—¡Entre! —era su padre, que se acercaba visiblemente alterado—. Di, padre.
—Ha llegado una persona.
—¿Quién?
—Un tal reverendo MacIvor.
—¿MacIvor? No creo haber oído ese nombre.
—Será mejor que le veas. Un tipo muy raro —dijo Arthur.
Roger siguió a su padre hasta el saloncito principal. En su mismísimo centro aguardaba, de pie, un hombre de un metro sesenta y cinco, aproximadamente, de estatura. Fuera, una nueva salva de truenos hizo vibrar las maderas de la casa. El hombre vestía un triste gris presbiteriano, capa de Inverness y sombrero
terai
de fieltro blando y alas anchas. Aunque le hubiera acompañado hasta allí un criado portador de un paraguas, ofrecía huellas de la lluvia; tenía el rostro brillante de humedad y de los bordes del sombrero caían gotas. Roger avanzó hacia él. El desconocido tenía la cara lampiña, como un chiquillo, y los labios gruesos. Sus ojos despedían las flechas de un desafío constante.
—Mi hijo, el vizconde de Coleraine —dijo Arthur.
—Oliver Cromwell MacIvor —respondió el clérigo, con una voz retumbante de barítono que no concordaba con su corta estatura.
—No creo recordarle —contestó Roger—. ¿Ha venido con alguna Logia de Orange?
—Tenía que llegar con sir Frederick Weed. Pero he llegado antes.
—Ah, sí, perdóneme —dijo Roger.
—Por el camino yo me ocupaba del trabajo del Señor, y hemos venido separadamente.
—Sea usted muy bien venido. Padre, invité aquí al reverendo a petición de sir Frederick. Predicará en la catedral. ¿Sus maletas?
—Han cuidado de ellas.
—¿Ha cenado ya?
MacIvor respondió con una sonrisa extraña y cínica.
—Cuando uno se entrega a la tarea del Señor, a veces se olvida.
—Bueno, pues ¿por qué no va a cambiarse y le subiremos algo? ¿Puedo reunirme con usted?
—Como quiera —respondió, siguiendo al criado escaleras arriba.
Media hora más tarde, Roger se detenía delante de la habitación del reverendo y llamaba a la puerta. Dentro se oyó un gemido bajo, ininteligible, que ascendía y descendía sobre los aullidos de la tormenta. Otra llamada fuerte quedó sin respuesta. Un son asfixiado, anhelante lanzó a Roger al interior de la habitación.
Oliver Cromwell MacIvor estaba sentado delante de la lumbre meciendo el cuerpo adelante y atrás como un viejo judío en oración mientras el carraspeo de su garganta pasaba de una especie de silbido ahogado a un gorgoteo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Roger.
No pudo entender la respuesta. Roger dio un paso para observar la cara del predicador. La tenía brillante de sudor, y los ojos estaban en blanco.
—¡Reverendo MacIvor!
El grito sacó repentinamente al reverendo de su trance y lo puso en pie de un salto.
—¿Quién le ha dicho que entrara? ¡Me ha interrumpido! ¡Salga! ¡Salga! —Roger retrocedía con expresión curiosa—. No…, espere —pidió MacIvor, volviendo a dejarse caer sobre la silla—. Perdóneme. —Levantaba los ojos y las lágrimas corrían por sus mejillas—. ¿Sabe usted qué es tener a Dios hablando contigo? No, claro que no. Nadie lo sabe. Por favor…, por favor, váyase.
Cuando Roger se fue, Oliver Cromwell MacIvor se acercó al lavabo calmosamente, hundió la cara en el agua y luego atacó el ágape con gran voracidad, encantado de la comedia que acababa de representar.
Los espantosos tambores Lambeg resonaban de pueblo en pueblo como mensajes tribales en el continente negro. Orangistas con falda escocesa delante de los Orange Halls en ciudades, pueblos y aldeas bombardeando el panorama. Durante la temporada de los desfiles, que se prolongaba todo el verano, ningún lugar era inmune al redoble de los tambores, y ninguno demasiado remoto para los confiados, agresivos pasos de baile de aquellos manifestantes que desfilaban danzando.
Los orangistas habían llegado a Belfast por decenas de millares para celebrar, el 12 de julio, la victoria sobre los católicos en el río Boyne el año 1690. La temporada de desfiles llegaba a su apogeo en la ciudad santa de Londonderry, donde adorarían a su salvador, Guillermo de Orange.
Venían en tren de Coleraine y el condado de Tyrone, del de Donegal, del de Fermanagh y de Dublín. Venían en barcos, contratados para la ocasión, de Belfast y de los condados de Down y Antrim, y de Canadá, de Inglaterra y de Escocia, siendo los orangistas de Glasgow los más fanáticos de todos.
Londonderry volvía a estar sitiado, esta vez por los herederos de sus antiguos defensores. Cuando todas las casas de todos los hermanos estuvieron llenas, unas acampadas que parecían antiguos regimientos acomodados en tiendas se extendían por las colinas del distrito de Waterside y las tierras de Hubble Manor.
