Trinidad (38 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Finola se había pasado todas las horas de vigilia de aquellos tres años en oración, implorando la gracia de la preñez. Había consultado a la curandera del pueblo, la bruja, que le ordenó descortezar raíces de fresno, partir patatas en el hogar de la lumbre, echar sal de la manera prescrita, y todos los demás rituales, no sólo para concebir hijos, sino para impedir que los duendes le cambiaran el suyo por uno de los de ellos.

Al final del segundo año, Finola hizo los viajes necesarios para visitar cuatro manantiales santos diferentes, y en otra ocasión durmió dos noches en una cueva de montaña que se decía había sido lecho de Brigid, y juró que a la primera hija que tuviese le pondría el nombre de la bendita santa.

El primer hijo nació muerto.

En el tercer año de matrimonio, Finola emprendió la terrible peregrinación a Crough Patrick, recorriendo a pie doscientos cuarenta kilómetros hasta llegar a la montaña sagrada del condado de Mayo. Allí, siguiendo el ejemplo de decenas de millares de personas devotas, invirtió una noche entera en subir a la cumbre de la montaña desde la cual san Patricio había echado a las serpientes fuera de Irlanda.

La ascensión la realizó descalza, en compañía de campesinos, monjas, mendigos y sacerdotes que buscaban alivio a los sufrimientos cotidianos a la vez que reafirmaban la profundidad de su fe. Tropezando por el camino y poniéndose a rezar, arrodillada, en las estaciones, llegó a la cima con el alba, sangrantes los pies y repitiendo en un frenético estupor, saturado de fanatismo, la desesperada petición de que Dios le diese hijos.

Finola Larkin fue recompensada con un milagro: el feliz alumbramiento de un niño sano, Conor. Luego vendrían Brigid y Liam, con enormes dificultades, entre abortos y el alumbramiento, además, de otro hijo muerto.

A una hora aterradoramente avanzada del día, Ian Cruikshank emergió del dormitorio, anunciando:

—Tienes un hijo.

Tomás escuchó atentamente, pero no oía nada. Una oleada de espanto invadió su ser.

—¿Por qué no llora? —susurró.

—Es muy chiquito y está muy cansado.

—¿Y mi esposa?

—También está muy cansada. Me gustaría hablar contigo, amigo mío.

—Sí, venga a tomar un sorbo de té. Tiene que estar rendido de hambre.

—Él té me sentará muy bien, y quizá reforzado con unas gotas de whisky.

—Sí, sí, venga.

Fergus ya tenía la tetera a punto. Animó el fuego y desapareció. Después de lavarse, el doctor Cruikshank cogió un escabel enfrente de Tomas, junto a la lumbre, y meneó el té con gesto cansado.

—El pequeño tiene problemas —dijo.

—¿Qué pasa, doctor? —preguntó Tomas secamente y con voz ronca.

—Ha venido antes de tiempo, ya sabes, y con gran dificultad. Tiene fluido en los pulmones. Mairead O'Neill está preparando unas piedras calientes para ponérselas debajo. Has de tener a todo el mundo apartado de él, hasta a los niños.

—¿Qué posibilidades tiene?

—Muchas. Aunque quizá quieras llamar al sacerdote para que le diga las últimas oraciones, sólo por si acaso.

El rostro de Tomas se puso tenso.

—Esos canallas siempre se te meten en el dormitorio, por uno u otro camino —exclamó—. Allí los tienes, la noche de bodas, después de haber manipulado el cerebro de la pobre mujer, utilizando todas las tretas posibles para asfixiarlo a copia de miedo y sentimiento de culpa. Lo utilizan todo menos la razón. En el mismo lecho de muerte, la absolución es la teología del miedo, desterrando a la teología del amor. El miedo e mete hasta dentro de la matriz de una mujer, tan ridículamente qué es preciso lavar las culpas de una criatura de un día.

