—Oh, no,
Jaysus
, no —contesté, retrocediendo—. La última vez que entramos en un templo protestante por poco nos matan.
—Vamos, peque —me dijo, subiendo los escalones de puntillas.
Después de asegurarme de que disponíamos de vías de escape y de que podríamos huir sin obstáculos, le seguí hasta el ventanal de la fachada y nos pusimos a mirar, como dos cabras sacando el hocico por encima de un seto. El cuadro que vi me dejó boquiabierto. A uno y otro lado del altar había pilas de hogazas de pan y espuertas de maíz. Había también nabos, y coles, y calabazas enormes, y zanahorias y chirivías y cebollas (todo ello bien frotado y brillante), y cestas de nueces formando caprichosos dibujos. Había manzanas, grandes y jugosas, y tomates y bayas, y toda clase de frutos que nosotros veíamos y comíamos muy raras veces. Distribuidos delante del altar había un cerdo relleno, corderos y pavos artísticamente adornados para un banquete. El predicador tenía los brazos abiertos y ensalzaba a Dios por la generosa cosecha. Y los fieles volvieron a expresar con himnos el gozo que les embargaba.
—Marchémonos —dijo bruscamente Conor.
Con las manos hundidas en los bolsillos se dirigió hacia el camino, guardando silencio; lo cuál indicaba que, o estaba meditando profundamente, o se sentía muy ofendido, o ambas cosas a la vez.
—Quizá su Dios sea mejor que el nuestro —aventuré.
—¡Ca, demonios! Las tierras que nos robaron son mejores.
Yo andaba cosa de medio paso rezagado, hasta que llegamos a la escuela. Conor se detuvo. Los ojos se le humedecieron y los músculos del rostro le temblaban de la fuerza con que apretaba los dientes.
—Pienso que sería mejor que te desahogaras —le dije.
—No tengo que desahogar nada.
—Te rezuma por todo el cuerpo, Conor, y no quiero pasar el día contigo si has de estar furioso todo el rato.
—Eh, vete al infierno.
—Oye, Conor, sé un acceso secreto para entrar en la escuela —le dije. Lo cierto es que no era tan secreto, porque Ingram nunca cerraba con llave la puerta trasera. Conor me seguía titubeando, mientras sus ojos hambrientos se paseaban por las mesas y la pizarra, toda llena de problemas aritméticos.
—Aquí me siento yo —le expliqué— y a mi lado se sienta aquella niña que te decía, la que me trae manzanas y pastelillos de miel y otras cosas para comer.
Conor pasó la mano por encima de la mesa, luego se deslizó en el asiento, se puso muy erguido y cruzó los brazos como si Ingram fuese a llamarle.
—Hola, amigos.
Conor se puso en pie de un salto, alarmado, mientras Ingram salía de su despachito lateral.
—Ah, buenos días, señor Ingram —saludé—. Pasábamos por aquí ahora mismo y este amigo mío, el mejor que tengo, Conor Larkin, quería ver mi mesa.
—Hola, Conor. Soy Andrew Ingram.
Conor le estrechó la mano con recelo. Ingram no tenía necesidad de preguntarle por qué no venía a la escuela. Había visitado ya a todos los curas del distrito para encarecerles que insistiesen cerca de sus feligreses a fin de que éstos enviasen más niños a la escuela; pero había tenido muy poco éxito.
—Conor sabe leer y escribir —dije con orgullo.
—Me alegra la noticia —respondió Ingram.
—Seamus me ha enseñado.
—Comprendo. Bueno, tienes un gran maestro. Seamus es uno de mis alumnos más distinguidos. Pronto ocupará mi puesto.
—No piense en eso, señor Ingram —dije yo—. Sólo enseño a Conor porque es mi mejor amigo.
—Y me gusta mucho que lo hagas, Seamus. Una de las mejores cosas que le pueden ocurrir a un maestro es que produzca misioneros continuadores de su obra. ¿Hay alguna posibilidad de que vengas a la escuela, Conor?
—Estoy demasiado ocupado, me temo. Mire usted, soy el aprendiz del señor Lambe, y además, trabajo para mi padre. Por si fuera poco, a mi padre no le gusta la escuela… —Intenté darle un codazo para que se callara, pero él continuó—, dice que aquí no enseñan nada verdaderamente irlandés.
—Comprendo —respondió Ingram, sin demostrar irritación alguna.
Aunque Conor se esforzaba por aparentar una estatura mayor de la que le correspondía, no podía menos que volver los ojos hacia los estantes de libros, que cubrían, desde el suelo hasta el techo, toda una pared de la sala. La mirada con que contemplaba aquellos libros desmentía la comedia arrogante que estaba representando, porque el deseo se le pintaba en el rostro sin poder remediarlo.
—¿Crees que podría prestarte un libro, Conor?
—¿Cuál?
—Pues, veamos. Quizá podamos encontrar alguna cosa irlandesa hasta en los mismos dominios de la reina. Aquí tienes uno: Tradición bárdica del período medio irlandés.