En todas las casas y casitas pertenecientes a familias leales ondeaba la Union Jack al lado de la Red Hand del Ulster. En las avenidas principales de la ciudad y en sus plazas habían levantado centenares de arcos adornados de guirnaldas de flores y retratos del muy amado rey Billy y la muy amada reina Victoria, y proclamando DIOS BENDIGA AL IMPERIO y DIOS SALVE AL ULSTER y RECORDAD 1690 Y DIOS SALVE A NUESTRA REINA.
Los clanes peregrinaban a la ciudad santa en aquel santo día para recrearse en las victorias seculares sobre papistas y labradores irlandeses en el río Boyne y Enniskillen, y en Angrim y el Diamond y en Dolly's Brae. Luego, en el
sancta sanctorum
: las murallas de Derry.
Costa este arriba de Inishowen, a ambos lados del río Foyle, las fogatas inflamaban los cielos con tintes satánicos. En Londonderry, por la calle Irish y el Waterside y la ciudad antigua amurallada, Los Muchachos protestantes poblaban el aire de banalidades, y un buen orangista podía dar unas patadas al Papa, en efigie, por un penique, que se destinaría a las mejores obras de caridad.
Como se acercaban las elecciones y se había concedido el derecho al voto a los indígenas, la renovación anual de la pasión protestante adquiría el aire de una guerra santa.
Yo cascabeleaba de contento cuando mi padre me dijo que iría a Derry con él para una reunión de todos los candidatos de los tres condados del partido irlandés. Eché, pues, a correr por la acostumbrada ruta, a través de nuestra habitación principal, cruzando el patio y saltando la pared en dirección a la casita de los Larkin. Las voces de Tomas y Finola levantadas en viva discusión me detuvieron delante de su establo.
—Cochina ocasión esta para llamaros a Derry —decía Finola— con todos aquellos orangistas enloquecidos y a punto de lanzarse al ataque.
—Yo creo que Kevin O'Garvey ha convocado la reunión intencionadamente —respondía Tomas—. Quiere que este año olamos de cerca el genio protestante.
—¡Como si no lo conociéramos ya, con esos tambores suyos redoblando todo el día y la mitad de la noche! Y como si no les oyésemos cantar aquellas canciones horribles en las tabernas. Casi no hay seguridad ni para ir a la iglesia…, cosa que tú no sueles hacer.
—Bah, mujer, tu voz sería capaz de hender las rocas.
—Y como si no fuera bastante malo meterte tú en Derry, tienes que llevarte a Conor contigo, ¿verdad?
—Oirá los tambores durante todo el resto de su vida, mujer. Cuanto antes sepa qué representan, mejor.
—¿Y he de suponer que Liam no los oirá? ¿Te parece justo llevarte a Conor y dejar a Liam, puesto que te empeñas en arrastrar chiquillos a Derry? ¿Qué me dices de Liam?
—Alguien ha de quedarse a hacer el trabajo. Conor, por ser el mayor, tiene ciertos privilegios.
—Ve y díselo a Liam. Está enfadado, y con razón. Es la tercera vez este verano que te llevas a Conor y a él le dejas.
—¡No quiero que se hable más de ello! —dijo Tomas en aquel tono suyo que señalaba el final de una conversación. Aunque Conor era mi amigo más entrañable, Finola decía verdad. Tomas casi siempre dejaba a Liam en casa, y Liam se sentía profundamente herido. A Conor, por su parte, le enojaba que le concedieran tales privilegios. Más de una vez trató de convencer a su padre; pero Tomas no atendía a razones. No cabían dudas acerca de cuál era su favorito.
Cuando hubo transcurrido un tiempo prudencial, me introduje en la sala de los Larkin para anunciarles que yo también iría a Derry. La noticia mereció una acogida fría; luego, Tomas nos ordenó, a Conor y a mí, que enganchásemos los caballos a la gran carreta comunal. Se trataba de un vehículo grande de cuatro ruedas y altas estacas utilizado para acarrear mieses y también, en ocasiones, para el transporte de personas. No era exactamente como el coche de Su Señoría, pero nos llevaría a Derry.
Daddo Friel, que había recorrido el distrito haciendo campaña por Kevin O'Garvey y se había hospedado en casa de los Larkin, también esperaba para emprender el viaje hacia Derry. Tomas lo acompañó fuera de la casita, lo levantó en brazos y lo subió a la carreta. Conor y yo lo acomodamos en el heno, situándonos uno a cada lado, porque era un regalo singular poder recorrer tan larga distancia en su compañía y que él respondiera a todas las preguntas que se nos pudieran ocurrir.
Mi papá arrojó sobre la carreta un saco de comida y subió al asiento del conductor, al lado de Tomas. Después, ambos se volvieron cara a sus respectivas esposas, plantadas allí con una expresión tan sombría como si emprendiéramos el último viaje hacia el árbol de los ahorcados. Mis padres no eran aficionados a manifestaciones en público, pero los Larkin solían besarse antes de emprender un viaje. Esta vez, sin embargo, Tomas se limitó a agitar la mano, soltó el freno y puso a los animales en marcha.
