También esto le tenía inquieto, lo mismo que se había intranquilizado por los encargos de los curas, pero Pat McShane le aseguraba que su presencia entre los míseros, como un
alter ego
de éstos, equivalía a una compensación más que suficiente. En el cenagal del Bogside, los hombres apostaban y bebían para borrar la realidad. Apostaban con dinero, y apostaban sin dinero. El juego era un estilo de vida, como perder era un estilo de vida, y lo era también prestar dinero con usura. Los hombres perdían el amor propio y languidecían entre nieblas de sueños. Conor Larkin y Mick McGrath eran dos héroes en un terreno que los necesitaba más que el pan de cada día.
Por el momento, Conor parecía en paz consigo mismo, y hasta echaba una mirada en torno suyo por si trababa una relación permanente. Maud Tully, de la Liga Gaélica, era la mujer de mente más despierta que hubiera conocido en su vida, y Gillian Peabody, una maestra de escuela protestante, poseía la finura y el encanto de una dama de alta sociedad. Cuando asistía a una reunión cultural, solía ir acompañado de una de estas dos. Conocía también a otras; todas posibles candidatas. Por el momento, Conor Larkin se había convencido a sí mismo de que había triunfado del Bogside y del esquema de Derry.
El triunfo de Andrew Ingram corrió parejas del de Conor cuando le nombraron inspector regional de las Escuelas Nacionales desde Strabane hacia el sur y hasta Dungiven, por el este.
La primera noche de un festival shakespeariano que había de durar diez días, Enid Ingram saludaba a Conor a la puerta de la casa de aquélla en Academy Road. Enid ponía semblante de persona desesperada.
—Me temo que esta noche tendrás que cargar con una mujer vieja y casada —le dijo—. Andrew está sumergido en su trabajo burocrático hasta aquí arriba.
—¡Oh, qué pena! Bueno, el
Rey Lear
lo repetirán al terminarse el festival.
—Espero que por entonces lo tendrá listo. A veces me pregunto por qué aceptó el nuevo cargo. Ah, de paso, cuando supe que venías solo, di el billete de Andrew a Gillian Peabody. Confío que no te sabrá mal.
Conor refunfuñó y le dirigió una mirada sesgada.
—No se habrá metido en ninguna intriga, ¿eh?
—Claro que no. Además, podrías tomar peor partido —añadió, llamando a la puerta del estudio de su marido y entrando en él.
En la faz del maestro se notaba la carga que acarreaba la nueva situación. Los saludó, dedicando una mueca a las exigencias del trabajo administrativo que se le había echado encima.
—El presupuesto anual y los de los que se ofrecen a realizar trabajos —dijo, dando un manotazo a la gruesa resma de papel que tenía sobre la mesa—. Bonita manera de pasar los días de su vejez un estudioso. Sonó la campanilla de la puerta.
—Debe de ser Gillian —dijo Enid, dejando que Andrew y Conor intercambiasen miradas de inteligencia.
—Enid es mujer. La visita de un solterón feliz enardece su sangre femenina. Ahora está apoyando a su caballo en la carrera de Conor —explicó Andrew.
—Gillian es una muchacha muy simpática —respondió Conor—, pero esta semana ya la había visto. No se apure, lo pasaremos magníficamente bien.
—Tómate el tiempo necesario, Conor. Estás en situación de escoger la medicina que más te convenga. Por supuesto, podrías elegir peor.
A sus oídos llegaba el parloteo de las damas en el saloncito.
—Ah, antes que vengan, Conor…
—Diga.
Andrew se quitó las gafas, se frotó los ojos con las palmas de las manos e indicó con un movimiento de cabeza la pila de presupuestos para contratos de obras y servicios.
—¿Te importaría pasar por aquí después de la función? Estaré trabajando todavía. Quiero hablar contigo.
Cuando Conor abrió la puerta del estudio, Andrew Ingram, que estaba sumido en profunda meditación, levantó los ojos. Era más de medianoche. Con un gesto, le indicó que cerrase la puerta y se acomodara. Mientras Conor se quitaba la chaqueta y la colocaba en el respaldo de la silla, sobre el escritorio aparecieron una botella de whisky escocés y dos vasos.
—Quiero que eches una mirada a esto —dijo Andrew, empujando hacia el visitante un legajo de papeles.
—¿Qué es?
—Trabajos de fragua para las escuelas y patios de recreo del distrito por estos dos años venideros. Reparación de pupitres, vallas, astas de bandera, barandas nuevas y objetos diversos. Como inspector del distrito, formo parte también del Concejo de la Corporación de Londonderry. Este segundo librito es el presupuesto de trabajos en hierro para la ciudad: postes de farolas, bancos, hierro labrado. Además del establo municipal y el del
Constabulary
.
Andrew Ingram hizo una pausa y bebió un sorbito de whisky.
—Me temo que si los toco me quedaré con ellos —dijo Conor.
—Quiero que mires ahora otra cosa distinta —y le entregó un tercer librito—. Este es el presupuesto que ofreció hace dos años Buques y Trenes por una cantidad de trabajo aproximadamente igual a la que hemos de contratar ahora.