—¿De qué trata?
—Oh, perdona; te creía enterado de todo lo referente a Irlanda. Este libro habla de los poetas cortesanos irlandeses durante la Edad Media. Yo creo que antes de hincar el diente en los auténticos revolucionarios de sangre roja, hay que adquirir unos conocimientos básicos de historia irlandesa primitiva. Es una auténtica historia, ya sabes. ¿Crees que te gustaría leerlo…? No es demasiado difícil.
—Puede que esté muy bien —dijo Conor, aceptando el libro, desconfiado—. Tenga por seguro que se lo devolveré.
—No hay prisa. La puerta está siempre abierta. Cuando lo devuelvas, coge otro. Basta con que dejes una notita sobre mi mesa.
¡La puerta se había abierto, ciertamente! Conor recorría con la mirada las filas de volúmenes, desde el techo hasta el suelo, aunque no sabía descifrar la mitad de los títulos. Y seguía mirando como en un sueño, forzada irresistiblemente su mano a tocar los lomos de los libros.
—Si puedes tomarte el tiempo —dijo Ingram—, una hora semanal, digamos, podrías pasarte por aquí después de las horas de clase y charlaríamos un poco sobre lo que leyeras. A veces, cuando uno lee solo, el texto le resulta complicado y confuso, y no le iría mal una pequeña explicación.
—Puede que venga.
—De este modo conoceré si Seamus continúa dándote lecciones, o quizá hasta yo pueda señalarte un poco de trabajo.
Conor fue hacia la puerta, pero no se avenía a marcharse de aquel modo. Retrocedió hasta Ingram e hizo un esfuerzo por decir algo; pero estaba demasiado emocionado por el regalo que le habían hecho.
—Quiero darle las gracias de todo corazón —dijo por fin. Giró sobre sus talones y salió corriendo.
Conor Larkin había tenido siempre manos de mago. Desde que me alcanzaba el recuerdo, hacía juguetes de paja para los niños del pueblo y trajes de paja para bodas y fiestas, y excelentes esculturas de madera, y cruces de santa Brígida para alejar a los malos espíritus, y otros talismanes para conservar el hogar y el establo a salvo de incendios, duendes y otras calamidades. Hacía cuerdas y redes de pesca con pelos de colas de caballo, y jaulas para mariposas y era casi tan hábil como Tomas en reparar muebles y remendar aperos de labranza.
Todo este talento cobró vida en la herrería de Lambe. Conor no sólo forjaba vertederas de arado, azadas, goznes y herraba los caballos, sino que pronto dominó las artes del carretero y se entretuvo con trabajos artísticos que tenían perplejo a Lambe. Los mangos de los utensilios para el hogar tomaban hermosas formas ondeadas, y sus trébedes no tenían rival, ni siquiera en Derry. Todo lo que hacía Conor traía un sello especial, y podía considerarse dichoso quien recibiera, en su cumpleaños, el regalo de unos utensilios o unos candelabros forjados por él.
Conor no se plantaba ante el yunque y ¡dale que te pego!, como Lambe. Él se movía a su alrededor a la manera de los maestros de baile de Inishowen, en vuelo, y estiraba el metal y lo doblaba como un artista ante una tela o un poeta hablando al pájaro azul. Le correspondía a Josiah Lambe la gloria imperecedera de estimular siempre a Conor, aunque el discípulo igualara ya al maestro.
Mientras le veía florecer en la herrería, empecé a darme cuenta de que Conor no quería entrar en la finca de los Larkin. Nunca sería capaz de decirlo abierta y claramente, por no herir a su padre. Lo que hacía en cambio era irse apartando de la familia, a medida que adquiría habilidad en el oficio, y todos los ratos libres que tenía los dedicaba al estudio.
Por otra parte, Liam estaba siempre al lado de Tomas en los campos, arrancando turba en la turbera, arando, cavando las tablas para las patatas. Liam Larkin tenía la tierra en el alma, pero Tomas era incapaz de verlo, por lo mucho que amaba a Conor.
Lo que causaba más pena era que Conor y Tomas se amaban entrañablemente como nunca, pero apenas se dirigían la palabra. Eran dos personalidades vigorosas hiriéndose deliberadamente la una a la otra con aquel terco silencio y acercándose al punto desde el que ya no se puede volver atrás.
Ingram pidió que todos los que tuvieran algún pariente que hubiera emigrado de Irlanda levantaran la mano. Todos los de la clase la levantamos. Generalmente, los parientes estaban en América. Nosotros, los seis chiquillos católicos, teníamos familiares que vivían en grandes ciudades, como Boston y Baltimore. En su mayor parte, los protestantes habían emigrado ya años antes y estaban repartidos por todos los Estados Unidos, y hasta había muchos en el Canadá. Como ejercicio más importante del curso, Ingram nos hizo escribir una larga y detallada carta, o una narración, a nuestros parientes, dándoles noticias nuestras.
