A pesar de la aversión de Shelley, el aura especial que rodeaba la aparición de Conor Larkin, en noches alternas, no se apagaba con el paso de los días. La familia parecía prendada de él. Se percibía entre las dos casas una vibración especial que convertía la presencia del irlandés en un verdadero acontecimiento. Por fin, después de un par de semanas de evadir cuidadosamente al visitante, Shelley tuvo que satisfacer la natural curiosidad que le cosquilleaba la mente. Y anunció que iría a comer con ellos un determinado sábado, que habían invitado también a Conor.
Shelley se dijo que aquel hombre tenía una figura impresionante, si se tomaba en consideración el aspecto físico únicamente. Porque el irlandés era media cabeza más alto que su hermano, y cuando la saludó, Shelley pudo observar que a ella la aventajaba en una cabeza entera. La muchacha se sorprendió a sí misma murmurando un «Hola» tímido mientras él continuaba aprisionándole la mano y estudiándola en silencio. Aunque la mirada del hombre sólo recorría un corto espacio, descendiendo desde el rojo cabello para detenerse en los ojos, increíblemente verdes, de la joven. Conor se sentía invadido de un raro y apasionado deseo; no de un deseo carnal, sino de la pasión del buscador que ha encontrado súbitamente aquello que anhelaba. Conor y Shelley permanecían inmóviles, mirándose, y así estuvieron largo rato, hasta que entró Matthew, a quien habían retirado de la calle, y le dio a su tía la ocasión de salir de aquella especie de trance hipnótico para ir a lavarle mientras él se desahogaba gritando como un condenado.
A la sazón, Morgan dejó a un lado la postura de hombre moderado, bebiendo un vaso con ellos; luego se revistió de su aire pomposo habitual y se sentó ceremoniosamente a la cabecera de la mesa. Acto seguido se colocó bien los lentes, gesto innecesario porque siempre leía la Biblia de memoria. Después de abrir aquel tesoro de cinco generaciones más, se aclaró la garganta, signo de que había llegado el momento de que los demás inclinaran la cabeza.
—«He ahí las cosas que debéis hacer: Que cada uno de vosotros diga verdad a su prójimo; realizad el juicio de verdad y paz en vuestras puertas; y no permitáis que ninguno de vosotros piense mal, en su corazón, del prójimo; y no tengáis apego a falsos juramentos; porque Yo aborrezco todas esas cosas, dijo el Señor.»
Después de pronunciar estas frases, que significaban que aceptaba a Conor Larkin, cerró el libro e inclinó la cabeza a su vez. Y en el momento de inclinarla entrevió a su hija y a Conor mirándose fijamente, y comprendió, por la experiencia que le daban los años, que en su casa se estaba encendiendo el más antiguo de todos los fuegos. Nunca había visto a su hija presa de tan repentina conmoción, ni la había considerado jamás capaz de quedar tan profundamente impresionada. Shelley solía ser siempre dueña absoluta de Shelley.
—Gracias, Señor, por tus generosos dones y por la presencia de un nuevo amigo que ha honrado nuestra casa. —Morgan levantó los ojos para ver si Conor se persignaba o deseaba añadir una palabra más. Como no se oyó respuesta alguna, añadió—: Amén.
Despachada la comida, se retiraron al saloncito, alrededor de la estufa de reverbero, runruneando satisfechos en pleno calor de hogar. Lucy se encaramó al incómodo taburete del piano en cuanto la voz tonante y nada cohibida del abuelo Morgan los empujó a entonar una ronda de canciones. Al llegar a la cuarta, el desasosiego que a unos les pudiera inspirar la presencia de los otros se había desvanecido por completo, y Conor galvanizó la reunión entonando una antiquísima balada de Donegal con una voz que nadie había esperado. Hubo un breve momento de embarazo cuando Matt pidió un fogoso himno de Orange; momento que quedó superado al instante atacando todos a coro Cruzando el centeno.
Matthew se dormía. Robin lo llevó a casa… Y todo el mundo desapareció por ensalmo, dejando completamente solos a Conor y Shelley. Pero al mismo tiempo retornó entre ellos el malestar de los primeros momentos.
—Ha sido una velada memorable —dijo Conor.
Y cogió la gorra de la percha y se fue.
Una interminable semana después, Shelley llamaba a la puerta de la cocina de Lucy y entraba. Conor estaba solo, recogiendo unas hojas sueltas de encima de la mesa.
—Creo que Lucy y Matthew están dentro —dijo levantando la vista—. Robin ha ido a la taberna a buscar cerveza para él y para mí.
—Lo sé —respondió la muchacha—. Esperé a que se fuera —parecía clavada en el suelo, visiblemente furiosa consigo misma por haber cedido al impulso de venir a verle y encima todavía decírselo.
—Todas las noches la he buscado con la mirada —dijo Conor—. Me alegra que haya decidido no esperar más.
