadir otros. ¿Querrás pasear conmigo, Conor?
Los labios de Conor se entreabrieron, temblorosos.
—¡Dime lo que tengas que decirme, Larkin!
—Dalton —gimió Conor, como si hablase dentro de un tubo vacío—. Estoy dispuesto a morir…, llévame a la fosa…, no permitas que me vea nadie…
Conor fue trasladado inmediatamente a una celda acolchada, en solitario. Lo sujetaron con cadenas para asegurarse de que no pudiera acabar con su propia vida.
Hugh Dalton fue el único que lo oyó… Conor Larkin exteriorizó su tormento a grito pelado durante treinta horas consecutivas, repitiendo mil veces, lastimeramente, el nombre de Shelley, revolviéndose contra las ligaduras, atragantándose de lágrimas, vomitando.
—¡Shelley! ¡Shelley!
Hugh Dalton no había pasado nunca por una experiencia semejante. Al cabo de una noche entera y mitad del día siguiente, cayó de rodillas y rezó pidiendo que Larkin se desmayara…
Pero los alaridos continuaban… más débiles… más débiles… más débiles…
—Shelley… Shelley… Shelley…
Transcurridos un día y una noche, la voz de Conor se apagó; pero luego siguió gritando, volviendo a la vida, repetidamente, cuando llegaba la oscuridad. Luego descendió sobre él un estupor seguido de un colapso total. Un agotamiento total, absoluto.
A finales de primavera y en el transcurso de los días que paseaba con el guardián Dalton, una briznita de vida volvió al organismo de Conor. Recobraba un poco de color, un poco de fuerza. Continuaba aislado del cuerpo principal de la cárcel y no le permitían recibir visitas. El clamor público no cesaba; Conor seguía siendo fuente de dudas y titubeos para las autoridades.
Durante los paseos, hablaba muy poco con Dalton; pero empezó a desear que llegase el momento de salir a dar vueltas por el patio.
—A partir de hoy dejo de ocuparme de ti —le decía Dalton mientras cruzaban la última puerta de guardia para entrar en el patio de piedra.
Conor siguió callado, pero tuvo una desilusión. Caminaron por la larga diagonal hasta la base de la muralla, dieron media vuelta y emprendieron el regreso.
—Van a tenerte incomunicado. Es posible que de vez en cuando sientas necesidad de hablar con otra persona. Quizá deberías empezar a frecuentar la iglesia los domingos.
—Te has equivocado de católico romano —respondió Conor.
—Eres duro, Larkin. Mirando atrás, por los treinta años que llevo en este negocio, sólo recuerdo a un par que fuesen como tú. El caso es que siempre se trata de republicanos. El viejo Dan Sweeney
el Largo
era un tipo duro, y también lo fue Brendan Sean Barrett.
Conor acortó el paso y miró a Dalton con ojos de sospecha.
—El caso es —continuó el guardián— que anoche comí con ellos.
Conor se detuvo y se sentó en un banco. La vista del preso Larkin y el guardián Dalton, andando, conversando y sentándose en el patio de la cárcel había sido un espectáculo normal y corriente durante los días pasados; de modo que no llamaba la atención de los centinelas de la muralla ni de los hombres recluidos en las celdas.
—Escucho —dijo Conor.
—Hemos tenido que esperar hasta que yo dejara de estar asignado a tu vigilancia. Nos conviene que transcurra el tiempo suficiente para que no recaigan sospechas sobre mí.
—He oído hablar de esos hombres, pero no los conozco —respondió Conor—. ¿Cómo es posible que una persona como tú encuentre a gente de esa clase?
—Por conducto de Seamus O'Neill.
—En verdad, no sabía que Seamus conociese a esos hombres.
—Yo lo consideraba posible —replicó Dalton, quitándose la gorra y secando la banda circular del interior—. Era una corazonada, solamente.
—¿Crees de veras que debería oír misa?
—Envía la petición para empezar a ayudar misa este domingo próximo. El padre Dermott enviará tu nombre arriba, a la oficina, como cosa de puro trámite.
—¿Qué gano yo?
—El primer domingo de cada trimestre aquello es algo así como una casa con la puerta abierta a todo el mundo. Ocurriría el domingo 5 de julio, dentro de cuatro semanas.
—¿Qué sucede?
—A unos centenares de presos que han observado buena conducta y ocupan las celdas de honor se les permite recibir visitas. Los visitantes y ellos van a misa juntos, como en familia. En tales ocasiones suele haber una docena, o más, de sacerdotes de varías partes del país, que han venido a visitar reclusos, o para dar noticias a sus familiares, dar consejos, entregar cartas…