—Interesante.
—La capilla es pequeña. En ese día particular se dicen de ocho a diez misas, quizá. Algunos sacerdotes visitantes relevan al padre Dermott y se turnan celebrando misas. Otros van y vienen por ahí, haciendo las visitas encomendadas, dando consejos y orientaciones. Hay muchísimo movimiento, y la vigilancia se relaja. Casi se arma tanta confusión como en un velatorio irlandés. Si empiezas a ayudar la misa ahora, parecerá muy natural que sigas ayudándola dentro de cuatro semanas.
—Mi historial demuestra que no voy a la iglesia.
—Muchos hombres han encontrado la religión aquí. No te denegarán la petición de ayudar a la misa.
—¿Qué sucede entonces?
—Te darán instrucciones cuando entres en la sacristía para la última de aquel domingo.
—¿Te han hablado alguna vez de la
ley de fugas
, Dalton?
—¿Qué es?
—Una vieja costumbre española. Abre comillas: «Preso muerto a tiros cuando se fugaba.» Cierra las comillas. ¿Cómo sé que no me tiendes una trampa?
—Seamus O'Neill me dijo que te transmitiera este mensaje: «Este verano, el señor A. I. y la señorita E. L. han visitado la cabaña del monte.» Me dijo que el mensaje iba firmado por «Peque».
—¿Y los otros muchachos?
—Se fugarán por un túnel aquel mismo día.
—¿Por qué haces esto, Dalton?
—La verdad es que no lo sé. Creo que nunca acabé de habituarme a ver cómo les reblandecen el vientre a puntapiés a los muchachos republicanos. Me puse a pensar y a preguntarme en qué se habían compendiado mis treinta años de servicios. En besar culos británicos. El guardián católico mimado que se encarga de que los muchachos se porten bien. Me inspiraste curiosidad. Leí un ejemplar de
El nuevo republicano
. Después fui a Derry, para que nadie me reconociera y escuché a Atty Fitzpatrick. ¿Y qué tiene de raro? Soy irlandés. Será mejor que reanudemos el paseo.
Domingo 5 de julio de 1908
Durante el sábado los trenes Great Southern que paraban en Maryborough descargaban un número inusitadamente grande de viajeros para las visitas trimestrales a los reclusos de la prisión Portlaoise.
Las puertas del edificio se abrieron ruidosamente a las cinco y media de la mañana del domingo para unos dos centenares de familias y unas docenas de sacerdotes que venían a desempeñar su misión.
La última misa empezó a las doce. El preso Larkin, que hacía de monaguillo desde las diez, volvió a entrar en la pequeña sacristía contigua a la capilla para ayudar a revestirse al último sacerdote.
En cuanto llamó, le echaron dentro y el padre Dary Larkin le tapó la boca con la mano. Otro sacerdote se apresuró a cerrar la puerta.
Conor sonrió por primera vez en muchos meses.
—Este es el padre Kyle —dijo Dary—. El padre Kyle se ha prestado a ser victima de una jugada sucia que perpetraremos en él inmediatamente.
Dary hundió la mano en el maletín de ornamentos y sacó una soga, una caperuza, una mordaza para la boca y una porra. El padre Kyle se desnudó hasta quedar en paños menores. El plan era obvio y sencillo. El padre Kyle, íntimo amigo de Dary, representaría el papel de haber sido atacado por Larkin, quien le habría quitado el hábito y habría huido vestido de cura.
—Para que la comedia parezca auténtica, voy a darle al padre Kyle un golpe en la cabeza, con esta porra —dijo Dary—. Dios mío, perdóname por lo que voy a hacer a Kyle.
El otro sacerdote cerró los ojos con una mueca de susto.
—Cumple con tu deber, Dary, y que tengas buena suerte, Conor —dijo.
Dary apretó los dientes, levantó la porra y le dio al talludo sacerdote un buen golpe en la frente, que no tardaría en adquirir el bulto y el color de un buen cardenal.
—He sacado sangre. ¿Te encuentras bien, Kyle?
—Un poco atontado; por lo demás, perfectamente.
Conor se vistió el hábito del sacerdote; luego ayudó a Dary a atarle y amordazarle. En pocos momentos tuvieron al padre Kyle metido en un gabinetito que cerraron con llave. Conor se había quedado con todos los documentos del sacerdote, y ahora los clasificaba rápidamente. Luego ayudó a Dary a revestirse de sus propios ornamentos para celebrar la última misa del día.
Sonó el silbato del mediodía.
—Quédate en la sacristía —ordenó Dary—. Yo vendré en cuanto termine de decir la misa, y me cambiaré. Nos reuniremos con los otros sacerdotes y visitantes de la capilla.
—¿No habrá curas que noten la ausencia del padre Kyle?
—Los que le conocen también son amigos míos. Bájate el sombrero sobre los ojos… Así es mejor. Tienes muy buena figura para sacerdote, padre Conor. —Dary inspiró profundamente—. Espero que podré terminar la misa sin delatarme. —Luego abrió la puerta de la sacristía y entró en la capilla por el fondo.