No recuerdo a mi hermano, Eamon, que se marchó cuando yo todavía no tenía edad para conocerle. En la única fotografía que teníamos, estaba con un grupo de bomberos, en el parque, y apenas podíamos distinguirle. No teníamos noticias suyas con frecuencia, quizá una vez al año. Recuerdo muy particularmente la carta en que nos comunicaba que se cambiaba el nombre de Eamon, adoptando la versión americana de Ed. Naturalmente, por Navidad siempre recibíamos un gran paquete, y cuando el abuelo murió, Ed envió dinero para una hermosa piedra sepulcral, según era costumbre. Pasando por el cementerio de San Columbano, uno habría podido deducir quiénes tenían familiares en América.
Recuerdo que estaba sentado junto a la lumbre, pensando cómo empezaría la carta, y mirando a mi madre. Entonces me di cuenta por primera vez de lo vieja que se estaba haciendo. La veía trabajar, así, un poco encorvadita, porque ya nunca andaba verdaderamente erguida. Atizaba el fuego constantemente para mantenerlo bien vivo y apaciguar a los duendes, porque se dice que cuando el fuego se apaga, la casa no tardará en derrumbarse. Durante el hambre, los vecinos solían atizar el fuego de las casas de los que habían emigrado, para que las encontraran calientes cuando terminase su exilio y volvieran a Irlanda. Por supuesto, nunca regresaron, y las lumbres se apagaron, y las casas se fueron derrumbando. Así empecé yo la carta.
Todas las mujeres de Ballyutogue envejecían prematuramente. Las interminables tareas de la casa y los campos y el establo las tenían trabajando como esclavas de la mañana a la noche. Eran las conservadoras de las tradiciones, trayendo al mundo vidas nuevas, y en el caso de mi mamá, ayudando a nacer a centenares de niños. Cuando le pregunté a cuántos alumbramientos había asistido, me sonrió con aquella sonrisa semidesdentada y respondió:
—En verdad que no sé contar números tan altos. Cuando empecé, hubiera tenido que ir a la escuela, como vas tú, y entonces lo sobria.
También había pequeños de cuatro patas, los animalitos nacidos en el establo. Y se hacía pasar a las vacas por delante de la lumbre porque esto traía suerte, y se colgaban las cruces de santa Brígida y ramitas de serval de cazador para que alejasen a los malos espíritus, y uno se aseguraba de que en el mango de la guadaña hubiera un grillo, y mezclaba cenizas con la simiente nueva para que le dieran buena suerte. Acaso no supieran leer y escribir, ni contar números tan altos, pero sin duda habían de saber muchísimas cosas las mujeres como mi madre, sólo para estar bien enteradas de las antiguas creencias y fabricar vidas nuevas, y tener en marcha a las antiguas.
Cuando llegaba la noche y los hombres bebían su jarrito de whisky en la taberna de las viudas o jugaban al glink, las mujeres se reunían en una casita y se sentaban alrededor de la lumbre, con una sola vela encendida, o una sola linterna, y hacían sus filigranas de encaje en las telas de la fábrica de Su Señoría. Tenían los ojos continuamente enrojecidos por el esfuerzo, pero los escasos peniques ganados así hacían muchísima falta.
Con las horas que trabajaban y la gestación de un hijo por año, no hay que maravillarse de que las canas vinieran pronto y los dientes cayeran y el encorvamiento del cansancio se iniciara mucho antes de lo que hubiera correspondido. Pocos placeres hallaban en la vida, aquellas mujeres. Hasta el gozo que pudieran sentir al verse unas mozas gallardas y cortejadas y el del momento del matrimonio pasaban demasiado pronto.
El único camino que les quedaba era el de sumirse en los cuentos de hadas de su fe; sólo así podían seguir bregando; porque esa fe contenía la promesa de un más allá y de un largo descanso y del fin de todo sufrimiento. Con gran frecuencia, muchas de las que no sabían sumergirse en la devoción de Jesús y María seguían el camino de la demencia.
Entrada la última cosecha y pagadas las rentas, quedaba un tiempo desocupado, porque nuestros campos eran excesivamente pobres para trabajarlos en los meses invernales. Entonces nos convenía que produjesen hierba para alimentar vacas y ovejas. El invierno era la época en que se encargaban los bebés, que se cosechaban en el otoño siguiente, con las patatas.
En el transcurso de aquellos largos y tempestuosos días y noches invernales, solía producirse algún pequeño interregno; acaso la agitación y el revuelo de una boda, que estaban a la par de los que traía un velatorio. La novia era objeto de un simulacro de secuestro por parte del novio, que aparecía gallardamente montado a caballo y se la llevaba, y había de soportar que se sumaran al jolgorio los «muchachos de paja» disfrazados de marineros de un barco naufragado a los que las olas habían arrojado a la playa. Pero la canción de la boda iba bajando de volumen con la pronta llegada del primer niño y se quedaba en nada, excepto una monotonía eterna, con la llegada del segundo, y el tercero, y el cuarto. Pero seguían viniendo, porque dejar de alumbrar hijos significaba renunciar al sueño de una vida ultraterrena en compañía de Jesús y María.