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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (44 page)

El pueblo entero…, hombres, mujeres y niños, bajaba a la costa y se albergaba, muy primitivamente, en un pueblo de pescadores abandonado.

Daddo Friel nos explicaba que antes del hambre los que se dedicaban a recoger algas marinas trabajaban desnudos, lo cuál resultaba cómodo y práctico. Pero a nuestros buenos sacerdotes les dio por bendecir esta manera de ganarse la vida, y, naturalmente, nosotros tuvimos que salvar nuestra moral, de manera que lo único que todavía llevábamos desnudo eran los pies.

Al hacernos mayores, a Conor y a mí se nos permitió utilizar cuchillos, guadañas y especialmente escardaderas afiladas. En la costa se elevaban pilas de enrolladas sogas. Cuando venía la marea baja nos metíamos en las barquitas de mimbre y salíamos a los campos de algas, y cada dos barquitas arrastraban una balsa.

Del mismo modo que habían trabajado los campos codo a codo toda la vida, Tomas y Fergus trabajaban en barquitas emparejadas, cortando algas y apilándolas en la almadía. Colm ayudaba a papá, y Liam, Conor y yo íbamos al lado de Tom y entre los tres hacíamos el trabajo de un hombre. Pronto las balsas iban y venían de la playa. Luego atábamos las pilas de algas y las arrastrábamos a mano por la blanda arena hasta terreno más firme, donde las ruedas de los carros no se hundieran bajo el peso. Allí se cargaban carros y serones de burro, y se transportaba la hierba marina hasta una larga pared de piedra donde se sacudía y se extendía para que se secase. Antes de ponerse enfermo, Kilty había sido el encargado de esta parte del proceso, Kilty y los demás ancianos del pueblo revolvían las algas puestas a secar, recogiendo millares de coquinas y mejillones, y clasificaban las algas según sus variedades y aprovechamientos.

Mientras, mamá y Finola y Brigid se metían en agua hasta la cintura para recoger algas arrojadas allí por las tormentas, las desenredaban y las sacaban a grandes brazadas.

Si la marea baja ocurría durante la noche, la gente trabajaba a la luz de las linternas. Terminada la recolección en las cercanías de la playa, nuestros padres y nosotros entrábamos más adentro, formando parte de un equipo de dieciséis barquitos, cortábamos todo un lecho de algas y lo arrastrábamos hacia la orilla como a una ballena henchida de agua.

Parte de los derechos conquistados por Kevin incluían la pesca de mariscos. Toda la noche, cuadrillas de chicos y chicas hurgábamos en busca de almejas, veneras y ostras, y arrancábamos mejillones de las rocas. Esto era lo que nos gustaba más a Conor y a mí, porque podíamos elegir a nuestras chicas con semanas de anticipación. Un año vino con nosotros Alanna, la primera chica que he besado en mi vida, y Lissy… y con ésta hicimos más que besarnos. Estaba también Brendt O'Malley, que casi lo hacía todo, de manera que llegué a compartirla con Conor. El padre Lynch y el padre Cluny trataban de vigilar la búsqueda de almejas, pero nosotros habíamos elaborado métodos perfectos para engañarlos y orientarlos hacia pistas falsas. Tal como ellos nos vigilaban a nosotros, nosotros los vigilábamos a ellos, y habíamos perfeccionado hasta tal punto la imitación del canto de los pájaros que nadie nos habría distinguido de un petirrojo de verdad. La busca de mariscos eran lo mejor del trabajo en el mar, pero luego las confesiones se prolongaban semanas y semanas.

La clasificación de las algas significaba una tarea larga y enojosa. Una parte de ellas la utilizábamos para alimento de los animales, otra parte para sacar yodo, y otra para fertilizante. Había algas comestibles que mi madre mezclaba con las patatas, y otras de las que se podía hacer una gelatina con la que espesar leche y mantequilla.

A lo largo de la costa humeaban fuegos de petróleo para quemar algas y hervirlas para hacer jabón y almidón, y todavía otra especie se ponía en agua para conservar los mariscos de concha. Las conchas las triturábamos y convertíamos en lechada. Unas semanas después de la campaña en el mar, nuestras casitas deslumbraban con sus nuevos enjalbegados.

Lo mejor, aunque no tanto como buscar almejas con las chicas, era poder comer luego a dos carrillos. Los que habían sobrevivido al hambre todavía conservaban en la boca el amargo sabor de las algas y las coquinas, de ahí que despreciar los alimentos de aquella época se hubiera convertido en costumbre que perduraría a lo largo de nuestras vidas. Pero durante los meses tristes, tener o no tener algas y mariscos marcaba la diferencia entre tener el estómago lleno o tenerlo vacío. Además, como yo no había vivido la época del hambre, a mí no me habría sabido mal que el olor que venía de las grandes ollas donde hervíamos las coquinas hubiese llenado mi nariz incluso en mi lecho de muerte.

