Hasta que un colega constructor de barcos francés, Gustave Caillebotte, se puso en contacto con él para hacerle una oferta por toda la colección de Caroline, brindándole una ganancia escandalosa, no se dio cuenta sir Frederick de lo que significaba la mencionada colección. Esta oferta despertó su curiosidad, y la investigación que llevó a cabo puso de manifiesto que realmente aquel arte nuevo se iba abriendo camino fuera de París también. Entonces colgó el Renoir de Caroline en la galería y se sorprendió a sí mismo pasando muchísimo tiempo inmerso en él. Un día, con súbita decisión acompañada del imprescindible puñetazo sobre la mesa, declaró que destinaba un pasillo entero de la galería a la «porquería francesa» de Caroline.
Sopesando el conjunto, se habría creído que Rathweed Hall había requerido toda una vida; pero al inquieto Frederick Weed no le costó tanto tiempo. Con agentes dragando el mundo y un ejército de expertos y artesanos en su zaga, quedó completo en un período, como si fuera bíblico, de siete años.
Roger Hubble, vizconde de Coleraine y heredero del condado de Foyle, llegó al cubil. Los zorros entraron en acción inmediatamente, pero habría sido difícil definir quién seguía a quién.
Roger Hubble poseía todos los atributos que se le suponían. Tenía una figura inglesa relativamente buena, rufa y frescota. Un poquitín demasiado alto y delgado. Y cierto aire desgarbado parecía darle un carácter adolescente. Era bastante agradable y poseía un mínimo de rasgos molestos; acudía demasiado pronto a enseñar los dientes en una sonrisa estereotipada, y en ocasiones movía el cuerpo con una especie de sacudida, cuando habría sido mejor que hubiese permanecido quieto. Por lo demás, tenía unas maneras muy aceptables. Caroline y sir Frederick veían ante ellos a un sujeto excesivamente vulgar, sin ninguna de aquellas cualidades especiales que había descubierto Maxwell Swan en él. A la luz del día, lo que destacaba era una cortesía superficial y una notable falta de contenido. Roger quedó debidamente impresionado por Rathweed Hall, los Weed Ship & Iron Works y el dominio de los Weed en el escenario de Belfast. Permaneció completamente al margen, en un banquete para hombres solos dado en su honor en el Patrician Club, y si Caroline había estremecido más o menos su sensibilidad amorosa, no lo manifestó en manera alguna.
Fue precisamente esta falta de definición lo que empezó a intrigar a los Weed, padre e hija. Evidentemente, algo se cocía detrás de los ojos gris mate de Hubble. Sir Frederick prefería hombres de su propio temperamento, francos y abiertos. Este parecía estar tomando apuntes y efectuando evaluaciones dentro del secreto más absoluto. En un par de ocasiones Caroline observó en él una fugitiva y atemorizadora expresión de gran vehemencia que parecía estar en contradicción con su carácter habitual; aunque luego volvía a sumirse en su personalidad de antes, aceptable y mediocre. Es decir, quedaba la dosis suficiente de intriga para mantener la aventura en marcha.
El segundo día, sir Frederick invitó a Roger a que le acompañara a la península de Newtonards, donde tenía el campo de prueba de sus ferrocarriles. Entre las diversas dotes que poseía Frederick Weed, la de jefe de vendedores no era de las más desdeñables. La locomotora «Red Hand Express» estaba llamando la atención más allá de Irlanda. Como parte de las tareas de venta, sir Frederick organizaba todos los años una gira de su equipo de rugby por los Midlands ingleses, y lo transportaba en un tren particular arrastrado por el último modelo de «Red Hand».
Los ferrocarriles, lo mismo que los barcos de vapor, se extendían cada día más y, si exceptuamos Estados Unidos, Gran Bretaña iba a la cabeza del mundo. La línea experimental inglesa Liverpool Manchester había realizado unos tanteos con los Talleres Weed, y aunque un pedido inglés le habría dado mucho prestigio, sir Frederick estaba pensando en caza mucho mayor. Gran Bretaña y el continente contaban sus líneas ferroviarias por decenas de kilómetros. Estados Unidos y Canadá los contaban por centenares y millares.
Dentro de un año se celebraría en Chicago, centro ferroviario de su nación, la mayor feria industrial jamás habida, y sir Frederick estaba dispuesto a concurrir a ella para desafiar a la locomotora «Baldwin» y a todas las demás grandes locomotoras americanas y llevarse una parte del negocio.
Esto planteaba un problema difícil que reclamaba un ingenioso motor de compromiso armonizando dos filosofías ferroviarias distintas. La locomotora británica normal era un mecanismo más pequeño y refinado, construido para cubrir distancias cortas. Las partes activas de la locomotora británica iban cubiertas, eran más precisas y debían ser cuidadas con gran esmero. En Inglaterra había una mayor densidad de gente y de casas de campo, de manera que el terreno propiedad del ferrocarril quedaba meticulosamente delimitado por unas vallas. Los raíles estaban sólidamente agarrados, de forma que los motores podían atacar cambios de vías y curvas a toda velocidad y sin riesgo alguno, y ni siquiera llevaban faros.
