Trinidad (32 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

En William Street la capa de trozos de cristal y otros desperdicios llegaba a la altura del tobillo; otros accesos al Bogside estaban peor aún. El fuego había destruido ochenta casas, cinco católicos habían perdido la vida y varios cientos habían sido heridos. El ejército y el
Constabulary
cerraron totalmente el Bogside para evitar que saliéramos y nos lanzáramos hacia los sectores protestantes.

Lo más triste de todo era la expresión que tenían los ojos de nuestros padres. Nos habían llevado a Londonderry para que viésemos de cerca el odio de los Orange, pero no esperaban que las cosas tomaran este cariz. Con su mirada nos confesaban que aquél era el legado que nos dejarían, la destrucción de los sueños, el fin de todo lo auténtico de Irlanda.

Por lo que respecta a Conor y a mí, en aquel momento perdimos la inocencia para siempre.

13

La respuesta a los sermones del reverendo MacIvor había sido arrolladora, tanto en la catedral como más tarde en una movida reunión al aire libre celebrada en la plaza. Aquello demostró ser la inyección en el brazo que se necesitaba ante la creciente amenaza de los
croppies
, los labradores irlandeses, y un toque de clarín llamando a una cruzada. Últimamente, cierto número de orangistas habían refunfuñado su descontento al observar el carácter cada vez más defensivo y la mentalidad de sitio, más acusada cada día, de sus propios predicadores presbiterianos y la diluida y aguada sangre de la iglesia anglicana.

MacIvor no era un fundamentalista estúpido dotado de pasión y elocuencia, un hombre de Dios, un santo. El mayor Hamilton Walby, que antes desdeñaba esa especie de evangelismo, vio los efectos que podía producir en el ánimo de las masas y se dio cuenta de que era posible utilizarlo como un arma política de la que estaban desesperadamente necesitados. Walby suplicó a MacIvor que se quedara en el distrito para varias reuniones más. O. C. MacIvor aceptó, porque ahora se dedicaba al negocio de conceder unos préstamos espirituales que pensaba cobrar en el futuro con enormes intereses.

A la hora en que estallaron los desórdenes, los Hubble y Weed estaban a salvo en Manor, la mansión de aquéllos. Lord Arthur salió aquella misma noche, al galope, para Daars.

Lord Roger y sir Frederick se pasaron los dos días que precedían a la fiesta de los Aprendices sondeando las aguas con respecto a un proyecto general ideado para sujetar Londonderry a Belfast en caso que, en el futuro, el Ulster siguiese un camino distinto al del resto de Irlanda. En principio se llegó a un acuerdo acerca de algunas ideas generales que allanaban el camino para nuevas y serias negociaciones.

Pero después la atmósfera entre ellos se enfrió. Evidentemente, a Roger le había enojado que Caroline no hiciera acto de presencia. La idea de que se estaba dando una vida de juergas en París le irritaba. El descontento de Roger llegó a su clímax el día de los Aprendices, que resultó altamente desagradable, debido en gran parte a los programas trazados y puestos en solfa por Weed.

Sir Frederick advertía que las delicadas conversaciones que estaba sosteniendo con Roger podían quedar en agua de borrajas, y decidió coger el toro por los cuernos, antes de abandonar Belfast.

Una hora antes de su partida se hallaba en estudiada postura en sus habitaciones, perfectamente tranquilo y esperando que el otro diera el primer paso. Pero Roger no lo daba y el tiempo iba pasando.

—Oiga —dijo—, tengo la idea de que esconde algo en el pecho, y antes de marcharme con la música a otra parte me gustaría dejar esto sabiendo que hemos llegado a una sólida avenencia.

—No es nada, en verdad que no es nada —contestó Roger.

—Vamos, amigo, usted está mohíno por algo. ¿Es por Caroline?

—De ningún modo —respondió, demasiado prestamente Roger.

—¿De qué se trata, pues?

—Creo que vale la pena que discutamos el asunto —concedió Roger—, si hemos de continuar dialogando. Me tiene fuera de quicio el predicador ese que ha traído usted y me tienen fuera de quicio los motines que por sí solito ha desatado.

—Yo, en su lugar, no estaría fuera de quicio —replicó Weed, sonriendo—. Habrá oído sin duda los elogios que le han prodigado a usted.

—Esto es precisamente lo que me inquieta. ¿Por qué ha de gozar la gente con esos derramamientos de sangre?

—Porque está excitada, Roger. Porque ha escuchado lo que quería escuchar. Porque ahora no se siente tan abandonada.

Roger movía la cabeza.

—Uno tiene derecho a formularse unas cuantas preguntas. La gente trata a ese hombre como a un mesías. ¡Buen Dios!, ¿dónde encontró usted a esa horrible criatura?

Sir Frederick levantó los hombros, desenvolvió un cigarro y lo acarició.

