Trinidad (92 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

—¿Adonde se fue?

—Al Paraguay. Pasé tres años antes de recobrar una semblanza de normalidad. Naturalmente, nunca dejé de estar en contacto con la Hermandad. Utilizando el Paraguay como base, empecé a viajar por cuenta de la organización, cuyo pasaporte me servía para entrar y salir de América, así como de Inglaterra.

—¡Y en todo ese tiempo jamás permitió que ninguno de nosotros supiera que usted vivía!

—Sólo el padre Pat. Es sacerdote, y podía hablarme de mis amigos y de Irlanda. Dejando que lo supieran otros, no habría causado más que dolores y angustias.

—¿Qué me dice de su esposa, amigo?

—He derramado torrentes de lágrimas por ella, puedes creerme. Pero Teresa sabía que yo era feniano desde el día que nos casamos. Siempre comprendió que había cosas más importante que nuestras dos personas. Mira, Conor, a mí se me recordaba como a un militante de la Liga Campesina, un abogado que luchaba por su pueblo. Yo era un hombre respetado, quizá hasta amado. Dejando que los otros se enterasen no habría conseguido nada, excepto el destruir esta imagen.

Conor dejó de deambular y reunió el ánimo…

—¿Por qué ha venido aquí?

—Vine a Inglaterra para traer dinero del Clan de América. Tres mil libras. Se lo entregué a Brendan Barrett para que te lo pasara a ti. Cuando los muchachos comprobaron que después de haber escapado de casa de Callaghan te portabas de un modo extraño, celebramos una reunión. Yo les convencí de que a mí me hablarías claro, siendo como somos antiguos, muy antiguos amigos.

—Le hablaré claro —aseguró Conor—. Dígale a Barrett que he terminado. Usted me conoce lo suficiente para responder de mi integridad. Confío que tiene bastante confianza en mí para creerme si le digo que nadie sabe nada de la Hermandad a través de mí.

—Fíjate, Conor, nadie te ha tomado por un confidente aunque te portases como te portabas. Todos estábamos enterados de tu afecto por esa mujer.

—Muy bien, pues, Kevin. Es una separación limpia, y ninguna de las dos partes le debe nada a la otra.

—En efecto. De modo que has terminado de veras. ¿Por ella?

—Sí, por ella.

—¿Tanto la quieres?

—Sí.

Kevin movió la cabeza tristemente.

—Con Teresa era muy distinto. Teresa era de los nuestros, era una chica católica. Sabía que yo era feniano y nunca dejaría de serlo. Ya ves, la Hermandad no podía representar jamás un obstáculo entre los dos.

—No es ella —puntualizó Conor—, sino yo quien escoge. Ella haría todo lo que yo le pidiera; pero he descubierto que hay algo que amo más que los sufrimientos de Irlanda.

—Y tienes derecho a ello, ciertamente. La Hermandad lo sentirá mucho. Los viejos militantes tenían gran opinión de ti.

—Amo a mi mujer —dijo Conor con firmeza—. La amo de una manera… que usted no entendería.

—Debes amarla, sin duda.

—¡Qué diablos, Kevin! Vea lo que ha hecho de usted el amor a Irlanda.

—Sí, en efecto. He llegado a una edad en que me paso mucho tiempo meditándolo. Lo cierto es que he incurrido en dos grandes errores en mi vida. El primero consistió en tratar de pactar con el demonio encarnado en Roger Hubble. El segundo fue de huir. Había de regresar a Derry y enfrentarme con lo que hice, aunque ello significara pasar el resto de mis días en un calabozo y perder el amor de mi pueblo. He vivido en el limbo, Conor. Y el limbo no es lugar adecuado para morada de un hombre. Es una muerte en vida mucho peor que la muerte, es un rezar por la muerte.

—El lugar donde yo voy no es el limbo —soltó Conor.

Kevin detuvo la mecedora y se levantó con gesto cansado.

—Claro —dijo—, ya sé que lo tienes calculado todo.