Shelley había sabido alejar siempre a los tipos duros del Shankill con poco más que una mirada penetrante. Ahora hubiera querido humillar a este hombre, pero no sabía decidirse a darle un bofetón. Conor había dicho la pura verdad, nada más. Ella le había esquivado y él esperó. Ahora ya no parecía capaz de seguir esquivándole. Durante toda la semana, la atracción que Conor ejercía sobre ella se había vuelto irresistible y tremendamente incómoda.
—¿Qué? —preguntó Conor.
—Sí, en efecto, ¿qué? —repitió ella, todavía asombrada por su propio comportamiento.
—¿Hemos de vernos, Shelley? —dijo él, sin rodeos.
—¿Podremos esperar hasta mañana por la noche?
Sir Frederick aceptó entusiasmado la proposición de Caroline de hacer en el astillero algún objeto de hierro artístico para regalarlo en nombre de los Weed al nuevo Ayuntamiento de la plaza Donegal. Enviaron, pues, a Larkin a examinar el edificio, que estaba a punto de quedar terminado, para que luego propusiera lo que le pareciese más adecuado. Se habría pensado que aquella imponente estructura debía albergar la capitalidad de Irlanda, o al menos de una provincia, en lugar de servir tan sólo de albergue al Ayuntamiento de una población de cuatrocientos mil habitantes.
Levantado sobre el solar del antiguo Linenhall, tenía unas dimensiones descomunales, y coronaba el conjunto una cúpula que se remontaba unos cincuenta y tres metros sobre Belfast y era un canto a las hazañas industriales de la ciudad.
Conor reprimió el odio que le inspiraba semejante proyecto, diciéndose que gracias al mismo se encontraba donde quería estar, exactamente en el complejo de los Talleres Weed. Y se pronunció en favor de un par de puertas que separasen el
foyer
del vestíbulo grande, que ocupaba toda la fachada este del rectangular edificio.
Partiendo del supuesto de que Belfast era el núcleo de aquella pesada y piadosa mentalidad ulsteriana, Conor comprendió que no había ni que pensar en puertas trabajadas como fino encaje, al estilo de las de Tijou o de la escuela italiana. Por consiguiente, se puso a diseñar un barroco casi germano que apestaba a «Reforma». La pesadez de estilo le permitía llenar las puertas de toda suerte de escudos heráldicos y símbolos de progreso para remover la sangre del Ulster.
Conor había comprendido que sir Frederick era un coleccionista de arte y hombre de mucho gusto, y había de tener cuidado en no ofenderle. Al mismo tiempo, las puertas habían de estar en armonía con el edificio y asimismo con el tema de la región y las personas gobernadas desde dicho edificio. Conor recorría una estrecha línea tendida entre una broma muy sutil y la grandeza.
Al cabo de un mes presentó el estudio, acabado con todo detalle. Sir Frederick encendió el cigarro habitual, extendió los dibujos y al momento quedó deliciosamente desconcertado. Allí estaba ello, y sin embargo, no estaba. Los rasgos buenos lo eran de verdad, brillantes incluso. Y el mal gusto parecía tratado con arte exquisito. Weed estudió a Larkin, además de los dibujos, con ánimo divertido, pero súbitamente respetuoso. Sabía que el hombre que tenía enfrente había trazado el proyecto tal como estaba a sabiendas, con toda intención.
—Oye, Larkin, ¿me estás buscando las cosquillas?
—¿Ha visto usted el interior del edificio?
—Hummm, recientemente no.
—Quizá debería echarle un vistazo.
—Bueno, sí, es cierto, caracteriza al Ulster por los cuatro costados, te lo concedo.
—¿Podría sugerirle que enseñe mi proyecto a los padres de la ciudad afectados y se beneficie de su reacción? —indicó Conor.
Weed lo hizo. Todos se pusieron locos de satisfacción. Larkin había dado en el clavo y aprobaron el proyecto.
Cuando un católico invadía los dominios exclusivamente protestantes de los Talleres Weed había que esperar siempre rumores de descontento. En este caso el murmullo de disgusto quedó reducido al mínimo cuando Bart Wilson, a quien había sustituido Conor en el Boilermakers, fue ascendido a capataz de un taller de laminado con objeto de calmar las aguas que pudieran agitarse. El mismo Bart presentó a Conor en los talleres, con lo cual el irlandés fue tácitamente aceptado. Los componentes del equipo de rugby de sir Frederick gozaban de una consideración especial. Además, habiéndosele encargado un trabajo particular de sir Frederick, el irlandés no parecía significar ninguna amenaza en cuanto al empleo de cada uno de los demás. La nota dominante consistía en una mutua frialdad; en mantenerse apartados los otros de su terreno, y él, a su vez, no meterse en el terreno de los demás.
En el complejo de instalaciones, los talleres para las locomotoras se extendían por la orilla sur del canal del rey Guillermo, enfrente del astillero, arrancando desde las sombras de la fundición de acero. Una línea de talleres auxiliares corría vecina a la planta principal del trabajo en cadena, y en una fragua de dicha línea se aposentó Conor. Se le recibió con la misma alegría que a un leproso, pero generalmente le dejaban en paz.
