Trinidad (33 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

—Vamos a ganar de sesenta a sesenta y cinco escaños, y esta vez no nos empujarán de acá para allá como a parientes pobres. El partido autonomista irlandés será el que inclinará el fiel de la balanza entre los conservadores y los liberales de Gladstone y ¡por Dios que al partido gobernante le haremos pagar el precio de nuestro apoyo!

Bien, esas palabras templaron los ánimos, excitando a la muchedumbre a prorrumpir en vivas y aplausos.

—Si os fijáis en la línea de mi nariz y en el acento de mi voz conoceréis que soy, pura y simplemente, un «Paddy» más. No os dejéis engañar por mi traje bonito y mi nombre… Soy tan mick
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como el que más de esta sala y no tiemblo de miedo delante de ningún inglés. Por mi propia experiencia en Westminster os digo y repito que ningún inglés nos entenderá jamás; pero puesto que hemos de tratar con ellos, Gladstone es el mejor perro del cubil. Gladstone conoce la realidad de la autonomía irlandesa. No seguiremos siendo aquella pobrecita gente rara, que vive en chozas, ignorada por los concejos y los ministros de Su Majestad. ¡Bajo Charles Stewart Parnell seremos los forjadores de nuestros propios destinos!

Se lo digo a ustedes, esto aceleró a la vieja sangre por las venas. La desharrapada masa congregada allí pedía a gritos que Desmond Roche continuara hablando. Él emprendió el ascenso de la montaña de ganancias que nos habían proporcionado la Liga Campesina y nuestra lucha interminable contra la Corona, y exhortó a la andrajosa legión que tenía delante a que doblara y triplicara sus esfuerzos, durante los días venideros. Cuando por fin pudo sentarse, el público, puesto en pie, le dedicó una tremenda ovación.

Cuando Kevin pudo restaurar el orden, nos invitó a que hiciéramos preguntas. Y parecía como si Desmond Roche tuviera respuestas en los labios aun antes de que las preguntas hubieran salido de los nuestros, ¡tan listo era aquél hombre! La ceremonia tocaba a su fin, y Tomas Larkin se puso en pie. Todo quedó en un silencio, porque Tomas era alto y fornido y todo el mundo estaba enterado de su heroísmo en la barricada de William Street.

—Queda todavía una sola pregunta —dijo Tomas—, una pregunta que es como una llama encendida desde el comienzo. Es una pregunta que yo no sé responder cuando me la hacen, y que nos lleva a la desesperación. Aun en el caso de que consiguiéramos una ley de autonomía para Irlanda, dígame, en nombre de Dios, ¿qué le impedirá a la Cámara de los Lores interponer su veto?

—¡Yo responderé a esa pregunta! —gritó alguien desde el fondo.

Los cuellos se estiraban. Había otro sujeto elegante allá detrás. Desmond Roche saltó sobre una silla y gritó pidiendo atención.

—¡Caballeros! ¡Escuchadme! Esta mañana en mi hotel he recibido un telegrama de Parnell, expresando la profunda inquietud que le causan los disturbios ocurridos aquí. Decía en su mensaje que si era humanamente posible, vendría a Derry hoy mismo. ¡Caballeros! Tengo muchísimo gusto y me siento altamente honrado presentando a mi íntimo amigo, al hombre a quien Irlanda ha llamado y que ha contestado a la llamada. Os entrego vuestro jefe… ¡CHARLES… STEWART… PARNELL!

¡Oh, santa Madre, jamás creí que pudiera vivir lo suficiente para verle en persona! Ahí venía, andando tan tranquilo como usted quiera por el centro de la sala, lo mismo que Jesús sobre las aguas. ¡Erguido! ¡Alto! ¡Majestuoso! ¡Guapo! Santa Madre, era guapo, ¡guapo como el mismo Jesús! Todo el mundo se había subido a las sillas y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, algunos hombres se pusieron a llorar y a saltar, y él seguía tan tranquilo como en un paseo dominical, estrechando las manos que le buscaban y saludando con la cabeza, como un rey. Sí, era el mayor de nuestros caudillos exaltado por sus guerreros… y él, en cambio, se comportaba con tan impasible dignidad.

Cuando se encontraba ya a la mitad de la sala y los ayudantes trataban de abrirle paso, el griterío tomó forma.

—¡Parnell! ¡Parnell! ¡Parnell!

—¡Parnell! ¡Parnell! ¡Parnell!

El grito aumentaba, se elevaba, estremecía las vigas y ascendía derechamente hacia el cielo. El crescendo fue realmente enloquecedor cuando, ayudado por varias manos, subió al estrado y saludó, mientras el público seguía rindiéndole homenaje apasionadamente.

—¡Parnell! ¡Parnell! ¡Parnell!

Él levantó las manos, pidiendo silencio, y a los pocos segundos se habría oído el murmullo de un duende.

—¿Quién ha hecho la pregunta? —pidió, con un acento muy británico.

—Tomas Larkin, de Ballyutogue.

—¿El hijo de Kilty?

