Trinidad (40 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

—¿Y cómo está el pequeño Dary? —preguntó el padre Lynch, interesándose por el bebé.

—No verá otro como él ni en cien años —se vanaglorió ella. Era su tema favorito—. Dary será pequeño y más delicado que los otros, pero estará sano; yo me encargaré de ello. Nunca dejaré de agradecerle a la Santa Madre que le salvase la vida.

El padre Lynch aceptó la gratitud, en representación de la Virgen.

—¿Y tú, Finola? ¿Qué problema urgente te trae?

Ella estrujaba el excelente pañuelo de lino con mano nerviosa, luchando por conservar la compostura.

—Tengo un gran peso sobre la conciencia, padre. Lo que voy a decirle ahora hubiera debido confesarlo muchas veces en el transcurso de los años.

El padre Lynch se puso muy serio y reunió su valor.

—Padre —dijo Finola, bajando los ojos y con la voz debilitada por la vergüenza—. Hace casi veinte años que soy la esposa de Tomas Larkin y durante todo este tiempo he pecado. —Se revolvió; luego soltó de pronto—: He gozado siempre de los placeres de la carne.

El sacerdote se puso en pie, disparado, enlazó las manos detrás de la espalda y levantó el rostro hacia el cielo.

—Comprendo —suspiró—. ¿Tendrías la bondad de puntualizar mejor lo que has dicho?

—He gozado siempre con el acto sexual —murmuró ella.

—Eso es perfectamente antinatural, ya sabes.

—Lo sé.

—¿Qué es, exactamente, lo que encuentras deleitoso?

—Todo —gimoteó ella.

El padre Lynch acercó la silla y casi arrimó la cara a la de la penitente.

—Lo que me has dicho es muy grave. Si debo aconsejarte debidamente debes confesarte ahora, sin esperar más. ¿Estás dispuesta?

—Sí… Estoy dispuesta.

—Mírame, Finola —ella le miró por el rabillo del ojo y se puso encarnada por la culpa—. Hemos de examinar esta cuestión, punto por punto —ordenó el cura.

Era una experiencia degradante, pero si las puertas del cielo habían de abrirse algún día para ella, debía soportarla. Finola fue enumerando uno por uno los placeres saboreados, levantando toda una montaña de desenfreno y pecados mortales como no los había escuchado él en los treinta y cinco años que llevaba de representante de Dios. ¡Vaya, si aquella mujer le encontraba gusto a todo! Desnudez, pellizcos, palmadas, mordiscos, lamidas, besos, frotes, ¡hasta en los mismísimos órganos reprensibles! Al parecer, no había nada que la pareja no ensayara, ¡incluso el catarse el uno al otro! Cuando Finola hubo vaciado el saco, se puso a sollozar. El padre Lynch se había vuelto de color ceniza.

—¡Todos esos son actos antinaturales perpetrados bajo la influencia de Satán!

Ella gemía, él andaba de un lado para otro.

—Yo comprendía que allí había algo malo, padre, pero siempre que nuestro propósito fuera hacer niños y no pudiera evitar el sentir placer en ello, pensaba que lo que sentía no era un auténtico gozo físico, sino una especie de experiencia santa ante la posibilidad de quedar embarazada.

—Es una maldición —aseguró el cura—. Conozco a otras mujeres que han experimentado esas mismas sensaciones carnales, pero no hacían cosas tan obscenas como las que me has contado tú.

—¡Oh, padre! ¿Cuál es la causa?

—Dios, que nos está recordando continuamente el pecado original en forma de una mujer —respondió el cura—. Lo auténticamente grave del caso es que no te confesaras antes. ¿Has rezado, al menos, pidiendo que esas sensaciones desaparecieran?

—Con muchísima sinceridad, no. Pretendía no saber qué eran.

El hombre movió la cabeza repetidamente.

—Al menos te queda la fe suficiente para buscar una expiación.

—La expiación es sólo una parte del problema —respondió ella—. La cuenta ya nos la pasaron con el nacimiento del pequeño Dary. Como sabe, fueron momentos muy difíciles. El doctor Cruikshank advirtió a Tomas y luego a mí misma que tener más hijos sería fatal para mí.

¡Maldito Cruikshank!, pensó el cura. Siempre entorpeciendo la obra de Dios y contándoles aquellas porquerías a las mujeres. Sin embargo, y a pesar de su gran poder, el padre Lynch era demasiado cuerdo para desafiar al médico. Si aconsejaba que desobedeciesen al médico y la mujer moría, habría repercusiones terribles.

—Sé que eso significa violar un deber sagrado —dijo Finola—, y estoy perfectamente dispuesta a correr los riesgos que entrañe el no violarlo; pero mi marido toma muy en serio al médico. Oh, padre, el corazón me dice que Dios nos castiga por lo que hizo Tomas cuando murió Kilty…

—¿Cuál es el problema, pues? —inquirió el sacerdote.

—Ahora que estoy completamente restablecida, y aunque tememos mucho tener otro hijo, mi esposo y yo deseamos ardientemente volver a ser, en la cama, marido y mujer.

