—¿Quieres que le lleve un mensaje?
—Nooo…, yo sabré cuándo llegue la sazón… —Conor bebió otro largo sorbo, y creo que él whisky hizo efecto. No le había visto borracho muchas veces; pero el viaje de regreso, el transbordo en el mar, el refugio en DUNLEER, las confusiones de América…, todo ello se le venía encima a la vez en este momento—. Sí —murmuró—, de modo que estoy nuevamente en Irlanda…, he regresado realmente y estoy vivo…, sólo que, ya sabes, Seamus, aquí no pasa nunca nada en el futuro. Es siempre el pasado, que se repite una y mil veces. Nosotros y los británicos somos como dos cometas que cruzan el universo y dejan colas de polvo cósmico de un millar de millas de longitud…, seguimos nuestras órbitas por los cielos, cada uno en dirección distinta; pero luego, inevitablemente, nos dirigimos uno hacia el otro…, nos lanzamos a un choque frontal…, a veces erramos por una corta distancia pero pasamos tan cerca uno de otro que el polvo de una cola roza con el de la otra y da trompicones por el firmamento, y el calor de nuestros cuerpos sofoca los planetas que se hallan en nuestras estelas…, hirviendo…, silbando…, rodando hacia invisibles inmensidades. Destruimos el orden de los cielos. Y pasamos, y seguimos nuestros distintos caminos, lanzando alaridos por el espacio, y rodando, rodando, rodando hasta que cada uno ha dado sus vueltas particulares por el universo y, completando el ciclo, volveremos a encontrarnos sobre caminos que se cruzan… y… ¿qué sucederá esta vez? ¿Pasaremos muy cerca uno de otro, simplemente, nos rozaremos, o nos aplastaremos el uno contra el otro por fin?
Sin haberse internado nunca por el Liberties de Dublín, lord Jeremy entraba ahora como si pensara contener el aliento todo el rato. Le seguía una estela de miradas. Estaba tan claramente fuera de lugar entre aquella miseria que su malestar crecía a cada paso que daba. Abandonando la calle Bridgefoot para internarse por los angostos confines del callejón Tyndall, andaba como pisando huevos por el removido barro limitado a un costado y otro por unas chozas donde imperaba la miseria más negra. Jeremy reunió el ánimo y llamó vigorosamente a la puerta, aunque luego bajó los ojos para evitar la visión del interior.
—¿Qué quiere? —respondió un hombre.
—Busco a Molly O'Rafferty.
—No está aquí.
—Sí está —insistió Jeremy—. Quiero verla.
—Si usted es quien yo creo, ella no quiere ver a gente de su calaña.
—Oiga, mi buen hombre…
—Yo no soy su buen hombre.
Jeremy se sobrepuso, echó mano de sus reservas de energía y dio un paso adelante.
—Voy a entrar y le aconsejo que no me detenga, —cogió la puerta antes de que chocara contra sus narices y la abrió de un fuerte empujón.
—Está bien, Finn —llamó una voz desde el interior—. Dile que salgo en seguida.
El hombre hizo una mueca de desprecio y se volvió. Al cabo de un momento, Molly O'Rafferty cruzaba la puerta y salía al callejón. Jeremy no la veía desde hacia más de una semana. Los días pasados le habían llevado hasta el mismo borde de la histeria. Molly estaba hermosísima, incluso en aquel sórdido ambiente. Los vestidos se los hacía ella misma. Y él se había sentido siempre muy orgulloso llevándola del brazo. Jeremy le miró el vientre. Todavía no se notaba. La única señal que había visto del niño que estaba en camino eran los pechos de la muchacha, que crecían; y esta visión le había excitado. Hablando y cantando, Molly tenía una voz delgada y pura, una primavera de inocencia que concordaba con los negros ojos y el largo cabello color ala de cuervo.
—No te preguntaré cómo me has encontrado —dijo Molly—, pero sí te pido que me digas lo que tengas que decirme y sigas tu camino.
—¿Quiénes son? —preguntó Jeremy, indicando la casa con un movimiento de cabeza.