—¿No te parece que deberías dejar tus opiniones aparte, amigo? Aquella mujer que está allá en la cama ha soportado un trabajo terrible. ¿Qué daño podría acarrear a vuestro matrimonio si le negaras esto?

Tomas se puso en pie, hundió las manos en los bolsillos y dirigió una mirada hosca al grupo de mujeres del exterior, tocadas todas con pañuelos negros.

—¿Qué harás? —insistió el doctor Cruikshank.

—¡Traer al maldito sacerdote! Siempre acabamos así; no hay escapatoria —con paso cansado, fue hasta la puerta y la abrió de un tirón—. ¡Conor!

El chico estaba allí, esperando. Tomas lo hizo entrar y cerró la puerta.

—Deslízate por el establo y no digas nada a nadie. Ve a buscar al padre Lynch.

—¿Madre? —preguntó Conor, temblando.

—El niño.

Tomas puso otro ladrillo de turba en la lumbre, que no lo necesitaba, y murmuró algo acerca de enviarle un cordero asado al médico en pago de sus honorarios.

—Debo hacerte unas preguntas acerca de la salud de tu esposa —dijo Ian Cruikshank—. ¿Ha tenido dificultades en otras ocasiones?

—Sí, todos los partos los ha tenido difíciles. Ha perdido cuatro hijos por abortos, y dos nacieron muertos.

—¿Ha consultado alguna vez a un médico sobre esto?

—¿A un médico? Desde aquí a Derry no había ninguno, hasta que llegó usted. De lo único que estamos bien abastecidos es de sacerdotes y lo único que le recomendaban siempre era que rezase.

—Me temo que los problemas de tu esposa no se resuelven con oraciones.

—¿Qué quiere decir?

—¿Sufre hinchazones desacostumbradas durante el embarazo? Quiero decir hinchazón de los tobillos y abotargamiento alrededor de los ojos.

Tomas movió la cabeza afirmativamente.

Ian Cruikshank refunfuñó y se inclino hacia el fuego, desviando la mirada hacia Tomas de vez en cuando.

—Hoy se nos ha presentado un problema serio ahí dentro, Tomas. Creo conveniente que lo discutamos —levantó el vaso para que se lo volviera a llenar de whisky, apuró el licor de un sorbo y exhaló un suspiro desazonado—. Como sabes, yo subo con frecuencia a la parte alta. Hace un tiempo asistí un parto en el que se planteó el dilema de perder el niño o perder la madre. La mujer pidió con histérica tozudez que enviara a buscar al padre Lynch. Fundándose en motivos religiosos, el padre me obligó a salvar al pequeño y dejar morir a la madre. Una madre que ya tenía cinco hijos, Tomas. Con el cura a mi alrededor, no pude elegir. ¿Sabes de quién te estoy hablando?

—¿De Meara O'Malley?

—De Meara O'Malley —repitió el médico.

—Oh,
Jaysus
. No lo sabía…, pobre almita.

—Hoy, aquí, nos hemos encontrado en las mismas circunstancias. Tu mujer no lo sabe. Cuando me he dado cuenta de lo que ocurría, he cuidado de que perdiese el conocimiento por unos instantes y he dicho a Mairead O'Neill que había que optar entre Finola o el niño. La verdad es que ya se lo figuraba. Mairead ha estado de acuerdo conmigo en que lo primero era salvar a tu esposa y me ha jurado que se llevaría el secreto a la tumba. —Tomas escondió la cara entre las manos, y el médico trató de consolarle—. Ahora no puede tener más hijos —dijo por fin—. Tener otro la mataría.

La manaza inmensa de Tomas Larkin apartó dulcemente los pañales que cubrían al niño. Este no semejaba mayor que un paro, esas avecillas de los campos, todo moradito y boqueando con ansias de vida.

—Ah, mira al chaval, el pequeño Dary Larkin —exclamó—, otra azada para la turbera.

