Malditos hipócritas que se amontonan alrededor de la casa gimiendo y rezando. ¡Vosotros lo habéis matado, cochinos hipócritas!
Yo no quería causar ningún daño, Robin…
Le tenemos presente en nuestras oraciones…
Si quisieras estrecharme la mano, Robin MacLeod…
Ha durado demasiado, Robin…
Si tú y Lucy quisierais venir a comer…
Hipócritas! ¡HIPÓCRITAS! ¡HIPÓCRITAS! ¡COCHINOS, JODIDOS HIPÓCRITAS!
Robin tuvo un sobresalto al oír el silbido de la locomotora allá abajo. Apagó la colilla y volvió a ponerla en el paquete, automático gesto de ahorro adquirido a fuerza de años en el astillero, y se recobró, mientras el tren paraba junto al andén.
Shelley y Robin continuaban abrazados mientras los últimos viajeros les miraban al pasar, antes de perderse en la noche, y el tren continuaba hacia Belfast. Por la vehemencia del abrazo, el jefe de estación comprendió que había acertado, y se dijo que aquellos dos estaban enamoradísimos.
Robin guió a su hermana hasta un banco.
—¿Cómo está?
—Te lo explicaré dentro de un momento.
—¿Podemos entrar en Belfast a verle?
—Esta noche, no.
—¿Has alquilado una habitación para mí?
—Oye, ¿te acuerdas del viejo Cappy O’Dwyer? Es… es… católico. Jugaba en el club cuando yo ascendí, saliendo de los juveniles. Eramos grandes cantaradas entonces. Me enseñó muchísimo. En resumen, el viejo Cappy prosperó mucho después de haber dejado el equipo. Pienso que tiene el monopolio de las destilerías de
poteen
, allá en las montañas. En fin, posee una casa grande y hermosa aquí, en las afueras de Lisburn. Hasta tiene una posada, ¿lo creerías? Estarás más segura allí.
La posada de Cappy O’Dwyer prestaba servicio a tres clases de clientes: varios distribuidores de
poteen
, muchachos republicanos que huían de la justicia, y hombres que tenían relaciones amorosas con damas que no eran sus esposas. La cocina estaba caliente y animada, abundante de jamón, sopa de pollo que hervía en una gran olla de cobre y otros platos, tales como alubias, estofado de conejo y bizcocho empapado de natillas y cubierta de nata batida. Cappy estaba orgulloso de sus dotes culinarias.
—Bien, os dejo —se despidió—. Tu buena hermana puede retirarse a su habitación cuando le parezca bien.
Shelley le pellizcó la mejilla y le dio las gracias.
—Hay ahí un timbre eléctrico, y otro al lado de la cama, y bastará que lo pulse para que yo venga corriendo de la casa grande. Acomodaos a vuestro gusto y pasad ahí todo el tiempo que queráis.
—Gracias por todo, Cappy —dijo Robin.
—De nada —respondió él, mirando a Shelley con una expresión que decía que a la amada de Conor Larkin se la recibía tan a gusto como a una santa.
Ambos hicieron ademán de atacar el banquete, pero lo abandonaron. Cada uno guardaba las palabras en el pecho, sin soltarlas. De pronto, Shelley se volvió bruscamente.
—Sin rodeos —pidió—, ¿cómo está?
—Morgan está agonizando —contestó Robin—. No quería vivir más. Él mismo se desea la muerte.
—Comprendo —susurró Shelley, dejándose caer junto a la mesa—. Supongo que me odia de veras desde que…
—Es por lo muchísimo que te ama. Empezó a morir el día que te fuiste de casa; pero no sabía cómo acudir a ti. La idea de verte es lo único que le mantiene con vida. Te llama todos los días. De lo contrario no te habría pedido que vinieras.
Shelley se arregló el cabello y Robin trató de sonreír. Estaba pálido de agotamiento y tenía los ojos inflamados por la bebida. A pesar de la bravura que desplegaba en el campo de rugby, su hermana sabía que más que nadie, quedaría aplastado, si Morgan fallecía.