Por el contrario, las grandes distancias de América se reflejaban en las dimensiones de las locomotoras. En los campos abiertos del Oeste era frecuente que los trenes corrieran centenares de kilómetros sin ninguna estación. Por consiguiente, el terreno de la vía quedaba abierto, los raíles estaban colocados más al descuido y no se cuidaban los motores con tanto esmero.
Era el goliat americano de grandes distancias y grandes velocidades contra la joya británica.
La locomotora «Red Hand» representaba un intento de compromiso; era un artefacto mediano con bastante precisión para los raíles británicos y, no obstante, bastante fuerte y resistente para las grandes distancias. El «Red Hand» había conseguido triunfos espectaculares en los rincones más apartados de Australia, dando motivo para que los Weed abrigaran la esperanza de vencer también en las praderas americanas y canadienses.
Vender era una cosa que los americanos comprendían bien. Sir Frederick sabía que la clave estaba realmente en una sola palabra: velocidad. Y había decidido llevar a Chicago un motor compuesto que había establecido una marca al superar el tope recién establecido de las cien millas por hora.
Parecía tenerlo ya al alcance de la mano. Littlejohn había modificado con éxito el diseño fundamental, una configuración tipo «Pacífico» construida para Nueva Zelanda. El furgón limpiavías y dos coches remolcados que venían a continuación contrapesaban delicadamente los casi catorce metros y las sesenta toneladas de plancha lisa. Sus seis pares de ruedas de tracción alcanzaban los dos metros diez de diámetro, con la embolada meticulosamente aumentada de treinta y cinco centímetros y medio a cuarenta y medio, todavía poco más de la mitad de la embolada de los mayores leviatanes americanos.
Habían quitado de la locomotora los depósitos laterales, sustituyéndolos por un depósito de agua de trece mil seiscientos litros junto con seis toneladas de carbón. Aunque también aquí se quedaba a la mitad, aproximadamente, de lo que solían llevar las locomotoras americanas.
Lo que hacía de ella una posible competidora era la fórmula combinada, el doble aprovechamiento del vapor, recuperándolo en un doble cilindro, sistema que los americanos no sabían igualar.
En consecuencia, la «Red Hand» podía correr las mismas largas distancias que una locomotora americana y arrastrar el mismo peso consumiendo solamente la mitad del carbón y el agua, y, no obstante, a mayor velocidad.
Littlejohn se doblegó de mala gana a ciertas exigencias americanas. Así dejó al descubierto algunas partes móviles, para que los maquinistas pudieran engrasarlas. Cambiaron de sitio las válvulas y el aparato de tracción a fin de que el conductor pudiera sentarse en el costado derecho de la cabina. A Littlejohn le tenía perplejo que los americanos se empeñaran en conducir desde el lado contrario. Parecía una idiotez total; pero hubo que adaptarse a la idiosincrasia de aquella gente. Tres primeras series de pruebas contra reloj originaron nuevas modificaciones, de modo que la «Red Hand» número 367 corría regularmente a cien millas por hora en la línea Grayabbey-Portaferry bajo la brillante mano del maquinista Cockburn y el fogonero Henry Hogg.
Las cosas se iban acercando angustiosamente al punto decisivo.
El grupo se arremolinaba en el lugar de partida del terreno de pruebas. Sir Frederick daba vueltas en torno a su creación acompañado de Littlejohn y su equipo, y hablaba al maquinista Cockburn en una reverente media voz y con el aire confidencial del entrenador que da instrucciones a un jockey. Una impartición final de sabiduría, una frase deseándole suerte, y sir Frederick se fue hacia la torre de observación, desde cuya plataforma se divisaba la mayor parte de la sección de cronometraje, de cuatro kilómetros y medio de longitud. Un sistema de comunicaciones telegráficas enlazaba la meta de arranque y la de llegada con la torre. La asfixiante calma sólo fue interrumpida por la palanca anunciando, primero, un aplazamiento, y, después, que la carrera había empezado. Como un solo hombre, todos los reunidos levantaron los gemelos y anteojos de campaña. Unas acompasadas bocanadas de humo entre los árboles distantes anunciaban el asalto para batir la marca anterior.
—¡Ahí viene!
Un silbido agudo señaló la entrada de la «Red Hand», y cuando ésta pisó la línea de partida una multitud de relojes bien dotados de manecillas para los segundos tomaron nota de la hora.
La locomotora apareció a la vista con su penacho de humo en una suave curva y enfiló inmediatamente el trecho recto. Al pasar por debajo de la torre, ésta tembló por el impacto de hierro sobre hierro. Un negro manto de hollín subió disparado hasta los espectadores, atacando sus pulmones, al mismo tiempo que un chorro de ruido ensordecedor les cubría los oídos. La «Red Hand» parecía lanzarse hacia aquella barrera final de tiempo buscando su propio punto de desintegración, y luego se perdió, se perdió, se perdió.
