—¿Tribunal? —se mofó Conor—. Yo no veo ningún tribunal. Veo una sala escondida, enterrada en los montes Wicklow. Aquí no hay libros de leyes, ni periodistas, ni ojos observadores, ni mentes imparciales. ¿Infiere usted, señor, que esto es la sala de un tribunal británico?
El juez estaba paralizado de sorpresa.
—¿Me dirá usted que me trajeron acá para administrarme justicia? —continuó el preso—. ¿O me dirá que ésta es la justicia que realmente tienen pensada para los irlandeses? —Conor se volvió hacia todos los puntos haciendo sonar las cadenas, y sus ojos se clavaron en todos los presentes en la sala. Los otros se apartaban del fulgor de su mirada—. ¿Tribunal? Esto es uno de aquellos escandalosos simulacros de tribunal de los Tudor y los Estuardo, un día sacado de las negruras de la Edad Media, una semblanza diabólica de la justicia, un retorno a la Inquisición. ¿O es que se toman en serio esta comedia?
Conor se arrastró hasta la mesa del juez, se inclinó sobre ella para mirarle a los ojos, y el juez parpadeó.
—Usted es un extraño en mi tierra, señor. Al final la pretendida legalidad de ustedes quedará en evidencia y tendrán que marcharse a rastras de Irlanda, envilecidos.
Se produjo un silencio, un largo y terrible silencio.
—Se devuelve el prisionero a su encierro —dijo el juez, con voz alterada—, mientras el tribunal estudia el caso.
Cuando Scowcroft salía presuroso de la sala, su alguacil se levantó como un resorte, gritando:
—Todos en pie.
Cuando se supo que la Hermandad Republicana Irlandesa había utilizado el tren particular de sir Frederick Weed para traer armas clandestinamente, el magnate entró en un período de grave mortificación personal. Y la cólera se transformó en rabia cuando descubrió que los encartados de Sixmilecross se librarían con sentencias leves. Convocando a lord Roger y al concejo unionista reclamó insistentemente que no se admitieran leyes estúpidas dirigidas a calmar a la Hermandad Republicana Irlandesa.
El hombre clave era necesariamente Alan Birmingham,
Chief Whip
del partido liberal, que estaba en el gobierno, o sea, encargado de cuidar de que los diputados de un partido asistan a las sesiones de la Cámara y voten. A la sazón, Birmingham se sentía muy satisfecho de poder llevar la cuestión irlandesa a su aire. Los liberales habían conseguido una victoria arrolladora, no necesitaban formar coalición con el partido irlandés y no pensaban insistir sobre la cuestión de la autonomía. Birmingham se daba cuenta de que a un gran número de militantes del partido les irritaba su periódico maridaje de conveniencia con los irlandeses, y espiritualmente estaba con los unionistas del Ulster.
Además, la oleada de sentimientos antiirlandeses que se levantó después del incidente de Sixmilecross convenció a Birmingham de que se requería una ley nueva y severa. Los ghettos de toda la nación llamados «Pequeña Irlanda» eran objeto de ataques y se levantaba un clamor de que «se deportara a todos los temerarios canallas fenianos». El tono del momento, sumado al conocimiento detallado y confidencial que tenía del arranque de Conor Larkin, le hicieron consentir en sentarse con los de la oposición a hablar de proyectos de ley.
Se dispuso una reunión que tendría lugar en Rathweed Hall. En ella sir Frederick y lord Roger representaban a los unionistas. Birmingham acudía en nombre de los liberales. Sir Philip Huston,
Chief Whip
de los conservadores, asistía en representación de su partido, y sir Lucian Bolt estaba como observador y para aconsejar al gabinete.
Formaban, pues, un poderoso grupo en el que el cálculo frío se reunía con el frío cálculo. La presencia de Alan Birmingham denotaba que no se mostraría remiso en materia de legislación antiirlandesa. En fechas pretéritas, Birmingham había visto como el sentimiento antiirlandés provocaba la caída de un gobierno; por ello los demás asistentes a la reunión sabían que se portaría bien.
Sir Frederick apuntó el cigarro puro hacia el otro extremo de la mesa de caoba, con la voz temblando de emoción.
—La humillación personal puedo soportarla. Lo que no soporto es que permitan que se organice en este suelo un ejército de traidores con el propósito de arrojarnos por la fuerza de esta isla nuestra.
—Eso, eso —aplaudió sir Philip Huston. Solía dormitar y temblequear a ratos, pero poseía una mente despierta. Había sondeado a los conservadores y había visto que casi todos sin excepción estaban dispuestos a dar su apoyo a medidas severas en defensa de la Unión—. Usted sabe, por lo tanto, cuál es la postura de los unionistas y los conservadores. Evidentemente, todo depende de ustedes, compañeros —le dijo a Birmingham.