Las algas eran viscosas, y el agua, sucia, y el hedor que despedían aquéllas cuando las quemaban, tan malo como el del lino al consumirse en los estanques. Era el trabajo más rudo de todos los que hacía un arrendatario irlandés; sin embargo, al recordar las noches bajo las linternas con las muchachas en la arena, debo declarar que aquello fue también nuestro primer paso por el mundo del amor entre hombres y mujeres.

¡Ah, cuántas cosas hacíamos juntos en Ballyutogue! Rezábamos juntos, y juntos trabajábamos los campos. La alegría de los nacimientos, las lágrimas de emoción en las bodas y los llantos de dolor a la hora de la muerte, todo era cosa comunal. Pero en toda mi vida no he vuelto a encontrar nada más entrañable que la cosecha de las algas.

Muchas de estas cosas se las escribí a mi hermano Ed. Sé que las había vivido de muchacho, aquí, pero como hacía tanto tiempo que estaba en América, era posible que las hubiera olvidado y le gustase recordarlas.

7

Mi hermano Ed respondió que se había sentido muy dichoso al recibir mi carta y le enorgullecía que me instruyese. Decía que la instrucción importaba mucho, sobre todo si tenía la idea de emigrar. Me pedía que siguiese escribiéndole, y en el último párrafo prometía enviarme libros de América. Bueno, eso era como poner vasos de whisky delante del borracho del pueblo, porque entre nosotros los libros escaseaban tanto como el sol en invierno.

Conor y yo discutimos el asunto acaloradamente, porque recibir la clase de libros que ansiábamos no sería demasiado fácil. Apenas llegaba un paquete de América, todo el pueblo lo sabía. Y el padre Lynch no tardaba más de diez minutos en ir a meter las narices. En mi caso querría ver los libros, se los llevaría, los quemaría, y el domingo siguiente haría un sermón sobre las penas del infierno.

En consecuencia, Conor y yo ideamos un plan temerario. A Conor no le gustaba demasiado la idea, pero decidió darme gusto y aceptarla, porque el cebo de unos libros le tentaba en exceso.

Él visitaba a Ingram regularmente cada quince días y había leído ya a varios escritores irlandeses de los primeros tiempos, como Edmund Burke sobre la Revolución francesa, Oliver Goldsmith y Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. La verdad es que Conor casi le ganaba a cualquiera en eso de leer, salvo a Ingram.

Fuimos a la escuela a una hora que sabíamos que Ingram estaría solo en ella, y, en efecto, allí estaba, en su despacho, corrigiendo papeles. Al vernos, sonrió y dijo:

—Hola, muchachos. ¿A qué debo la visita?

—A un asunto de gran importancia, señor —respondí, entregándole la carta de Ed—. Es el referente al último párrafo.

—Bien, bien…, libros de América. Muy interesante. Entrarás en la opulencia, Seamus.

—Sí, pero necesitamos la colaboración de usted para que nos indique qué debería enviarnos —dije.

—Con mucho gusto.

—Sin embargo, se nos presenta un pequeño problema —continué—. Si recibo un paquete de América, el padre Lynch estará llamando a la puerta apenas llegue.

—Casi no nos permiten leer nada —lamentóse Conor.

—Comprendo. Bueno, pues conviene que pensemos la manera de salvar el escollo —dijo Ingram, sonriendo—, a menos que vosotros hayáis encontrado ya alguna solución.

Ambos cambiamos un par de veces de postura, rascándonos las cabezas con cara muy seria y tratando de poner en juego nuestras mejores dotes de embustero.

—No sabría imaginar cómo hacerlo —dije yo.

—Bien, bien…, veamos. ¿Qué os parece si Ed me enviase los libros a mí?

Conor y yo acogimos la sugerencia con una ancha sonrisa.

—¡Oh, es una gran idea! ¿Cómo no se me ocurrió? —exclamé—. Pero no quisiéramos que se buscase un contratiempo —añadí apresuradamente.

—¿Qué clase de contratiempo podría buscarme? —inquirió él.

—Si algún día se entera, el padre Lynch se pondrá furioso —dijo Conor.

—Según parece, me he ganado las antipatías de todos los ministros protestantes del distrito. Tanto da que me gane las de los otros —comentó él.

Conor ya se había mostrado raro por el camino, yendo a la escuela; tuve ya entonces la sensación de que lo echaría todo a perder.

—No, no podemos aceptarlo —estaba diciendo ahora—. Si el padre Lynch lo descubre, no permitirá que ningún otro niño vuelva a la escuela, y no podemos hacernos responsables de una cosa así.

—Tengo que mostrarme en desacuerdo contigo, Conor —respondió Ingram—. Sí lo hace, la responsabilidad pesará sobre él, no sobre vosotros.

—No, estaría mal —insistió Conor.