—Sí.

—Me siento muy honrado —respondió Parnell.

¿Podrían creerlo? Charles Stewart Parnell de pie allí, tan cerca que me habría bastado estirar el brazo para tocarlo ¡y diciendo que se sentía muy honrado de poder saludar a Tomas!

—La cuestión es ésta, Tomas, y todos los demás que se hayan hecho la misma pregunta, la cuestión es que no se trata de una batalla de un solo día. Ninguna ley, ninguna disposición legal, por sí solas, terminarán la lucha. Esto es una guerra, una guerra que sólo terminará cuando Irlanda haya conseguido la independencia total. En el pasado hubo batallas, dirigidas por Wolfe Tone y O'Connell; batallas para la conquista del suelo y de la libertad religiosa. La autonomía es la batalla de hoy, la estrategia de hoy en esa guerra. Con esta elección conseguiremos que Irlanda y la cuestión irlandesa se conviertan en el problema más importante de toda la política británica. Utilizaremos todas las tácticas parlamentarias que tengamos a mano para sacar el mayor partido de la atmósfera de liberalismo actualmente en boga. Un veto, o dos, o tres, de los lores podrán aplazar, nada más, la carrera hacia la autonomía, pero jamás podrán desviarla.

Evidentemente, la cuestión quedaba tan clara que hasta yo la comprendía. Parnell habló con voz calmosa y siempre competente de todos los problemas, fuesen de la clase que fueren, que le consultaron. Su lógica, su tranquila resolución se contagiaba a todo el mundo, elevaba todos los espíritus. Conor había escuchado todo el rato boquiabierto, como un aguilucho hambriento. Cuando se dio por terminada la reunión, fue el primero en llegar junto a Parnell, y aunque había una agitación y un revuelo indecibles en torno al jefe, se produjo ante mis ojos un acontecimiento mágico. Conor Larkin y Charles Stewart Parnell parecían estar solos en la sala y hablándose, aunque sin palabras, como si cada uno de ellos hubiera hecho vibrar una entraña muy profunda del otro. Parnell levantó la mano y cogió la de Conor, y Conor hizo una mueca de dolor, y creo que fue entonces cuando Parnell vio las otras heridas y cardenales. Y lo supo al momento.

—¿Eres el hijo de Tomas Larkin?

—Sí, me llamo Conor.

—Yo me hospedo en el Donegal House. ¿Por qué no pasas por allá, digamos dentro de una hora, y charlaremos?

—Oh, no podría, señor; al menos sin mi amigo Seamus.

—Claro, quise decir que pasarais los dos.

Yo estaba tan excitado que cuando nos acercábamos al Donegal House faltó poco para que vomitase. El vestíbulo estaba lleno de figuras políticas, de solicitantes y de visitas, pero ¿no saben?, el mismísimo Desmond Roche nos aguardaba y nos hizo pasar antes que a nadie, introduciéndonos en el salón de Charles Stewart Parnell.

Allí estábamos los dos, de pie, solos delante de Parnell. Yo sentía el impulso de ponerme de rodillas y rezar; pero me arrimé bien a Conor y procuré responder sensatamente a las preguntas que me dirigió aquel hombre. Él y Conor conversaron, durante una eternidad, casi diez minutos enteros, cuando he ahí que Parnell cogió algo de encima de la mesa.

—Me gustaría que te quedaras con este libro, Conor, y, por supuesto, debes compartirlo con Seamus.

Conor se humedeció los labios y se esforzó por leer la cubierta. Luego movió la cabeza y lo devolvió.

—Darme este libro seria perder el tiempo —dijo.

—Veamos, tú tendrás el propósito de saber leer perfectamente algún día, ¿verdad que sí?

—Sí, lo tengo, señor Parnell.

—Guárdalo para entonces. Se titula Los derechos del hombre y es obra de un americano llamado Thomas Paine. Contiene unas cuantas ideas importantísimas que deberías conocer.

Parnell puso el libro en las manos de Conor, y éste bajó los ojos, que estaban a punto de llenársele de lágrimas.

—Señor Parnell —susurró—, ¿por qué diablos está perdiendo su tiempo con un don nadie como yo?

Charles Stewart Parnell levantó ambas manos, y con la izquierda tocó a Conor, y a mí con la derecha.

—Ese es uno de los mayores problemas que tenemos aquí en Irlanda. Nos hemos sentido don nadie durante muchísimo, demasiado, tiempo. Tú eres alguien, Conor Larkin… ¿Me entiendes, muchacho?

—Sí, le entiendo —contestó él.

Mientras Conor retrocedía para salir de la habitación, yo no pude resistir el impulso que me arrastraba hacia Parnell. Le rodeé con los brazos y le dije:

—Dios le bendiga, señor Parnell.

