Trinidad (96 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Era un ritual capaz de darle vértigo a uno, pero Conor y yo amábamos lo suficiente a Dary para dejar a un lado nuestra hostilidad a la religión y compartir su triunfo.

No obstante, cuando el runruneo avanzaba por la lista de los santos irlandeses, los doscientos diecisiete completos, desde Abben a Nuestra Señora de Youghal, aquella antigua sensación de náusea se adueñó nuevamente de mi estómago. Yo no había rezado las letanías desde que salí de Ballyutogue.

A mitad de camino de los santos irlandeses de Irlanda, los santos irlandeses de Escocia, los santos irlandeses de Inglaterra y los santos irlandeses de Europa me costaba de veras seguir la marcha.

Precisamente hacía pocas semanas había escrito yo un ensayo sosteniendo que si doscientos diecisiete santos actuando de semidioses no era paganismo…, ¿qué era? Nuestro pueblo cae de rodillas ante unos ídolos de mirada apagada en una adoración a los santos que condenaríamos como paganismo si la viésemos en un negro de una tribu africana.

¿No era paganismo pedirle a una estatua fecundidad en los campos y fecundidad en el útero, lluvia cuando hay sequía, y sol cuando hay exceso de humedad? ¿Y enviar muletas a santuarios llenos de imágenes, y pedirle a un santo la victoria en un deporte, o el abatimiento del enemigo, o que nos libre de verrugas, o nos haga encontrar oro, o que no se estropee la mantequilla?

¿Cuánta luz, cuánta verdad hemos apartado de nosotros mediante la obediencia ciega? ¿O acaso no habríamos podido soportar la verdad de nuestra pobreza y nuestra servidumbre? ¿Necesitábamos falsas esperanzas para aliviar el dolor de vivir?

En medio de aquel asombroso esplendor yo me interrogaba sobre aquella dominación…, aquel terrible y misterioso dominio sobre un pueblo en todo lo demás tan ilustrado. ¿Guardan la mayoría de personas en su interior una debilidad innata que hace que necesiten un misterio para continuar en marcha?

San Turnino

Ruega por nosotros

San Tutilo

Ruega por nosotros

San Craik Ultan

Ruega por nosotros

San Fosses Ultan

Ruega por nosotros

San Ursino

Ruega por nosotros

San Aosta Ursus

Ruega por nosotros

Santos Wiro y Plechelm

Rogad por nosotros

Nuestra Señora de Youghal

Ruega por nosotros

¡NUESTRA SEÑORA DE YOUGHAL!

¡Lo había conseguido!

Todos los Santos de Dios, hombres y mujeres

Rogad por nosotros

Señor, sálvanos

Señor, libértanos

De todo mal

Señor, libértanos

De todo pecado

Señor, libértanos

De muerte perdurable

Señor, libértanos

Por el misterio de tu encarnación

Señor, libértanos

Por tu muerte y resurrección

Señor, libértanos

Por la venida del Espíritu Santo

Señor, libértanos

Ten piedad de nosotros pecadores

Te lo pedimos, Señor, escucha nuestra súplica

Guía y protege a nuestra Santa Iglesia

Te lo pedimos, Señor, escucha nuestra súplica

Conserva a nuestro pueblo y a todo el clero fieles a la religión

Te lo pedimos, Señor, escucha nuestra súplica

Concede la paz y la unidad a todas las naciones

Te lo pedimos, Señor, escucha nuestra súplica

Danos fuerzas y consérvanos a tu servicio

Te lo pedimos, Señor, escucha nuestra súplica

Bendice a los elegidos

Te lo pedimos, Señor, escucha nuestra súplica

Bendice a los elegidos y hazlos santos

Te lo pedimos, Señor, escucha nuestra súplica

Bendice a los elegidos, hazlos santos y ponlos aparte para que se ocupen de los deberes sagrados

Te lo pedimos, Señor, escucha nuestra súplica

Jesús, Hijo de Dios vivo
Cristo, escúchanos

Cristo, escúchanos

Mientras la suave luz inspiradora bañaba la inmensa estancia y el momento se acercaba más y más, el obispo se sumía en largas, profundas y antiguas oraciones, luego tocaba las manos y las cabezas de los aspirantes, después se revestía de vestiduras sagradas, les daba el Santo Alimento y plantaba en ellos el beso de paz.

Fuera, en el prado, entre un chorro de alivio y de lagrimas, los fotógrafos se afanaban en su lucrativa ocupación delante de aquella magnífica torre, tomando aquella fotografía que colgaba en cincuenta mil casas y cabañas irlandesas. Una y mil y diez mil veces los allí congregados saboreaban la reverenciada palabra: «Padre.»