Los ojos de uno permanecieron fijos largo rato en los del otro antes de que Conor examinase el antiguo presupuesto. Andrew Ingram acercó la lámpara y levantó el chorro de luz, proyectando la sombra de Conor sobre la pared del fondo de la oficina. Este abrió la cubierta y estuvo mirando unos segundos la primera página. Después volvió a cerrar el legajo.
—¿Qué?
—Lo pusieron un poco caro —dijo Conor.
—¿Un poco?
—¿Qué quiere saber, Andrew?
—¿Cuán caro?
—Les roban descaradamente —respondió el ex alumno, abandonando la silla y acercándose a la ventana, cuya cortina de encaje descorrió para observar un coche que pasaba por la calle.
—¿Cuánto?
—Si los números de las páginas siguientes van a tenor de los de la primera, les sobrecargan más de un cincuenta por ciento.
—¿Quieres leer el resto?
—No —respondió Conor, moviendo la cabeza.
—Buques y Trenes funciona desde 1855. Durante cuarenta años se han encargado de los trabajos del municipio, así como de los distritos escolares de la mitad occidental del condado sin que nadie les haya disputado el terreno.
—Déjeme ver si adivino qué piensa —dijo Conor, mansamente.
—¿Cómo está tu fragua?
Conor se encogió de hombros.
—¿Puedes encargarte, o no?
Conor se apartó de la ventana.
—Esa no es la cuestión, y usted lo sabe. Más de la mitad del trabajo lo ceden a su vez a los pequeños talleres de los alrededores de Waterside. Todo el mundo puede hacerlo igual. Pero ¿vale la pena abrir esa caja de los truenos? Yo me desenvuelvo bastante bien tal como estoy ahora.
—Deja que te lo plantee de este modo: Con lo que ahorremos en ese contrato, yo puedo abrir una escuela nueva en Dunnamanagh. Hace ocho años que les consuelan con promesas. Tienen un sacerdote instruido y me ha prometido que para empezar habrá una clase con cuarenta estudiantes.
—Mire, yo estoy metido en deudas hasta las cejas con la Asociación del Bogside. No podría aceptar ese contrato sin hablar primero con Kevin O'Garvey, y ahora está en Londres.
—¡Qué oportuno!
—Tengo que alimentar a una docena de hombres y a sus familias. Usted es íntimo de lady Caroline. ¿Cómo no le pide que interceda por esa escuela nueva?
El semblante de Andrew se puso tenso. El maestro se apoyó en la mesa y señaló a Conor con una regla, como a un alumno.
—Porque la instrucción no es una limosna de los Hubble. Más todavía, ninguna escuela nueva debería ser fruto de una conspiración. Aquí todo apesta a pactos y convenios hechos a puerta cerrada.
—Por amor de Dios, Andrew, yo apenas empiezo a tenerme en pie.
—Lamento haber sacado el tema a discusión.
—No soy un cobarde, téngalo presente.
—No es preciso que me des explicaciones, Conor… Esto no es lo mismo que soñar en la insurrección en el aire puro de una cabaña de monte. Acabarás siendo un hombre importante, Conor.
—Piense en usted, Andrew. Si sigue así echarán su carrera a paseo.
Ingram se arrellanó en el sillón y encogió los hombros.
—Mi carrera es ésta, Conor. Yo sólo sé que con lo que han robado para crear una prosperidad falsa a fin de poder despedir a quien quieran y apoyarse sobre vasallos leales en Londonderry, se podría dar instrucción a todos los niños de este condado. He ahí el ulsterismo en curso, Conor Larkin. Naturalmente, yo no soy un idealista de la Liga Gaélica ni un revolucionario de cervecería irlandesa como tú. Yo soy un simple maestro de escuela.
—¡No tiene derecho a hablarme de ese modo!
—No, supongo que no. Imagino que un año de comodidades puede aguar la indignación que a uno le inspiraba la injusticia.
Conor cogió el vaso con mano brusca, apuró su contenido y clavó unos ojos inflamados en el hombre terco, zahiriente, atormentador que tenía delante. Enseguida se sirvió otra ración de whisky, echándosela al coleto con la misma presteza… Luego inclinó la cabeza, plantado en el centro de la habitación, y trató dos o tres veces de argüir; pero las palabras no acudían a sus labios. Por fin se acercó a la mesa escritorio, revolvió los folletos y cogió un lápiz del portaplumas, exclamando:
—¡Que Santa María nos ampare!
A partir del momento que presentó su presupuesto para la concesión de los trabajos, Conor organizó la vigilancia de la fragua estableciendo un turno de guardia entre los cuatro aprendices. Además, montaron un sistema de alarma sencillo pero efectivo, mediante el cual si alguien intentaba forzar las puertas o las ventanas ponía en marcha, automáticamente, un silbato de vapor cuyo sonido alcanzaba sobradamente hasta el Celtic Hall y los terrenos de juego, siempre poblados de una pequeña tropa de ociosos.