—Parece que os he causado una infinidad de sufrimientos a todos —dijo la hermana.
Robín negó con la cabeza.
—¡Es ese cochino Belfast! —exclamó—. ¿Por qué no podrán dejar en paz a la gente? ¿Qué les importa a quién ames tú? —y quedó callado—. En la familia —continuó luego— nadie te reprocha nada, Shelley. Confieso que cuando te saqué de Belfast, después de la aventura de Sixmilecross, maldije el día que naciste. Te maldije por lo que les pasaba a Matt, Lucy y Nell. Pero Morgan nos hizo recobrar el sentido. Morgan no quiso que nos consumiera el mismo odio que consumía a nuestros vecinos. Hizo que yo me avergonzase de mí mismo… porque… durante un corto tiempo… había dejado de amarte.
—Esa ciudad está demente, enloquecida por la enfermedad que sufre —comentó Shelley—. ¡Oh, Robin! Coge a Lucy y a Matt y marchaos. Idos a otra parte.
Robín encendió un cigarrillo con mano temblorosa; luego encontró whisky en la alacena.
—Esta es la extraña y terrible maldición que pesa sobre mí —gimió—. Incluso mientras escupían sobre su casa, Morgan los perdonaba. ¿Comprendes? Son nuestros vecinos… Cuando navegaba por el mar, tenía miedo, Shelley. Paso miedo todos los años, cuando voy a Inglaterra. Hasta lo tengo cuando paso un domingo fuera del Shankill. ¿Comprendes?… En el astillero, y en el campo de rugby, y por todo el Shankill, soy alguien. Cuando salgo de Belfast, no soy nadie. Morgan me enseñó esto. Dios mío…, nunca me sentí más satisfecho que el día que Morgan me pasó su sombrero hongo y me admitieron en su logia y pude desfilar a su lado mientras tocaban
Dolly's
. Yo no quería mal a los católicos. Nunca hice caso de los predicadores que sembraban el odio contra ellos. Conor me dijo que cuando veía mi faja de Orange le daba náuseas; pero la única razón de que yo la llevase era porque así iba al lado de mi padre, y él era el rey del Shankill, y yo su príncipe. He ahí el maldito tormento de la situación. Ni a pesar de lo que nos han hecho, puedo marcharme. Hasta Lucy se asusta tanto cuando nos vamos de vacaciones que se pone demasiado nerviosa para que pueda gozarla. No conocemos otro mundo que las casitas que tenemos allí. Aquél es nuestro puesto, ya sabes, el lugar donde nos sentimos a gusto.
Después de un par de generosos tragos, la faz de Robín brillaba de sudor.
—Y tú, ¿cómo lo has pasado, muchacha?
—Muy sola —murmuro Shelley—. Me faltaba él. Me faltabais vosotros.
—Matt preguntaba por ti, y Lucy también —Robin se irguió y reunió todo el coraje que le quedaba, aunque no pudo dominar una vacilación en la voz—. ¿Cómo está Conor?
Los dos hermanos se miraron fijamente. Luego Robin cogió la mano de Shelley con gesto desesperado.
—Yo nunca tuve nada contra Conor porque fuese católico. ¡Jesús mío! ¡Ni siquiera entiendo por qué luchamos unos contra otros! ¡Pregúntaselo a los muchachos del equipo, Shelley! ¡Pregunta a Cappy O’Dwyer! ¡Toca el timbre, dile que venga y pregúntale si me oyó pronunciar ni tan sólo una palabra fea sobre los católicos! No sé por qué Conor me pegó y me insultó cuando yo sólo pensaba en salvarle. ¡Me pegó porque llevaba una faja de Orange! ¡Shelley…, Shelley…, tienes que hacerle comprender que le amo como a un hermano!
Shelley fue hasta él, le cogió la cabeza, se la apoyó contra el pecho y le meció como a un niñito…
En la vecindad, Heather Tweedey era una vieja miserable de otro tipo. Ella y su anciana madre habían vivido cuarenta años en la misma casa de la calle Malvern. Cuando la madre quedó inválida, Heather la sustituyó en la tarea de confeccionar sombreros de señora a medida y pantallas de fantasía. Más tarde añadió la tarea de repartir a domicilio corsés hechos también por encargo.