—Lo único que está mal es someterse a la tiranía. Tú tienes derecho a informarte de todo lo que se te antoje.

—No lo tengo.

—Lo tienes. Naciste con ese derecho; no renuncies a él ahora tan fácilmente.

—Queda otro problema —añadió Conor—. Sí los de Orange se enteran, le echarán a usted de aquí.

—Parece que se me plantean un sinfín de problemas —respondió Andrew Ingram—. Afortunadamente, esos hombres no tienen la menor idea de lo que hay detrás de las cubiertas de un libro. Imagino que vosotros queréis libros que hablen de Irlanda.

Conor y yo nos miramos.

—La verdad es que… —dije, con una voz que se me salía de camino.

El maestro se arrellanó un poco en el sillón, sonriendo.

—¿No estaríais pensando, quizá, muchachos, en un poco de literatura insurreccional?

—Oh, no, señor; de ningún modo, señor; no, no, señor —contesté.

—Eso es exactamente lo que queremos —rectificó Conor.

—Hecho —respondió Ingram.

Creo que debimos quedarnos allí, boquiabiertos de asombro. Ingram reanudó la tarea de corregir papeles; luego levantó la vista para mirarnos.

—¿Queríais algo más? —preguntó.

Nosotros negamos con la cabeza.

—Entonces, tened la bondad de entornar la puerta, al salir.

Entrando en horrenda conspiración con nosotros, Ingram escribió personalmente a Ed, y a finales de primavera llegaron de América cuatro libros como cuatro tesoros. Entre ellos figuraba la autobiografía de Theobald Wolfe Tone, y también
La salida de la luna
, volumen de canciones y lecturas revolucionarias.

Tomas había sufrido una racha de mala suerte con las cosechas y varias crías de lechones. La situación monetaria de la familia se había puesto tan mal que el salario que cobraba Conor en la herrería resultaba una ayuda importantísima. A pesar de lo cual, la inquietud de Tomas viendo al hijo apartarse más y más de las tierras y el hogar crecía por momentos. En la actualidad, Liam hacía casi todas las tareas, de modo que Conor, entre la herrería y las horas que se pasaba con la nariz entre las páginas de un libro, quemándose los ojos a la luz de una vela, entraba en casa como un forastero, casi. Lo tradicional era que en verano el hijo menor (Liam en este caso) subiese a las montañas a guardar el ganado, mientras el mayor trabajaba al lado del padre. Ahí se iba concitando un problema. Yo estaba presente la noche que Tomas llegó a una decisión.

—Liam se quedará en casa, conmigo —anunció bruscamente—. Tú, Conor, te irás a la cabaña del monte con el ganado.

Conor se quedó de piedra.

—Pero ¿por qué?

—Porque por aquí has demostrado no ser bueno para nada. Menos que nada.

—Pero, papá, ¿y mi trabajo en la herrería?

—He hablado con Lambe. Te aceptará de nuevo como temporero, siempre que bajes de los pastos recordando que antes que nada eres un labrador. De lo contrario, despídete de una vez y para siempre de ser herrero.

Ah, sí, Tomas se había puesto duro como no le había visto yo nunca. Era evidente que a Conor le enviaban al purgatorio, en castigo de sus culpas. No cabía la menor duda, las palabras de su padre no admitían réplica. Conor se había quedado inmóvil, pálido, con el mundo que se había creado hecho añicos a su alrededor, y por añadidura, con la amenaza de perder el empleo, Tomas había calculado que esta amenaza le amedrentaría lo suficiente para mantenerlo por el buen camino.

—¿Queda bien claro, Conor?

—Sí —respondió mi amigo, apartándose de la mesa y abandonando la casita.

Yo le alcancé camino abajo, le cogí y le obligué a mirarme.

—¡Suéltame! —gritó.

—¿No lo ves? —repliqué, gritando a mi vez.

—Lo veo perfectamente. Veo qué se propone.

—Oh, Dios mío, Conor, a veces pienso que eres tan estúpido como un orangista. Oye, amigo, aquí nos tienes a los dos con cuatro libros nuevos, más los que vayamos cogiendo de la biblioteca de Ingram, y con todo un verano solos en la cabaña del monte. ¡Podremos leer hasta que nos venga en gana, sin nadie que nos estorbe, y sin tener que escondernos por ahí!

—¡Oh,
Jaysus
, peque, no se me había ocurrido! —Y me echó los brazos al cuello, estrechándome con tal fuerza que poco faltó para que me hiciera rodar la cabeza por el suelo—. ¡Por la mañana iremos a ver a Ingram y escogeremos los otros libros que queramos!

Cuando cargábamos el carrito del borrico con las provisiones, fingiéndonos apenados y cuidando de que los libros estuvieran bien escondidos, porque Tomas nos acompañaría hasta la cabaña del monte, éramos los dos muchachos más felices de Inishowen.

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