—Ya sabe lo que pasa en Belfast. Cualquiera que tenga un poco de labia y diez libras, puede alquilar una tienda y procurarse el diploma de predicador bautista, presbiteriano, metodista, o de lo que quiera en cosa de pocos meses.

—Ese hombre ha promovido un motín —insistió Roger, sin poder creerlo todavía.

—Lamentable —murmuró Weed con acento insincero—. No quería parecer presuntuoso, pero usted está dando los primeros pasos en política, recién salido de los pañales. Como sabe muy bien, la provincia se halla todavía en un estado mental de incubación, aislado y estéril. Usted ha percibido la necesidad de tomar parte en la lucha por conservar el Ulster; pero no creo que comprenda bien que en los tiempos que corremos no podemos, sencillamente, llamar a los militares si algún día nos encontramos en un aprieto. Gladstone y su maldito liberalismo han sido los causantes de esta transformación. Por mucho que nos repugne, hemos de depender de masas de gente. La base de nuestro poder es la unidad protestante, la Orden de Orange, si quiere. Nuestros buenos paisanos del Ulster compensan lo que les falta en cultura y sofisticación con una piedad libremente elegida. Tienen una mentalidad sencilla que hay que alimentar y satisfacer con unas migajitas de Jesús al antiguo estilo mezcladas con sus gachas de cada día. Por muy repulsivo que nos pueda resultar, MacIvor sabe decir lo que esa turba desea oír, exactamente, y no hay modo más efectivo para tener a esa gente unida que ponerla en un estado de ira justiciera… el santo grial… la cruzada… en fin, todas estas estupideces.

Entró un criado para comunicar que el tren particular de sir Frederick había llegado a un apeadero cercano a Hubble Manor. Roger despidió al sirviente con una frase lacónica y se echó el cabello atrás, desalentado.

—Esto puede ser táctica corriente en Belfast; pero no consentiré que aquí se utilice intencionadamente el arma de la revuelta.

Sir Frederick abandonó el asiento, se abrochó el chaleco y se acercó a Roger, posando una mano protectora en su hombro.

—Le guste o no, los Oliver Cromwell MacIvor son el arma mas potente de nuestro arsenal.

Roger se apartó; luego volvió con los ojos inyectados de ansiedad.

—¿No se ha parado nunca a pensar qué ocurriría si Oliver Cromwell MacIvor decidiese tomar las riendas en sus manos?

Weed se puso a reír.

—Eso es perfectamente imposible. Está bajo mi dominio, por completo; se le vigila estrechamente. Y él lo sabe.

—Por el momento, quizá. Usted mismo dijo que es astuto, ambicioso, despiadado, implacable, un auténtico demonio con grandes dotes. Yo le he observado de cerca durante tres días. Nos odia. Hasta hace dos días no podía abrirse paso hacia Hubble Manor y la catedral de Londonderry. Nos odia porque sabe que vemos su interior como si fuera transparente y vemos su porquería, y sabe que solamente lo utilizamos para nuestros fines. Pero yo le aseguro que en el fondo de esa mentecita torcida y negra que tiene aspira a ganar la partida entera y hacerse el amo.

—Eso suena un poco teatral, ¿no? Si se observa la cuestión a fondo, ese sujeto es poco más que un agitador de la chusma con cierto talento, y si llegase el momento de escoger, la gente tendría bastante sentido común para continuar a nuestro lado. Saben muy bien quién les unta el pan de mantequilla.

—Pero ¿de verdad la gente tiene bastante sentido común? —preguntó Roger—. Usted ha oído las burradas que se tragaron. Asusta pensar en el poder hipnótico que este hombre tiene sobre ellos y que podría utilizar contra nosotros.

—Querido Roger, le aseguro que no llegará jamás el día en que los militares y los industriales no puedan dominar a un O. C. MacIvor. Lo utilizaremos únicamente mientras se abra paso en beneficio nuestro.

—Permita que le asegure con la misma convicción que en cuanto haya hincado el diente en el poder, usted mismo lo encontrará peligroso. Tendrá a las turbas en el bolsillo, y no podremos impedírselo. Ahora usted le tolera y admite porque cree que eso es bueno para el Ulster. Francamente, yo creo que está coqueteando con el demonio.

Weed se desahogó con la sonrisa más borreguil.

—Claro que estoy coqueteando con el demonio —admitió—. Eso es el Ulster, en fin de cuentas, un coqueteo con el demonio.

Roger continuó sintiéndose nervioso hasta que la fila de criados se llevó el equipaje de sir Frederick. Weed arrojó el cigarro al hogar de la lumbre, diciendo:

—La colonización es un juego muy duro; pero fíjese en lo que disputamos en Irlanda. ¿Está dispuesto a abandonarlo, o quiere hacer lo que sea preciso?

—¿Y cuándo puede considerarse demasiado elevado el precio? A sabiendas, vamos estableciendo una alianza repugnante tras otra con dementes como MacIvor con objeto de perpetuar el mito arcaico de la Reforma para dominar a la gente, y utilizamos deliberadamente el odio y la violencia física como armas políticas.

