—¿Piensas que hacía lo que hice por compasión, Conor? ¡De repente me vi capaz de hacer todo aquello por un hombre! El saber por primera vez que poseía esta facultad fue como vivir el primer día de verdadera vida. Y entonces te fuiste y me dejaste sin nada. ¿Sabes qué representa para una mujer descubrir que tiene un tesoro tan grande por dar, pero verse desdeñada por el hombre que le reveló este secreto?
—No hubieras debido venir, Atty…, te haré daño…
—¡Conor! ¡El hecho de que Shelley muriera no significa que vayas a causar mi muerte también! ¡Tiemblo de deseo por ti, hombre!
Conor se dejó caer junto a la mesa y le volvió la espalda.
—¡Dios todopoderoso! —exclamó ella, situándose detrás de él—. Yo no sé qué encontraremos tú y yo en esta pasión. Pero he de saberlo. Estoy agotada de tanto esperar. No quiero dejarlo para otro día, Conor…, la puerta de mi dormitorio estará abierta, y esta noche soy quien necesita que acudas tú a mi lado. Si no vienes, la puerta no se abrirá nunca más.
—¡Huye, si tienes seso!
—¡No!
Conor escapó fuera a recibir el azote de la lluvia.
«Oh, Shelley —gritaba para sus adentros—, no puedo seguir apegado a ti…, quiero vivir, Shelley…, déjame vivir, por favor…, déjame vivir…, por favor…, déjame vivir, te lo suplico…»
Conor abrió la puerta del cuarto de Atty, llenando el hueco del umbral. La luz de la sala grande caía sobre la mujer. Atty estaba de pie junto a la cama; se desató el cordón de la blusa, se pasó, orgullosamente, la prenda por encima de la cabeza, y se liberó los pechos. Luego se desabotonó la camisa y la dejó caer al suelo. Conor entró, despacio, en la habitación y cerró la puerta, con el pie, detrás de sí.
Un decenio de relativa tranquilidad política terminó bruscamente, por una crisis constitucional que provocó dos elecciones en un solo año, el de 1910.
Herbert Asquith había asumido la jefatura del partido liberal, entonces en el poder, y trataba de hacer aprobar un «presupuesto del pueblo» que pretendía cargar de impuestos a la nobleza y sus bienes. Un presupuesto que fue contundentemente rechazado por la Cámara de los Lores. Los liberales habían comprendido desde hacía mucho tiempo que sólo se podría legislar en bien del pueblo llano si se cercenaban notablemente los poderes de la Cámara de los Lores. La Ley del Parlamento fue introducida por fin a este propósito. Contenía una provisión que facultaba a los Comunes para contrarrestar el veto de los Lores, siempre que una ley fuera aprobada en tres sesiones consecutivas.
Para conseguir la aprobación de la ley, los liberales amenazaron con elevar quinientos pares de sus propias filas a la categoría de lores. El fantasma de un número tan elevado de hombres salidos de baja cuna accediendo a la nobleza se le hizo intolerable al estómago de la aristocracia inglesa, y, para conjurarlo, la Ley del Parlamento fue aprobada.
Aunque los liberales seguían gobernando, su mayoría se había reducido notablemente, y la historia se repetía. Asquith acudió al partido irlandés de John Redmond para formar un gobierno de coalición. El precio del mismo fue una vez más una Ley de Autonomía. Redmond tenía en la mano un poderoso naipe de triunfo, pero al estructurarse las líneas de batalla, vaciló y se mostró dispuesto a aceptar una legislación pasada por agua y que requería que se siguiera prometiendo fidelidad a la Corona británica, cosa que repugnaba a casi todos los irlandeses.
Si John Redmond tenía algún defecto destacado era el de haber pasado demasiado tiempo en la Cámara de los Comunes y conocer demasiado poco al pueblo irlandés. Así eligió lamentablemente la palestra de lucha, enfrentando a un centenar de diputados irlandeses contra quinientos cincuenta del «enemigo». Pues aunque estuviera aliado con los liberales, éstos adoptaban una actitud tibia y apática con respecto a las aspiraciones irlandesas. No obstante, John Redmond era la voz mejor que el pueblo irlandés podía seguir, puesto que la de Sinn Fein y la de la Hermandad sonaban todavía demasiado débiles y distantes para oírlas.
No eran tan ingenuos los unionistas del Ulster, los cuales —fuertes, ricos, unidos— sabían qué querían, y contaban con el apoyo fanático de su gente. Durante decenios, los unionistas habían tenido su mejor baluarte contra la Ley de Autonomía en el veto de la Cámara de los Lores. Perdida esta fortaleza, la reacción de los unionistas fue instantánea y traumática.
Los grandes jefes son hijos de su época. Pocos hombres ilustran esta aseveración más sucintamente que sir Edward Carson. Abogado brillante que intervino en alguna de las causas judiciales más famosas de su tiempo, al interrogar a Oscar Wilde plantó un hito en la historia de los interrogatorios demoledores habidos en una sala de tribunal. Como miembro del Parlamento, ocupó altos cargos de Gobierno. Aunque nacido en Dublín y educado en el Trinity, Carson era el ulsteriano completo, epítome del hombre imperial, servidor incondicional de su clase, la aristocracia. Hipocondríaco huraño, con cara de hacha, sus tácticas despiadadas exhibían las cualidades que había de tener un jefe en semejante lucha. Como a la mayoría de grandes hombres, le obsesionaba una idea única. Había de mantener la unión con la Gran Bretaña.