—Antiguos amigos.
—Oye, ¿podemos ir a algún sitio y hablar? ¿Abajo a la orilla del río?
En la ventana apareció la figura protectora de un hombre. Molly meditó la proposición unos segundos.
—Volveré pronto, Finn —dijo.
La muchacha se abrigó los hombros con un chal y rehusó el brazo de Jeremy. Bajaron por la calle de Bridgefoot hasta el muelle de Usher, siguieron por la orilla del río Liffey y encontraron un banco. La verdosa cúpula de cobre del Palacio de Justicia se erguía altanera, al otro lado del agua mansa, parda. Cerca de la baranda, Jeremy volvió a reunir sus fuerzas.
—Casi no sé por dónde empezar —dijo nervioso, dando manotazos al aire, rascándose la cabeza y retorciéndose las manos. Inspiraba a boqueadas, para contener las lágrimas—. Vinieron a mi piso con Mal Palmer y Cliff Coleman. Cada uno de ambos, por turno, recitó cómo había tenido comercio sexual contigo, lo juró, fingió compadecerme y me dijo que también lo habían tenido otros más. Entonces, algo se disparó en mi mente: unos celos vulgares, violentos, espantosos. Aquel cuadro se desarrollaba en una atmósfera puramente irreal.
Cuando Mal y Cliff se hubieron marchado, el brigadier Swan y el tal Herd me tomaron por su cuenta, martilleándome el cerebro. Debes comprenderlo, Molly, éste es su oficio; lo dominan a la perfección. Primero el asunto de haber deshonrado a mi familia. Luego el otro…, el de lo que habían jurado aquellos dos…
Jeremy rechinó los dientes y miró a la chica; pero fue incapaz de conservar los ojos fijos en ella.
—Cuando hubieron terminado ellos —prosiguió—, vino mi padre, de Londonderry. Me dijo que, ya desde niño, no les había traído sino pesares. Me dijo que Dios sabe de quién será el hijo que llevas. En todo caso, decían, ellos harían por ti lo que había que hacer. Hasta mi hermano Christopher. Yo acudí a él buscando alguna comprensión; pero el canalla agitó la bandera del Ulster ante mis narices y me llenó los oídos de tópicos que oigo desde la infancia.
Molly permanecía inmóvil, las manos descansando sobre el regazo, con una pena inmensa en los ojos, que posaba sobre el atormentado joven.
—¿Y tu familia? —continuó él—. ¿Te han echado? Quiero decir si te… ya sabes a qué me refiero.
—No, no me han echado. Pero están divididos y derrotados. He derramado sobre ellos la mayor de las vergüenzas. Cuando una muchacha se ha dado a un hombre, las reglas del juego son perfectamente claras. Tengo que abandonar mi hogar y es muy probable que no vuelvan a pronunciar jamás mi nombre.
—Oh, Molly, me porté horriblemente mal. Cuando nos peleamos y tú te fuiste —después de la caída—, empecé a atar cabos. Primero me sentí devorado por una tremenda soledad; luego me di perfecta cuenta de lo que había hecho al darles crédito a ellos. Salí del piso, encontré a Mal Palmer y le arranqué la verdad.
—Podías preguntármela a mí, Jeremy; yo te la habría dicho —objetó la muchacha.
—Lo sé, quisiste decírmela; pero yo estaba loco. Bueno, la cochina verdad es que a Mal Palmer y a Cliff Coleman los sobornaron; doscientas libras por barba.
—Tienes una familia muy generosa, Jeremy. Siembran su paso de bondades. También se han molestado en tomar toda suerte de disposiciones respecto a mí.
—¿Qué clase de disposiciones? —a Jeremy le temblaba la voz.
—Parece que en Suiza hay unas clínicas excelentes, y se encargan de los hijos bastardos de la aristocracia. Me han dicho que todo se hace en condiciones muy higiénicas. Y si una, por motivos religiosos, insiste en tener el hijo, se le asegura que lo adoptarán personas muy pudientes.