La primera vez que sonó el silbato lo hizo a altas horas de la noche, varios días después de que el Concejo Municipal de Londonderry abriera los pliegos sellados. Frank Carney había querido entrar desapercibido en la fragua, y ahora estaba fuera de tino. Restablecida la calma, Frank trepó por la escala hasta el desván que servía de vivienda a Conor.
—¿Cómo no me explicó nadie que existiera ese maldito silbato? —preguntó.
—Lo habría desconectado muy a gusto, si hubiera sabido que vendría a verme a las dos de la madrugada.
Frank iba y venía, bramando, por aquel aposento lleno de libros. El oro y el barniz no resaltaban ahora, sino que pasaban tan inadvertidos como descompuesto y airado se mostraba Carney.
—¡
Jeese
, yo te creía un muchacho listo! Bueno, ya está; has tenido que meter la pata. Me he pasado cuatro horas hablando, me he quedado morado de tanto argüir con la gente de Buques y Trenes y con los del Concejo Municipal. ¿Qué recanastos te figuraste?
—El único pecado que he cometido ha sido el de sorprender a un ladrón en el momento del robo —respondió Conor.
—¡Vamos, y me lo dices a mí, a Frank Carney! Hemos de vivir con esa gente, muchacho. Hay que anular esa tontería. Tienes que retirar tu presupuesto.
—No veo por qué.
—¡Pero, so burrote! ¿Dónde estuviste todo este año pasado? Has faltado a todas las reglas.
—Esas reglas no son las mías, y no pienso acatarlas.
—Ah, no piensas acatarlas, ¿eh?
—No, no pienso.
—Entonces, métete esto en la mollera, Conor. Tú estás en deuda con la Asociación del Bogside y no puedes presentar presupuestos como éste sin nuestra aprobación. Y del mismo modo que antes te abrimos un negocio, ahora te lo cerraremos.
—Alto ahí, Frank —replicó afablemente Conor—. Si hubiera sabido que el préstamo traía aparejadas ciertas condiciones, no lo habría aceptado jamás. Si me está diciendo que hicieron determinados tratos a mis espaldas con respecto a esta fragua, ciérrenla de una vez, hombre.
—¡Te juro que no te creo! En el Bogside, la vida entera es un enorme convenio. ¿Cómo diablos te imaginas que llevo yo la fábrica de cerveza? ¿Crees que poseo siete tabernas en la parte protestante de la ciudad gracias a mi ingenio y mi gracia irlandesa? Esas cochinas martingalas no se cuentan por ahí con todas las palabras. Es un estilo de vida, hombre de Dios, y sólo un chico listo puede abrirse paso por este berenjenal.
—A mí nunca me habían acusado de ser listo —replicó Conor.
—¡Porquerías! ¡Lo que quieres tú es ser un héroe, con aquellas conferencias de tío listo que das en la Liga Gaélica, y ahora quieres ser todavía más héroe imbécil con este presupuesto! —Carney se llevó la mano al corazón, que le brincaba desbocado, y se derrumbó en una silla, buscando aire—. Entiéndelo bien, Larkin —jadeó—, no voy a permitir que me cierren los establecimientos por culpa tuya. No voy a hundirme, después de haber escalado el pico donde me encuentro.
—¿Por qué no da unas palmaditas en la cabeza a un par de huerfanitos y no regala un par de candelabros de oro al obispo, y por qué no le cuenta a todo el mundo cuan buen católico es usted?
—¡So maldito canalla! —chilló Carney, arremetiendo contra él.
Conor desvió sin el menor daño los golpes del otro, le cogió por las solapas con la fuerza necesaria, solamente para que sus palabras penetrasen en la mente del obcecado, quien se quedó luego inerte.
—Ya no está en forma, Frank. No debe hacer esfuerzos desmesurados.
Carney dio unos pasos atrás, refunfuñando, y se apretó el estómago, que protestaba con vehemencia.
—Me han designado para enderezar este maldito lío —chilló—. Por la mañana tengo que hablar con los de Buques y Trenes, y te conviene no enojarme. O entras en cintura, o te cierro el taller.
—Tenga cuidado al bajar la escala, Frank, no se caiga. Sería una gran pérdida.
Conor Larkin se pasó la noche andando en torno a los bastiones sagrados; después se fue a recorrer The Strand, la orilla del río Foyle. Siguiendo su costumbre, se detuvo un momento en la Oficina de Aduanas, recordando el día que su asustado hermano emigró y preguntándose con mayor insistencia que nunca si no sería éste el destino final de todos. Pasado el colegio Magee, la calle se ensanchaba; era el viejo camino de regreso al hogar. El alba le sorprendió en Madam's Bank entre Luz Pnnyburn y el faro Crook, en el último recodo del río. Derry tenía un aire inmensamente pacífico, mirado desde aquí, con su ondulante extensión de tejados de pizarra coronados por los tiestos de las chimeneas.
El reloj de cuatro caras de la torre del Guildhall dejaba oír levemente las doce mientras él seguía mirando distraídamente, desde un banco, los jardines de la ciudad que bordeaban Madam's Bank.