Por el rostro de su esposa se extendió una expresión demente; los ojos rodeados de un círculo rojo, la piel yesosa y el cabello enmarañado.

—Nunca —jadeó.

Tomas le cogió la mano y se la besó.

—Finola, amor mío, el pequeño está en peligro, pero sé con toda seguridad que lo salvaremos. Tan cierto como estoy sentado aquí, a tu lado, que el niño llegará a ser todo un hombre. Sólo que ahora tiene algunas dificultades, y dadas las circunstancias no haríamos nada malo encargando que le recen las últimas oraciones.

La mujer lloraba con patética aflicción, no queriendo dejarse consolar por su marido.

—Se pondrá bien y fuerte —repetía Tomas a unos oídos sordos. Hasta que renunció.

La mujer interrumpió el llanto.

—Estamos pagando los pecados que has echado sobre esta casa —dijo—. Pesa una maldición sobre nosotros por las blasfemias contra la Iglesia que tú has pronunciado. ¡Dios nos castiga!

Tomas dejó caer la cabeza sobre el borde de la cama y la puerta se abrió con un gemido. Tomas levantó la vista. El padre Lynch se reclinó en su mejor actitud abatida para el momento de la muerte y entró. La gravedad de la situación le obligaba a disimular la gozosa emoción de triunfo por el castigo que Dios había infligido a Tomas Larkin.

2

Se podía hacer muy poquita cosa para mejorar el exterior cavernoso, de piedra gris, de Hubble Manor; pero la renovación del interior se abordó con la pasión típica en los Weed. Después de un inventario que duró dos meses, retiraron todo aquello que no era necesario guardar, con gran contento de los museos, asilos e iglesias que lo recibieron. El ala sur, que contenía la mayor parte de las instalaciones de servicios, sufrió un asalto no menos furioso que el de Jacobo II durante la guerra guillermiana. Quedó reducida a una concha, después de haber cargado un tren de vigas consumidas y yeso desconchado.

Después de unos primeros gemidos de alarma, lord Roger se acomodó a la idea y gozó con ella lo mismo que se deleitaba con todo lo que procedía de su esposa. Caroline desplegaba todas las dotes de organización y la energía de ariete de su padre, pero sublimadas por un gusto exquisito. Hasta el coste de la operación quedó aminorado por una serie de fusiones con sir Frederick, que supo dar pruebas tangibles de contento y gratitud por la felicidad de su hija.

Caroline se trajo tres de los mejores arquitectos de la empresa que construyó Rathweed Hall, y los contrató por tiempo indefinido, poniéndolos al frente de unos subordinados talentudos. Se trazó un nuevo plan magistral. Y así se reunió una legión de obreros, artesanos, artistas, técnicos, decoradores y agentes de compras que se encargaron de escudriñar Londres y el continente en busca de muebles, materiales, artefactos y obras de arte.

El ala sur quedó anclada al suelo mediante una enorme cocina de dimensiones descomunales, ideada por el ingeniero jefe naval de sir Frederick, prototipo de lo mejor para tierra firme de los transatlánticos Weed.

Esta ala sur quedó completa con una serie de dependencias: establos modernos, cochera, almacén de herramientas, caballerizas, cocinas, almacén de leña, carbonera, gallinero, caja fuerte para la plata, tahona, fregaderos, cuatro despensas, dos dependencias refrigeradas, despensa para caza, cuarto de acecinar, armero, almacén de conservas, oficina del ama de llaves, cuchillería, zapatería, cuarto de las escobas, cuarto de la porcelana, despensa del mayordomo, ídem del mayordomo suplente, cuarto de equipajes, vaquería, ropero, bodega, almacén de licores, cuarto del pescado, y un descomunal cuarto de calderas y maquinaria también construido en los talleres navales.