Conor le cogió por el brazo.

—Usted piensa que soy un miserable traidor, ¿verdad?

—¿Cómo podría pensarlo? Te llevé en brazos cuando eras un bebé. He seguido todos los pasos de tu vida. ¿El hijo de Tomas un traidor? ¡Nunca! Tú no puedes traicionarnos. No está en ti. Pero puedes traicionarte a ti mismo, y, peor todavía, puedes traicionar a esa mujer. Vais a Australia, ¿verdad?

—¿Cómo lo ha sabido?

Kevin levantó los hombros.

—Estuviste un año allí. Es el lugar de la tierra más alejado de Irlanda. Espero que estará bastante lejos. Deseo que no vuelvas a oír el nombre de Irlanda, como he tenido que oírlo yo. Recuerdos, olores, caras que pasan por tu lado, palabras… con el tiempo, esto puede llegar a destruirte. Cuando se produzca el levantamiento, deseo que no te enteres. La noticia te mataría, sin duda. Pero… ya le dije a Brendan Sean Barrett que venir a verte serviría de poco. Le dije que Conor Larkin es un hombre que piensa por su cuenta. No te apures. Pasaremos las armas allí, sea como sea. Bueno, llevo aquí más rato del que debía. Que Dios te acompañe, Conor.

El herrero se puso las manos en los bolsillos y se limitó a saludar con una inclinación de cabeza, sin mostrar deseo alguno de despedirse con manifestaciones de afecto, sino solamente de que Kevin comprendiese los motivos de la resolución que había tomado y le dejase en paz. Kevin hizo un gesto de entendimiento y echó a andar por la larga terraza. Pero en lugar de entrar en el vestíbulo bajó los escalones hacia la playa. Los pies se arrastraban por la arena como ventosas. Y le llevaban hacia el agua.

—¡Espere! —le gritaba Conor—. ¡Espere! ¡Va en dirección contraria!

Kevin no parecía oírle, y Conor pensó que además de sordo debía estar ciego. El viejo continuó por la playa, en dirección al borde del rompeolas, donde la arena se endurecía, y siguió en línea recta hacia el agua.

—¡Espere! —gritaba Conor corriendo tras él, escaleras abajo. ¡De repente quedó sujeto, incapaz de moverse! La arena le había aprisionado y lo tenía inmóvil. ¡Y allí seguía, pugnando inútilmente por libertarse mientras Kevin se iba internando en el mar!

—¡Espere! ¡Espere!

Kevin O'Garvey seguía andando sin cesar. El agua le llegaba a la cintura, luego al pecho, luego le cubrió el lustro y todo su cuerpo desapareció…

—¡Espere! ¡Espere! ¡Espere!

—¡Conor, despierta! ¡Conor! ¡Conor!

Conor levantó la cabeza de la almohada como si la tuviera de piedra. La luz del día inundaba la habitación y la cortina se movía bajo los impulsos de una suave brisa tibia. Conor tenía los dos puños cubiertos por la enrollada, atormentada sábana. Luego percibió la desesperación del cuerpo de Shelley apretado contra el suyo, mientras los dedos le daban masaje en la nuca.

—¡Conor! —gritaba Shelley.

La cabeza de Conor se desplomó de nuevo sobre la almohada, y así estuvo un rato, jadeando, esperando que el corazón dejase de galopar. Luego salió de la cama con esfuerzo, sin atreverse más que a dirigir una mirada fugitiva a los alarmados ojos de Shelley.

Sobre la mesa había dos cartas. Otra había quedado a medio escribir. La había dejado cuando Shelley se acercó a él. Entonces habían gozado del amor una vez más y se habían quedado dormidos.

Conor no dijo nada; se vistió calladamente, dio unos mordiscos al desayuno, y luego se excusó para ir a dar un paseo solitario por la playa.