—Alégrese —dijo Weed—. Eso es lo que venimos haciendo, bajo una u otra forma, durante siglos.

—Y estamos creando una raza mongoloide. Eso me asusta… esos hombres del Ulster con un fervor religioso idiota. Es una ridiculización del sentido común.

—Bueno, por estas latitudes, todo es una ridiculización del sentido común —admitió Frederick Murdoch Weed—. Y si tenemos que ridiculizarlo, no hay más, lo ridiculizamos. A menos que sepa otro modo de conservar el condado formando parte del Ulster y el Ulster formando parte de Inglaterra.

Roger levantó las manos al cielo.

—A veces pienso que nos vamos asfixiando poco a poco en la tela de nuestras propias intrigas.

Anduvieron por el largo pasillo y bajaron las amplias escaleras. Sir Frederick dio las gracias a los criados que habían sido asignados a su servicio personal, cumplimentó al ama de llaves y al cocinero, dejando un sobre bien lleno de agradecimiento. Roger le acompañó al carruaje.

—Le necesitaremos en el partido —le dijo Weed—. Espero que seguiremos en contacto.

—Para salvar a la Unión… sí, estaré a vuestras órdenes.

—Ah, Roger, no le inquieten demasiado los motines. Al fin y al cabo es un deporte sangriento, y mientras ellos crean que la sangre se derrama por una causa noble, ¿qué mal hay en que corra?

—Que tenga buen viaje —respondió Roger, haciendo seña al cochero. Y siguió con la mirada al vehículo que se alejaba entre las largas filas de álamos temblones y desaparecía por la entrada principal.

14

He visto patatas más parecidas a una cara de persona que los rostros que Conor, nuestros padres y yo tentamos a la sazón. Nos habían apaleado y llenado de cardenales. Ni Conor ni yo podíamos levantar el brazo derecho de lo cansados que estábamos de tirar piedras. Los días siguientes tuvimos un trabajo inmenso: desmontar las barricadas, limpiar el revoltijo, llevar a los que se quedaron sin hogar a unos albergues comunales para que cuidasen de ellos. Fueron unos días de llanto y rabia. A los cinco católicos asesinados se les rindieron honras fúnebres de mártires. Todo el Bogside caminó detrás de sus ataúdes, y hubo la pompa trágica y los discursos inflamados propios de tales ocasiones.

Por todas partes se veían tropas británicas, y bandas dispersas de orangistas merodeaban por allí mientras nosotros avanzábamos a través de las cenizas con una calma llena de recelos. Desde Bishop Street Without hasta Iniscarn Road y desde William Street hasta Brandywell, los muchachos del Comité de Defensa habían montado un servicio de vigilancia.

La magna reunión que había motivado nuestra venida a Derry tuvo que ser aplazada a causa de los disturbios, cosa más que conveniente, porque nosotros cuatro no estábamos en condiciones de ponernos delante de las mujeres, allá en casa.

El antiguo Royal Fever Hospital, famoso en la época del hambre, era desde hacía tiempo una ruina abandonada, cuando he aquí que la falta de una sala de reuniones decente en el Bogside motivó que un consorcio de organizaciones lo remozasen. Rebautizado con el nombre de Celtic Hall, se convirtió en un eje de vida comunal, sirviendo de domicilio social del partido autonomista y también de la Liga Campesina. Tenía una sala de reuniones pequeña sin cabida más que para unos centenares de personas, pero ¡qué panorama! Había colgaduras y banderas verdes y arpas doradas, y hasta una banda reducidita que interpretaba canciones de los levantamientos sin desafinar mucho.

Conor y yo acudimos allá temprano, reservando asientos en primera fila para luego poder sentarnos a los pies de nuestros padres. El espíritu que nos había salvado dos noches atrás se extendió de una manera contagiosa. Kevin O'Garvey presidió la reunión, con todos los candidatos en majestuoso despliegue detrás de él, y después de presentarlos uno por uno, los correspondientes a Donegal y a Tyrone y al condado de Derry, se elevó un gran bramido y la banda se puso a tocar y ellos hablaron con gran optimismo sobre la elección. Hubo informes oficiales de diversos comités, anuncios de futuras concentraciones, y se pasó el sombrero para recaudar fondos.

La atmósfera estaba caldeada ya cuando Kevin O'Garvey presentó al orador principal, venido expresamente de Dublín, nada menos, y que impresionaba de veras. Se llamaba Desmond Roche y vestía a tono con su nombre, como un gomoso dublinés. Jerarquía destacada del partido, se decía de él que era amigo íntimo del mismo Parnell. Aunque era católico, le habían cortado, evidentemente, de distinta tela que a los habitantes del Bogside y a los
croppies
. Los Roche eran una antigua familia aristocrática normanda que se contó entre los grandes condes irlandeses; pero cuando habló, habló nuestro lenguaje.

Aguijoneando, deslumbrando y gritando hasta la última fila, proclamó:

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