Gozando de libertad para andar por allí a su antojo, Conor estudió la anatomía del gigante complejo. En algún punto de su inmensidad debía haber aquel punto ciego, aquella puerta trasera de entrada al Ulster que permitiese traer las armas de Inglaterra. No obstante, mientras iba efectuando la disección, sector por sector, el posible lugar deseado seguía escondido, sin revelarse. Las perspectivas esperanzadoras iban quedando en nada, una tras otra. La maniobra que desde el exterior había parecido fácil y sin complicaciones resultaba mucho más difícil y problemática. Todo el material, todos los cargamentos y los movimientos estaban sometidos a estrecha vigilancia. Aun suponiendo que se pudieran traer armas de Inglaterra a los muelles particulares de Weed ¿qué hacer entonces? ¿Cómo descargarlas en el astillero y luego sacarlas de allí? La hazaña empezaba a parecer imposible. Sin embargo, él estaba dentro de la instalación, y en alguna parte, de algún modo…, la puerta trasera existía, sin duda.
Conor pasaba del taller de fresado de hierro a las gradas y los muelles, levantando mentalmente el plano de todo ello, centímetro a centímetro, plano que luego confiaría al papel. Su ojo se habituó a hacer cálculos instantáneos. Conor siguió buscando y rebuscando, hasta que llegó a recelar de la libertad de movimientos que le concedían. Y se dijo que si le veían cuatro o cinco veces por el mismo sector, observando nada más, antes o después realizarían una investigación.
Al principio quería estar cerca de los talleres de locomotoras, porque no había nada tan perfectamente situado en el centro del complejo. Por razones que ni él mismo entendía bien, percibía que aquello había de encerrar algún elemento favorable. Dichos talleres estaban un poco más abajo, por la línea mencionada antes, que su fragua, y podía entrar y salir de ellos sin inconveniente varias veces al día, porque había trabado amistad con Duffy O'Hurley, maquinista del tren particular de sir Frederick.
El maquinista que manejaba el regulador de la «Red Hand Express» que rompió la barrera de los ciento sesenta kilómetros por hora era Duffy O'Hurley, del condado de Tipperary, con su cuñado Calhoun Hanly como fogonero. Duffy había sobrevivido a todos los peligros de los primeros tiempos de los ferrocarriles, entre los que habían figurado numerosas roturas de frenos y enganches, descarrilamientos y un choque monumental. Era un «majador» cuya táctica de humo denso y cuyo consumo de carbón y agua delataban el amor a la velocidad.
O'Hurley y Hanly formaban una pareja de
tads
(irlandeses) más legendaria que ninguna en una profesión que tendía a crear leyendas. A pesar de ser católicos, sir Frederick los contrató de puro desengañado. Cuando Duffy y Calhoun bajaron por la vía recta de Newtonabbey a ciento seis millas por hora el día que hicieron saltar la barrera por primera vez, sir Frederick les recompensó otorgándoles el empleo vitalicio de maquinista y fogonero respectivamente de su locomotora particular. Y nada logró apartar a Weed de su promesa y su afecto por la pareja, ni siquiera las constantes quejas de su hija por la poca delicadeza de O'Hurley al conducir.
Parte del perdurable atractivo de la «Red Hand» se debía a la continua modificación del magnífico diseño inicial y al esfuerzo particular de sir Frederick por atraer constantemente hacia ella el ojo del público. La gira del Boilermakers por los Midlands servía al mismo tiempo de campaña anual de propaganda de la locomotora.
El tren iba tirado todos los años por el modelo más reciente de locomotora, y todos los años se daba una tremenda publicidad al acontecimiento.
En la Inglaterra industrial, la llegada del tren del equipo se esperaba con ilusión y se recibía con la misma alegría que una feria de condado. Locomotora, ténder y vagones particulares habían sido pintados con los colores del Ulster, adornados, cubiertos de banderolas y decorados hasta la chimenea. Sir Frederick en persona daba fiestas en honor de posibles compradores y de la prensa, con estudiados paseos diurnos y meriendas en las que se servía champaña. Se daban paseos para los niños de las escuelas, y en cada ciudad los escolares que habían vencido en la contienda tenían derecho a sentarse delante, con el mismísimo O'Hurley. La prensa nunca dejaba de publicar las fotografías del último modelo de locomotora, el modelo que cada vez llenaba de orgullo a sir Frederick. Algunas personas rumoreaban que tales caprichos habían estado a punto de costarle a sir Frederick el ascenso a la dignidad de par. Aunque lo cierto es que el estilo de sir Frederick quedaba dentro de la mejor tradición de la época de aquellos gallardos creadores que se constituían al mismo tiempo en los supervendedores de sus productos.
Duffy O'Hurley encajaba formidablemente en el cuadro: era un irlandés teatral que gozaba lo indecible con el papel que le había correspondido, un aditamento pintoresco, siempre con un chiste en los labios y siempre dispuesto a una apuesta, siempre gregario y siempre con un vaso en la mano.