Se edificó, además, una sección de mantenimiento, compuesta de carpintería, taller de tapicería, tienda de cortinajes, carretería, herrería, marmolistería, estudios de arte y un costurero en el que trabajaban una docena de modistas. El resto del ala sur contenía veinte juegos de habitaciones y cuartos para albergue de los criados de categoría superior, tales como el cocinero jefe, el jefe de cocheros y el supervisor de los servicios de mantenimiento. La mayor parte de los otros criados que vivían en la casa estaban distribuidos por ella, cerca de las habitaciones de sus respectivos amos. El resto del personal, hasta un total de ciento cincuenta, entre jardineros, guardas de caza, cuidadores de los parques, mozos de establo y domésticos vivían, bien en casitas alejadas de la casa señorial, bien en Ballyutogue.

Estando el trabajo en el ala sur en pleno apogeo, Caroline contrató a Victor Lessaux, estudiante, asociado y discípulo de Violet-le-Duc, el maestro más famoso del mundo en restauración de castillos. Lessaux quedó encargado de devolver al Long Hall su antiguo esplendor; para lo cual, él, a su vez, se trajo picapedreros, tallistas de madera y artistas del vidrio policromado. Lo más difícil de restaurar resultó ser una cancela de hierro forjado semidestruida que cubría el vestíbulo. Lessaux convenció a Caroline de que aquello podía esperar hasta el final, cuando estuviera terminado todo lo demás. Ella aceptó con desgana, sabiendo que aquella cancela era un enigma para el maestro francés y decidiendo concederle todo el tiempo posible para descubrir su misterio.

Los arquitectos y decoradores más jóvenes trazaron planes para la reestructuración de los aposentos más importantes del ala norte, habitación por habitación, amén de otras treinta habitaciones del ala central, formada por los salones y salas de estar más extensos, la sala de las mañanas, el jardín de invierno, la sala de música, las salas de juego y el comedor de las solemnidades. La biblioteca fue lo único que dejaron intacto.

Allí se ensayó todo lo más nuevo en materiales de construcción. En la parte ocupada por los dueños, se instaló la calefacción central, con el complemento de unas calderas de agua caliente. En un gran arranque de imaginación y osadía, que dejó al mismo sir Frederick boquiabierto de incredulidad, Caroline hizo instalar la luz eléctrica, que generaban en la finca y que fue la primera de toda Irlanda.

Durante el autoimpuesto exilio de lord Arthur en Daars, y no habiendo una dueña que la llevase personalmente, la dirección de la casa se había deteriorado mucho, era muy deficiente. La cocina no había sido nunca sino de lo más vulgar. Unos expertos traídos ex profeso de Londres, junto con un jefe de cocina francés y dos ayudantes contratados en París, adiestraron al personal.

En tanto que Caroline se introducía en la anémica vida cultural de Londonderry, cada vez apremiaba más a Lessaux para que acelerase las obras del Long Hall. En Londonderry cuidó de arrendar un teatro vacío, lo renovó y contrató cierto número de conciertos, funciones teatrales, conferencias y hasta espectáculos musicales de variedades. A partir de entonces, compañía o solista que fuesen a Dublín o a Belfast, tenían que ir luego a Londonderry. Con gran frecuencia se daba también, en el Long Hall, una representación privada.

Una noche, bastante tarde, Caroline enseñó a Roger la primera colección de dibujos terminados para un cuarto de los niños en el ala norte, a manera de anuncio de que estaba embarazada. Después de los ataques iniciales de mareos matutinos, Caroline floreció como si estuviera realizando una misión sagrada y llevase un mesías en el vientre. Recordando su antigua despreocupación y sus atrevimientos, pocas personas habrían pensado que la idea de dar a luz un heredero la llenase de una satisfacción tan grande. Se recreaba en el papel de futura mamá. No se lo dijo a Roger, pero por primera vez en su vida se sentía a la misma altura que su padre…, tan importante como él…, pues en su interior se estaba realizando una obra que sir Frederick no podía llevar a cabo.

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