Tiempo atrás tuyo un pretendiente; hacía unos treinta años, y era un viudo con cuatro hijitos que trabajaba en el astillero. Cuando las relaciones entraban en una fase seria, la madre sufrió un ataque terrible que requería los cuidados constantes, a todas las horas del día, de Heather. El pretendiente se fue en busca de terreno más abonado, y Heather ya no volvió a tener ninguno digno de mención. Aparte del trabajo y de la pobrecita mamá postrada en el lecho, arriba, la vida de Heather giraba en torno a la iglesia y el Evangelio. Los individuos del sexo masculino eran adversarios suyos, porque llevaban entre las piernas ese instrumento perverso y amedrentador. Lo mismo que le había ocurrido a su madre, Heather Tweedey se convirtió en una persona huraña y flaca.
Dios bendiga el día, cuatro lustros atrás, que Oliver Cromwell MacIvor vino a Belfast como un salvador, un verdadero discípulo de Jesús, perfectamente limpio y puro y bañado en bondad. Ella le amó ya desde el principio; amaba su cara, dulce, resplandeciente, sensual; amaba sus manos, blandas y suaves; amaba la santidad de su hermosa mente. Todo esto lo guardaba Heather en secreto. Del mismo modo lo guardaban las otras damas de la iglesia que compartían estas mismas inclinaciones.
El predicador sabía perfectamente bien que su persona formaba un dramático contraste con el toscamente desbastado tropel del astillero. Él era el Niño Jesús, el objeto capaz de sacar a la superficie los instintos maternales más recónditos de aquellas mujeres, así como sus anhelos sexuales. Y cultivaba activamente estas tendencias con taimadas referencias a pasajes del libro santo que hablaban en tono subido de los placeres de la carne. En uno de sus sermones más famosos, MacIvor describía a Jesús como se describe a un amante en una incursión por las fantasías sexuales débilmente veladas para el inexperto pero encandilado rebaño…
—«… El amado es el lirio blanco como la nieve… Es la hermosa rosa de Sharon… Es blanco y colorado… Tiene la cabeza del oro más puro…, pensad en los diez mil soles que calientan los planetas. Él es el mayor de todos… Sus mejillas son como un lecho de especias, una olorosa flor… Sus labios, como lirios que hablan de pureza… Sus labios derraman una mirra de dulce aroma… Nosotros lo hemos oído todo de los dulces labios del dulce Jesús… Su vientre es como marfil brillante recamado de zafiros… Sus piernas como pilares asentados en zócalos de oro fino… Su boca es lo más dulce, como lo son también sus besos…»
Heather Tweedey era firme pilar de la iglesia de MacIvor, ya desde el comienzo, la dama mas devota del rebaño, la trabajadora más infatigable. Visitadora de enfermos, maestra de escuela dominical, directora de celebraciones sociales y cuestaciones. Por su trabajo la habían premiado con el puesto vitalicio de presidenta de las Damas Auxiliares de los Caballeros de Cristo.
Heather soñaba en MacIvor desde hacía años; concebía una clase de pensamientos que no osaba compartir con ningún alma viviente y apenas habría querido confesarse a sí misma. Estos, sí, eran los profundos y arremolinados secretos de la carne; no los groseros gruñidos que oía a través de las delgadas paredes de papel, no los referidos al asqueroso instrumento masculino. Estos placeres eran elevados y hermosísimos y discurrían por escenarios de blancas nubes, con arpas y ángeles. Sueños de sensaciones inmaculadas. Sueños en los que… su amante… era… Cristo, bajo la forma de Oliver Cromwell MacIvor. En las horas que pasaba sobre la mesa de costura empezó a dar entrada a los sueños incluso a plena luz del día, y a menudo se levantaba con una extraña humedad entre las piernas.
¡Oliver! ¡Precioso salvador!