—Padre Dary —lloraba Erigid—, padre Dary.

4

Mi drama La noche del peregrino no fue un fracaso ni un éxito. Tenía unos cuantos momentos felices, entre ellos un soliloquio estremecedor, cerca ya de caer el telón por última vez, un discurso desde el muelle, nada menos, que nunca dejaba de humedecer todo ojo irlandés que lo viera.

Si hubo en La noche del peregrino algún mérito salvador le correspondía a Atty Fitzpatrick, que hacía el papel de la protagonista. Dicen que cuando la buena de Atty aceptó el papel mi corazón cantaba tan fuerte que se le podía oír desde Tralee.

Dublín en particular era un mundo de hombres, con sus tabernas y sus campos de deportes. Nuestras buenas muchachas católicas aprendían el catecismo, alumbraban hijos y continuaban dóciles y sumisas en cuestiones terrenales. Sin embargo, el renacimiento daba paso a cierto número de damas extraordinarias, cortadas de una tela muy distinta. Este grupo, descendiente de anglos en su mayoría, se sentía ultrajado por siglos de desgobierno británico. Y ninguna más hermosa, más etérea que Atty Fitzpatrick, una especie de Juana de Arco irlandesa. El mismo Dan Sweeney el Largo la definía como la mejor combatiente de la Hermandad, y a veces decía que era el único miembro del concejo supremo que tenía un par de pelotas.

Había venido a este mundo en calidad de hija de lord y lady Royce-Moore, familia de terratenientes del condado de Galway. Cuando Atty Royce-Moore llegó a los veinte años había vivido sus temporadas de etiqueta social y se había instruido en Londres y en el continente. Pero, además, había sentido en su propia carne el problema de los campesinos, y antes de cumplir los veintiún años había renunciado a su clase social.

La primera noticia que Irlanda había de tener de Atty se produjo cuando pasó a heredera única de los bienes de la familia. Inmediatamente fraccionó las tierras, vendiendo parcelas por cuatro cuartos a los campesinos que las trabajaban desde tiempo inmemorial. Este gesto estremeció a la nobleza campesina y a los británicos hasta sus más hondas raíces imperiales, al mismo tiempo que le conquistaba el afecto del pueblo.

Atty estaba siempre en actividad frenética. Si se producía una huelga de pagos de arriendos y rentas en Wexford o en Waterford, o si se declaraba una epidemia en el Liberties de Dublín, o si se intensificaban las evicciones en el oeste, ella encabezaba la manifestación de protesta. La habían encarcelado ya un par de veces, y solía jactarse de que antes de terminar su carrera tenía intención de haber sido huésped de la Corona en todas las cárceles de Irlanda. Y todo ello no siendo más que una simple mujer.

Bueno, no era eso exactamente. Era una esbelta, estatuaria belleza, más alta que la mayoría de hombres y proyectando una imagen sólo un poco inferior a la de la mismísima Madre Irlanda.

Su matrimonio con Desmond Fitzpatrick parecía una cosa tan natural como el brezo de las montañas. Fitzpatrick era el vástago de una antigua familia católica normanda descendiente de aquellos guerreros que en el siglo xii conquistaron Irlanda para los ingleses. Al cabo de un tiempo, los normandos se integraron tan completamente que llegaron a ser «más irlandeses que los irlandeses». Las familias antiguas, los Morris, Fitzgerald, Barry, Roche, Burke, Plunkett, Joyce, Fitzgibbon y Fitzhugh se lo pasaron mejor en todo tiempo que los
croppies
, los labradores irlandeses. Antes de integrarse, fueron los poderosos «condes de Irlanda». Cuando los católicos salieron de su Edad Media, nuestra clase media y superior no-anglo venía principalmente de procedencia normanda.

El joven Desmond Fitzpatrick fue uno de los primeros seguidores de Parnell. Era un abogado que defendía la causa de los campesinos en los tribunales con éxito asombroso. Cuando se casaron y se trasladaron a Dublín, se pusieron a trabajar por el renacimiento gaélico con fervor incesante. Atty se convirtió al catolicismo y aparte de alumbrar tres hijos continuó llevando a cabo su tarea decididamente. Marido y mujer se constituyeron en mecenas del teatro nacional, que empezaba a remontar el vuelo, y Atty hasta encontraba tiempo para colaborar como actriz, principalmente para ayudar a los dramaturgos nuevos.