Tres noches atrás, los del
Constabulary
habían realizado una siniestra incursión, coronada por el éxito, en la destilería de
poteen
de las viudas, y la habían destruido, cerrando luego la taberna clandestina del pueblo. Por tanto, habían dejado tras ellos una sequía terrible, y nosotros tuvimos que parar en casa de Dooley McCluskey con objeto de adquirir unas botellas de whisky legal para el viaje.
Tomas paró a la sombra del árbol de los ahorcados mientras papá saltaba al suelo y entraba en la taberna. Aquellos días el cruce de caminos estaba lleno de hermanos de la templanza de la ciudad, así como de muchos visitantes forasteros, que estaban de fiesta y pensaban asistir a las ceremonias de los Orange.
—Seamus —me llamó Tomas.
—Diga.
—Conviene que vayas y asomes la cabeza para ver qué hace tu papá —me dijo—. Es mejor no exponerse a ningún riesgo con esa turba por ahí.
El aire de la sala estaba cargado de humo de tabaco prohibido y olía a cerveza ilegal y a whisky ilegal. La mitad de los buenos hermanos presentes habían perdido el seso. Yo me empequeñecía todo lo posible en el umbral, viendo cómo mi padre se internaba por el bullicioso tumulto, sin mirar a derecha ni a izquierda.
Dooley McCluskey temblaba de extasiado gozo por la rapidez con que amontonaba chelines. Mi padre golpeaba nerviosamente el mostrador con los dedos, tratando de captar la mirada de aquel avaro.
—Necesitamos seis botellas —decía papá—, la mitad a cuenta de Tomas y la mitad a la mía.
A McCluskey le disgustaba vender al fiado y nunca dejaba de quejarse por ello, pero viendo que se trataba de Tomas Larkin, sacó las botellas, aunque refunfuñando. Y como seis eran demasiadas para que las llevara papá solo, entré con intención de ayudarle.
—¡Eh, Paddy! —gritó una voz detrás de mi padre. Ay, ay, aquello no presagiaba nada bueno. La voz pertenecía a un forastero que se había acercado por entre la gente y había visto que mi padre era demasiado bajito para significar una gran amenaza—. ¡Eh, Paddy! —repitió—. He visto que te parabas. Si te entretienes más, te encontrarás saliendo en dirección opuesta.
Dooley se pasaba la lengua por los labios, con gesto nervioso, mientras deslizaba las botellas sobre el mostrador. La taberna quedó en silencio, dirigiendo la atención hacia el pobre Fergus.
—Ah, es un bebedor, ¿no es cierto?
—No te molestes con él, Malcolm, no tiene grasa ni para freír un huevo.
—Si no fuera por las orejas, el sombrero le bajaría hasta los hombros.
—Me han dicho que se dejó esas patillas porque su hermano se llevó la navaja a América.
—¡Que no te caigas, con tantas botellas, Paddy!
Padre me dio un par de ellas, fingiendo no oír nada, y cargó con las restantes. Pero he aquí que entonces el tal Malcolm le cerró el paso. Yo aceleré el paso en dirección a la puerta.
—Arriba la escala y bajemos soga larga… Dios bendiga al rey Billy, y mierda para el Papa. ¿No está bien esto, Paddy? —decía el sujeto llamado Malcolm.
—Fuera de mi camino —respondió sosegadamente mi padre.
—Ah, pero no será antes de que hayas rezado un Ave María.
Reinaba un silencio total. Dooley McCluskey se persignaba mientras mi papá y el tal Malcolm se miraban de hito en hito… Y Malcolm no bromeaba. Estaba borracho, era malvado y fornido, terrible combinación. En aquel preciso instante noté que alguien se había parado detrás de mí. Gracias a Dios, era Tomas Larkin. La masa humana amontonada delante de mi padre se deshizo, quedando sólo Malcolm como contendiente. Mi padre dio un rodeo y siguió adelante ileso. La cobardía de Malcolm levantó un murmullo de descontento.
—Déjalo, hermano Malcolm —recomendaba la voz de Luke Hanna.
—No le detengas, Luke —dijo Tomas—. Me gustaría conocer al hermano.
Sin embargo, el hermano Malcolm parecía más que contento de que le ordenasen dejarlo, así que refunfuñó algo y se marchó otra vez hacia el mostrador. Como Tomas echaba tras él, Luke le cortó el paso.
—Por amor de Dios, Tomas —dijo.
Tomas Larkin paseó la mirada por toda la sala con aquella devastadora expresión de desprecio tan suya.
—Sácalo de aquí —le dijo a Luke.
—Lo sacaré.
Luke siguió a Tomas fuera de la taberna, lo cogió por el brazo y lo volvió cara a él.
—Lo siento, Tomas —le dijo.
—Podías haberlo impedido.
—No te enfades, Tomas. Son, ¿qué te diré?, como niños en la primera feria de primavera después de un invierno duro. Tienen ganas de jugar, nada más. Yo no habría permitido que ocurriera nada.