Tendidos en el heno, nos pasamos la noche entera agarrados a aquel momento, negándonos a soltarlo. Conor hojeaba el libro, recogiendo aquí y allá palabras que sabía. Tarde, muy tarde, vino Tomas a ver cómo estaban nuestras heridas y a abrigarnos. Se adivinaba en él una profunda tristeza. Había traído a Conor a Derry para deshechizarle, para enseñarle realidades feas. Y en cambio el fuego había prendido en Conor y no se le apagaría en toda la vida, y su padre se sentía terriblemente afligido.

15

Sir Frederick llamó vivamente a la puerta con la empuñadura del bastón. Caroline la abrió de par en par, ilusionada. El calor del abrazo de oso que dio a su padre revelaba que su venida le tranquilizaba. Los tiempos han cambiado, se decía sir Frederick. En días pasados habría tenido que revolver toda la orilla izquierda para acabar encontrándola en algún cuarto piso abandonado de Dios de un edificio sin ascensor. Aunque las habitaciones que ocupaba ahora en el Ritz estaban más a tono con su posición social, apenas concordaban nada con su antiguo espíritu bohemio. Caroline estaba singularmente pálida y parecía muy nerviosa.

Caroline no le había escrito a su padre que viniera a París, pero tampoco que no viniera. Lo que leyó entre líneas y unas leves insinuaciones involuntarias inquietaron suficientemente a sir Frederick como para hacerle emprender el viaje. Después de acomodarse en una
suit
e del fondo del pasillo y devorar la siempre anhelada cocina francesa, el padre trató de abrirse paso, poquito a poco, hacia el origen del desconsuelo de su hija.

—¿Has encontrado obras interesantes?

—Empiezan a escasear —respondió Caroline—. Toda la escuela impresionista en peso se está convirtiendo en víctima de su propio triunfo. Actualmente corren por ahí demasiados imitadores malos. Y los precios a que se pagan los Corots y los Ingres son francamente exorbitantes.

—Hummm —el padre iba tanteando con estúpidos rodeos. Caroline se ponía irritable—. ¿Qué, te has divertido mucho?

—No me he divertido nada, y tú lo sabes muy bien —estalló.

—¿Qué pasa, Caroline?

La joven fue hasta las puertas vidrieras, las abrió y salió al balcón. El padre siguió tras ella. Desde allí se dominaba plena, estupendamente, la magnificencia de la plaza Vendôme y su concurrida columnata.

—No puedo creer que todos los artistas hayan abandonado París —comentó el padre.

—Parece que todos se han hecho mayores —respondió ella—, y yo también —jugueteaba con el seto verde del balcón—. Creo que voy entrando en años. Encuentro a los jóvenes terriblemente aburridos, importunos, jactándose de una hombría que no han conseguido y muy probablemente no conseguirán nunca, y, además, son unos amantes horribles. Nunca sabrán sustituir por un poco de delicadeza sus cargas de caballería frontales. Hasta el bueno y fiel Claude Moreau se pasa los días en unos cafés insoportables, que en otro tiempo me parecían deslumbrantes, charlando interminablemente de cosas que antes me parecían o trascendentalísimas o muy divertidas. Para subir las escaleras de su cubil se tarda demasiado rato, tiene la cama demasiado dura y el agua excesivamente fría. La verdad es que siempre está con un pie descansando sobre una silla y una almohada por culpa de una gota que él irrita incesantemente consumiendo enormes cantidades de vino tinto barato. Es un alcohólico incorregible. Oh, Freddie, lo he pasado muy mal.

Padre e hija sumaron sus fuerzas para exhalar un suspiro al unísono.

—¿Qué piensas que deberíamos hacer? —preguntó él.

—Marcharnos corriendo, imagino.

Un aire frío les hizo entrar de nuevo en el salón. Las primeras palabras de capitulación oídas de labios de su hija hubieran debido causar una especie de placer perverso al padre; pero éste sabía desde siempre que una de las bases más firmes del amor que los unía era el respeto y la admiración que sentía él por el carácter independiente de su hija. Ahora deploraba verla derrotada.

—Imagino que la diversión de toda mi vida ha consistido en huir lejos de ti —dijo Caroline—. Mientras he podido justificar esa clase de juego, por muy ridícula que fuera la excusa hallada, lo encontraba todo muy divertido. Divertido mientras me fue posible argumentar, justificar ese ir probando la salsa de todas las cazuelas, ese cultivar mis propios caprichos de niña malcriada. Y ahora me encuentro, de pronto, con que la vida ha perdido repentinamente parte de su contenido. Ya no reboso de alegría ni pierdo el sentido montando ese tiovivo, ni me deleita atraer tus iras sobre mi cabeza. Parece llegado el momento de que me gane la travesía, y todo indica que Roger Hubble es mi travesía.

Weed se aflojó el chaleco, la corbata y el cuello de la camisa con gesto mohíno.

—Una vez dije que te dejaría contraer un matrimonio no demasiado satisfactorio; pero no quiero verte en una situación que haya de hacerte desgraciada.

—No es Roger Hubble la causa de mi desdicha, sino lo que él representa: el final de la locura, el paso del ecuador y la llegada a la mayoría de edad de Caroline Weed.

—¿Crees que tendrás una buena perspectiva con él?

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