Los Fitzpatrick se identificaron inmediatamente con Arthur Griffith cuando éste formó el partido político Sinn Fein y se contaron entre los primeros miembros secretos de la renaciente Hermandad Republicana Irlandesa.

Desmond Fitzpatrick cayó muerto en los Cuatro Tribunales cuando estaba defendiendo a un croppie. Tenia entonces treinta y ocho años. Yo estaba allí cuando sucedió.

Los que amábamos a Atty la vigilábamos atentamente para ayudarla a superar lo que parecía había de ser una tragedia abrumadora. Pero en lugar de dejarse abatir, Atty venció el dolor batallando más que nunca y entregándose al movimiento con devoción fanática. Desmond Fitzpatrick se había convertido en uno de nuestros primeros mártires y su viuda le veneraba apasionadamente. Sin embargo, yo me había preguntado alguna vez si el amor que los unía era muy profundo. Y llegaba a la conclusión de que el lazo más fuerte que existía entre ellos era el del republicanismo, y que la afinidad política había tenido más importancia, en aquel caso, que el hecho de ser hombre y mujer.

Toda esta introducción sirve para acabar diciendo que mi drama fue objeto de algunas sonrisitas, cuando Atty aceptó el papel varios meses después de haber quedado viuda. Yo estaba nervioso como una prostituta en el Vaticano, cuando he ahí que Conor vino a ver La noche del peregrino y me redimió expresando su aprobación con un abrazo de oso después del telón final.

Ambos subimos entre bastidores para reunimos con Atty y organizar una celebración de madrugada en la taberna del Jury's Hotel, refugio y albergue de periodistas y gente de teatro.

Nadie era desconocido para nadie. Todo él mundo conocía a Atty Fitzpatrick. Siendo como era la única mujer del concejo de la Hermandad, estaba perfectamente enterada de que Conor había sido el autor del plan para la entrada de las armas, de que era un artesano distinguido y un campeón en el deporte. Apenas presentarlos, vi que entre ambos se había establecido una corriente de mutua atracción. Conor había pasado muchísimo tiempo sin tener verdadero trato con una mujer, y se veía claramente que la que tenía delante le gustaba. Y ella hacía el tiempo suficiente que era viuda para albergar sentimientos parecidos.

Y como mi reducida presencia no hacía falta para nada, recordé de pronto que tenía que ocuparme de cierto reportaje, y les dije que me reuniría con ellos más tarde, en el Jury's.

Si Atty Fitzpatrick entraba en una habitación, su presencia no solía pasar inadvertida. Ella y Conor se sentaron en el canapé y Atty fue objeto del homenaje acostumbrado. Los dos bebieron unos sorbitos, hasta que la ausencia de Seamus O'Neill se hizo notoria.

—Me gustaría saber qué se ha hecho de él —decía Atty.

—Me parece que el muchacho es bastante benévolo para considerar que a mí me gustaría hablar contigo a solas —dijo Conor.

A la mujer le gustó esta declaración. La mayoría de hombres, o fanfarroneaban para situarse a la altura de ella, o se encogían ante su aventajada estatura.

—¿Y te gustaría? —preguntó.

—No estoy completamente seguro —respondió Conor—. He sufrido en cierto modo la misma soledad que has sufrido tú. No diré que sea tan terrible como haber perdido el marido, pero tampoco diré que no haya sido muy penosa. ¿Cuál es el momento apropiado para dejar ya una soledad tan grande? Supongo que es natural que uno se plantee esta pregunta cuando encuentra a una persona de su mismo temperamento.

Atty sopesaba las palabras, a quien las pronunciaba y la situación. Nadie sabía de verdad cuan terriblemente la había afectado la pérdida de Desmond. Algunos la llamaban la valiente Atty. Sabía que otros la consideraban insensible. Ella había estado entre hombres, en el mundo de los hombres la mayor parte de la vida. Y lo singular del caso era que había sido siempre ella la que imponía las condiciones de tal convivencia. Raras veces había habido una relación con nadie que no hubiera sabido gobernar ya desde el principio, o al menos manipular luego a su antojo. Ahora, este talludo sujeto la intrigaba, exhalaba una atmósfera de agradable novedad y parecía completamente libre de estupideces. Pero también la intimidaba un poco… o quizá más que un poco.

—Me siento solo, Atty —dijo Conor, dirigiendo las palabras al fondo de aquellos grandes ojos castaños que habían derretido a medio Dublín.

La mano de la mujer fue a posarse pausadamente sobre la suya.

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