—¡Molly, por amor de Dios!
—Yo sólo decía lo considerada que es tu familia.
—Escúchame, cariño. Estoy asqueado. Estoy asqueado de mí mismo. Ni siquiera puedo pedirte perdón. Pero quiero ganármelo y demostrarte todos los días y todas las noches cuánto te adoro.
—¿Qué piensas hacer, Jeremy?
Jeremy hinchó el pecho de aire y golpeó con el puño la palma de la otra mano para encarecer los extremos a que llegaba su determinación.
—Padre me ha ordenado que marche de Dublín y pase un año de servicio público. En la Oficina Colonial, o el Servicio Consular, o algo por el estilo. A continuación vendrá el regimiento familiar. Por mí, estupendo. Quiero decir que supe desde el principio que me saldrían con esto.
—Ya sé lo importantes que son los deberes familiares —dijo ella.
—Oye, Molly, soy un tonto; un tonto rematado. Durante toda esta tragedia he permitido que desviasen mi mente de un hecho inalterable y devastador. Soy el vizconde de Coleraine. Nada ni nadie en este mundo de Dios puede cambiarlo. La herencia del condado me corresponde a mí, y a nadie más. Mi padre puede atropellarme cuanto quiera, puede amenazarme; pero no puede arrebatarme mis derechos de nacimiento. Sencillamente, me presentaré delante de él y le notificaré que Jeremy Hubble va a casarse con Molly O'Rafferty, y si le pica que se rasque. ¿No lo ves? Entonces no tendrá más remedio que aceptarte.
Molly esbozó una sonrisa y emitió un sonidito gutural.
—Yo diría que no pareces extraordinariamente contenta —dijo Jeremy.
La muchacha dio unas palmadas al banco.
—Siéntate aquí, a mi lado, Jeremy, y cógeme la mano. —Cuando Jeremy hubo obedecido, Molly le pasó los dedos por entre el cabello y luego recorrió delicadamente las mejillas y el mentón—. Yo amo a un muchacho, un muchacho amable y dulce que se esfuerza terriblemente por ser un hombre valeroso…, aunque no es demasiado capaz de conseguirlo. Yo te amo, Jeremy, tal como eres, y no por otra cosa, muchacho, e iría contigo a cualquier parte menos al Ulster.
Jeremy la miró desconcertado y sacudió la cabeza.
—¿Qué quieres decir, Molly?
—A mí no me importaría que te ganases la vida repartiendo hielo, o de oficinista, o de camarero en una taberna. Yo te aceptaré en cualquier parte; pero no quiero compartirte con esa familia que tienes.
—¿Tú… quieres que re…renuncie a mi título? ¿Que ceda mi herencia?
—No se trata de que lo quiera, sino de que es el único camino para Jeremy y Molly. Conozco al bueno y sencillo de Jeremy, y sé cuidarle debidamente, no lo dudes.
—Pero, cariño, creo que no me has entendido. Cuando nos hayamos casado y hayan tenido que aceptarte, te aceptarán.
—No me importa que me acepten o no, Jeremy. Yo no los acepto a ellos.
—¿Qué?
—Son gente enferma que vive en una casa enferma. ¿Esperas de verdad que viva bajo su techo después de haberme ofrecido dinero para matar a nuestro hijo?
—Pero…, pero…
—¿Esperas que me pase la vida tratando de convertirme en una mujer que acabaría destruyendo a Molly O'Rafferty? —exclamó la muchacha—. Si voy allá y adopto su manera de ser, habré de odiar. Adoptaré su odio, y su malicia, y estaré aguardando a que tu padre muera; y así, al final, acabaré siendo como él.
—Me aturdes, Molly, me aturdes.
—Te lo explicaré sencillamente. Me temo que tu familia es demasiado vulgar y de baja estofa para la hija de Bernard O'Rafferty.
Jeremy se quedó boquiabierto. Molly se levantó, fue a situarse donde había estado él, junto a la baranda, y por un momento se absorbió en la contemplación de una barcaza que pasaba.