Regresó al cabo de una hora y poco más con el filo de la pesadilla eliminado del organismo. Al cruzar el vestíbulo ¡tuvo un sobresalto! ¡Junto al mostrador de recepción estaban las maletas de Shelley! Subió las escaleras corriendo y abrió la puerta con furia. Shelley estaba sentada, muy tiesa, en el borde de una silla, con vestido de viaje.

—¿Qué diablos…?

—Dentro de una hora, aproximadamente, sale un tren para Liverpool —dijo ella—. Llegaré a tiempo para enlazar con el vapor de Belfast.

—Pero no debías marcharte hasta mañana. Naturalmente, si quieres volver allá pronto, todo eso que adelantamos para emprender la marcha.

El hecho de que Shelley no le respondiera le dijo todo lo que tenía que saber, y sólo entonces vio sus ojos, rodeados de un círculo encarnado. Conor quedó demasiado asustado para hablarle enseguida.

—No le des demasiada importancia —dijo por fin—, no ha sido más que un mal sueño.

—El primero de otros muchos, me temo —respondió ella.

—Shelley, escucha, cariñito. Hace un momento, ahí fuera, he meditado a fondo, y sé qué importa realmente. Lo que importa son dos personas; y todo lo demás es nada. ¿Qué has ganado al fin, si no tienes el amor de una mujer? El único remedio capaz de eliminar el aguijonazo y el dolor del mundo consiste en que se reúnan dos personas capaces de constituirse cada una de ambas en refugio de la otra.

—No podemos pasarnos la vida en un refugio —replicó ella blandamente—. Los que lo intentan se esterilizan.

—Shelley…

—Déjame terminar, un hombre debe hacer lo que debe. Y también una mujer ha de seguir el camino que tiene señalado. Lo que hay que hacer debe hacerse, por muchos sufrimientos que entrañe. Sólo así se conquista el derecho de hallar refugio en otra persona para vencer las horas negras. Porque, amor mío, cuando llegue la hora otra vez, no tienes más recurso que salir y enfrentarte con el mundo, a pesar de todos los aguijonazos y todos los sufrimientos.

—No —replicó Conor—. Yo no haré eso contigo. Al final tendrías que pronunciarte por mí y contra tu familia. Yo sería el enemigo de tu padre y tu hermano. Si te llevo a Irlanda otra vez, te marchitarás a fuerza de sufrimientos.

—Y si huimos, te marchitarás tú.

—Shelley, eso que poseemos entre los dos es una cosa nueva. Nunca creímos que pudiéramos poseerla. Ahora, el estirar el brazo, apoderarnos de ella y cortar con el pasado asusta un poco; pero entre ambos tenemos la potencia y el amor suficientes.

Shelley MacLeod permanecía inalterablemente tranquila. Aquella serenidad en el centro de un volcán multiplicaba todavía su belleza.

—¿No sabes, Larkin? Yo puedo enfrentarme con cualquier cosa menos con un sueño de irlandés. Un sueño que nos seguirá con paso tozudo no importa dónde queramos escondernos. Lo que hemos descubierto aquí se nos agriará, y a medida que tú te vayas amargando, esta maravilla se volverá contra nosotros, violentamente. ¿Cuánto tiempo podremos resistirlo, Conor? Un año, dos, tres… Más pronto o más tarde nos vencerá y habremos dilapidado la facultad de combatir. ¿Qué sucederá entonces?

—¡No quiero regresar a Belfast, Shelley! No quiero seguir dedicando mi vida a esa idiotez irlandesa. Es una cochina maldición. Shelley, ven conmigo…

—¿Para verte morir, hombre de Dios? ¿A pedazos, como tu padre? ¿Crees que te amo tan poco?

—¡Shelley, te lo suplico!

La muchacha se libró de su abrazo y retrocedió.

—¿Quién es Kevin O'Garvey? —preguntó en un grito.

Conor se quedó inmóvil, paralizado.

