Trinidad (109 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

17

Dos días después de ser aprobada la Ley de Poderes de Detención y Emergencia, Conor fue trasladado de su celda del cuartel de Arbor Hill, de Dublín, amarrado con las ya familiares esposas, encapuchado y trasladado a otro aposento, con los mismos rasgos de calabozo, de los sótanos del Castillo de Dublín.

Allí lo sentaron, lo ataron a la silla y lo colocaron junto a una mesa alargada, dejando que la capucha siguiera cubriéndole la cabeza. Desde el exterior, lo observaban por una mirilla. Así estuvo varias horas, sin alimento, ni agua, ni poder hacer sus necesidades.

A determinada hora (él no sabía ya cuál era) le quitaron la capucha, y cuatro hombres entraron pomposamente en el aposento. Los tres oficiales del ejército se situaron frente a él, detrás de la mesa. El cuarto, sir Lucian Bolt, se sentó en una mesa más pequeña. El oficial más antiguo, coronel Hibbert, despejó un paso por el gran cepillo del bigote para que pudieran salir las palabras.

—Prisionero Larkin, se encuentra usted ahora ante un tribunal de los instituidos por la Ley de Poderes de Detención y Emergencia. Sir Lucian Bolt está aquí en calidad de fiscal especial, en representación de la oficina del fiscal general y le explicará lo que podríamos llamar reglas del juego.

El mayor Disher, el de la derecha, y el mayor Young, el de la izquierda, estudiaron al peligroso feniano. Se lo habían pintado como un hombre salvaje. Era un personaje irritado, muy cierto, y Dios no quisiera que le quitaran las cadenas.

—Actuaremos como se debe —dijo el coronel—. Le aconsejo que coopere.

—Coronel, usted parece un sujeto bastante decente. ¿Cómo le han convencido de que se metiera en este asunto estúpido? ¿Con aquello del deber, y otras monsergas? Diablos, al menos el último lugar al que dieron el nombre de sala de tribunal tenía una bandera.

—Le pido por última vez que coopere.

—¡Vaya, pues! Tiemblo de gozo ante la idea de que voy a recibir la justicia del rey…

—¡Guardias!

La puerta se abrió de pronto, dando paso a cuatro soldados armados de pistolas que entraron a la carrera.

—Amordacen al prisionero —mandó el coronel.

Conor fue amordazado con tal fuerza que faltaba poco para que le sangrasen los labios. Luego se echó al suelo, arrastrando la silla consigo y forcejeó hasta ponerse de espaldas a los militares. El coronel ordenó que lo levantasen y que los guardias le sujetaran por el cabello, de forma que tuviese que mirar al tribunal.

—Puede continuar, sir Lucian.

Lucían Bolt se acomodó las gafas, se puso en pie, con la nueva ley ante los ojos y fue enumerando los artículos más importantes:

El fiscal general era la única persona que podía determinar a quién debía someterse a juicio.

No se necesitaba ningún otro requisito legal.

Toda persona considerada sospechosa podía ser detenida y registrada sin orden judicial.

Toda persona considerada sospechosa podía ser retenida indefinidamente sin proceso ni fianza.

La persona considerada sospechosa no tenía derecho a los servicios de un abogado defensor.

Toda persona considerada sospechosa podía ser llevada ante un tribunal militar de tres miembros, a requerimiento del fiscal general.

En tales tribunales quedaban suspendidas las normas habituales del procedimiento así como las de presentación de pruebas.

No estaría presente otro abogado que el representante del fiscal general.

No se llevaría registro de los procedimientos; sólo se requería un sumario del tribunal.

El acusado no podría presentar ningún testigo; sólo podría presentarlos el tribunal.

El tribunal estaba facultado para imponer cualquier sentencia, desde la absolución hasta una pena de cárcel de la duración que estimase conveniente, y hasta podía dictar pena de muerte.

No había apelación posible. Sólo la sentencia de muerte sería revisada por una autoridad superior.

Sir Lucian preguntó a los tres militares si habían entendido claramente lo leído y les explicó que tales medidas, si bien repugnaban a la ley inglesa, eran el único medio de combatir sediciones de aquel tipo. Los tres jefes estuvieron de acuerdo plenamente. Sir Lucian continuó su tarea leyendo los cargos y un sumario de los acontecimientos; finalmente enunció el alegato de la Corona.

—En interés del juego limpio —dijo el coronel Hibbert—, voy a pedir a los guardias que quiten la mordaza al prisionero y le permitan hablar en su propia defensa. Advierto por adelantado que no toleraré estupideces.

Conor trató de escupir. No era una saliva húmeda ni abundante, pero algo de ella llegó a la cara del coronel Hibbert. El coronel se la limpió pausadamente, sin apartar los ojos de su víctima. Los tres militares aplazaron la vista, acompañados de sir Lucian, y al cabo de tres minutos regresaron.