—¿Qué quieres que haga? —graznó Jeremy.
—Sigue tu camino, simplemente, muchacho. Haz lo que te diga tu padre. No tienes energía para otra cosa.
Mientras transcurrían los segundos, la verdad penetraba en él como tal verdad. Le daba vergüenza mirar a Molly. Aquella chiquilla ¡poseía una energía tan tremenda! ¿De dónde sacaba tanta fortaleza? Ahí estaba el espíritu traidor de la familia Hubble puesto al descubierto para ser apreciado de una sola mirada. Y sin embargo, él carecía de temple para rebelarse. La posible idea de huir con ella se derrumbaba ante la perspectiva de unas callejuelas fangosas y unas habitaciones con las paredes desconchadas.
A pesar de los forcejeos y las resistencias que opusiera a su padre, le gustaba ser Jeremy Hubble, vizconde de Coleraine. Le gustaba el traje bien cortado…, las tres docenas de trajes que tenía. Le gustaba montar en el lujoso coche de su padre e invitar a beber a toda la reunión. Le gustaba ser el bueno, campechano, deportivo Jeremy. Le gustaba todo esto más que ninguna otra cosa…, más que Molly…, el hijo…, todo… Irse con ella, imaginar que la aventura podía salir bien habría significado únicamente aplazar el desastre.
—No puedo ir contigo —murmuró.
—Lo sé, Jeremy.
Asunto resuelto. Jeremy se atrevió a levantar los ojos.
—Irás a Suiza, por supuesto.
—Creo que no —respondió Molly.
—Pero… es preciso que te solucionen esta cuestión.
—No te inquietes —respondió ella, alejándose.
Jeremy corrió hasta alcanzarla y la volvió cara a sí.
—¡Oye, he de saberlo!
—No quiero ser cómplice en un asesinato, aparte de todo lo demás. Tendré a mi hijo y lo criaré.
—¡Oh, Dios mío, Molly!
—Si estás preocupado por ti y por los remordimientos de conciencia que puedas tener, sospecha que con el tiempo te sobrepondrás a ellos.
—Pero aceptarás el dinero…
—Jeremy, por favor…
—Molly…
—Mi familia me sacará adelante. Aunque los haya cubierto de vergüenza, nos amamos. Me iré, de veras, a un lugar donde nuestra existencia no signifique ninguna molestia para ti ni para tu encantadora familia. Tengo dos manos y tengo la voz. Traer un hijo al mundo no dañará ninguna de ambas cosas.
—Déjame ayudarte. Prométeme que me dejarás ayudarte.
—Una sola cosa te prometo. No volverás a verme nunca, ni tendrás nunca noticia del niño, ni de mí.
Molly O'Rafferty, a punto de cumplir los dieciocho años, dejó a Jeremy en la orilla del río Liffey. Unos días después salía de Dublín y de Irlanda para siempre.
Al año siguiente de haber regresado a Irlanda, Conor Larkin emprendió su nueva misión con el mismo estudioso celo que había hecho de él un auténtico maestro herrero, un gran jugador de rugby y el mejor recaudador de fondos para la Hermandad en América. La meta inmediata de montar campos de instrucción en «granjas amigas» se había alcanzado ya. Fuera del sector de Dublín, se había establecido un emplazamiento importante en cada una de las provincias de Connaught, Munster y Ulster. El más importante de todos era la granja amiga de DUNLEER, en el Connaught.
Se organizó un método de adiestramientos en el uso de armas pequeñas: dinamita, tácticas urbanas, emboscadas rurales y sabotaje. Durante este período, Conor, poco menos que redactó por entero el texto militar de la Hermandad.
Hacía continuos viajes clandestinos, llevando el control de las unidades desde Cork a Derry, estableciendo una coordinación de mandos, comunicaciones, servicio de información, suministros, armas, medicina y formación política. Era un ejército minúsculo, con sólo unos centenares de hombres en cada provincia; pero en él se había cultivado meticulosamente el secreto y la abnegación. Y se esperaba que el fanatismo compensara la falta de efectivos.