Unos ochocientos metros más allá, Sterling McDade salía de un clásico túnel que acababa de reconocer, emergiendo en una espesura de matorrales junto a un riachuelo. Carberry, Macken, McGovern y Gorman, todos los de Sixmilecross, seguían detrás. McAulay y Gilroy habían preferido quedarse.
Inmediatamente fueron acomodados en el falso fondo de una carreta de heno y estuvieron en camino hacia una casa refugio de una granja de las afueras de Abbeyleix.
En aquel momento, Conor Larkin cruzaba la puerta principal de la prisión Portlaoise en medio de veinte sacerdotes.
UNA TERRIBLE BELLEZA
El brigadier Maxwell Swan llegó a Hubble Manor en torvo maridaje con Warren Wellman Herd. Después de unos comentarios de circunstancias, se encerraron con lord Roger en la biblioteca, desplegados delante de la gran chimenea de mármol bajo el retrato del rey Guillermo de Orange. Allí se habían refugiado generaciones y generaciones de los Hubble a meditar y tomar decisiones.
W. W. Herd era un hombre delgado y gris que pasaba fácilmente inadvertido; pero bajo esta apariencia se escondía un maestro en su oficio, es decir, un finísimo investigador privado. Hasta que se dejó conquistar por la pareja Hubble-Weed se ganaba unos ingresos más que respetables solucionando escándalos a los granujas. Swan tuvo que ofrecerle una pequeña suma para llevárselo, pero durante los siete años que duraba la asociación demostró que valía todo lo que le habían dado, y más aún.
Sir Frederick se había enfurecido multitud de veces, y se había sentido humillado al ver que algún competidor le ganaba por mano respecto a un invento que hubiera tenido que lograr él, o una manera ingeniosa de trabajar el mercado. Y se le ocurrió que debía haber la manera de conseguir por anticipado datos sobre las ideas y proyectos de sus competidores. W. W. Herd llevó este problema con mano maestra. Montó una unidad muy poco numerosa, pero increíblemente eficiente, constituyéndose así en precursor y fundador del espionaje industrial. La unidad de Herd había trabajado en el anónimo, sin que nadie la descubriera, por espacio de cinco años, y en muchísimas ocasiones había arrebatado el trueno y el rayo de las manos de los colegas de sir Frederick en la construcción de barcos y material ferroviario. También lord Roger pudo meter la mano sobre cierto número de patentes, en especial para sus telares mecánicos.
Cuando Swan le encargó una cuestión de faldas al parecer insignificante, Herd comprendió que el asunto importaba muchísimo más de lo que parecía a simple vista.
Ahora Roger tamborileaba impaciente sobre el brazo del sofá, mientras W. W. Herd abría la cartera y sacaba un informe de varías páginas.
—Verá usted que el señor Herd ha estado a la altura que le caracteriza y no ha dejado nada en el aire —dijo Swan.
El investigador dejó el informe sobre la mesita de té.
—Me temo que las sospechas de Su Señoría han quedado completamente justificadas —dijo en una especie de susurro ronco.
Roger se permitió un espantoso suspiro de resignación y cogió el documento. Llevaba la fecha de 15 de febrero de 1909 y ostentaba un frontispicio que decía: «Actividades del señor Jeremy Hubble, vizconde de Coleraine. Altamente confidencial. Dos copias solamente.»
Roger volvió a dejarlo, sin abrirlo.
—Creo que será mejor tener a Caroline aquí desde el primer momento —dijo, pulsando el timbre del servicio y ordenando al criado que acudió que fuera a buscarla.
Apenas puso el pie en la biblioteca, Caroline se dio cuenta perfecta de la atmósfera que reinaba allí.
—Cariño, me gustaría presentarte al señor Herd, o sea, al señor W. W. Herd.
Caroline hizo un gesto de asentimiento mientras el hombrecito la saludaba con una leve reverencia.
—El señor Herd trabaja a nuestras órdenes desde hace ya unos años —anunció Maxwell Swan.
—¿En calidad de qué? —preguntó sin rodeos la dama.
—En misiones especiales referentes a relaciones industriales —esquivó Swan. Caroline sabía que esta frase podía cubrir una multitud de pecados.
—¿Qué misiones? —insistió.
—De profesión, el señor Herd es investigador privado —contestó Roger.
—¿Y qué estuvo investigando que le haya traído a Hubble Manor?
Roger le entregó el informe. Caroline dirigió una mirada al legajo, lo dejó y paseó la mirada de uno a otro. Por lo que decían de lady Caroline, Herd comprendió que la entrevista podía prolongarse bastante.
—¿Y qué ha hecho Jeremy precisamente? ¿Es un desviado delirante?, ¿un homosexual que se adorna con falbalaes?, ¿toma opio?, ¿soborna profesores?, ¿o ha contraído una deuda de juego monumental?
—No, no, no, no. Nada de ese tipo —contestó Swan.