—¿Quién es Brendan Sean Barrett? ¡Oh, Conor, durante unos días deliciosos me engañé a mí misma, convenciéndome de que podíamos superarlo todo! Pero en todo momento, bajo la furia de la posesión carnal, notaba los hervores internos que agitaban tu ser. Oh, amor mío, te quiero tanto… casi lo bastante como para huir corriendo…

Tal como el gigante de su padre había quedado desamparado delante de él, Conor lo estaba ahora ante las fuerzas que le habían conducido hasta este momento. El dolor de aquella situación le hacía arañar el aire… sin poder contener un alarido… y demasiado afligido para llorar…

—Yo estaré en Belfast —gimió ella— y tú también. Tú harás lo que tienes que hacer. Si la situación se pone muy mal, si estás solo si estás asustado, yo correré a tu lado. Siempre correré a tu lado. Si estuviese casada, abandonaría el lecho de mi marido para correr hacia ti.

Conor retrocedió hacia el porche y se cogió al pilar, temblando, de pies a cabeza, hasta el último milímetro de su ser. Así oyó las pisadas de Shelley… luego… oyó cómo se cerraba la puerta. Conor se volvió lentamente. Shelley se había marchado.

Sexta Parte

SIXMILECROSS

1

1905?

Dudley Callaghan, el de las pompas fúnebres, estableció contacto con Conor en el barrio de Goit Side de Bradford. Los dos hombres aguardaron hasta el anochecer y entonces se fueron andando hasta el depósito de carbón de Barddock, en Pool Alley. Una anciana severa y obesa, de apretados labios, abrió la puerta de la casa contigua y los guió hasta una habitación que olía ligeramente a moho. Callaghan se recostó contra la pared, mirando con la fijeza de un ciego. Conor se sentó en una de las dos sillas de la habitación; la silla gimió bajo su peso. Aguardaron. Una hora transcurrió sin que se dijesen ni media palabra.

Un ruido en el patio les hizo levantar los ojos y entrever una figura sombría que cruzaba precipitadamente junto a los negros montones y entraba en la casa. La puerta se abrió dando paso a Brendan Sean Barrett, quien clavó la mirada en Callaghan y con un movimiento de cabeza le indicó que se marchase.

Era un hombre bajo, de cutis amarillento y enfermizo y unos ojos que debían estar siempre encarnados. Llevaba un traje de profesor atildado, aunque con diez años de antigüedad y sin casi haber visto plancha desde entonces. La edad había ajado a los dos a la vez: hombre y traje. El hombre parecía tener los nervios bastante agotados, impresión acentuada por las grandes y delatoras manchas de nicotina de los dedos de la mano derecha. Era el poeta que había dejado de soñar.

Se mostraba intencionadamente desagradable, porque tal era su carácter, el de intelectual insatisfecho que sigue teniendo en poca estima a su auditorio. Toda su persona rezumaba desdén y recelo. Sentía aversión casi por todo el mundo, hasta por los jóvenes que con el tiempo habrían de dirigir el movimiento. Se plantó delante de la mesa como si fuera el escritorio de un gobernador, sosteniendo el cigarrillo con la mano, doblada sólo lo más imprescindible.

—Callaghan comunicó que fuiste a su establecimiento de Wild Boar Road y te marchaste sin haber establecido contacto —dijo, lanzándose al ataque inmediatamente.

—Sí.

—¿Por qué?

Conor reunió el ánimo para tratar con un hombre acosador, en cuya presencia se había sentido a disgusto desde el primer momento.

—Dan Sweeney me advirtió que tuviera cuidado. Tenía la impresión de que quizá me hubieran seguido.

—¿Qué te dio esa impresión?

—Durante los dos primeros meses que trabajé en los astilleros, en Belfast, los hombres de Weed me siguieron. Ahora juego en el club de Weed. Había habido una pelea en Swansea y quedaba mucho encono. Por otra parte, no me gustaba establecer contacto con Callaghan en una habitación llena de gente. Podía haber alguien por allí que hiciera algo más que rezar por el difunto.

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