Alan Birmingham debía pensar en la estrategia a largo plazo tanto como en la de plazo corto. La táctica de la alianza y la desunión con el partido irlandés había funcionado generalmente como un aparato automático. A la sazón no necesitaban aliarse y las relaciones más bien se habían enfriado. Sin embargo, sabía que el partido liberal no podía perder el contacto con los irlandeses, porque en el futuro quizá se diera una situación completamente distinta a la de hoy.
—Yo no me pronunciaré por una legislación correctora, podríamos decir, como postura oficial de los liberales. No obstante, estoy aquí porque se ha puesto en evidencia cuán urgente y necesaria es. Lo que sí haré será quitarme el sombrero de
Chief Whip
de mi partido y dejarlo a un lado. Les diré a los míos: «Mirad, muchachos, para mí ésta es una cuestión de conciencia personal, y apoyo esta ley. Haced vosotros lo mismo, cada uno según lo que le dicte la conciencia sobre este caso.» ¿Comprenden lo que quiero expresar, caballeros?
Todos lo comprendieron muy bien.
—Dígame, Alan, ¿cuántos votos cree que podremos conseguir entre su gente? —preguntó sir Philip.
—Pues un centenar, diría yo. Sumados a los de ustedes, les darán una mayoría holgada.
Sir Frederick sonrió. Birmingham era un tío astuto. Con la mano derecha apoyaría la ley, y con la izquierda evitaría que motivase una lucha interna en el partido.
—Sir Lucian —dijo Weed, volviéndose hacia el representante especial de la Corona—, ¿ha reconsiderado el primer ministro su postura en lo referente a continuar la política blanda con respecto a la Hermandad Republicana Irlandesa?
Lucian Bolt combatía y hostigaba a los irlandeses desde antiguo y los odiaba con furor casi psicopático. La decisión del gabinete de andar con cuidado ofendía su propia personalidad. Y tenía bastante sentido práctico para comprender que la Hermandad reclutaría, antes o después, las fuerzas que necesitaba, y que cortejaría a los alemanes para que le proporcionasen armas. ¿Por qué, pues, darles tiempo? Esto sólo podía retrasar un enfrentamiento definitivo que había de llegar dentro de pocos años. Había que presionar ahora mismo, en este momento, y obligarles a luchar centímetro a centímetro. Era la única solución.
Lo único que le frenaba era el deseo de proteger la comunidad protestante del Ulster. Los protestantes debían tener armas. Las nuevas leyes estaban concebidas de modo que se crearan «opciones selectivas». Sería cuestión de criterio personal decidir a quién se había de procesar y a quién no. Así el fiscal general podría perseguir a la Hermandad Republicana Irlandesa y al mismo tiempo permitir que los protestantes siguieran armándose.
—Estoy dispuesto a juzgar a los encartados de Sixmilecross según las leyes nuevas desde el minuto mismo que se promulguen y a dictar contra ellos el castigo que merecen.
Weed abatió el puño contra la mesa con gesto de aprobación.
—¡Valiente!
—¿No existe una especie de pacto con Robert Emmet McAloon sobre el particular? —sondeó Birmingham.
—Considerando la diatriba de Larkin, no creo que siga en vigor —respondió Lucian Bolt.
—Permitan que me informe al detalle de este punto —insistió Birmingham—. ¿No quedó Larkin fuera del convenio?
—Yo creo que McAloon le dio instrucciones para que hiciera lo que hizo —respondió sir Lucian.
—¿Lo cree de veras? —inquirió sir Philip Huston—. Yo tenía entendido que a McAloon le disgustó mucho la negativa de Larkin a colaborar.
—Fue una maldita comedia —replicó sir Lucian—. Basta con que examinemos los hechos. Ese Larkin es un labrador irlandés, sin instrucción alguna, un marinero que no pudo llegar a aprender más que el oficio de herrero. Evidentemente, era incapaz de exponer aquella clase de teorías, a menos que McAloon le hubiera instruido previamente.
—Pensándolo bien, supongo que tiene razón —murmuró sir Philip—. Las transcripciones eran tremendamente interesantes, se lo digo. Han levantado una marejada de discusiones entre la gente. Usted estuvo allí, sir Lucian, ¿qué impresión le causó?
—Era un tipo divertido, supongo. Ya sabe cómo es capaz de mostrarse esa gente. La perorata contenía la dosis precisa de demencia para encandilar a la chusma de Dublín, a la cual iba dirigida precisamente. El bueno de Scowcroft le dejó despotricar demasiado rato. —Sir Lucian se puso en pie y con su mejor estilo leguleyo se dirigió a los otros para poner de relieve sus razonamientos—. Puntualicemos bien la cuestión. Nosotros cerramos un convenio con McAloon porque la opinión del momento se inclinaba por evitar un clamor público. En la actualidad hemos cambiado de postura, estamos dispuestos a promulgar leyes al efecto para luego juzgar a aquella gente y aplicarles el castigo que merecen. Es evidente que los irlandeses pondrán el grito en el cielo, con lo cual el pacto que cerramos con ellos ya no es válido. Desde la fecha que hicimos el trato, el objetivo ha cambiado.