—Peor —interpuso Roger—. Se acuesta con una muchacha, una católica. Procedencia: es hija de un sastre, un sastre con once hijos, todos pilluelos callejeros del barrio de Liberties. Ella es analfabeta y trabaja de costurera en el taller de negrero de su padre. Nos enfrentamos con una situación que puede volverse peligrosa. La chica parece estar embarazada. Dios sabe quién es el culpable, pero Jeremy acepta la responsabilidad. Conque, ya ves, estamos a punto de tener un condado como es de rigor, hasta con bastardos.
Roger saltó fuera del sofá y reanimó sus fuerzas con una copa de brandy.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó Caroline.
—Observé una colección de detalles que despertaron mis sospechas —dijo Roger— y ciertos asuntos sentimentales pretéritos no indicarían precisamente que Jeremy sea incapaz de dar tales tropiezos. Sus continuadas ausencias los fines de semana y en vacaciones, el hecho de haber despedido al criado, Donaldson, que le asigné yo personalmente, y otras cosas me hicieron deducir que se llevaba ciertos manejos a nuestras espaldas.
—Comprendo —dijo Caroline—, y con esto ordenaste una investigación secreta sobre tu hijo.
—Nuestro hijo —corrigió Roger.
—¿No has pensado que podías haber hablado conmigo primero? —dijo Caroline.
Los músculos de los carrillos de Roger se contrajeron apretando los dientes. Ah, ahí la tenemos, pensó, disponiéndose a emprender la defensa de Jeremy, aunque hubiera hecho algo sin justificación posible. ¿Cómo se atreve? Pero ¿por qué habría de ser diferente esta vez?
—Lord Roger estaba extremadamente trastornado —interpuso Swan—. Y no quería trastornarla a usted hasta que estuviera completamente seguro.
Caroline se apartó de su marido para dirigirse al investigador.
—¿Qué ha encontrado, exactamente, señor Herd? —preguntó.
W. W. Herd carraspeó en tono oficioso. La tarea de comunicar malas noticias a unos padres atónitos le concedía aquel momento de primer plano en el escenario.
—Comprendo la gran impresión que esto ha de causar en Su Señoría.
—Nadie está impresionado, sino solamente curioso, señor Herd —replicó la dama. Con lo cual el investigador supo que ni él ni su profesión gozaban de las simpatías de lady Caroline—. ¿Qué ha descubierto, y cómo lo ha descubierto?
Mientras descendía sobre el aposento una atmósfera de malestar y tensión, Herd fue a situarse delante del retrato del rey Guillermo, mirando al padre, que reprimía su aflicción, y a la condesa, poseída de una extraña cólera.
—La tarea en sí fue cosa más bien rutinaria —empezó—. Como sabe, su hijo tiene un juego de habitaciones en Marrion Square a un corto paseo del Trinity College. Como es un muchacho bastante sociable, su piso servía como de centro de reunión de sus compañeros. El hecho de despedir al criado, señor Donaldson, persona obligada a serle fiel a sir Roger, hubo de interpretarse como signo palmario de que el joven caballero quería estar… estar…
—¿Libre de ojos que le espiaran? —completó Caroline.
—Sí, eso podríamos decir —corroboró Herd—. Sin la presencia del señor Donaldson, podía dedicarse a ciertas actividades, libre de estorbos.
—¿Qué clase de actividades? —atajó Caroline.
—Oh, las habituales en muchachos universitarios. Libaciones en compañía de amigas. Aventuras sexuales. Perteneciendo al equipo de rugby y siendo muy popular en todo lo demás, Jeremy solía hallarse rodeado de un grupo numeroso. Además, era generoso y dejaba que sus amigos utilizasen alguna de sus habitaciones para citas, etcétera, etcétera.
—¿Qué quiere decir, exactamente, con eso de etcétera, etcétera? —preguntó Caroline.
—Pues… pues, milady, está todo en el informe con gran detalle.
—El informe lo ha escrito usted, señor Herd. Estoy segura de que un hombre tan hábil ha de recordar hasta la menor palabra.
W. W. Herd se dio cuenta de que era él quien se sentaba en el banquillo. Lejos de mostrarse angustiada, la condesa arremetía contra él como un abogado que le sometiera a los tormentos del interrogatorio. Volvió, pues, a aclararse la garganta, esta vez por la creciente desazón que le invadía.
—Como usted sabe, condesa, es un piso grande con cinco dormitorios. El de Su Señoría, un cuarto para el criado, uno para las dos doncellas y dos dormitorios sobrantes. En los fines de semana solían ocupar dichos dormitorios sobrantes algunos caballeros amigos del vizconde, que cohabitaban con diversas damas. Por añadidura, en algunas ocasiones el piso era utilizado para este fin, también por las tardes. Unas doce veces durante estos meses pasados.
—Muy interesante —musitó Caroline—. ¿Cómo ha deducido el número?
W. W. Herd se lamió los secos labios.
—Parece encontrarse mal, señor Herd —dijo la mujer—. ¿Llamo pidiendo que le traigan té, o quizá preferiría algo más fuerte?
Herd pensó que le iría bien tomar unas gotas de whisky, y lo tomó, dejando ya de ocupar el centro del escenario para ir a deslizarse en el borde de un sillón, buscando ayuda con la mirada en Swan, quien no le ofreció ninguna.