Se produjo un silencio sobrecogedor que duró hasta ser perforado de nuevo por la clave telegráfica, que sir Frederick sabía leer tan aprisa como el telegrafista.
«Noventa y seis con dos décimas.»
Abatimiento; seguido de un inquieto renacer de la esperanza en cuanto se inició el viaje de retorno. Ochenta y nueve con tres décimas.
Depresión.
La tercera carrera sería la que decidiría. Hasta el estoico Littlejohn crispaba las manos alrededor de la barandilla, secos los labios y el corazón desbocado, porque se veía a simple vista que aquélla era una carrera extraordinaria. Sir Frederick cortaba el cigarro a mordiscos mientras la «Red Hand» pasaba como una exhalación. Sir Frederick iba y venía como un orate esperando que el cronometrador oficial confirmara el tiempo registrado por él y dijera que habían conseguido la meta. Noventa y ocho millas bien completas.
Todos los demás soltaron un gemido al verle levantar los brazos al cielo, rugiendo. Las dos carreras finales fueron de corte académico. Con ello vinieron las acusaciones, los vilipendios, y el corro en torno de sir Frederick se ensanchó con objeto de dejarle espacio suficiente para zurrar el aire. De regreso a los talleres, sir Frederick se encerró en una pequeña oficina del coche del jefe. En el apeadero del interior de los talleres, escapo hacia su oficina sin decir palabra a nadie y cerró de un portazo. Después de diez minutos, que le concedió para que los hervores se redujeran a un mero borbotear, el brigadier Swan tuvo la bravura de entrar allá.
—¡Cochino canalla! —le saludó el amo—. ¡Cochino canalla! Lo teníamos en la mano, en la mano, seguro. Cockburn ha cerrado las admisiones. ¡Eso es! Tiene un corazón de cachorrillo. Le habría bastado con abrir unas cuantas válvulas una media vuelta, hasta un cuarto de vuelta. ¡So canalla sin valor! Ya no fabrican hombres, Max. Quiero que dimitan, inmediatamente.
Swan depositó dos hojas de papel delante de sir Frederick.
—¿Qué diablos es eso?
—Sus dimisiones. Tanto Cockburn como Henry Hogg quieren marcharse.
Weed desgarró los papeles y los echó a la papelera.
—Bueno, no se marcharán tan fácilmente. ¿Qué… qué posible explicación podía tener Cockburn? ¿Qué posible excusa para esta actuación?
—Ninguna en absoluto. Ha dicho que todo estaba abierto al máximo.
—¡Una historia muy verosímil!
—Dice que el tren no quiere correr más aprisa, sir Frederick. Hoy lo ha empujado hasta el límite máximo.
Weed iba y venía por la habitación.
—¡Claro que no correrá más aprisa! Yo le dije al canalla de Littlejohn que aumentara la embolada hasta sesenta centímetros. Diez cochinos centímetros más. Se lo dije ya en el momento que vi los planos, hace seis meses. Sesenta centímetros de embolada, Littlejohn. Esas fueron mis palabras, así como Dios ha de juzgarme. ¿Dónde rediablos está Littlejohn?
—Prefiere no verle a usted hasta dentro de un par de días.
—Ah, lo prefiere, ¿eh? Y supongo que también tienes su renuncia al empleo.
—No, no la tengo; pero me ha dicho que si usted mencionaba los sesenta centímetros de embolada le replicase que con ellos el tren habría quedado sembrado en pedazos por todo el condado de Down. Dice que ha tenido usted suerte de que no se hiciera pedazos en la tercera carrera.
—¡Porquerías! ¡Lo único que consigo son porquerías! —Weed inclinó la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Arregla lo de Cockburn y Hogg, ¿quieres, Max? Una gratificación, una palmadita a la espalda. Envíalos al pabellón de pesca; déjales que cojan las cañas y saquen unos cuantos salmones. Di a Littlejohn y a los muchachos que celebraremos una reunión a primera hora de la mañana. Mira si la 367 admite otra modificación todavía. Si no, habremos de lanzarnos como el rayo a otra tarea. Ahora el tiempo cuenta contra nosotros.
Swan hizo un gesto de asentimiento y dio unos pasos para retirarse.
—Ah, de paso, su invitado de usted está en mi oficina arañando el aire.
—Ah, sí, Hubble. ¡Jesús, lo olvidé! Bueno, tráelo acá.
Sir Frederick se derrumbó detrás de la mesa, estudiando por milésima vez las características de la 367 y buscando dónde se le podría dar un empujoncito más. No quería volver a empezar desde el principio, en fecha tan avanzada. Roger Hubble entró y le mostró toda una bocaza llena de dientes comprensivos. Sir Frederick pensó: «Si dice "maldita suerte" ensucio los pantalones.»
—Lamento la mala suerte —dijo Roger—. ¡Maldito contratiempo!