Como presidenta de las Damas Auxiliares asistía a la reunión semanal de la junta, que se celebraba los sábados por la noche, en su casa. En aquel grupito reducido, íntimo, se hablaba continuamente de Oliver. Ella adoraba los sábados. Las otras reverenciarían y glorificarían a su secreto amante, y ella sabía que aquella noche se iría a la cama gozando una vez más de las dulces sensaciones prohibidas.
Las damas formaban un grupo apasionado, fanático por la tarea de su vida. Heather no podía comprender que perteneciesen a las Damas casi exactamente por la misma razón que pertenecía ella, porque las otras eran señoras casadas. ¿Cómo podía Oliver significar tanto para ellas? Pero lo cierto es que sí lo significaba.
Heather apenas podía contenerse mientras se acercaba la hora de la reunión del sábado. Los maridos de las compañeras se habían ido a la taberna, y ellas habían venido a su casa. Cuando las seis que formaban la junta estuvieron reunidas y ella hubo acostado a su mamá, sirvió el té. Estallando la excitación, dio la noticia:
—He visto a la ramera —dijo en un aliento de voz—. He visto a Shelley MacLeod escabullándose cerca del hospital Victoria.
Pasada la primera conmoción de sorpresa, les aseguró que no la habían engañado los ojos.
—Anoche estaba yo en compañía de Arabelle Forbes. Como el viejo Georges tenía su fin muy cerca y yo soy tan íntima de Arabelle, las enfermeras me dejaron quedar hasta después de la hora de visita. Cuando me marché eran las once y bajaba por el pasillo. En la puerta de Morgan MacLeod me paré un momento a rezar. La puerta estaba entreabierta, y allí la teníais a ella, oronda y satisfecha, sentada junto a la cama, cogiéndole la mano, manchada y escarlata como iba.
—¿Qué os parece que deberíamos hacer? —preguntó Ade MacGuire.
—Deberíamos ir inmediatamente a la policía.
—No, la perrita cochina no ha cometido ningún delito civil.
—Pues veamos al reverendo MacIvor para que nos aconseje —propuso Mae Duncan.
—No —atajó Heather—. No, hemos de protegerle. Ahora escuchad, yo he marcado siempre los pasajes que él citaba. Los referentes a Shelley MacLeod los señalaba en rojo —abrió la Biblia—. Si los leemos juntas y atentamente, el mensaje aparece bien claro, clarísimo.
La puerta de la celda se abrió. El guardián Hugh Dalton entró, se paró delante de la cama de Conor, se inclinó y lo sacó del sueño zarandeándole.
—Es tu hora, Larkin —le dijo.
Conor se dio la vuelta, desperezándose.
—¡Qué lástima despertarse para ver tu cara, Dalton! Precisamente soñaba una cosa bonita. ¿Qué has dicho?
—Tienes que venir conmigo.
Entonces Conor vio el quinteto de guardianes desplegados en arco junto a la puerta de la celda.
—Comprendo. La escolta real. Buenos días, caballeros. ¿Me espera la carroza? ¿Adónde vamos? ¿Al hotel Russell de St. Stephen's Green a comer con el arzobispo? ¿O quizá a la torre a que me corten la cabeza?
—Vamos al banco de los azotes —dijo Hugh Dalton.
—Ah, sí, al banco. Compré la entrada hace mucho tiempo. Ya empezaba a pensar que no me avisarían.
—¿Vas a darnos trabajo? —preguntó el guardián.
—¿Cómo diablos puedo saberlo? Es la primera vez que me azotan.
Dalton hizo un signo a los guardias.
—Será mejor que le pongáis los brazaletes.
Los guardias aprisionaron unas muñecas encentadas por las esposas. Hugh Dalton era un hombre alto, canoso y adiposo por los años de trabajar en las celdas. Era uno de los pocos guardianes católicos de la prisión Portlaoise, hombre valioso que sabía tener a los católicos romanos dominados mediante su simpatía, real o falsa. Ahora deslizaba un pedazo de caucho duro en la mano de Conor.