El cura se sintió ultrajado. Después de todo lo que Finola le había contado, todavía quería seguir acumulando pecado sobre pecado. Al mismo ritmo que su cólera, crecía su determinación de exorcizarla para expulsar al demonio que se había apoderado de su alma.

—Has pecado más que de sobra intentando estafar a Dios al experimentar placeres de la carne y has acentuado más ese pecado al seguir experimentando sensaciones carnales un año sí y el otro también sin confesarte. Es sobradamente malo que abandones tus deberes con Dios y dejes de tener hijos por consejo de un protestante…, ¡pero no puede haber pecado mortal más grave que el de correr anhelosamente tras el sexo por el sexo mismo!

—¿Qué debo hacer, padre? Ahora Tomas y yo nos portamos como si fuésemos dos extraños.

—Dime la verdad. ¿Seguís compartiendo la misma cama?

—Eso es lo terrible del caso, la compartimos —confesó ella, llorando—. ¡Ah, estar tendidos allí, sin tocarnos, sabiendo que ya no volveremos a tener relaciones sexuales! El se queda en la taberna de las viudas toda la noche, y cuando vuelve a casa por fin, cae, simplemente, sobre la cama, borracho. Por las mañanas ya no nos dirigimos la palabra apenas —Finola hizo crujir los dientes, tratando de sacar fuera unas palabras más; pero se le atascaron. Sabía que durante el mes, una mujer tenía unos días libres de riesgo aunque cohabitara con su marido, y quería pedir permiso al cura para aprovecharlos; pero ya había quedado sobradamente claro que jamás se lo daría, porque estaba disgustado con ella—. Oh, padre, ¡ayúdeme! —suplicó, cayendo de rodillas.

El cura se irguió sobre su víctima, y luego la señaló con un nudoso índice:

—La causa de que sientas esos deseos perversos y antinaturales está en que te has olvidado de la Madre Iglesia. En vez de ceder a la tentación, habrías tenido que confesarte hace ya muchos años, haber fortificado tu alma y saturarte del dolor, la bondad y la misericordia de Jesús y María. ¡Has ofendido gravemente a Dios! —Finola Larkin sollozaba ruidosamente—. Eres afortunada, mujer, al pertenecer a una Iglesia que lo perdona todo. ¿Estás dispuesta a someterte a los poderes redentores sobrenaturales de Dios?

—¡Haré lo que sea! —y continuó de rodillas mientras el otro consideraba las alternativas.

—Tu caso es gravísimo. Debo meditar y pedir que Dios me ilumine. A su debido tiempo, te daré un programa de penitencias mediante oraciones y ofrendas a la Iglesia. ¿Juras que cuando te lo dé lo seguirás fielmente?

—Sí, padre, sí.

—Mediante esta devoción, irás encontrando fuerzas para seguir viviendo con Tomas del único modo posible… como hermano y hermana. Ya nunca más te someterás a él para que desahogue sus apetitos sexuales, porque este pecado sería irreparable. Bien, aguardo tu respuesta… ¡o por ahí, al infierno!

—Sí…, sí, lo prometo…

—De acuerdo —dijo él—. Finalmente, siendo tu pecado tan grave, no quiero exponerme a que esta penitencia no bastase. Tienes que disponerte a dar uno de tus hijos a la Iglesia. Estoy seguro de que de este modo, Dios mirará tu caso con ojo misericordioso, te concederá una pronta absolución en la tierra y acortará tu estancia en el purgatorio.

—Tomas se opondrá tenazmente a que un hijo suyo se haga sacerdote —lloró Finola.

—He ahí tu gran empresa, Finola Larkin. Tienes que hacer que ese hombre vuelva, de rodillas, a Jesús.

—Padre, es muy posible que prefiera morir, primero.

—Si tú cumples con tu deber, no. No debes dejarle olvidar, ni por un instante, que han sido sus pecados, su lascivia, lo que te ha puesto en esta situación. Al final, cuando retorne al seno de la Madre Iglesia, ésta le dará, también a él, la fuerza necesaria para olvidar sus lascivas costumbres y vivir en paz contigo como hermano y hermana.

Sin tenderle la mano para ayudarla a levantarse del suelo, el cura le volvió la espalda y se encaminó hacia la puerta.

—Ahora tengo que ir a meditar. Cuando haya terminado, te llamaré y te diré cuál ha de ser la penitencia.

4

En el otoño de 1886 se produjo un gran acontecimiento en mi vida, con la llegada de una escuela nacional para los niños de los pueblos apartados. El padre Lynch no acogió de buen talante la invasión de lo que él consideraba un dominio personal suyo, pero se vio obligado a tener la lengua quieta, porque el obispo Nugent no estaba dispuesto a ofender a los británicos. Por lo demás, no tenia que inquietarse; en la parte alta nadie pensaba frecuentar aquella escuela. No era sólo el factor económico el que estaba contra ella, sino que, además, durante el hambre gran parte del ansia tradicional de cultura de los irlandeses feneció.