Cuando se posaron la polvareda y las consecuencias de las elecciones de 1910, apareció en el horizonte una tercera Ley de Autonomía sin veto de los Lores que pudiera cerrarle el paso. Roger Hubble, que actuaba más a su gusto entre bastidores, se puso, como es natural, de parte de Carson, mientras los unionistas cerraban filas como se cierra el puño. Lord Roger fue designado para permanecer discretamente en contacto con Alan Birmingham,
Chief Whip
del partido liberal, relación que había mantenido a intermitencias durante años. La maniobra se proponía infiltrar conservadores entre los liberales y al mismo tiempo librar a Edward Carson de dirigir la lucha pública y la parlamentaria contra la Ley de Autonomía.
El tiempo se había llevado gran parte de la ingenuidad de Alan Birmingham sobre el objetivo, la arrogancia y la falta de escrúpulos de los hombres del Ulster. Fue Roger Hubble quien organizó la Oficina Unionista de Información, después de las elecciones de 1906, para «educar» a la Inglaterra media. Roger desató una avalancha de predicadores e instigadores antiirlandeses ambulantes por colegios, ferias de condado, iglesias y casas de la villa. Del Ulster salían sermones, desfiles nocturnos de linternas y un diluvio de libros y folletos que repetían siempre el mismo mensaje, hasta saturar la mente inglesa. El viejo violín tocaba la vieja tonada con tanta frecuencia que la mayoría de los ingleses acabaron tomándola por el mismo Evangelio. «El protestante del Ulster lucha en favor de la causa imperial británica y, por consiguiente, es preciso apoyarlo. El católico irlandés es desleal, y el gobierno autónomo conduciría a la destrucción del imperio.»
Ahí estaba el viscoso portillo de Alan Birmingham. Su partido se había unido otra vez en forzoso maridaje con el partido irlandés y estaba comprometido a defender la Ley de Autonomía. No obstante, la mayoría de militantes del partido liberal, así como la mayoría del pueblo inglés, apoyaban al Ulster.
El partido conservador utilizaba esta división para sus propios fines. Comprometidos a continuar el imperio, argüían que toda medida de libertad que se concediera a los irlandeses podía provocar una reacción en cadena por las colonias. Iban alimentando el puchero irlandés porque contaban con las simpatías populares y confiaban que aquel conflicto traería la destrucción del partido liberal. En el fondo, la alianza de los conservadores con los unionistas del Ulster era un complot para reconquistar el poder, cambiar el signo liberal del momento y encauzar nuevamente a Inglaterra por el viejo orden imperial que ahora iba desapareciendo de la escena.
Cuando recibió a lord Roger en su estudio. Alan Birmingham se dio cuenta de que había en juego mucho más que la Ley de Autonomía irlandesa. La existencia misma de su partido estaba en el platillo de la balanza, y el hombre que tenía delante era uno de los decididos a destruirlo.
Alan Birmingham era un producto de la clase comercial, una figura perteneciente a una especie relativamente nueva en la política británica, que iba sustituyendo al monopolio de los aristócratas. Birmingham apareció en el primer plano de la política nacional al encabezar en los Comunes poco menos que una sublevación contra la política imperial durante la guerra bóer. Se le tenía por hombre honrado, moderado y hábil para llevar adelante la reforma social tan odiada de los conservadores.
Mientras los dos hombres intercambiaban unas frases intrascendentes preliminares (aunque ya tanteándose el uno al otro), en la desordenada guarida cargada de libros de Codogan Square reinaba una notable maldad. Los años habían dado un aire majestuoso a Birmingham. Tenía el cabello moteado de gris, lo mismo que el bien cortado mostacho, y una cara bonachona y huérfana de recelos. A Roger solía gustarle su trato, porque era un buen adversario, con el cual uno podía combatir y luego irse al teatro en su compañía.
—Creo que en eso del Gobierno autónomo nos encontraremos situados bastante cerca durante algún tiempo —decía Roger—. Tengo siempre la puerta abierta para usted, Alan, y confío que usted la tendrá para mí.
—Sí —contestó Birmingham—, es buena idea esa de saber qué piensa el otro. —Su regordeta mano buscó por la caja de tabaco, sacó un cigarro y lo encendió.
—Públicamente, Carson adoptará una actitud que por fuerza habrá de parecer inflexible, de modo que nuestra alianza puede evitar que la situación se ponga desagradable y confusa, tal como podría suceder si ambos hubiésemos de regirnos por informes de segunda mano y por la prensa —dijo Roger—. Nos damos cuenta de que Redmond les tiene a ustedes con la soga al cuello y que no se puede evitar la presentación de una Ley de Autonomía. Del mismo modo ustedes pueden presuponer que la Cámara de los Lores la rechazará en todo momento y obligará a que se la presenten las tres veces reglamentarias, de modo que no habrá nada listo para el asenso real hasta dentro de dos o tres años. Será un largo forcejeo. Deberíamos continuar amigos.