—El Tribunal de Su Majestad Británica, usando de las facultades que le concede la Ley de Poderes de Detención y Emergencia, halla al antes mencionado Conor Larkin culpable de todos los cargos. El acusado será devuelto a una institución penal para ser llamado en fecha futura y cumplir sentencia por un período de cincuenta años. El tribunal toma nota, además, de la actitud hostil, provocativa y de no cooperación adoptada por el prisionero y le sentencia a recibir un castigo correctivo consistente en veinte azotes. El tribunal aplaza sus actuaciones por una hora, pasada la cual se reunirá de nuevo para ocuparse de los otros acusados del llamado incidente de Sixmilecross. Gracias, caballeros, por haber cumplido su deber; gracias, sir Lucian. Dios salve al rey.

18

«No dejes que tu corazón se incline hacia sus procederes, no te desvíes hacia los senderos de la malvada. Su casa es el camino del infierno, que desciende hacia las cámaras de la muerte.»

«¿Sabes que los inicuos no heredarán el reino de Dios? No te engañes: ni los fornicadores…, ni los adúlteros…, ni los ladrones…, ni los degenerados… heredarán el reino de Dios.»

Un miércoles tras otro, después de Sixmilecross, se arengaba a las Damas Auxiliares de los Caballeros de Cristo sobre la condición de ramera de Shelley MacLeod. Era una lección ocasional demasiado horrenda y demasiado clara para dejarla en olvido, y el moderador estaba decidido a grabarla en el cerebro de todas las mujeres de su iglesia.

Al final de la reunión de damas de los miércoles, MacIvor aparecía en el local social para una última oración y unas palabras sabias.

—Lo mismo que Sodoma y Gomorra, e igualmente las otras ciudades próximas, que se entregaban a fornicaciones y corrían en pos de carne extraña, se ofrecen como ejemplo de sufrimientos y venganza por el fuego eterno, así también esas sucias soñadoras manchan la carne, desprecian la potestad y hablan maldades…

Y se ponía a rezar, abiertas las manos, temblorosos los carnosos labios, lacrimosos los ojos.

—¡Hermanas! Damas, madres, hijas, esposas cristianas. Os han rebajado. La ramera ha huido, pero la ramera no se ha librado ni de los ojos, ni de la venganza del Señor. ¿Qué madre, entre vosotras, no tiembla de horror y de rabia al pensar que su propia hija virgen pudiera yacer, carne contra carne, con un traidor papista? No debemos abandonar la vela en busca de la ramera que ha arrojado esta vergüenza sobre su pueblo. No debéis olvidar nunca esta terrible lección en vuestra marcha hacia la pureza y la feminidad digna…

Una mano invisible había dibujado la marca de Caín sobre los hogares MacLeod de Tobergill Road. El silencio, que es la forma más cruel de tormento que pueden infligir los vecinos, había descendido sobre ellos; silencio roto únicamente por ataques de ira. Durante semanas, nadie dirigió la palabra a Morgan ni a su hijo. A Lucy le habían escupido, le hablan arrojado verduras, le hablan regado con una manguera. A Matt le dieron tantas palizas que sus padres lo internaron en un colegio particular. Hasta la buena de Nell hubo de sufrir que le tiraran basura a la cara.

Durante un tiempo Morgan y Nell continuaron desfilando retadores hacia la iglesia de los Mártires, de Shankill, cortando el banco de hielo que representaba el conjunto de sus vecinos. En tales ocasiones, MacIvor murmuraba, por el rincón de los labios, frases de odio dando la pauta de conducta a los demás.

Muchos amigos de los MacLeod, de otros barrios, consideraban que ellos no tenían ninguna culpa. Entre los hermanos de la logia hubo división de pareceres. Aunque no se podía culpar a Morgan ni a Robin de lo que hiciera «ella», podía darse por seguro que ninguno de ambos volvería a ocupar ningún puesto elevado en la orden.

Lo mismo ocurría en el astillero. Muchos antiguos compañeros se acercaron para manifestarles su simpatía. Unos cuantos vecinos tuvieron el valor de imitar esta conducta, aunque no muchos, por miedo a ser víctimas a su vez de parecido trato.

La pestilente atmósfera de odio que no se alejaba nunca del Ulster cuidaba de que los Caballeros de Cristo y sus Damas no pudieran olvidar ya nunca más a Shelley MacLeod. MacIvor les enteró de que las consecuencias de todo ello eran mucho peores para las mujeres, por haberse tratado de un pecado cometido por una de ellas y porque quizá Shelley MacLeod reflejase ciertos deseos femeninos secretos, con lo cual todas habían de cargar con parte de la culpa.

La dignidad de Morgan MacLeod y su familia y la negativa a levantar los domicilios y huir les encerró en un terrible aislamiento. Cierto que hablaron de la posibilidad de marcharse, pero no pertenecían a la casta que llenaba barcos de emigrantes, ni iban a permitir que les echasen de su refugio.