Sir Philip y Alan Birmingham miraban con aire interrogativo, preguntándose si habían de ser testigos de una traición descarada.
Lucian Bolt se aclaró la garganta enfáticamente.
—Además, insisto en que fue McAloon quien rompió el pacto dando instrucciones a Larkin.
—Siento curiosidad, Freddie —continuó diciendo sir Philip, entre el malestar de todos—. Usted tuvo tratos con el tal Larkin. ¿Qué clase de hombre es?
—Yo le responderé —interpuso Roger Hubble—. Es un demonio irlandés despreciable. El tipo que encarna todo lo que hay de malo en su raza. Es un embustero, un complotador, un hombre capaz de cortarle el cuello a su mejor amigo. Hipnotizó casi al joven Jeremy con sus heroísmos deportivos y le llevó a lupanares, borracheras y a una pelea repugnante. —Sir Frederick bajó los ojos; le habría gustado poder taparse los oídos—. Recurriendo al escandaloso engaño de presentarse como maestro herrero, logró granjearse la confianza de mi esposa, y todos sabemos, por supuesto, cómo se aprovechó de la amistad con tres miembros de mi familia para poner en práctica el plan que se había forjado en lo de las armas. Es listo, demasiado listo. —Roger se interrumpió de pronto, advirtiendo que todos le miraban fijamente, y que él iba montando en cólera—. Nos… nos ha causado muchísimos sufrimientos a todos…
—Juega al rugby como un demonio —balbuceó distraídamente sir Philip—. Jugando contra el Oldham, le vi marcar tres ensayos en cinco minutos. Por poco me parte el corazón de alegría.
—No guardo ni una onza de venganza en todo mi ser —adujo sir Frederick—, pero confío que sir Lucian se encargará de poner a «ése» en el dique seco por muchísimo tiempo.
—Eso me propongo.
—¿Continuamos, caballeros? —dijo sir Frederick, dando unos golpecitos a la mesa para recabar la atención de Philip Huston—. Bien, pues, hasta este punto, todos estamos de acuerdo. Confío que podemos dar crédito a la palabra de sir Lucian de que no existe ningún convenio entre el fiscal general y la llamada Hermandad Republicana Irlandesa y de que sir Lucian es libre de llevar el asunto de Sixmilecross con gran energía bajo la nueva legislación.
Alan Birmingham y sir Philip asintieron con cierta renuencia, pero asintieron de todos modos.
—El partido unionista no desea presentar el proyecto de ley porque se podría tomar como una venganza, y Dios sabe que es lo que tengo más lejos del pensamiento —dijo Weed—. Por esto he insistido cerca de sir Philip para que sean los conservadores los que lo presenten. Finalmente, ¿contamos, Alan, con su apoyo tácito, aun cuando en forma no oficial?
—Ese es el caso —respondió el
Chief Whip
liberal.
—Evidentemente, los del Ulster somos los más afectados y los que nos hallamos más cerca del problema —dijo Roger Hubble—. Yo he recabado de todos los presentes que nos confiaran la redacción del primer borrador del proyecto de ley. —En este punto repartió copias del mismo entre los presentes, y se quedó en pie—. Para que nos entendamos, al referirme a este proyecto lo llamaré Ley de Poderes de Detención y Emergencia, y si tienen la bondad de seguirme, voy a leer el preámbulo.
Hubo un movimiento general de acomodación de lentes y de manoseo de papeles. Luego, Roger leyó:
—«Se han cometido ciertos delitos de carácter extraordinario y sedicioso que no están suficientemente definidos por los estatutos en vigor y los procedimientos judiciales ordinarios. De lo cual se infiere que el fiscal general es la única persona facultada para identificar dichos delitos, cuando se cometan, y clasificarlos en una categoría determinada para ser juzgados según las previsiones de la ley.» La decisión queda, pues, en manos del fiscal general, exclusivamente —decía Roger, levantando la vista del papel—. Es él y nadie más quien ha de llevar a cabo la selección.
Cuando los puntos delicados quedaron definidos ya, varias horas después, sir Frederick iba estrechando manos con semblante extasiado.
—Bien —se relamía—, hemos estructurado una nueva colección de normas a las que sujetar el juego.
Sir Philip, que había dormitado un poco, se estiró y comentó que cuando uno tenía que trabajar muchas horas seguidas daba gusto encontrarse en un ambiente como aquél. Su mano resbalaba por el pulido grano de la madera.
—Yo diría que es khaya, de Nigeria, si no me constara otra cosa —decía, presumiendo de sus años de oficial en las colonias.
—Tiene razón, sir Philip —contestó Weed—. Caroline la encontró por casualidad años atrás. Es de Quintana Roo.
—¿Quintana Roo?
—Sí, una lejana provincia de México. La caoba más hermosa del mundo, ¿no? Tuve que enviar una expedición especial para procurármela.
Cuatro días después de la conferencia en Rathweed Hall, la Cámara de los Comunes británica aprobaba por mayoría abrumadora la Ley de Poderes de Detención y Emergencia.