A nuestros padres los habían instruido los maestros de valla, tales como el padre de Daddo Friel, y luego el mismo Daddo, que iban de pueblo en pueblo y daban sus lecciones sentados cara al sol junto a las vallas. Aquellos hombres tenían una parte de poeta, una parte de erudito celta y una parte de maestro normal, con la misión de mantener vivos el idioma y el folklore antiguos. Cuando desaparecieron de la escena, la lengua irlandesa desapareció con ellos de nuestro sector del país.

La única instrucción que Conor y yo recibíamos consistía en una clase semanal del padre Cluny, el diácono, y de él no podían salir grandes estudiosos.

Yo era las raspaduras del bote, el benjamín del nido. Y esto tenía sus ventajas. Exceptuando hacer de pastor durante el verano, no solía trabajar en la finca, y era el mimado de mamá. No había motivo fundado alguno para que no asistiera a la escuela nacional, salvo el miedo de mis padres a que me viera tirado en medio de una bahía llena de tiburones protestantes; pero hice pucheros y pataletas hasta que cedieron.

Conor no mencionó siquiera la escuela; pero su actitud, sus miradas y expresiones revelaban sin lugar a dudas ni equivocaciones cuánto habría deseado inscribirse como alumno. Cuando le comuniqué la feliz noticia sobre mi caso, decidió echar su propio cuarto a espadas. Ambos subimos más arriba del cruce de caminos y aguardamos toda la tarde. Conor se había sentado recostado contra la pared, mirando camino arriba en espera de que bajase su padre, con un aire más nervioso e inseguro que en ningún otro momento de su vida.

Hasta hacía unos meses, Conor solía venir a esperar a su padre aquí casi todos los días. Algo raro les pasaba a los Larkin. Tomas reprendía a gritos a sus hijos, y todo el mundo sabía que se estaba dando a la bebida más y más. Muchísima gente pensaba que todavía era la aflicción por la muerte de Kilty, a pesar de haber transcurrido más de un año.

Aquel día, al bajar del monte y ver a su hijo esperándole allí otra vez, el rostro se le iluminó con una sonrisa.

—¿Podemos hablar, papá? —dijo Conor.

—Claro, hijo, en seguida que haya entrado en casa y me haya lavado.

—Me gustaría hablar contigo ahora.

—Bueno, si es tan importante… —respondió, sentándose sobre la pared—. ¿Qué cavilas?

—Seamus irá a la nueva escuela nacional —anunció Conor.

—Lo sé. Fergus y yo lo discutimos extensamente.

—Pues, yo más bien esperaba… ya sabes, nuestra familia y los O'Neill casi siempre hacen las cosas juntas… que quizá también podría ir a la escuela con Seamus.

Yo sonreí de oreja a oreja para expresar que compartía el deseo de mi amigo, aunque la cautela de Conor me tenía receloso. Conor solía ir al fondo de las cuestiones sin rodeos ni balbuceos.

—Esto no es como enganchar un par de caballos para formar una yunta —respondió Tomas—. Es una decisión completamente independiente y aparte que cada familia ha de tomar por sí misma. Los O'Neill están en distinta situación. Seamus tiene un hermano mayor que ayuda a Fergus. Yo necesito tus brazos.

—Lo he hablado con Liam. Él no quiere ir a la escuela y es casi tan fuerte como yo, y podría hacer la mayor parte de mi trabajo, y yo prometo seguir haciendo el mío y no representar ninguna carga.

Tomas se puso serio.

—No tenías derecho a discutir este asunto a mis espaldas.

—No ha sido a tus espaldas, papá. La mitad del tiempo anda detrás de mí para que se lo deje hacer, y nunca está tan contento como arriba en los campos, contigo.

Tomas bajó calmosamente de la pared, sumido en profundas meditaciones. Sabía lo tenaz que podía mostrarse Conor, y me imaginé que por este motivo no quiso dar un tono de mandato a sus palabras. La petición de Conor parecía lógica…

—Oye, mira, yo no estoy contra la escuela, fíjate bien —dijo, como quien quiere portarse de un modo razonable—. Por otra parte, no necesitas tanta instrucción, y más que probablemente ya sabes bastante ahora.

—Pues, no —rebatió Conor—. Lo único que sé es catecismo.

—¿Y qué diablos crees que te enseñarían en aquella escuela? —espetó Tomas, iracundo—. No saben nada de Irlanda, no les importa nada de Irlanda. Aprenderías historia inglesa, leyes inglesas, saludarías la Union Jack y cantarías el Dios salve a la reina. No llegarían siquiera a enseñarte la leyenda de Finn MacCool ni la Invasión del ganado de Cooley. Si levantan escuelas nacionales es sólo por un motivo: porque se proponen crear vasallos británicos fieles.

—Pero, papá —alegó Conor—, yo quiero aprender a leer, para poder leer todo lo que quiera, y quiero saber sumar y multiplicar y cómo se hacen los cielos y los mares. Te juro que cuando me enseñen cosas británicas cerraré los oídos.

—No… no sirve, muchacho, no sirve —quiso marcharse de allí, pero Conor se le adelantó y le cerró el paso.

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