—¿Qué fin persiguen ustedes, muchachos? —preguntó Birmingham, sin rodeos.
—Bueno, la forma final y definitiva de toda Ley de Autonomía debe excluir al Ulster —contestó Roger.
—¿Todo el Ulster? ¿Hasta los condados con una mayoría católica?
—Pues… digamos que no hemos llegado al extremo de dibujar un mapa; pero, ciertamente, de momento todo el Ulster.
—Evidentemente, nada de eso me sorprende demasiado, lord Roger.
—Claro que no, Alan. Pero lo que queremos saber es si usted está de acuerdo con el principio de un Ulster separado, o no.
Birmingham emitió unos soplidos guturales, haciendo girar el cigarro en un lento círculo de meditativa contemplación.
—La verdad es que Winston Churchill no está de acuerdo en que se divida Irlanda, y me atrevería a decir que nuestro partido está dividido en dos bandos sobre esa cuestión. Sea como fuere, John Redmond forma parte de nuestro equipo y no estoy dispuesto a divulgar ninguna noticia que pueda perjudicar sus posibilidades de negociación.
—Ea, vamos, sabemos perfectamente que a ustedes eso de la autonomía no les entusiasma de veras —objetó Roger—. ¿No es mejor que cada uno sepa las intenciones del otro?
Un zorro jugaba con otro zorro. Ciertamente, Birmingham deseaba saber hasta qué extremos estaban dispuestos a llegar Roger Hubble y sir Edward Carson para conseguir lo que pretendían.
—De momento —dijo— estoy dispuesto a luchar en favor de una Ley de Autonomía. Estoy dispuesto a defenderla en tres sesiones, y se trataría de una ley que incluyera toda Irlanda. He ahí nuestra posición. En el término de un mes, o de un año, quizá se ablande, o quizá se endurezca. No soy adivino.
—Y yo puedo asegurarle con toda franqueza que si no se excluye el Ulster, Carson soltará todas las amarras —contestó Roger.
—¿Qué quiere decir con eso exactamente, buen amigo? —inquirió Birmingham.
Roger se inclinó sobre la mesa tratando de no mostrarse demasiado amenazador, ni demasiado poco.
—Todas las amarras. Alan. Se repetiría, todo entero, el 1885; sólo que esta vez no emplearíamos rifles de madera.
—¿Una guerra civil?
—Yo no he dicho eso.
—Pero están dispuestos a despedazar el país. —Birmingham se puso en pie, se metió las manos en los bolsillos del chaleco y anduvo pesadamente, sin rumbo fijo, por la habitación—. En mi distrito electoral, allá al norte, hay una pequeña iglesia a la que voy regularmente cuando estoy allí. Durante la última campaña había un predicador forastero, un sujeto de Belfast que había venido bajo el patrocinio de la Oficina Unionista de Información, cuyo jefe, según tengo entendido, es usted, lord Roger. Esa criaturita malvada se irguió en el pulpito de Dios y me denunció como a un traidor. Yo, Alan Birmingham, con diecisiete años en la Royal Navy, diez años en el Servicio Colonial, y veinte en la Cámara de los Comunes, convertido súbitamente en un traidor.
Roger levantó los brazos, falsamente horrorizado.
—Ya sé lo celosos que son capaces de mostrarse en ocasiones. Por más que nos esforcemos, siempre ha de haber unos pocos incidentes aislados altamente desagradables.
—¿De veras? Vaya, pues, estas historias de horror contra miembros del partido liberal abundan bastante. Bah, no se finja tan sorprendido. Lea algo de lo que ha escrito usted mismo, mi querido señor. Yo me pregunto: «¿Qué pasa, en nombre de Dios, cuando se pinta al partido gobernante de la Gran Bretaña como a una banda de tránsfugas sin seso y sin Dios? ¿Se puede asesinar la personalidad política en una democracia?» Y ahora usted tiene la desfachatez de sentarse en mi estudio y con el otro ángulo de la boca decirme: «Oiga, Birmingham, o ustedes los traidores nos dan lo que queremos, o nos rebelaremos contra el rey, porque nosotros sólo estamos dispuestos a cumplir las leyes que nos gusten.»
Roger se puso colorado.
—Mi querido colega, se lo está tomando demasiado en serio.
—Oh, le conozco bien, lord Roger, y conozco a Edward Carson. Desde el momento que me empujaron a aceptar aquella horrible Ley de Poderes de Detención y Emergencia, lamenté lo hecho. Ustedes aporrean la mesa en nombre de ciertas retorcidas ideas sobre la lealtad. ¿Sabe? Cuando empezó el asunto este de la Ley de Autonomía no me importaba un comino; pero ahora casi espero con ilusión el momento de hacerles tragar esta ley; porque, viejo amigo, tengo mi propia opinión sobre quiénes son los traidores en este juego.