Un día, en el astillero, Morgan sintió de pronto un dolor terrible en el pecho; no podía respirar, se tambaleaba impotente, y cayó del andamio desde una altura de seis metros sobre el duro pavimento, rompiéndose la columna vertebral.

De la noche a la mañana, Oliver Cromwell se sintió iluminado por la caridad cristiana. El próximo domingo dijo que el Señor había recibido reparación suficiente por los pecados de su extraviada hija y que ahora todos habían de empezar a perdonar.

Cubiertos de vergüenza por el comportamiento que habían seguido, los vecinos empezaron una tanda de rezos que duraba las veinticuatro horas del día mientras Morgan MacLeod estaba entre la vida y la oscuridad eterna.

En el paquete no quedaban cigarrillos. Robín aplastó el envoltorio y lo echó al cubo de la basura. Robin abandonó el andén para acercarse a la ventanilla del jefe de estación.

—¿Llegará a la hora el tren de Dublín?

—Sí, en seguida.

Robin se había mostrado tan excitado en aquellos cuarenta minutos de andar por allí como fiera en la jaula, murmurando en voz baja, sentándose, restregándose las manos y fumando incesantemente, que había llamado la atención del empleado. El anciano jefe de estación sabía que muchas caras desconocidas venían a Lisburn para esperar a personas con las cuales no querían ser vistas en Belfast. He ahí un sujeto bien parecido que vestía con elegancia…, sin duda había de reunirse con una amiguita, a espaldas de su mujer.

Robin miró la hora. Faltaban diez minutos. Fue al quiosco.

—Un paquete de Player's de los de veinte, estilo marinero.

Volvió al andén, tragándose el humo y mirando a lo lejos, sobre la vía del ferrocarril.

Robin no estaba seguro de si había tomado una medida acertada. El primer mes, después de lo de Sixmilecross, había sido una pesadilla. Él se había dicho a si mismo que seria capaz de resistir la carga de la situación; pero hasta los jugadores estaban divididos unos contra otros. Primero eliminaron a todos los católico— romanos, y cuando los hicieron reingresar, éstos se mantuvieron aparte, formando grupitos que miraban con ojos inflamados, no bebiendo ya con los demás, ni —cosa todavía peor— jugando en equipo de verdad. La cosa se puso tan mal que sir Frederick canceló la gira por Australia.

Durante el tiempo que Shelley y Conor vivieron juntos, Morgan, su padre, impuso el silencio, ordenando que en aquella casa no volviera a pronunciarse el nombre de Shelley. Una prohibición que le destruía más que a nadie, le roía las entrañas, le minaba la vida. Morgan sabía que Robin veía a Shelley a escondidas, pero no decía nada, no preguntaba nada, no le daba recuerdos, ni bendiciones… nada. Pero Robin sabía que su padre se pasaba horas enteras a solas, sentado en la habitación de su hija, cuando creía que no había nadie en casa. El dolor del viejo no tenía fin.

Luego vino lo de Sixmilecross y la puñalada del ostracismo que instigó contra ellos la iglesia de su padre. Si su hermana era una ramera, entonces la Virgen María lo fue también, porque Shelley era la mujer más hermosa y buena que hubiera existido jamás. Tan buena como Lucy. Tan buena como Nell. Nunca hizo daño a nadie; nunca tuvo malas palabras para nadie.

Después de lo de Sixmilecross, Morgan trató de reunirlos nuevamente a su alrededor; pero se agostaba ante los ojos de todos ellos. Todas las noches les leía la Biblia, buscando pasajes que reclamaban arrepentimiento e intentando dar entrada a la luz del amor.

—«Los que moran en casas de arcilla, que tienen los cimientos en el polvo que se deshacen apolillados. Estos están destruyendo desde la mañana a la noche; perecen eternamente sin que nadie se fije… mueren, hasta sin saberlo.»

«¡Al diablo los vecinos, Morgan! —quería gritar Robin—. No te tomes la molestia ni de excusarlos ni de maldecirlos»…

Luego Morgan se ponía a leer pasajes sobre la muerte, siempre sobre la muerte. La noche antes de fallarle el corazón habló de la muerte con una voz rendida por el cansancio.

Fue la última vez que les leyó…

«Glorificad al Señor vuestro Dios, antes de que traiga la oscuridad y antes de que vuestros pies tropiecen por las montañas oscuras, y, mientras vuestros ojos buscan la luz, Él la convierta en la sombra de la muerte y la transforme en una tremenda oscuridad. Pero si no queréis escucharlo, mi alma llorará en lugares secretos por vuestro orgullo; y mi ojo llorará más… y habrá agotado las lágrimas…»

—¡Robín, es tu padre! ¡Ha caído del dique seco Big Mabel!

Roca de los siglos, hendida por mí,

Deja que me esconda, dentro de Ti;

Deja que el agua y la sangre que manaron,

De tu hendido, santo, herido costado

Por el pecado doblemente curado,

Me laven la culpa y el poder que ha engendrado…

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